CIUDAD DEL VATICANO, sábado, 13 de febrero de 2010 (ZENIT.org).- Publicamos una conferencia que pronunció monseñor Guido Marini, maestro de las Celebraciones Litúrgicas del Papa, el 6 de enero, al dirigirse a una peregrinación de presbíteros de habla inglesa a la tumba de San Pedro con motivo del Año Sacerdotal.
INTRODUCCIÓN AL ESPÍRITU DE LA LITURGIA
Quiero concentrarme con ustedes
en
algunos aspectos ligados al espíritu de la liturgia. Quiero abarcar mucho, y
querría decir muchas cosas. No sólo porque es una tarea exigente y compleja
hablar sobre el espíritu de la liturgia, sino también porque se han escrito
muchos trabajos importantes que tratan esta materia por autores de
incuestionable más alto calibre en teología y liturgia. Pienso en dos personas
en particular entre otros muchos: Romano Guardini y Joseph Ratzinger.
Por otra parte, es verdad que hoy es particularmente necesario hablar sobre el
espíritu de la liturgia, especialmente para nosotros, sacerdotes. Es urgente
reafirmar el "autentico" espíritu de la liturgia, tal y como está presente en
la ininterrumpida tradición de la Iglesia, y está atestiguado, en continuidad
con el pasado, en las más recientes enseñanzas del Magisterio: comenzando
desde el Concilio Vaticano II hasta Benedicto XVI. Uso a propósito la palabra
"continuidad", una palabra muy querida por nuestro actual pontífice, que h a
hecho de ella el único criterio autoritativo por medio del cual uno puede
correctamente interpretar la vida de la Iglesia, y mas específicamente, los
documentos conciliares, incluyendo todas las propuestas de reforma contenidas
en ellos. ¿Cómo podría ser de otro modo? ¿Puede uno verdaderamente hablar de
una Iglesia del pasado y de una Iglesia del futuro como si hubiera tenido
lugar una ruptura histórica en el cuerpo de la Iglesia? ¿Podría alguien decir
que la Esposa de Cristo ha vivido sin la asistencia del Espíritu Santo en un
particular periodo del pasado, de manera que su recuerdo debiera ser borrado,
olvidado a propósito?
Sin embargo, a veces parece que algunos dan la impresión de apoyar una
auténtica ideología, o más bien una preconcebida noción aplicada a la historia
de la Iglesia que nada tiene que ver con la fe auténtica.
Fruto de esta engañosa ideología es, por ejemplo, la continua distinción entre la Iglesia preconciliar y la posconciliar. Este lenguaje puede ser legítimo, pero a condición de que de este modo no se esté hablando de dos Iglesias: una, la Iglesia preconciliar, que no tiene nada más que decir o que dar, porque ya ha sido superada, y una segunda, la Iglesia posconciliar, una nueva realidad nacida del Concilio y, por su supuesto espíritu, en ruptura con su pasado. Esta manera de hablar y aún más de pensar, no debe ser la nuestra. Además de ser incorrecta, está superada y anticuada, quizá es históricamente comprensible, pero está ligada a una época en la vida de la Iglesia que ya ha concluido.
Lo que hemos dicho hasta ahora sobre la "continuidad", ¿tiene algo que ver con el asunto que queremos afrontar? Si, totalmente. Pues no puede haber auténtico espíritu de la liturgia si no se acerca a ella con espíritu sereno, dejando de lado todas las polémicas con respecto al pasado reciente o remoto. La liturgia no puede y no debe ser un terreno de conflicto entre aquellos que sólo ven lo bueno en lo que vino antes de nosotros, y aquellos que, por el contrario, casi siempre ven lo malo en lo que vino antes. La única disposición que nos permite alcanzar el autentico espíritu de la liturgia, con gozo y verdadero gusto espiritual, es considerar el pasado y el presente de la liturgia de la Iglesia como un patrimonio en continuo desarrollo homogéneo. Un espíritu, por tanto, que debemos recibir de la Iglesia y no una invención nuestra. Un espíritu, añado, que nos lleva a lo esencial de la liturgia, es decir, a la oración inspirada y guiada por el Espíritu Santo, en quien Cristo continúa a hacerse presente entre nosotros hoy, e irrumpe en nuestras vidas. En realidad, el espíritu de la liturgia es la liturgia del Espíritu.
