Libre mercado, ni justo ni equitativo

 

Nora Ampudia Márquez  *

 

Mientras las medidas de política económica no se finquen sobre un sustento antropológico y un sentido comunitario, sus consecuencias para el hombre y para la comunidad serán catastróficas. Millones de niños seguirán con hambre en algunas regiones y en otras se incrementará el consumo desmesurado.

 

Aunque la genética y la biotecnología parecen garantizar hoy la suficiencia de alimento para el futuro, sabemos que la mayoría de la población no tendrá acceso a este beneficio dada su falta de poder económico y político.

 

La generación desmesurada de bienes y servicios parece no tener límite y, sin embargo, a pesar de la abundancia en algunas zonas, la pobreza y la marginación social siguen siendo los principales pendientes de la humanidad, a los que la ciencia no puede dar respuesta.

 

¿Qué hay detrás de estos procesos de concentración económica y desigualdad social? ¿Por qué en medio de la revolución biotecnológica y la producción en masa, no se resuelven necesidades vitales? ¿Por qué enormes sectores de la población sufren desnutrición en medio de una sociedad consumista?

 

El libre mercado es un concepto equívoco

 

Una parte importante del problema se debe al uso de una serie de conceptos equívocos que la economía ha ido desarrollando. Quizá el principal es el del «libre mercado», mediante el cual se pretende desarrollar la vida en sociedad. Suele usarse genéricamente, sin restricciones, y adolece de un análisis antropológico.

 

Nuestro mundo se mueve con el motor del libre mercado: cultura, música, arte, ciencia, política y sociedad se guían por la lógica de la eficiencia, productividad, competitividad, y el máximo beneficio económico que se desprenda de su funcionamiento. Esto es resultado de cómo evolucionó el pensamiento en el marco del positivismo, el cientificismo y el «dejar hacer, dejar pasar» del liberalismo económico.

 

Con el enfoque del libre mercado hemos reducido al ser humano a la dimensión de agente económico, cuya única función es maximizar los beneficios. El hombre es consumidor, cliente, proveedor o productor. La persona se pierde en el concepto de individuo.

 

Sin un contexto comunitario, la solidaridad, subsidiaridad, justicia, igualdad y equidad se trastocan en un entorno narcisista donde sólo opera el «yo», «mi», «me», «conmigo»; mientras el «tú», el «otro», y el «nosotros» se encuentran únicamente en función del bienestar individual.

 

Se ha impuesto a nuestra sociedad una visión equivocada de la teoría de Adam Smith, pues él mismo aceptó que el sistema de mercado no puede funcionar a la perfección. Las relaciones sociales de intercambio están sometidas a intereses de poder que corrompen nuestros sentimientos morales1, e impiden que la maximización de los intereses individuales redunde en una maximización del interés común.

 

El hombre se pierde en un mundo de mercancías, intercambio y valores comerciales. Las políticas económicas, que deberían buscar el bienestar social, quedan en manos del mercado, instrumento mágico que resolverá los principales problemas del agente económico, pero no así los del ser humano y la comunidad.

 

El mercado se concibe como un mecanismo autónomo tan eficiente, que no puede ser sustituido por la planeación, centralización y administración estratégica de los recursos.

 

¿Acaso no sería absurdo pensar que dentro de una empresa, los empleados se organizaran de forma tal que, buscando su interés individual, lograran el éxito, sin necesidad de personal directivo, planeación estratégica y reglamentaciones laborales?

 

Debemos imponer una lógica personal al mercado. Quizá habría que mostrar que su «impecable funcionamiento» no es más que una falacia, aunque esto no niega las ventajas que tiene la organización económica a través de los mecanismos de mercado.

 

¡El mercado no existe!

 

El mercado es una relación social que establecen los hombres, un mecanismo de negociación y expresión de sus destrezas y habilidades para organizar actividades económicas.

