El compromiso de los
laicos entre laicidad y laicismo
Fuente: Zenit.org
Autor: Alfonso Carrasco Rouco
Los fieles laicos "tienen como vocación propia
buscar el Reino de Dios ocupándose de las realidades temporales y ordenándolas
según Dios. Viven en el mundo, en todas y cada una de las profesiones y
actividades del mundo y en las condiciones ordinarias de la vida familiar y
social … Es ahí donde Dios los llama a realizar su función propia, dejándose
guiar por el Evangelio para que, desde dentro, …, muestren a Cristo a los
demás." (LG 31).
Ahora bien, el fiel laico existe y vive como miembro del Cuerpo que es la
Iglesia, y no puede ser considerado de modo individualista o aislado, separado
de su pertenencia eclesial. Al contrario, por el bautismo el laico es
incorporado a Cristo y participa a su modo de los tria munera, sacerdotal,
profético y real, de modo que su presencia y vocación son constitutivas del
Pueblo de Dios, junto con la de los ministros ordenados. Su participación en
la vida eclesial es imprescindible para la existencia de la Iglesia, como
también, al mismo tiempo, para su propia identidad y misión como fiel laico.
Le es necesario, por tanto, participar activamente modo suo en la celebración
de los sacramentos, acoger con corazón obediente el anuncio apostólico de la
fe y perseverar en el esfuerzo de su inteligencia y comprensión viva, dando
testimonio de ella según la medida que le otorgue el Espíritu, y vivir las
propios dones y tareas en la plena comunión de la Iglesia.
El enraizamiento y la pertenencia eclesial viva es imprescindible para que el
fiel laico pueda cumplir adecuadamente su misión, y ello también teniendo en
cuenta que su rasgo específico es el de la presencia en medio de la sociedad.
Sin vivir realmente la comunión de la Iglesia universal, en toda la concreción
de sus diversas expresiones particulares, el fiel laico difícilmente podrá
testimoniar su fe de forma madura e incidente en la realidad. Pero,
igualmente, sin la presencia y la experiencia creyente de los fieles laicos
que viven su fe en medio de la sociedad, la Iglesia tampoco consigue dar un
testimonio suficiente de la verdad del Evangelio como principio de vida y de
salvación del hombre. Pues, como enseña LG, toda la Iglesia, como pueblo unido
"por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo" (LG 4), es
sacramento, es decir, signo e instrumento de la unidad con Dios y de la
salvación ofrecida a los hombre en Cristo.
Tiene una importancia radical, por tanto, que la Iglesia no ceda a la
tentación del repliegue sobre sí misma, mantenga intacta la parresía de la fe,
y precisamente a propósito de la misión de los laicos; ya que nada puede
sustituir el testimonio que ellos están llamado a dar desde dentro de las
realidades temporales. Por otra parte, así la Iglesia será ayudada a encontrar
las vías y las palabras más pertinentes para el diálogo con el mundo de hoy.
Pues la experiencia del fiel laico hará más fácil la percepción de los
problemas reales y de los obstáculos particulares que encuentra la transmisión
de la fe en una sociedad concreta; y, por otro lado, su presencia constituye
un testimonio fundamental –no único, pero sí imprescindible– de un afecto
real, de un amor lúcido por la creación y por el mundo, que es seguramente
presupuesto importante para que el hombre de hoy acepte un diálogo verdadero,
se abra a un camino de evangelización.
De esta manera podrá ponerse de manifiesto la afirmación primera del
cristianismo: que la Encarnación del Hijo de Dios introduce la salvación en la
historia y significa la afirmación definitiva del mundo, ratificando la
positividad profunda de todas las cosas, que, como creación de Dios, "están
dotadas de firmeza, verdad y bondad propias y de un orden y leyes propias que
el hombre debe respetar reconociendo los métodos propios de cada ciencia o
arte" (GS 36). Esta legítima autonomía de las realidades creadas, esta
sabiduría profunda presente en las leyes de la naturaleza, es afirmada por la
actividad del fiel laico, no sólo de palabra sino también a través de sus
obras: en el ámbito de su trabajo, en el que destacan los esfuerzos del arte y
de la ciencia, que "escruta lo escondido de las cosas" (Ib.) siguiendo como
método precisamente la atención escrupulosa a la manifestación de la profunda
razonabilidad de toda la realidad –cuyo origen reconoce el cristiano en el
Logos Creador.