No pretendo agotar el tema propuesto, ni tratar todos los diferentes
argumentos necesarios para un entendimiento panorámico y amplio de la
cuestión. Me limitaré a considerar algunos aspectos de la esencia de la
liturgia, haciendo referencia en concreto a la celebración de la Eucaristía,
tal y como la Iglesia los presenta, tal y como he aprendido a profundizar en
ellos durante estos dos años al servicio de nuestro Santo Padre, Benedicto XVI.
Él es un autentico maestro del espíritu de la liturgia por su enseñanza o por
el ejemplo que de su manera de celebrar.
Si en estas reflexiones sobre la esencia de la liturgia hago observaciones
sobre algunos comportamientos que no considero en completa armonía con el
autentico espíritu de la liturgia, lo haré sólo como una pequeña contribución
para este espíritu pueda destacar aún más en toda su belleza y verdad.
1. La Sagrada Liturgia, el regalo de Dios más grande a la Iglesia
Como sabemos, el Concilio Vaticano II dedicó totalmente su primer documento a
la liturgia:
Sacrosanctum Concilium, definido como como la constitución sobre la
sagrada liturgia.
Quiero subrayar el término sagrado en su aplicación a la "liturgia". No se
trata de una casualidad ni de un dato sin importancia. De hecho, los padres
conciliares buscaron reforzar el carácter sagrado de la liturgia.
Pero, ¿qué significa carácter sagrado? Los orientales hablarían de la
dimensión divina de la liturgia, es decir, de esa dimensión que no queda
abandonada a la arbitraria voluntad del hombre, porque es un don que viene de
lo alto. Se trata, en otras palabras, del misterio de la salvación en Cristo,
confiado a la Iglesia para hacerlo disponible en cada momento y en cada lugar
por medio del carácter objetivo del rito litúrgico-sacramental. Por tanto, es
una realidad que nos sobrepasa, que debe ser acogida como un don, y a la que
debemos dejar que nos transforme. El Concilio Vaticano II afirma: "... toda
celebración litúrgica, por ser obra de Cristo sacerdote y de su Cuerpo, que es
la Iglesia, es acción sagrada por excelencia..." (Sacrosanctum concilium,
n.7)
Desde esta perspectiva no es difícil darse cuenta de lo alejados que están del
autentico espíritu de la liturgia algunas prácticas. En ocasiones, bajo el
pretexto de una mal entendida creatividad se ha logrado subvertir la liturgia
de la Iglesia. En nombre del principio de adaptarse a la situación local y a
las necesidades de la comunidad, uno se atribuye el derecho a quitar, añadir o
modificar el rito litúrgico, según la subjetividad y la emotividad. En esto,
nosotros los sacerdotes, tenemos una gran responsabilidad.
Por esta razón, ya en 2001, el cardenal Ratzinger afirmaba: "es necesario como
mínimo de una nueva conciencia litúrgica que quite espacio a la tendencia de
tratar la liturgia como si fuera un objeto que puede manipularse. Hemos
llegado al punto donde grupos litúrgicos se crean por su cuenta la liturgia
dominical. El resultado es ciertamente el producto de a imaginación de un
grupo de individuos capaces y hábiles. Pero de esta manera falta el espacio en
donde uno puede encontrarse con el "totalmente Otro", en el cual lo santo se
ofrece a sí mismo como don; con lo que me encuentro es solamente con la
habilidad de un grupo de personas. Entonces nos damos cuenta de que no estamos
buscando eso. Es demasiado poco, y al mismo tiempo, algo diferente. Lo más
importante hoy es volver a adquirir el respeto por la liturgia, y ser
consciente de que no puede manipularse. Aprender nuevamente a reconocer en su
naturaleza una creación viva que crece y ha sido dada como don, por medio de
la cual participamos en la liturgia celestial. Renunciar a buscar en ella
nuestra propia realización personal y ver más bien en ella un don. Esto, creo,
lo primero: vencer la tentación de un comportamiento despótico, que concibe la
liturgia como un objeto, como la propiedad de un hombre, y volver a despertar
el sentido interior de lo sagrado" (‘Dios y el Mundo', Edizioni San Paolo,
Cinisello Balsamo 2001. Traducción del italiano).