 

El mercado no existe por sí mismo. Resulta de un proceso enteramente humano y social. Decir, por ejemplo, que el mercado descarta algunas condiciones específicas sobre las tasas de interés o sobre el precio de las acciones sólo significa que las personas involucradas llegan a determinados acuerdos y toman decisiones sobre cantidades y precios.

En el proceso de negociación se imponen condiciones de información, productividad, costos, procesos, y control de bienes y servicios. Todo esto genera un mecanismo de formación de precios que permite a los agentes económicos –personas, empresas e instituciones– tomar decisiones sobre la asignación de sus recursos económicos, su tiempo libre, su tiempo laboral y sus factores productivos.

 

No es un mecanismo puro el que determina los precios, ni el encuentro de dos fuerzas impersonales –oferta y demanda– que actúan, sin relación alguna, con elementos de poder económico y político. Como dice Amitai Etzioni: «El mercado opera siempre en el seno de un contexto social, que incluye un tejido de valores sociales, normas legales y mecanismos reguladores»2.

 

Durante la negociación, las decisiones y expectativas de las personas modifican las relaciones de intercambio, y la continua retroalimentación sobre la dinámica del mercado altera los resultados y provoca un movimiento que no es lineal ni unidireccional.

El mercado es, ante todo, un fenómeno social, dinámico y bidireccional, con movimientos reflexivos. A pesar de ello, puede mostrar una cierta constancia que permite la estandarización del comportamiento humano, predecible hasta cierto punto en función de los valores, percepciones y apetitos involucrados.

 

Sin embargo, el mercado no sigue el mismo proceso de negociación y determinación para todos los productos y servicios. Los mercados no son homogéneos, ni tampoco los productos, sus atributos ni los agentes económicos involucrados34.

 

El tipo de producto impone condiciones y restricciones para la negociación y el mercado. Los bienes perecederos deben negociarse rápidamente, de acuerdo con su disponibilidad, la saturación del mercado y la existencia de bienes sustitutos. Los bienes suntuarios siguen otra lógica y estructura de negociación: los precios no responden al ingreso o restricción presupuestal del comprador, sino a caprichos, moda y emulación, entre otros factores.

           

De igual manera, los objetos de arte se ajustan a su propia lógica de mercado: el nivel cultural, el deseo de estatus y el amor al arte influyen decisivamente.

 

La imperfección en los procesos de negociación, tanto a nivel individual como social, se encuentra íntimamente relacionada con los valores imperantes en la sociedad. El predominio de valores económicos sobre éticos y morales imprime particularidades a los procesos que se reflejan en las ventajas y desventajas que puedan obtener sus protagonistas.

La formación de los precios no sigue un cauce bien definido pues la determinan factores con distinto peso, pero se pueden establecer lineamientos generales comunes a cualquier negociación.

 

Este proceso también está ligado estrechamente con el poder de mercado, el poder de compra, la existencia de productos sustitutos o complementarios, la oferta monetaria, la disponibilidad de mecanismos de crédito, las condiciones de financiamiento, los procesos de negociación salarial y el margen de utilidad. Tiene también mucho que ver con la percepción de lo justo, equitativo y ético del comportamiento a la hora de negociar.

 

Los precios no dependen únicamente, como suele pensarse, del resultado de la interacción entre oferta y demanda, como fuerzas autónomas con vida propia.

 

Liberalizar los mercados significa restringir la intervención del gobierno en el proceso de formación de precios. Pero también significa dejar que predominen los elementos de poder económico y político de determinados grupos sociales o agentes económicos.

 

Exclusión y desigualdad

 

El neoliberalismo establece que la mejor manera de asignar recursos, sin necesidad de que intervenga el gobierno, es a través del libre mercado. El problema no radica en su eficiencia –como organización social es perfectible– sino en la creencia generalizada de que todos los mercados son homogéneos y de que por sí solos pueden garantizar el bienestar social. Nada más falso, los intereses particulares de determinados grupos pueden anteponerse a los de toda una comunidad.

