Discurso sobre la Suma Teológica de Santo Tomas de Aquino

Las Divinas Personas

Autor: Padre Jesús Martí Ballester


Escribe Boecio que la persona es la substancia individual de naturaleza racional. "Para la formulación del dogma de la Trinidad, la Iglesia debió crear una terminología propia con ayuda de nociones de origen filosófico como substancia, persona o hipóstasis, relación", etc. Al hacer esto, no sometía la fe a una sabiduría humana, sino que daba un sentido nuevo, sorprendente, a estos términos destinados también a significar en adelante un Misterio inefable, "infinitamente más allá de todo lo que podemos concebir según la medida humana" (Pablo VI) (CIC, 251).

            El concepto naturaleza o esencia es totalmente distinto del concepto persona. La fe católica nos enseña que en Dios hay tres personas completamente distintas: Padre, Hijo y Espíritu Santo, que tienen una sola naturaleza o esencia divina.

            La naturaleza es la esencia de un ser considerado como sujeto de operaciones y responde a la pregunta ¿qué es esto? -Una flor, un pájaro, un hombre. La persona expresa el sujeto que realiza operaciones por medio de su naturaleza racional. Dice Santo Tomás: "Persona significa lo más perfecto que hay en toda la naturaleza, o sea, el ser subsistente en la naturaleza racional". Responde a la pregunta ¿quién es éste? Estas nociones elementales son fundamentales e imprescindibles para entender el dogma de la Trinidad.        

             

            En Dios hay tres personas distintas, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Aunque la razón no puede demostrar el misterio trinitario, iluminada por la fe, puede rastrear su admirable verosimilitud.

             

Resumiendo al Angélico

Resumiendo al Angélico: La pluralidad de personas es equivalente a la pluralidad de relaciones subsistentes, realmente distintas entre sí. Y la distinción real entre las relaciones divinas proviene de su oposición relativa. Como la paternidad y la filiación son relaciones opuestas, pertenecen a dos personas. La paternidad subsistente es la persona del Padre, y la filiación subsistente es la persona del Hijo. La espiración activa del Padre y del Hijo es opuesta a la espiración pasiva, o procesión del Espíritu Santo. Hay pues, tres Personas en Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo.

            "Lo que hace que la primera persona sea el Padre es su relación con el Hijo; lo que hace que la segunda persona sea el Hijo es su relación con el Padre. El Padre es Padre porque engendra y contempla a su Hijo. El Hijo es Hijo porque nace de su Padre y le mira. Así que las divinas Personas son la eterna y necesaria antítesis del egoísmo. El Padre no existe sino para engendrar al Hijo infinitamente perfecto y para amarle y con El, dar origen al Espíritu Santo. El Hijo no vive sino para su Padre y para el Espíritu Santo" (Sauvé).

            "La fe católica es que veneremos a un solo Dios en la Trinidad, y a la Trinidad en la unidad... Dios es el Padre, Dios es el Hijo, Dios es el Espíritu Santo; y, sin embargo no son tres dioses, sino un solo Dios" (Símbolo "Quicumque").

             

LA PALABRA DEL EVANGELIO

El Evangelio de manera clara y explícita por boca de Jesús, nos revela la Trinidad: "Id y enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo" (Mt 28, 19).

            Santa Teresa, que ha vivido experiencialmente el misterio, nos da su testimonio de lo que ha visto y ha oído. Ha oído hablar a dos Personas. Una nunca le ha hablado, pero ella no indaga el por qué. "La Persona del Padre me acercaba a sí y me decía palabras muy agradables: "Yo te dí a mi Hijo y al Espíritu Santo...¿qué me puedes dar tú a Mí?".

 

LAS DIVINAS PERSONAS INHABITANDO EN EL HOMBRE

Dice san Ireneo, que: «el hombre que vive es gloria de Dios, pero la vida del hombre consiste en la visión de Dios». Dirigimos la mirada al hombre para apreciar los rayos luminosos de la acción de Dios. «En su mano, Dios tiene el alma de todo ser viviente y el espíritu del hombre de carne» (Job 12, 10). Esta sugerente declaración de Job revela la relación radical que une a los seres humanos con el «Señor que ama la vida»  (Sabiduría 11, 26). La criatura racional lleva inscrita en sí una íntima relación con el Creador, un vínculo profundo constituido ante todo por el don de la vida. Don que es otorgado por la Trinidad misma y que comporta dos dimensiones principales, como nos ilustra la luz de la Palabra de Dios. La primera dimens ión fundamental que nos ha sido donada es la física e histórica, esa «alma» («nefesh») y ese «espíritu» («ruah») al que se refería Job. El Padre entra en escena como manantial de este don en los inicios mismos de la creación, cuando proclama con solemnidad: «Hagamos al ser humano a nuestra imagen y semejanza... Dios creó al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios le creó, hombre y mujer los creó»» (Génesis 1, 26-27). Con el Catecismo de la Iglesia Católica podemos sacar esta consecuencia: «La imagen divina está presente en todo hombre. Resplandece en la comunión de las personas a semejanza de la unión de las divinas personas entre sí» (n. 1702). En la misma comunión de amor y en la capacidad procreadora de la pareja humana se da un reflejo del Creador. El hombre y la mujer, en el matrimonio, continúan la obra creadora de Dios, participan de su paternidad suprema, en el misterio que Pablo nos invita a contemplar cuando exclama: «un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, por todos y en todos» (Efesios 4, 6).