Afirmar, pues, que liturgia es sagrada significa subrayar el hecho de que no
vive de modificaciones esporádicas y de invenciones siempre nuevas por parte
de un individuo o grupo. La liturgia no es un circulo cerrado en el que
decidimos reunirnos, tal vez para animarnos unos a otros, para sentirnos que
somos los protagonistas de una fiesta. La liturgia es convocación por parte de
Dios para estar en su presencia; es la venida de Dios entre nosotros; es Dios
que nos sale al encuentro en nuestro mundo.
Una forma de adaptación a situaciones particulares está prevista y es bueno
que así sea. El mismo Misal la indica en algunas de sus secciones. Pero en
éstas y sólo en éstas, y no arbitrariamente en otras. La razón para esto es
importante y es bueno reafirmarla: la liturgia es un don que nos precede, un
tesoro precioso que se nos ha entregado por la oración de siglos de la
Iglesia, el lugar en el cual la fe ha encontrado su forma en el tiempo y su
expresión en la oración. Todo esto no depende de nuestra subjetividad. No la
podemos manipular, pues de este modo puede estar íntegramente a disposición de
todos, ayer como hoy y también mañana. "También en nuestros tiempos," escribió
el Papa Juan Pablo II en su carta encíclica
Ecclesia de Eucharistia, "la obediencia a las normas litúrgicas
debería ser redescubierta y valorada como reflejo y testimonio de la Iglesia
una y universal, que se hace presente en cada celebración de la Eucaristía"
(n. 52)
En la estupenda encíclica
Mediator Dei, que es a menudo citada en la constitución sobre la
sagrada liturgia, el Papa Pío XII define la liturgia como "...el culto
público... la adoración dada por el Cuerpo Místico de Cristo en la totalidad
de su Cabeza y sus miembros" (n. 20). Como queriendo decir, entre otras cosas,
que en la liturgia, la iglesia "oficialmente" se identifica a sí misma en el
misterio de su unión con Cristo como esposo, y en donde ella "oficialmente" se
revela a sí misma. ¿Con qué enfermiza despreocupación podríamos atribuirnos el
derecho de cambiar de manera subjetiva los signos sagrados que el tiempo ha
depurado, por medio de los cuales la Iglesia habla de sí misma, de su
identidad y de su fe?
El pueblo de Dios tiene un derecho que no puede ser ignorado nunca, en virtud
del cual, a todos se les debe permitir acercarse a lo que no es solamente el
pobre fruto del esfuerzo humano, sino la obra de Dios, y precisamente porque
es obra de Dios, es fuente de salvación y de vida nueva.
Me
detengo un momento más en este punto, que el Santo Padre lleva en el corazón,
según puedo testimoniar, compartiendo con ustedes, un pasaje de
Sacramentum Caritatis, la exhortación apostólica de Benedicto XVI,
escrita después del Sínodo sobre la Eucaristía: "al subrayar la importancia
del ars celebrandi," escribe el Santo Padre, "se pone de relieve el
valor de las normas... Favorece la celebración eucarística que los sacerdotes
y los responsables de la pastoral litúrgica se esfuercen en dar a conocer los
libros litúrgicos vigentes y las respectivas normas... En las comunidades
eclesiales se da quizás por descontado que se conocen y aprecian, pero a
menudo no es así. En realidad, son textos que contienen riquezas que custodian
y expresan la fe, así como el camino del Pueblo de Dios a lo largo de dos
milenios de historia" (n. 40).
2. La orientación de la oración litúrgica
Más allá de los cambios que han caracterizado, durante el curso del tiempo, la
arquitectura de las iglesias y los lugares en los cuales la liturgia tiene
lugar, una convicción ha quedado clara entre la comunidad cristiana, casi
hasta nuestros días. Me refiero a la oración orientada hacia oriente, una
tradición que se remonta en los orígenes del cristianismo.
¿Qué se entiende por "oración dirigida hacia oriente"? Se refiere a la
orientación del corazón orante hacia Cristo, de quien viene la salvación, y
hacia quien se dirige tanto en el comienzo como en el fin de la historia. El
sol nace en oriente, y el sol es un símbolo de Cristo, la Luz que surge de
oriente. Basta recordar el pasaje mesiánico del cántico del Benedictus:
"Por la insondable misericordia de nuestro Dios, nos visitará el sol que nace
de oriente".
