Las virtudes, perfección moral del hombre

 

Fuente: darfruto.com

Autor: Pablo Prieto
 

 

 

Lejos de la noción simplista y pobre de “buenas costumbres”, las auténticas virtudes son ganancia en libertad, autodominio y autoconocimiento. Pablo Prieto.

 

1.   Las tendencias naturales

2.   Los hábitos operativos

3.   Plasticidad y estabilidad

4.   La costumbre

5.   Definición de virtud

6.   Sujeto de la virtud. Apersonamiento de los afectos.

7.   El triple proceso de la virtud. La especificidad cristiana

8.   Virtud y valor

9.   Virtudes en plural: su crecimiento orgánico

10. Visión nominalista de virtud

 

BIBLIOGRAFÍA

 

ANEXO I: Cuadro comparativo entre deber en sentido clásico, y obligación, en sentido nominalista.

ANEXO II: Ockham y la libertad de indiferencia

  

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Para afrontar el tema de la virtud seguiremos el siguiente orden: Primero analizaremos las tendencias naturales en el hombre (1), como suelo nutricio de los hábitos, y por tanto de las virtudes. A continuación explicaremos la noción de hábito operativo (2), distinguiéndolo de la costumbre (3 y 4). Estaremos entonces en condiciones de dar una definición de virtud (5) y de explicar cómo se integran ésta en el sujeto (6, 7 y 8). Finalmente hablaremos de su variedad y crecimiento orgánico (9). En el apartado 10 y en los dos anexos la deformación moderna del concepto de virtud, que procede de la tradición nominalista.

 

 

1. Las tendencias naturales

 

Empecemos con una imagen gráfica que podríamos llamar planta de los deseos. Los deseos del hombre (appetitus), en efecto, son como una planta cuyas hojas arrancan todas de un mismo punto y se despliegan en todas direcciones, como vectores que apuntan a una gran variedad de objetivos. Estos objetivos corresponden otros tantos bienes de la persona, a los que tiende nuestro corazón simultáneamente: los deseos forman como un haz donde es nada es puramente físico, o psíquico o espiritual, sino que cada objeto es las tres cosas al mismo tiempo: afán de supervivencia, ansia de comunión, de placer, de cultura, de descanso, de juego, de vida religiosa, de belleza, etc.

 

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El conjunto de todas las tendencias, de estos deseos a los que nuestro corazón aspira espontáneamente, constituye la vida de una persona: vivir es desplegar la acción y el pensamiento en todas estas direcciones. Ahora bien, vivir a fondo requiere moderar y encauzar el desarrollo de estas tendencias, e incluso “podar” alguna de ellas a fin de que prospere el conjunto. Esto, como veremos más adelante, será obra de las virtudes. Por lo pronto afirmemos algo muy importante: esta apertura radical a una pluralidad de bienes es algo éticamente valioso, y encierra una llamada a la plenitud. Hay que partir de esta consideración positiva de la dinámica desiderativa para captar más adelante la naturaleza de la virtud, pues ésta se inserta en las tendencias naturales su suelo nutricio, su condición de posibilidad.

 

Lo contrario sostiene el pensamiento nominalista, protestante y racionalista, que considera la afectividad al margen, o incluso en contra de la moralidad. Los deseos del hombre serían, según este enfoque, opacos para los valores e inadecuados para elaborar una ética válida para todos y siempre. El imperativo categórico de Kant es la formulación moderna de esta desconfianza frente al corazón humano.

 

Sin embargo mediante las tendencias naturales, y sólo por ellas, es posible acceder a ciertas verdades por connaturalidad afectiva. En otras palabras, los sentimientos alumbran valores. No todos ni siempre, es verdad, porque el corazón humano se encuentra herido por el pecado, pero es indudable que conserva una cierta capacidad de vislumbrar la verdad. La verdad comparece en el corazón en forma de belleza, dicho de otro modo, la belleza es la voz con que la verdad pulsa el corazón. La verdad del hombre desvelada en forma de belleza es lo que llamamos valores. Los valores motivan la acción, exigen ser encarnados, realizados, convertidos en hábitos. De ahí que, como diremos más adelante, los hábitos se inserten naturalmente en las tendencias y broten de ellas.