 

La presencia eficaz de Dios, que el cristiano invoca como Padre, se revela ya desde los inicios de la vida de todo hombre, para dilatarse después a lo largo de todos sus días. Lo testimonia una estrofa de extraordinaria

belleza del Salmo 139, que puede expresarse así, en la forma más cercana al original: «Porque tú mis vísceras has formado, me has tejido en el vientre de mi madre... mis huesos no se te ocultaban, cuando era yo formado en lo secreto, tejido en las honduras de la tierra. Mi embrión tus ojos lo veían; en tu libro estaban inscritos todos los días que han sido señalados, sin que aún existiera uno solo de ellos» (13. 15-16).

 

El Hijo también está presente junto al Padre en el momento en que nos asomamos a la existencia, él que ha asumido nuestra misma carne (cf. Juan 1,14) hasta el punto de ser tocado por nuestras manos y de ser escuchado por nuestros oídos, visto y contemplado por nuestros ojos (cf. 1Juan 1,1). Pablo, de hecho, nos recuerda que «no hay más que un solo Dios, el Padre, del cual proceden todas las cosas y para el cual somos; y un solo Señor, Jesucristo, por quien son todas las cosas y por el cual somos nosotros» (1 Corintios 8, 6). Toda criatura viviente, además, es confiada también al soplo del Espíritu de Dios, como canta el salmista: «Envías tu soplo y son creados, y renuevas la faz de la tierra» (Salmo 104, 30). A la luz del Nuevo Testamento es posible leer en estas palabras un preanuncio de la Tercera Persona de la Santísima Trinidad. En el manantial de nuestra vida, por tanto, se da una intervención trinitaria de amor y de bendición.

 

A la criatura humana se le ofrece otra dimensión en la vida, que se puede expresar a través de tres categorías teológicas del Nuevo Testamento. Ante todo está la «zoê aiônios», es decir, la «vida eterna», celebrada por Juan (cf. 3,15-16; 17,2-3), que debe ser entendida como participación en la «vida divina». Además, está la «kainé ktisis», la «nueva criatura» de la que habla san Pablo (cf. 2 Corintios 5, 17; Gálatas 6, 15), producida por el Espíritu que irrumpe en la criatura humana transformándola y atribuyéndole una «nueva vida» (cf. Romanos 6, 4; Colosenses 3,9-10; Efesios  4, 22-24). Es la vida pascual «Pues del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo» (1 Corintios 15, 22). Por último, exist e la vida de los hijos de Dios, la  «hyiothesía» (cf. Romanos 8,15; Gálatas 4, 5), que expresa nuestra comunión de amor con el Padre, en el seguimiento de Cristo por la fuerza del Espíritu Santo: « La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre! De modo que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero por voluntad de Dios» (Gálatas 4, 6-7).

 

Esta vida trascendente infundida en nosotros por la gracia nos abre al futuro, más allá del límite de nuestra caducidad de criaturas. Es lo que afirma Pablo en la Carta a los Romanos, refiriéndose una vez más a la Trinidad como manantial de esa vida pascual: «Si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, Aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros» (8, 11).

 

«Por tanto, la vida eterna es la vida misma de Dios y a la vez la vida de los hijos de Dios. Un nuevo estupor y una gratitud sin límites se apoderan necesariamente del creyente ante esta inesperada e inefable verdad que nos viene de Dios en Cristo (cf. 1 Juan 3,1-2)... Así alcanza su culmen la verdad cristiana sobre la vida. Su dignidad no sólo está ligada a sus orígenes, a su procedencia divina, sino también a su fin, a su destino de

comunión con Dios en su conocimiento y amor. A la luz de esta verdad san Ireneo precisa y completa su exaltación del hombre: «el hombre que vive» es "gloria de Dios", pero "la vida del hombre consiste en la visión de Dios"»(«Evangelium vitae» n. 38; cf. Ireneo, «Adversus haereses» IV, 20,7).

 

El Antiguo Testamento se dirige al Dios vivo que ama la vida: «Amas a todos los seres y nada de lo que hiciste aborreces, pues, si algo odiases, no lo habrías hecho. Y ¿cómo habría permanecido algo si no hubieses querido? ¿Cómo se habría conservado lo que no hubieses llamado? Mas tú con todas las cosas eres indulgente, porque son tuyas, Señor que amas la vida» (Sabiduría 11, 24-12,1) (Juan Pablo II).