Estudios muy serios e incluso sumamente recientes ya han demostrado que, en
oda época de su pasado, la comunidad cristiana ha encontrado el modo de
expresar incluso con los signos litúrgicos externos y visibles esta
orientación fundamental para la vida de fe. Por este motivo en la construcción
de las iglesias el ábside está orientado hacia oriente. Cuando no se podía dar
esta orientación al espacio sagrado, se recurrió al gran Crucifijo colocado
sobre el altar, hacia el cual todos pudieran dirigir la mirada. Basta pensar
también en los ábsides decorados con espléndidas representaciones del Señor,
hacia lascuales se invitiaba a elevar los ojos en el momento de la Liturgia
Eucarística.
Sin entrar en el detalle de un recorrido histórico que nos llevaría a una reflexión sobre el desarrollo del arte cristiano, nos interesa reafirmar en este contexto que la oración orientada hacia oriente, más específicamente, orientada hacia el Señor, es una expresión característica del autentico espíritu de la liturgia. En este sentido, como bien recuerda el diálogo introductivo del Prefacio, en el momento de la Liturgia Eucarística, se nos invita a dirigir el corazón al Señor: "levantemos el corazón," exhorta el sacerdote, y todos responden: "lo tenemos levantado hacia el Señor". Ahora bien, si esta orientación siempre debe ser adoptada interiormente por toda la comunidad cristiana cuando se reúne en oración, también tiene que manifestarse con signos externos. El signo exterior tiene que ser verdadero, de manera que en él se manifieste la auténtica actitud espiritual.
Este fue el motivo de la propuesta presentada por el entonces cardenal
Ratzinger, y reafirmada ahora durante su pontificado, de colocar el Crucifijo
en el centro del altar, para que todos, durante la celebración de la Liturgia
Eucarística, puedan verdaderamente mirar hacia el Señor, orientándo así
también su oración y su corazón. Escuchemos directamente a Benedicto XVI,
quien en el prefacio del primer libro de sus "Obras Completas", dedicado a la
liturgia, escribe lo siguiente: "La idea de que el sacerdote y el pueblo
deberían mirarse recíprocamente durante la oración, nació sólo en la
cristiandad moderna, y es completamente extraña a la antigua Iglesia. El
sacerdote y el pueblo no rezan uno hacia el otro, sino hacia el único Señor.
Por tanto, miran hacia la misma dirección durante la oración: ya hacia oriente
como un símbolo cósmico del Señor que viene, o, donde esto no sea posible,
hacia la imagen de Cristo en el ábside, hacia un Crucifijo, o simplemente
hacia los cielos, como nuestro Señor mismo hizo en su oración sacerdotal la
noche antes de su Pasión (Juan 17, 1). Mientras tanto, afortunadamente,
está abriéndose cada vez más camino la propuesta que presenté al final del
capitulo que trata de esta cuestión en mi obra "El Espíritu de la Liturgia":
en vez de proceder con nuevas transformaciones, simplemente basta colocar el
Crucifijo en el centro del altar, de manera que pueda ser visto por el
sacerdote y los fieles y puedan dejarse guiar hacia el Señor, a quien todos se
dirigen juntos en la oración".
Y no se puede decir que el Crucifijo impide que los fieles vean al celebrante.
¡Los fieles no tienen que mirar al celebrante en ese momento de la liturgia!
¡Tienen que dirigir su mirada hacia el Señor! Del mismo modo, quien preside la
celebración siempre debería poder dirigir su mirada hacia el Señor. El
Crucifijo no es un impedimento para nuestra mirada; más bien abre el horizonte
al mundo de Dios, lleva a contemplar el misterio, introduce la mirada en ese
Cielo del que procede la única luz capaz de dar sentido a la vida en esta
tierra. Nuestra mirada, en verdad, quedaría oscurecida y obstruida si nuestros
ojos permanecieran fijos sólo en la presencia del hombre y su obra.
De esta forma uno puede llegar a entender por qué es todavía posible hoy
celebrar la Santa Misa sobre los antiguos altares, donde los aspectos
arquitectónicos y artísticos de nuestras iglesias lo sugieran. También en
esto, el Santo Padre nos da un ejemplo cuando celebra la santa Eucaristía en
el antiguo altar de la Capilla Sixtina, con motivo de la Fiesta del Bautismo
del Señor.