Los intereses específicos de los agentes negociadores constituyen la oferta y la demanda y representan su poder de compra y venta; son las fuerzas que determinan los precios en función del grado de presión que ejerzan en la negociación.

 

Cuando los conceptos de oferta y demanda se alejan de su contenido social, nos llevan a centrar el análisis del mercado, más que en los aspectos cualitativos, en el cuantitativo del equilibrio. La tendencia a la formalización ha devaluado la importancia de los aspectos antropológicos que existen tras el funcionamiento del mercado.

 

Así como los hombres se mueven en función de intereses personales, que en muchas ocasiones pueden ser mezquinos, así también se mueven los mercados. Predominan las cantidades a la hora de establecer un precio; los involucrados en el proceso se desentienden de lo que sucedió con los compradores y vendedores que no pudieron lograr un acuerdo.

 

Una vez establecido un precio, algunos agentes económicos no tendrán posibilidad de adquirir el producto. El precio de equilibrio no incluye a todos los productores y consumidores, muchos no podrán competir u ofrecer las cantidades de bienes requeridas. En pocas palabras: «ni están todos los que son, ni son todos los que están».

 

El proceso de fijación de precios es excluyente, no equitativo, ni implica justicia social. El desposeído, desempleado, incompetente, obsoleto, ineficiente y marginado, queda fuera del mercado, aunque no en el sentido social, comunitario y personal, donde puede desarrollar ciertas destrezas y habilidades útiles en su comunidad.

 

Un mercado satisface demandas, no necesidades. Por ello, no puede ser el mecanismo apropiado para resolver los problemas de la pobreza y la distribución del ingreso. De igual forma que liberalizar el mercado de drogas no resolverá el problema de la drogadicción.

 

Sin un sentido comunitario y alejadas de la familia como célula social básica, las relaciones de intercambio generarán consecuencias catastróficas para los seres humanos y no garantizarán la satisfacción de las necesidades, ni la distribución equitativa de los recursos.

 

Un proceso imbuido de criterios económicos y carente de sustento antropológico da como resultado lógico la concentración del ingreso.

 

¿Es racional el mercado?

 

La llamada «racionalidad del mercado» sólo hace referencia a los agentes económicos involucrados en los procesos de negociación. No obstante debe buscarse que los mercados sean racionales, no sólo por el uso correcto de los recursos, sino también en el sentido del bienestar social comunitario. Un análisis sobre su funcionamiento debería contener una dimensión antropológica bajo un contexto comunitario.

 

Sin embargo, la racionalidad económica no implica una comprensión completa del comportamiento humano. Esta visión parcial ha generado problemas como: desequilibrio ecológico, contaminación, extinción de recursos renovables y no renovables, crisis cambiarias, financieras, pánicos bancarios, fuga de capitales y ventas de pánico, entre muchos otros.

Si el hombre invierte su escala de valores y otorga mayor peso al valor económico, la racionalidad está, a fin de cuentas, incompleta.

 

El mercado no es un mecanismo que brinde equilibrio, pues nunca hace referencia a un óptimo social. De ahí que sigan existiendo la injusticia y la desigualdad. El bienestar de nuestra sociedad se desmorona con la perdida de la conciencia solidaria y comunitaria, de la justicia y la libertad, en aras de un individualismo de racionalidad exclusivamente económica.

 

Como afirma el estadista francés Lionel Jospin: «No estamos en contra de la economía basada en el mercado, sino de la sociedad basada en el mercado»4.

 

¿Sociedad de masas o comunidad de personas?

 

Detrás del libre mercado está la creencia arraigada de que el hombre, al buscar su bienestar individual, logrará el bienestar social. Lo social se concibe sólo como la suma de los individuos, falta profundizar en los conceptos de «comunidad social» y «comunitarismo».

 

Si el hombre no quiere ser excluido del mercado, tanto en su papel de fuerza de trabajo, como de productor o consumidor, está obligado a iniciar una loca carrera hacia la eficiencia, productividad y competitividad.