 

Volviendo a nuestro dibujo, el punto-raíz de donde parte este haz de deseos, es decir, el deseo-total que aúna todos, es en su sentido más profundo lo que llamamos eros. Eros es el afán que tiene una persona de vivir en plenitud, de ser ella misma: ser yo más yo. Y este afán sólo se cumple en el amor, es decir, en el horizonte de la comunión interpersonal (con los hombres y en última instancia con Dios). A este propósito sabemos los cristianos que el hombre sólo se realiza en el don sincero de sí (Gaudium et spes 24). Por eso todos los vectores de esta planta de deseos apuntan, aunque no lo parezca, a algún aspecto de la comunión con los demás. El placer, el alimento, la supervivencia, el dinero, el juego, etc, no son sino diversas formas de encontrarse con el prójimo, y a la postre con Dios.

 

  

2. Los hábitos operativos

 

Como ya hemos apuntado, los hábitos son la toma de posesión consciente, libre y responsable de las tendencias. “Tomar” las propias tendencias no es sino tomarse uno a sí mismo, hacerse uno cargo de la propia vida, asumirla desde su raíz, que es el corazón (o si se prefiere, en un lenguaje más escolástico pero menos personalista, desde el entendimiento práctico).

 

Importa mucho a este propósito recordar la etimología de hábito, que procede de habeo, tener. Sólo puede tener hábitos quien se tiene a sí mismo, pues el hábito es una intensificación de esta autoposesión.

 

De ello se deduce que los animales no tienen auténticos hábitos. Tienen, eso sí, comportamiento, aprendizaje e incluso costumbres (aunque en un sentido diverso que en el hombre), pero no hábitos. No porque carezcan de tendencias naturales, sino porque estas no están gobernadas por la libertad sino por el instinto. Su desarrollo, por tanto, es automático e impersonal.

 

Los hábitos forman en el hombre como una segunda naturaleza ya que le permiten un nuevo modo de obrar y dan a sus operaciones libres una espontaneidad equiparable a la de otras operaciones puramente naturales como ver, comer, etc. 

Estos hábitos que describimos aquí son los llamados operativos, pero también hay los entitativos. Hábito operativo es la cualidad estable de las potencias del hombre que las dispone e inclina a obrar en un determinado sentido. Hábito entitativo, en cambio, es el que reside no en las potencias operativas sino en la naturaleza misma, por ejemplo la salud, la complexión física o la gracia habitual. Sería interesante estudiar de qué modo los operativos influyen en los entitativos, pero no es el lugar.

 

 

3. Plasticidad y estabilidad

 

Una característica de los todos los hábitos es su plasticidad. Al modo del barro, la conducta humana posee cierta resistencia al cambio, pero sin perder su aptitud para ser modelada por la libertad y mantener después esa forma. De ahí que la imagen del barro sea tan apropiada para representar la naturaleza humana (cfr Gén 2, 7). Plásmata = hombres, hechura de barro.

 

El “barro” de la conducta se puede moldear de dos formas: desde fuera y desde dentro. Desde fuera significa que la simple repetición de actos, unida a las circunstancias, tienden a configurar la conducta de una determinada manera. Crean un mecanismo psicológico que vuelve los actos más fáciles, aunque también más inerciales, impersonales y rutinarios. Esta configuración del comportamiento, como se ve, apenas procede de la autoposesión libre de que hablamos, y por eso no se puede considerar un auténtico hábito. Es fruto de la libertad, ciertamente, pero no de un uso creativo y original de ella.

 

Característica de los verdaderos hábitos, en cambio, es que nacen de la intimidad de la persona y modelan su conducta desde dentro, dotándolos de novedad y originalidad. Decimos que la estabilidad de estos hábitos es intrínseca, porque no está condicionada por las circunstancias ni es mero rastro psicológico de la repetición de actos.

 

Lo ilustramos con estos dos muñecos. El primero es un tentetieso, que por llevar dentro de sí un contrapeso, siempre recobra la posición vertical. El segundo, en cambio, está atornillado al suelo. Aparentemente es más estable, pero corre peligro de partirse con un golpe fuerte, pues el principio de su firmeza no está en su interior, sino que depende de las circunstancias.

 

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4. La costumbre

 

La estabilidad extrínseca de los hábitos da lugar a lo que llamamos costumbre, mientras que la estabilidad intrínseca es lo que caracteriza al hábito operativo más auténtico y humano, que es la virtud. La costumbre, pues, se parece a la virtud en ser ambas disposiciones estables que inclinan a obrar de una manera determinada. Pero mientras la costumbre nace de las convenciones sociales y la repetición de actos, la virtud puede surgir al margen o incluso en contra de tales convenciones, y crecer no sólo por repetición de actos sino por otros factores (experiencias de amor o fe, o por influjo de la gracia). Y además, tratándose de la virtud, los actos que se reiteran son interiores, de conocimiento y amor, no menos que de obras exteriores. La costumbre, por el contrario, en la medida que vuelve los actos más fáciles y automáticos puede hacerlos menos libres y auténticos, y más alienantes.