En nuestro tiempo, ha entrado en nuestro vocabulario común la expresión
"celebrar de cara al pueblo". Si con esta expresión se pretende describir el
lugar del sacerdote, que debido a la ubicación del altar con frecuencia se
encuentra ante la asamblea, se puede aceptar. Pero sería categóricamente
inaceptable si quisiera un contenido teológico. Teológicamente hablando, la
Misa está siempre dirigida a Dios por medio de Cristo nuestro Señor, y sería
un grave error imaginar que la principal orientación de la acción sacrificial
es la comunidad. Esta orientación hacia el Señor debe animar interiormente la
participación litúrgica de cada quien. Es igualmente importante que esta
orientación también sea bien visible en el signo litúrgico.
3. Adoración y unión con Dios
La adoración es el reconocimiento, lleno de admiración, podríamos decir
incluso de éxtasis, (porque nos lleva a salir de nosotros mismos y de nuestro
pequeño mundo), del infinito poder de Dios, de su incomprensible majestad, y
de su amor sin límite que nos ofrece de manera totalmente gratuita, de su
omnipotente y providente señorío. Consecuentemente, la adoración lleva a la
reunificación del hombre y de la creación con Dios, al abandono del estado de
separación, de aparente autonomía, a la pérdida de uno mismo, que es la única
manera para ganarse a uno mismo.
Ante la inefable belleza de la caridad de Dios, que toma forma en el misterio
del Verbo Encarnado, que murió y resucitó por nosotros, y que encuentra su
manifestación sacramental en la liturgia, lo único que podemos hacer es
permanecer en adoración. "El acontecimiento pascual y la Eucaristía que lo
actualiza a lo largo de los siglos," afirma el Papa Juan Pablo II en
Ecclesia de Eucharistia, "tienen una 'capacidad' verdaderamente
enorme, en la que entra toda la historia como destinataria de la gracia de la
redención. Este asombro ha de inundar siempre a la Iglesia, reunida en la
celebración eucarística" (n. 5).
"Señor mío y Dios mío", se nos ha enseñado a decir desde la infancia en el
momento de la consagración. De este modo, tomando prestadas las palabras del
apóstol Tomás, se nos ayuda a adorar al Señor, presente y vivo en las especies
eucarísticas, uniéndonos a Él, y reconociéndolo como nuestro Todo. Y a partir
de ahí se puede retomar el camino diario, habiendo encontrado el correcto
orden de la vida, el criterio fundamental por el cual vivir y morir.
Por este motivo todo, en la acción litúrgica, en el signo de la nobleza, de la
belleza, de la armonía, debe llevar a la adoración, a la unión con Dios: la
música, el canto, el silencio, la manera de proclamar la Palabra del Señor, y
la manera de rezar, los gestos empleados, las vestiduras litúrgicas y los
vasos sagrados y otros accesorios, así como el edificio sagrado en su
totalidad. Desde esta perspectiva debe ser tomada en cuenta la decisión de
Benedicto XVI, quien, comenzando por la fiesta del Corpus Christi de 2008,
empezó a distribuir la sagrada Comunión directamente en la lengua a los fieles
arrodillados. Con este ejemplo, el Santo Padre nos invita a hacer visible
nuestra actitud de adoración ante la grandeza del misterio de la presencia
eucarística del Señor. Una actitud de adoración que debe ser aún más
salvaguardado al acercarse a la santísima Eucaristía según otras formas hoy
concedidas.
Me gusta citar una vez mas otro pasaje de la exhortación apostólica
postsinodal
Sacramentum Caritatis: "Mientras la reforma daba sus primeros pasos, a
veces no se percibió de manera suficientemente clara la relación intrínseca
entre la santa Misa y la adoración del Santísimo Sacramento. Una objeción
difundida entonces se basaba, por ejemplo, en la observación de que el Pan
eucarístico no habría sido dado para ser contemplado, sino para ser comido. En
realidad, a la luz de la experiencia de oración de la Iglesia, dicha
contraposición se mostró carente de todo fundamento. Ya decía san Agustín: 'nemo
autem illam carnem manducat, nisi prius adoraverit; [...] peccemus non
adorando - Nadie come de esta carne sin antes adorarla [...], pecaríamos si no
la adoráramos'. En efecto, en la Eucaristía el Hijo de Dios viene a nuestro
encuentro y desea unirse a nosotros; la adoración eucarística no es si no la
continuación obvia de la celebración eucarística, la cual es en sí misma el
acto más grande de adoración de la Iglesia. Recibir la Eucaristía significa
adorar al que recibimos. Precisamente así, y sólo así, nos hacemos una sola
cosa con Él y, en cierto modo, pregustamos anticipadamente la belleza de la
liturgia celestial" (n. 66).