 

La competencia por ofrecer el mejor producto al más bajo precio pone a la tecnología por encima del hombre, que se ve sujeto a un estrés constante, producto de la necesidad continua de cumplir con los requisitos que impone la competitividad.

 

La innovación tecnológica, las técnicas de mercadeo, el estudio, la capacitación y la necesidad de diseñar más y mejores productos, se convierten en factores que limitan el tiempo libre, la recreación, la convivencia familiar y el desarrollo en y de la comunidad.

 

Ya no tenemos tiempo de enfocarnos en los problemas de los demás, sino únicamente en los nuestros, nos individualizamos y fracturamos como sociedad comunitaria.

 

Considerar al ser humano como simple «agente económico», «consumidor», «cliente» o «capital humano» nos deshumaniza y cosifica violentando el equilibrio social, psicológico, cultural, moral y ético. Acabamos creyendo que somos una sociedad de masas y no una comunidad de personas.

 

Si los valores éticos y morales son exclusivos del hombre y el mercado es el establecimiento de relaciones de intercambio entre los seres humanos, este último no puede ser absolutamente independiente de dichos valores.

 

Si esto es así, ¿por qué el mercado parece operar al margen de los valores humanos? La respuesta es sencilla: hemos reducido los valores morales a los económicos. Sacralizamos lo económico y minimizamos lo social. La política económica se concentra en buscar estabilidad de precios, tasas de interés, tipo de cambio y crecimiento económico, y deja en un segundo o tercer plano el bienestar social y las consecuencias que dichas medidas puedan tener sobre él.

 

¿Es posible una economía equitativa y justa?

 

Durante los últimos 30 años del siglo XX, la macroeconomía se concentró en luchar contra la inflación, buscar crecimiento económico y generar empleos. Transitó por esquemas que proponían la intervención del gobierno y culminó con la convicción de que era más eficiente, menos costoso y más efectivo, dejar que el mercado operara con la mayor libertad posible.

 

Todos conocemos el resultado: se instaló el criterio de eficiencia, productividad y competitividad por encima de lo social y se acentuó la concentración del ingreso y, con ella, la pobreza relativa y absoluta.

 

El libre mercado nunca resolverá los problemas más importantes de nuestra sociedad: la exclusión, marginalidad, pobreza, concentración del ingreso, contaminación, contagios financieros… Sólo es un mecanismo parcialmente útil, que apoya el incremento de la productividad, la reducción de costos y la eficiencia en la asignación de recursos. Al margen de un sistema de valores éticos y morales, nunca será equitativo y justo.

 

Es necesario que la economía, como una ciencia social, se fundamente en un enfoque antropológico bajo un contexto comunitario.

 

Notas

 

1 Cfr. Adam Smith. La Teoría de los Sentimientos Morales. Alianza Editorial. Madrid, 1997.


2 Amitai Etizioni.
La Tercera vía, hacia una buena sociedad. Propuestas desde el Comunitarismo. Trotta. Madrid, 2001. p. 79

 

3 Me refiero a empresas, personas, instituciones y organismos sociales en general, incluyendo el gobierno.

 

4 Amitai Etzioni. Op. cit. p. 86

 

 

 

 

Fuente: Revista Istmo. Humanismo y Empresa, Año 46, Número 272, Mayo/junio 2004

 Remitido por Sergio Ruben Maldonado [bgolem2000@yahoo.com.mx]

 


 


* Licenciada en Economía (UAM-Xochimilco). Maestra en Docencia Económica (UAM) y estudios de doctorado en Ciencias Económicas (UAM-Iztapalapa). Columnista del periódico El informador Economista, Guadalajara. Miembro de la Comisión de Asuntos Económicos del Centro Empresarial de Jalisco (COPARMEX). Actualmente es profesora investigadora en las escuelas de Contaduría y Finanzas de la Universidad Panamericana sede Guadalajara.