 

Pongamos un ejemplo. Quien evita el comportamiento deshonesto por pura costumbre familiar o social, es probable que cuando sobrevengan circunstancias adversas no tenga bríos para superar la tentación. En cambio quien cultiva en serio la virtud, estará preparado para vencer en cualquier eventualidad.

 

Para ilustrarlo vale el siguiente esquema:

 

 

fin que se persigue

medio que se emplea

virtud

permanece

varía

costumbre

varía

permanece

 

A pesar de lo dicho no debemos menospreciar lo que entendemos por buenas costumbres, es decir, la moral social. Representa un gran bien, pues ofrece el marco externo para que prosperen las virtudes. Son el cauce del río, que no garantiza la limpieza del agua, pero impide que se derrame por donde no debe.

 

  

5. Definición de virtud

 

Viene de virtus, fuerza, y se define tradicionalmente como hábito operativo bueno. Bien mirado, es el hábito más auténtico, pues el calificativo “bueno” equivale aquí a “propiamente humano”. Es orientación estable de la totalidad de la persona a unos fines buenos y, en última instancia, al fin total o último. Esta tensión al fin se anticipa en la persona virtuosa mediante la integración de todos los aspectos de su persona: lo corporal, lo psíquico, lo espiritual, lo biográfico.

 

Porque esta fuerza (vis, virtus) propia de la virtud no sólo capacita hacer más, sino para ser más. Es autoconocimiento y autodominio, y por tanto ganancia en libertad.

 

6. El sujeto de la virtud. El apersonamiento de los afectos

 

El sujeto de esta orientación estable es la totalidad de la persona (soma, psique, espíritu), simbolizada por el corazón.

 

Las virtudes parten de esta totalidad y la intensifican. Este procesos en un apersonamiento de los afectos, su integración en la persona. De ahí que el progreso moral conduzca a vivir cada vez más con y desde el corazón, captando el bien moral por vía afectiva, como vemos en los santos.

 

7. El triple proceso de la virtud. La especificidad cristiana

 

La virtud —cada virtud y el conjunto de todas ellas— es signo y fruto de un triple proceso, simultáneo e interrelacionado: conocerse, superarse y darse, o si se quiere, autodominio, autoconocimiento y autodonación.

 

Este último elemento, el don de sí, es la clave específicamente cristiana del tema de la virtud. En efecto, conocerse y superarse son dos movimientos inmanentes mientras que el darse es transeúnte, se vuelca en el prójimo.

 

Esta autodonación, es decir, el amor donal o cáritas, es la pieza clave que permite tenerse en pie a los otros dos componentes de la virtud: la autosuperación y el autoconocimiento.

 

 

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En la tradición aristotélica y estoica, sin embargo no está presente este ingrediente amoroso de la virtud, y quizá por eso aquella moral de virtudes clásica degeneró en eudemonismo. Sin cáritas la virtud puede tornarse egocéntrica y narcisista, puro perfeccionismo ciego.

 

8. Virtud y valor

 

El alma de una virtud, lo que la distingue de la mera “buena costumbre”, es su condición de respuesta a un valor. El corazón intuye afectivamente el valor, y la voluntad lo realiza y lo encarna. El valor es fin mientras que la virtud es medio. Recordemos la imagen evangélica de los Reyes Magos. 

 

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En esta escena la estrella representa el valor y el camello la virtud. El valor mueve y el camello trabaja para alcanzarlo. Ahora bien, el camello avanza porque el rey que lo gobierna tiene los ojos abiertos. Regir con los ojos abiertos es lo propio del corazón, órgano del sentido y del amor.

 

En la planta de los deseos que hemos pintado antes, los vectores apuntan a bienes diversos (convivencia, supervivencia, placer, fiesta, juego, etc). En cada uno de ellos late un valor de índole personal: esto y aquello lo pretendo por ti, para ti, contigo, como tú; en definitiva, por amor. Estos son los valores que informan desde dentro a las virtudes.

 

9. Virtudes en plural: su crecimiento orgánico

 

Las virtudes crecen como los dedos de la mano, pues forman una unidad orgánica, y ello en dos sentidos: como unidad entitativa y como unidad narrativa:

 

a) Unidad entitativa: Las virtudes se adaptan a la estructura ontológica del ser humano, que es una unidad de pneuma, psique y soma.

b) Unidad narrativa: Las virtudes también responden a la unidad biográfica del individuo. Con ellas se teje la vida; las necesitamos para narrar, ante Dios y ante nosotros mismos, nuestra propia historia. Sin virtudes podríamos decir que perdemos el hilo de nuestra propia vida y ya no sabemos de qué va.

