La vida: Don de Dios
Ricardo Sada Fernández
¿Realmente sabemos respetar y defender la vida? ¿Conocemos qué significa el “no matarás” del quinto mandamiento?
Johnathan Swift, el conocido autor de “Los viajes de Gulliver”, se ponía de
luto y ayunaba el día de su cumpleaños. Haber nacido le parecía una auténtica
desgracia. Pero como millones y millones de personas celebran su cumpleaños,
no parece que hayamos de darle la razón el señor Swift. Haber nacido es una
cosa buena y positiva; aún más, la vida no sólo es un bien, sino que es el
bien más alto en el orden natural. El sentimiento contrario es pasajero,
debido quizá a la enfermedad física o mental, o a las injusticias que los
demás nos han causado.
Además, la vida no sólo es un bien, sino que además es un don, un regalo. Ese
don nos ha sido dado (a través de nuestros padres) por Dios: sólo Dios es
dueño de la vida. Cada alma es individual y personalmente creada por Dios y
sólo Dios tiene derecho a decidir cuándo la infunde a un cuerpo y cuándo su
tiempo de estancia en la tierra ha terminado.
Que la vida humana pertenece a Dios es tan evidente que la gravedad del
homicidio -quitar injustamente la vida a otro- es aceptada universalmente por
la sola ley de la razón entre los hombres de buena voluntad. La gravedad del
pecado de suicidio -quitarse la vida de modo voluntario- es igualmente
evidente.
Aunque la vida sea un bien tan grande, no es un bien absoluto. Por gravísimas
razones, es lícito matar a otro, quitarle justamente su vida. Por ejemplo, si
un agresor injusto amenaza mi vida o la de un tercero, y matarlo es el único
modo de detenerlo, no peco si lo hago. De hecho, es permisible matar también
cuando el criminal amenaza con tomar o destruir bienes de gran valor y no hay
otra forma de pararlo. De ahí se sigue que los policías no atentan contra este
mandamiento cuando, no pudiendo disuadir al delincuente de otra manera, lo
privan de la existencia.
Está claro que el principio de defensa propia sólo se aplica cuando se es
víctima de una agresión injusta. Nunca es lícito quitar la vida a un inocente
para salvar la propia. Si estoy perdido con otro en el desierto y sólo hay
agua para una persona, no puedo matarlo para conseguir así llegar hasta el
oasis. Tampoco puede matarse directamente al niño en gestación para salvar la
vida de su madre. El niño aún no nacido no es agresor injusto de la madre, y
tiene derecho a vivir todo el tiempo que Dios le conceda. Destruir directa y
deliberadamente su vida es un pecado de suma gravedad; es un asesinato y
tiene, además, la malicia añadida del envío a la eternidad de un alma sin
oportunidad de bautismo. Éste es otro de los pecados que la Iglesia trata de
contener imponiendo la excomunión a todos los que sin su ayuda no se hubiera
cometido el delito: no sólo a la madre, también a los médicos o enfermeras que
lo realicen, a quien convenza a la madre o le facilite el dinero para ese fin.
Una extensión del principio de defensa personal se aplica a las naciones. Por
ello, el soldado que combate por su país en una guerra justa no peca si mata.
Una guerra es justa: a) si es una guerra defensiva, es decir, si la nación ve
sus derechos o su territorio injustamente violados; b) si se recurre a ella en
último extremo, una vez agotados todos los demás medios de dirimir la disputa;
c) si se lleva a cabo según los dictados de la ley natural y la leyes
internacionales, y d) si se suspende tan pronto como la nación agresora ofrece
la satisfacción debida.
En la práctica resulta a veces muy difícil para el ciudadano medio decidir si
la guerra en que su nación se embarca es justa o no. El ciudadano común suele
no conocer todos los intríngulis de una situación internacional. De ahí que
muchas veces deba esperar el juicio de la autoridad competente (los obispos o
el Papa), para saber cómo actuar. No ha de olvidar, en todo caso, que incluso
en una guerra justa se puede pecar por el uso injusto de los medios bélicos,
como en caso de emplear armas biológicas que causen estragos al margen de
objetivos de valor militar.
Ya que la vida no es nuestra, hemos de poner todos los medios razonables para
preservar tanto la propia como la del prójimo. Es a todas luces evidente que
pecamos si causamos deliberado daño físico a otros; y el pecado se hace mortal
si el daño fuera grave. Por ello, las disputas en que se llega a las manos -a
no ser que se trate de una agresión injusta-, son una falta contra el quinto
mandamiento de la ley de Dios.
Lo que directa o indirectamente se relacione con la vida cae en el ámbito del
quinto mandamiento. Podemos ir deduciendo de ello muchas consecuencias
prácticas. Por ejemplo, es evidente que quien conduce un vehículo de modo
imprudente, comete pecado grave, pues expone su vida y la de otros a un riesgo
innecesario. Esto también se aplica al conductor que se encuentra atarantado
por el alcohol. El conductor ebrio es criminal además de borracho. Ambos son
pecados contra el quinto mandamiento, pues beber en exceso, igual que comer
excesivamente, contraviene este precepto porque perjudica la salud, y porque
la destemplanza causa fácilmente otros efectos nocivos. El pecado de
embriaguez se hace mortal cuando de tal modo afecta al bebedor que ya no sabe
lo que hace. Pero beber sin llegar a ese extremo también puede ser un pecado
mortal por sus consecuencias malas: perjudicar la salud, revelar secretos o
descuidar los deberes profesionales o familiares. Quien habitualmente toma
bebidas alcohólicas en exceso y se considera libre de pecado porque conservó
la noción de lo que hizo, normalmente se engaña a sí mismo; raras veces las
bebidas alcohólicas no producen daño grave en el prójimo o en uno mismo.
El drogadicto peca gravemente contra este precepto de la ley de Dios. Ingiere
la droga con el fin de recibir sensaciones o experiencias sin otro objeto que
la satisfacción personal. Implica un arbitrario y arriesgado peligro, que
priva al individuo de la función rectora de la razón y le produce perjuicios
fisiológicos y psicológicos casi siempre graves e irreversibles. Es, sin
ninguna justificación, un atentado contra la vida.
Al ser responsables ante Dios por la vida que nos ha dado, tenemos obligación
de cuidar la salud dentro de límites razonables. Exponernos a peligros
deliberados o innecesarios (como el alpinismo sin precauciones debidas),
descuidar la atención médica (cuando sospechamos tener una enfermedad seria),
descuidar el necesario descanso (no dormir o no comer lo debido), es faltar a
nuestros deberes como administradores de algo que es de Dios.
Un principio básico sobre este precepto es que la vida de todo el cuerpo es
más importante que la de cualquiera de sus partes. En consecuencia, es lícito
extirpar un órgano para conservar la vida. La amputación de un brazo
gangrenado o de una matriz cancerosa está justificada moralmente. Sin embargo,
mutilar el cuerpo innecesariamente es pecado, y pecado mortal si la mutilación
es seria en sí o en sus efectos. Aquella persona que voluntariamente se somete
a una intervención quirúrgica con el único fin de quedar estéril, incurre en
un pecado mortal, igual que el cirujano que la realiza, sean cuales fueren las
circunstancias del caso concreto. También se incluye dentro de este precepto
la “eutanasia” (matar a un enfermo incurable para acabar con sus
sufrimientos). La eutanasia es pecado grave, aunque el mismo paciente la pida.
Si una enfermedad incurable es parte de la providencia de Dios para mí, ni yo
ni nadie tiene derecho a impugnarla. La vida es de Dios, y sólo Él determina
cuando llega a su fin.