Entre los pasajes leídos, creo que éste no debe pasar inadvertido: "[La
celebración eucarística] es en sí misma el acto más grande de adoración de la
Iglesia". Gracias a la Eucaristía, sigue diciendo Benedicto XVI, "lo que antes
era estar frente a Dios, se transforma ahora en unión por la participación en
la entrega de Jesús, en su cuerpo y su sangre" (Deus
Caritas est, n.13). Por esta razón, todo en la liturgia, y más
específicamente en la liturgia eucarística, debe llevara a la adoración, todo
en el desarrollo del rito debe ayudar a entrar en la adoración de la Iglesia a
su Señor.
Considerar la liturgia como lugar de adoración, para unirse con Dios, no
significa perder de vista la dimensión comunitaria de la celebración
litúrgica, y mucho menos olvidar el horizonte de la caridad. Por el contrario,
sólo a través de una renovada adoración de Dios en Cristo, que toma forma en
el acto litúrgico, nacerá una autentica comunión fraterna y una nueva historia
de caridad y amor, que depende de la capacidad de maravillarse y actuar
heroicamente, lo cual sólo la gracia de Dios puede darlo a nuestros pobres
corazones. No lo recuerdan y enseñan las vidas de los santos. "La unión con
Cristo es al mismo tiempo unión con todos los demás a los que él se entrega.
No puedo tener a Cristo sólo para mí; únicamente puedo pertenecerle en unión
con todos los que son suyos o lo serán. La comunión me hace salir de mí mismo
para ir hacia Él, y por tanto, también hacia la unidad con todos los
cristianos" (Deus
Caritas est, n. 14).
4. La participación activa
Han sido precisamente los santos quienes han celebrado y vivido el acto
litúrgico participando en él activamente. La santidad, como resultado de sus
vidas, es el testimonio más bello de una participación verdaderamente activa
en la liturgia de la Iglesia.
Por este motivo, y de manera providencial, el Concilio Vaticano II insiste
tanto en la necesidad de promover una autentica participación por parte de los
fieles en la celebración de los sagrados misterios, al recordar la llamada
universal a la santidad. Esta autorizada indicación ha sido confirmada y
relanzada por muchos documentos sucesivos del magisterio hasta nuestros días.
Sin embargo, no siempre se ha entendido correctamente el concepto de
"participación activa", tal y como la Iglesia la enseña y exhorta a los fieles
a vivirla. Ciertamente hay participación activa cuando, durante el curso de la
celebración litúrgica, se cumple con el servicio propio de cada quien; se da
también una participación activa cuando se tiene una mejor comprensión de la
palabra de Dios escuchada o de la oración recitada; también se da una
participación activa al unir la propia voz a la de los demás en el canto...
Todo esto, sin embargo, no significaría una participación verdaderamente
activa si no lleva a la adoración del misterio de la salvación en Cristo
Jesús, quien murió y resucitó por nosotros: sólo quien adora el misterio,
acogiéndolo dentro de su vida, demuestra que ha comprendido lo que está
celebrando, y, por tanto, que participa realmente en la gracia del acto
litúrgico.
Como confirmación y respaldo de lo que acabo de afirmar, escuchemos una vez
más las palabras de un pasaje del entonces cardenal Ratzinger, de su libro
fundamental "El Espíritu de la Liturgia": "¿En qué consiste esta participación
activa? ¿Qué debemos hacer? Por desgracia, esta expresión fue rápidamente
malentendida, siendo reducida a su significado exterior, el de la necesidad de
una acción común, como si se tratara de poner en acción al mayor número
posible de personas, lo más a menudo posible. La palabra participación hace
referencia, sin embargo, a una acción principal, en la que todos deben tener
parte. Si, por tanto, se quiere descubrir de qué acción se trata, ante todo
hay que estar seguros de cuál es esta 'actio' [acción, ndt.] central, en la
que todos los miembros de la comunidad deben tener parte. Con el término 'actio'
referido a la liturgia, se entiende la Plegaria Eucarística. La auténtica
acción litúrgica, el verdadero acto litúrgico, es la 'oratio'... Esta 'oratio'
-la solemne Plegaria Eucarística, el canon- es mucho más que un discurso; es 'actio'
en el sentido más alto de la palabra. En ella, Cristo mismo se hace presente y
toda su obra de salvación, y por esta razón, la 'actio' humana se
convierte en secundaria y deja espacio para la 'actio' divina, la obra de
Dios".