 

10. Visión nominalista de virtud

 

La tradición nominalista, que tuvo su continuidad en el pensamiento protestante e ilustrado, en vez de unidad orgánica de las virtudes prefiere hablar de "la virtud", en singular.

 

Esta virtud por antonomasia, que resume todas las demás, sería la obediencia a la ley. La libertad nominalista es ante todo la libertad de elección arbitraria (que Pinckaers llama “libertad de indiferencia”), y se entiende en contraposición a la ley, cualquiera que sea: divina, eclesiástica, civil, etc. Vista así, toda la vida moral queda reducida al sometimiento o no a la autoridad legítima (en un primer momento Dios, más tarde la autoridad política), perdiéndose la riqueza humana de las virtudes así como su carácter prevalentemente interior.

 

Para ilustrarlo ofrecemos en el Anexo I un cuadro donde se compara el concepto nominalista de obligación, con la idea clásica de deber, propia de la moral de virtudes.

 

La mencionada idea nominalista de la libertad tuvo gran influencia en los pensadores de Modernidad  y  encontró una formulación de gran trascendencia en el campo de la teoría política por parte, entre otros, de Thomas Hobbes. Este filósofo empirista inglés (1588-1679) fundó su moral sobre un concepto pesimista del hombre (homo hómini lupus). El estado natural de la sociedad sería el de la guerra de todos contra todos, y para evitarlo el hombre crea el Estado, el cual asume todo el poder y acaba por ser un Leviatán que devora a sus súbditos. La sociedad sería un artificio, el consenso y la simbiosis de todos los egoísmos.  En consecuencia, las leyes que impone el Estado no son más que un marco general para que pueda desarrollarse sin conflictos el individualismo de los ciudadanos, pero sin fundamento alguno en la ley natural. En este contexto “la” virtud —en singular— no es otra cosa que la disposición para cumplir la ley, lo que se traduce en una exaltación de las actitudes meramente sociales: buenas costumbres, decencia, formalidad, honradez, seriedad, civismo, etc. Como es evidente, este planteamiento de fondo encaja perfectamente con la ética calvinista o victoriana, tan difundida en el ámbito anglosajón.

 

 

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ANEXO I

Cuadro comparativo entre el concepto de deber en sentido clásico, y el de obligación, propio de la moral nominalista. 

deber

obligación

El deber es intuición sabrosa del Fin personal

 

 

Conocer una obligación no implica captar fin alguno, sino reconocer la autoridad de quien manda.

Se habla de sentido del deber, pues el deber se siente: el bien apetece, atrae, llama, interpela al corazón. Por eso el deber hace que uno actúe desde sí mismo.

 

La obligación da lugar a una conducta netamente heterónoma: se atiene a lo dictado desde fuera por alguien distinto de sí.

 

El deber no es un dato sino una percepción de la razón práctica, o sea del corazón, y por tanto varía en lucidez e intensidad según las virtudes del sujeto.

Santo Tomás lo dice de este modo: qualis unusquisque est talis finis videtur ei.

 

La obligación es un dato neto y estático: hay que hacer o evitar esto o lo otro.

 

El deber tiende a conciliar inteligencia y corporalidad. Aquí actúa el santo Eros, (deseo, apetito, anhelo) y la consiguiente  dimensión estética de la moral: camino porque contemplo, contemplo porque camino. Este planteamiento es muy característico de San Agustín.

 

La obligación sería tanto más meritoria, su observancia tanto más “pura”, cuanto más separada de los sentimientos.

 

Conduce a una progresiva encarnación o integración del Bien en la persona.

Conduce a una progresiva alienación de la voluntad propia en la ajena, y en una mecanización de los actos, cristalizados en “buenas costumbres”. Aumenta la conciencia de que mi Yo es mi espíritu o mi libertad, mientras que mi cuerpo es “menos Yo”, menos humano.

 

ANEXO II

 

Ockham  y la libertad de indiferencia

 

Filósofo y teólogo inglés (1295-1350), Guillermo de Ockham desarrolla una teoría del conocimiento conocida como nominalismo. Según ella la razón por sí sola no puede alcanzar un verdadero conocimiento de las cosas, ni hay nada plenamente demostrable, y en cuanto a la fe, ésta se encuentra divorciada de la razón. Creer es atenerse ciegamente a una voluntad divina arbitraria, que no admite una análisis racional. La tesis de Ockham, por tanto, supone un escepticismo cognoscitivo que implica a su vez desconfianza en la naturaleza humana.