Este respeto profundo de todas las cosas significa, por un lado, afirmar
concretamente su verdad y consistencia propia, e implica que no pueden ser
reducidas a puro material informe a disposición de lo que el hombre quiera
hacer por medio de una razón meramente instrumental. Por otra parte, es propio
del fiel laico también poner de manifiesto el sentido de una secularidad
verdadera, abierta al uso de la razón, dejando atrás posibles concepciones
míticas del mundo (presentes hoy a su modo, por ejemplo, en la New Age o en la
teoría de la semejante dignidad de hombres y animales).
Particularmente significativa es la iluminación que la fe cristiana aporta a
la comprensión del hombre, parte principal de la creación, pues sólo en
Jesucristo se desvela plenamente el enigma de su dignidad, vocación y destino
(GS 22).
Esta verdad profunda del cristianismo, negada muchas veces en el mundo, es
puesta de manifiesto de modo radical y singular por los fieles laicos a través
del sacramento del matrimonio. El matrimonio cristiano es un signo
particularmente claro de la luz y de la salvación aportadas por Cristo, que
entra en las entrañas del mundo, lo libra del mal y le hace posible la
realización de sus posibilidades más hondas. Pues la naturaleza del amor
esponsal proviene ya de las manos del Creador, que formó al hombre a su
imagen; pero la posibilidad de su realización en la historia, venciendo la
fragilidad y el pecado del hombre, es dada en Jesucristo. Por ello, el
matrimonio cristiano constituye un aspecto fundamental de la misión propia de
los fieles laicos, que hacen presente en medio del mundo la verdad profunda
del amor humano, convertido en signo de la salvación presente de Dios.
Hemos mencionado así dos grandes dimensiones del compromiso de los fieles
cristianos en el mundo: En primer lugar, la relación razonable con la realidad
creada, con las cosas, que puede sintetizarse con el término "trabajo" y que
implica el conocimiento científico, pero también las diferentes artes, que
ponen de manifiesto la profundidad de la realidad, que no se agota en su
tratamiento técnico. En segundo lugar, el gran ámbito del afecto y del amor
humano, simbolizado de modo paradigmático por el matrimonio.
Hay que mencionar ahora, en particular, el gran significado que tiene el
compromiso del fiel laico en la sociedad para la percepción y la afirmación
social de la libertad del hombre. Ello acontece ante todo a través de la
propia existencia del cristiano, que, iluminado por el Evangelio, lleva a cabo
un legítimo esfuerzo por conformar su vida según la verdad sobre el hombre y
el mundo. Se introduce así, en el corazón de la sociedad, la afirmación de
Jesús mismo, que sostiene toda adecuada relación Iglesia-Estado: dad al César
lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.
Hoy sabemos con claridad plena que la libertad de la conciencia, que busca
conocer la verdad plena, la verdad sobre el Misterio de Dios que fundamenta la
realidad, para poder dar forma a la propia existencia (cf. DH 2), es el centro
de la libertad del hombre. Lo han demostrado hasta la saciedad los
totalitarismos de la historia reciente de nuestro mundo, que han pretendido
penetrar y apoderarse de las conciencias de los hombres, llegando a los
mayores desastres.
Pues bien, la presencia de los fieles laicos en el mundo hace surgir con
fuerza siempre nueva la cuestión de la libertad religiosa; y, por
consiguiente, hace presente en medio de la sociedad la afirmación de la
libertad de la conciencia humana, del respeto profundo que se debe a su
dignidad.
En este compromiso, los laicos son ayudados por su experiencia cristiana, que
mantiene viva la percepción de la dignidad de toda persona como hijo adoptivo
de Dios, no reducible, por tanto, a una parte del mecanismo del mundo o de la
sociedad, sino dotado de libertad y conciencia propias e inalienables, por
estar vinculadas en lo profundo con Dios mismo. Por otra parte, como miembro
del Pueblo de Dios, el fiel laico puede superar la inevitable fragilidad del
hombre, ayudado por la compañía de sus hermanos, por el testimonio de su fe y
de su caridad. Puede entonces, a su vez, amar al prójimo como el Señor quiere
y ser así capaz de afirmar y defender la dignidad singular de su conciencia y
el valor de su libertad.