De este modo, la verdadera acción que se realiza en la liturgia es la acción
de Dios mismo, su obra salvadora en Cristo, en la que participamos. Esta es,
entre otras cosas, la verdadera novedad de la liturgia cristiana con respecto
a cualquier otro acto de culto: Dios mismo actúa y realiza lo que es esencial,
mientras el hombre es llamado a abrirse a la acción de Dios, a dejarse
transformar. Consecuentemente, el aspecto esencial de la participación activa
consiste en superar la diferencia entre la acción de Dios y nuestra acción,
que lleguemos a ser uno con Cristo. Por este motivo, reafirmando lo que antes
he dicho, no es posible participar sin adorar. Escuchemos otro pasaje de
Sacrosanctum Concilium: "Por tanto, la Iglesia, con solícito cuidado,
procura que los cristianos no asistan a este misterio de fe como extraños y
mudos espectadores, sino que, comprendiéndolo bien a través de los ritos y
oraciones, participen consciente, piadosa y activamente en la acción sagrada,
sean instruidos con la Palabra de Dios, se fortalezcan en la mesa del Señor,
den gracias a Dios, aprendan a ofrecerse a sí mismos al ofrecer la hostia
inmaculada no sólo por manos del sacerdote, sino juntamente con él; se
perfeccionen día a día por Cristo Mediador en la unión con Dios entre sí, para
que, finalmente, Dios sea todo en todos" (n. 48).
Comparado con esto, todo lo demás es secundario. Me refiero en particular a
las acciones externas, si bien importantes y necesarias, previstas sobre todo
durante la Liturgia de la Palabra. Hago referencia a las acciones externas
porque, si se convierten en la preocupación esencial y se reduce la liturgia a
un acto genérico, en ese caso se malentendería el autentico espíritu de la
liturgia. Por tanto, una autentica educación en la liturgia no puede consistir
simplemente en aprender y practicar acciones exteriores, sino en una
introducción a la acción esencial, que es Dios mismo, el misterio pascual de
Cristo, a quien siempre debemos permitirle encontrarnos, involucrarnos,
transformarnos. Y no hay que confundir el cumplimiento de gestos externos con
la correcta participación corporar en el acto litúrgico. Sin quitar nada del
significado y la importancia de la acción externa que acompaña el acto
interior, la Liturgia exige mucho más del cuerpo humano. Requiere, de hecho,
su esfuerzo total y renovado en las acciones diarias de esta vida. Esto es lo
que el Santo Padre, Benedicto XVI llama "coherencia eucarística". El ejercicio
oportuno y fiel de esta coherencia constituye la expresión mas auténtica de la
participación, incluso corporal, en el acto litúrgico, la acción salvífica de
Cristo.
Y añado: ¿estamos de verdad seguros de que la promoción de una participación
activa consiste en hacer que todo sea inmediatamente comprensible? ¿No será
que la penetración en el misterio de Dios puede acompañarse mejor en ocasiones
con aquello que toca las razones del corazón? ¿A caso no se da en ocasiones un
espacio desproporcionado a las palabras vacías y triviales, olvidando que
forman parte de la liturgia palabra y silencio, canto y música, imágenes,
símbolos, y gestos? ¿Y no pertenecen quizá a este lenguaje que introduce en el
corazón del misterio y, por tanto, a la verdadera participación, el latín, el
canto gregoriano, la polifonía sagrada?
Música sagrada o litúrgica
De
hecho, para entrar de manera auténtica en el espíritu de la liturgia, no se
puede prescindir de la cuestión de la música sagrada o litúrgica.