 

De esta incapacidad del hombre respecto a la verdad deriva una moral voluntarista, centrada en el concepto de obligación. Las virtudes, cuyo organismo estudiaron los clásicos (Aristóteles, Séneca, Tomás de Aquino) se reducen ahora a la virtud, una sola: la obediencia a la ley, tanto a la divina, procedente, como hemos dicho, de la pura arbitrariedad de Dios, como a la humana en la medida en que representa a la divina. La obediencia sería tanto más pura y meritoria cuanto menos racional es aquello que se acata, cuanto más ciega es la sumisión. La conciencia no sería pues una voz del corazón que señala un límite entre el bien y el mal, pues esta voz sería subjetivismo poco fiable, sino la pura libertad incondicionada, para la cual todo objeto es igualmente elegible: por eso la hemos llamado libertad de indiferencia.

 

¿Qué es la libertad para Ockham? En el pensamiento clásico, especialmente santo Tomás, la libertad comprendía dos aspectos fundamentales: una libertad interior, que es autodominio susceptible de crecimiento progresivo, y otra libertad que es externa y estática, pues consiste en el  margen de actuación que nos dejan las leyes, ya sean humanas o divinas, eclesiásticas o civiles. Según Ockham la auténtica libertad se reduciría a  esta última pues el autodominio, en la misma medida que supone autoconocimiento, rebasa las posibilidades del hombre.

 

Tenemos pues dos libertades. La primera, interior y gradual que Pinckaers llama libertad de calidad, y la segunda libertad que llama de  indiferencia, porque no hace discriminación moral alguna en su objeto: todo lo permitido por la ley es igualmente válido. Lo que hace el nominalismo es reducir la primera a la segunda, anulando el papel de las tendencias naturales (hacia el bien, la comunión, la vida, la justicia, etc) y de la razón y reduciendo la conciencia a pura arbitrariedad. Obedecer es someter la arbitrariedad propia que es la conciencia a la arbitrariedad de Dios o del Rey, que es la ley.

 

Este tipo de libertad ha tenido una enorme influencia posterior. En primer lugar ésta es justamente la idea de libertad de Lutero, que lleva al extremo el pesimismo antropológico de Ockham. A su vez esta mentalidad protestante se encuentra latente en pensadores como Kant y Hegel, y en general el racionalismo moderno. Por otro lado, esta hipertrofia de la libertad de indiferencia a costa de la de calidad es la que predomina en las teorías políticas precursoras de la Ilustración, que configuraron la idea moderna de Estado. Me refiero concretamente a Hobbes (1588-1679), Locke (1632-1704) y Berkeley (1685-1753).

 

La libertad de indiferencia es también clave en el llamado liberalismo económico, y en los sistemas políticos que adoptan sus principios. En esta perspectiva prevalentemente económica, la libertad de indiferencia podríamos compararla gráficamente a un supermercado, pues configura la sociedad como un gran autoservicio donde todos los productos tienen cabida, es decir, el mismo derecho a ser promovidos, protegidos y respetados, con tal de que respondan a los deseos, inclinaciones o caprichos del ciudadano-cliente, haciendo abstracción de toda consideración sobre la verdad del hombre, su naturaleza o su dignidad.

 

 

BIBLIOGRAFÍA:

Básica:

● Ramón GARCÍA DE HARO, La vida cristiana, Rialp,

sobre los actos: pp. 342 – 405;

sobre la virtud: pp. 581 – 602;

sobre el pecado: pp. 690 – 742

● Catecismo de la Iglesia Católica,

sobre los actos: nn. 1749 – 1761;

sobre la virtud: nn. 1803 – 1811;

sobre el pecado: nn. 1846 - 1876

●  Veritatis splendor nn. 65 – 83

 

Recomendada:

●  José NORIEGA, Amor y acción, en Livio MELINA, José NORIEGA y Juan José PÉREZ SOBA,  Una luz para el obrar. Experiencia moral. Caridad y acción cristiana, pp. 323 – 335.

●  Enrique COLOM y Ángel RODRÍGUEZ NUÑO, Elegidos en Cristo para ser santos, pp. 236 – 471.

●  Josef PIEPER, Las virtudes y la imagen cristiana del hombre (es la introducción al libro del mismo autor “Las virtudes fundamentales”.