Pues también este esfuerzo por reconocer y defender la dignidad y libertad
propia del hombre tiende siempre a decaer. Al disminuir el ímpetu de la
búsqueda y la capacidad de afirmar la libertad del prójimo en aquel que no
encuentra la verdad plena –que es el Evangelio de Jesucristo–, es fácil
concluir contentándose con algún sistema ideológico o de poder, que no podrá
dar cabida a la estatura propia del ser humano. Así pues, ante la tendencia
constante a decaer en la afirmación de la dignidad y de los derechos
fundamentales del hombre, el fiel laico, individual y comunitariamente, ofrece
a la sociedad un testimonio de valor inapreciable: que quien cree en el Señor
Jesús descubre la grandeza de la dignidad y del destino del hombre, y es
ayudado a vivir según las exigencias de esta verdad reconocida.
Este aspecto del compromiso del fiel laico en medio del mundo sigue teniendo
urgencia y actualidad también en nuestros países democráticos. Pues se da en
ellos la tentación de confundir la legítima laicidad del Estado con el
laicismo, así como la de fundamentar la convivencia democrática en un cierto
"relativismo ético", según el cual habría que renunciar a todo reconocimiento
de la verdad moral para poder vivir en paz en una sociedad plural.
El principio de la laicidad, de por sí legítimo, "se entiende como la
distinción entre la comunidad política y las religiones", y expresa una
concepción profundamente democrática del Estado, en la que éste se concibe al
servicio de los derechos del hombre en el respeto a su libertad de conciencia.
El laicismo, en cambio, confunde a la sociedad con el Estado, y ya que el
Estado ha de cuidar del bien común respetando las diferentes creencias sin
imponer ninguna como propia, pretende negar a las religiones u otras
concepciones del mundo el derecho de existir en el ámbito de la vida pública,
de la sociedad, imponiendo así, en realidad, una propia ideología desde el
Estado. Pero laicidad no es laicismo.
En este contexto, los fieles laicos pueden dar una gran contribución a la
salvaguardia de la libertad y de la armonía en la convivencia de la sociedad,
en primer lugar buscando conocer y defender, por medios lícitos, la justicia,
la libertad, los derechos de la persona. Pues defendiendo el bien del hombre y
de la sociedad en las diferentes problemáticas, no se están proponiendo
"valores confesionales", como diría el laicista, ni se ejerce intolerancia
religiosa alguna, como objeta el relativista; ya que se trata de verdades
radicadas en el ser humano y que la razón puede conocer. Aunque la fe
cristiana permita afirmarlas con mayor certeza, su afirmación es un servicio
razonable a la verdad y al bien del hombre.
Ni los fieles cristianos ni la Iglesia en su conjunto pueden permitir que se
acalle su voz en el debate sobre cuestiones de relevancia moral, que afecten
al modo en que se construye la vida y la sociedad. Pues vivir social y
políticamente conforme a la propia conciencia no es una forma de
confesionalidad ni de imposición intolerante; al contrario, es la
manifestación de la madurez de la persona en su inteligencia de la realidad y
en la decisión de su libertad a favor de un orden social más justo. En cambio,
negarle al fiel laico que actúe de forma coherente con su conciencia,
descalificándolo por sus convicciones, es una forma de intolerancia.
El compromiso del fiel laico, entre laicidad y laicismo, significa, pues,
evitar la tentación común en nuestra sociedad de separar el ámbito de la
conciencia y el de las propias posiciones públicas. Ello no es exigido por la
legítima laicidad del Estado, sino que, al contrario, socava los fundamentos
de la convivencia democrática: el reconocimiento de la libertad de conciencia
y de la libertad religiosa, de los derechos fundamentales del hombre,
anteriores a toda estructura de poder social.
Por otra parte, asumir la insignificancia de la propia conciencia en la vida
pública implicaría aceptar una sociedad donde no se valora y busca la verdad,
donde se debilita toda forma auténtica de ejercicio de la libertad. Y, al
mismo tiempo, significaría silenciar lo más propio de la fe cristiana, que
descubre en Cristo la revelación definitiva de la verdad sobre Dios junto con
la verdad plena sobre el hombre.
Para el fiel laico, en cambio, lo secular es el ámbito privilegiado en que ha
de manifestarse la verdad y la fecundidad de la fe, la esperanza y la caridad
que mueve su existencia. Su presencia en el ámbito del trabajo y de la vida
pública de la sociedad, su defensa de la dignidad y de los derechos del
hombre, la realidad de su amor esponsal realizado en el matrimonio, constituye
un testimonio imprescindible, que sólo pertenece y puede ser dado por los
fieles laicos, de la verdad del Evangelio de nuestro Señor y de su presencia
en medio del mundo a través de la realidad de ese pueblo sui generis (Pablo VI)
que es su Iglesia.