En este sentido, me permito sólo una breve reflexión orientativa. Uno podría preguntarse por qué la Iglesia por medio de sus documentos, mas o menos recientes, insiste en indicar un cierto tipo de música y de canto como particularmente adecuados para la celebración litúrgica. Ya en tiempos del Concilio de Trento la Iglesia intervino en el conflicto cultural que se desarrollaba en ese entonces, restableciendo la norma, según la cual, la fidelidad a la palabra es prioritaria, limitando el uso de instrumentos e indicando una clara diferencia entre música profana y música sagrada. La música sagrada, no puede ser entendida como una expresión puramente subjetiva. Se basa en textos bíblicos o de la tradición, que se celebran en forma de canto. Posteriormente, el Papa san Pío X tuvo una intervención análoga, al tratar de alejar la música de la ópera de la liturgia e indicando el canto gregoriano y la polifonía de la época de la renovación católica como el criterio para la música litúrgica, que debe ser distinguido de la música religiosa en general. El Concilio Vaticano II no hizo más que reafirmar las mismas indicaciones, así como los más recientes documentos magisteriales.
¿Por qué insiste la Iglesia en proponer ciertas características típicas de la
música sagrada y del canto litúrgico de manera que se distingan de todas las
demás formas de música? Y, ¿por que el canto gregoriano y la sagrada polifonía
clásica se han convertido en las formas ejemplares a la luz de las cuales hay
que seguir produciendo música litúrgica y popular?
La respuesta a estas preguntas reside precisamente en lo que hemos tratado de
afirmar con respecto al espíritu de la liturgia. Esas formas de música, en su
santidad, su bondad y su universalidad, traducen en notas, en melodías y en
canto el autentico espíritu litúrgico: orientando a la adoración del misterio
celebrado, favoreciendo una autentica e íntegra participación, ayudando a
quien escucha a captar lo sagrado y, por tanto, la esencial primacía de la
acción de Dios en Cristo, permitiendo un desarrollo musical anclado en la vida
de la Iglesia y en la contemplación de su misterio.
Permítanme citar a J. Ratzinger por última vez: "Gandhi subraya tres espacios
vitales en el cosmos, y demuestra cómo cada uno de ellos comunica incluso su
propio modo de ser. Los peces viven en el mar y están callados. Los animales
terrestres gritan, pero los pájaros, cuyo espacio vital son los cielos,
cantan. El silencio es propio del mar, el grito es propio de la tierra, y el
canto es propio de los cielos. El hombre, sin embargo, participa en los tres:
lleva en sí lo profundo del mar, el peso de la tierra, y la altura de los
cielos; por este motivo los tres modos de existencia le pertenecen: el
silencio, el grito y el canto. Hoy... vemos que, despojado de trascendencia,
todo lo que le queda al hombre es gritar, por que desea ser únicamente tierra
y busca convertir en tierra incluso los cielos y el fondo del mar. La
verdadera liturgia, la liturgia de la comunión de los santos, lo restaura a la
plenitud de su existencia. Ella le enseña de nuevo a volar, la naturaleza de
un ángel; elevando su corazón, hace resonar de nuevo en él esa canción que en
cierto modo ha quedado dormida. Es más, podemos decir que la verdadera
liturgia se reconoce precisamente por el hecho de que nos libera del modo
común de actuar, y nos restituye la profundidad y la altura, el silencio y el
canto. La verdadera liturgia se reconoce por el hecho de que es cósmica, no
está hecha a la medida de un grupo. Canta con los ángeles. Se calla con la
profundad del universo en espera. Y de este modo redime a la tierra" ("Cantate
al Signore un canto nuovo", p. 153-154, traducción del italiano).
Termino. Desde hace algunos años, en la Iglesia, algunas voces hablan de la
necesidad de una nueva renovación litúrgica, de un movimiento en cierto
sentido análogo al que sentó la base para la reforma promovida por el Concilio
Vaticano II, capaz de operar una reforma de la reforma, o más bien, un paso
adelante en el entendimiento del autentico espíritu de la liturgia y de su
celebración: llevando así a cumplimiento esa providencial reforma de la
liturgia que los padres conciliares llevaron adelante pero que no siempre, en
su aplicación práctica, ha podido realizarse de una manera oportuna y feliz.
No cabe duda de que en esta nueva renovación litúrgica somos nosotros los sacerdotes quienes debemos recobrar un papel decisivo. Con la ayuda de nuestro Señor y de la Santísima Virgen María, madre de todos los sacerdotes, que este más hondo desarrollo de la reforma también sea el fruto de nuestro sincero amor por la liturgia, en fidelidad a al Iglesia y al Papa.
[Traducción de Jesús Colina]