La misión ad gentes en la comunión de las Iglesias


José Ramón Villar
 



 

 

Facultad de Teología «San Dámaso», Cátedra de Misionología, «La Misión de la Iglesia» Madrid, 27-28 de mayo 2008. El Prof. D. José Ramón Villar, es de la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra. jrvillar@unav.es

Sumario

Introducción.- 1. Breve apunte histórico.- 2. Las «misiones» en el s. XX.- 3. Una nueva perspectiva para las «misiones» en el Concilio Vaticano II.- 4. La misión ad gentes en el seno de la Communio Ecclesiarum.

Introducción

Ante todo, debo clarificar los términos que forman parte del título de esta intervención, y que aparecerán constantemente. Son la noción de «Iglesias», es decir, las Iglesias particulares o locales; y la noción de «Comunión» de Iglesias.

La Iglesia particular o local es la porción del Pueblo de Dios -aun pequeña y dispersa- convocada por el Señor en el Espíritu Santo mediante la Palabra y los Sacramentos, especialmente la Eucaristía, por medio del ministerio del Obispo en comunión con el Colegio y su cabeza, el Papa; porción del Pueblo de Dios en la que se hace presente la Iglesia Católica en la plenitud de sus medios de salvación y donde se despliegan, al menos potencialmente, todas la dimensiones de su misión en el mundo (cf. SC 41, LG 23 y 26, CD 11). Pues bien, la Iglesia Católica existe (exsistit) «en» (in quibus) y «de» (ex quibus) las Iglesias particulares (cf. LG 23) [1]. Ahora bien, la Iglesia Católica no es el resultado de la mera suma de Iglesias locales, sino que éstas, consideradas en su conjunto, constituyen una dimensión estructural, esto es, la Comunión de las Iglesias, que en cuanto universal tiene una precedencia teológica a cada una de las Iglesias individualmente consideradas.

Aclarados estos conceptos, abordemos ya nuestro tema: la missio ad gentes realizada en y desde la Comunión universal de las Iglesias.

1. Breve apunte histórico

Desde la época apostólica la dilatación de la Iglesia se ha llevado a cabo mediante la evangelización y la génesis de nuevas Iglesias. Así sucedió durante el primer milenio, tanto en oriente como en occidente. Ciertamente a lo largo del tiempo la expansión misionera conocerá variaciones, tanto en su planteamiento como en su realización, desde la época constantiniana pasando por la evangelización de los pueblos bárbaros hasta el medioevo, alternándose los estancamientos y los despertares de la misión.

A partir del s. XIII, la actividad misionera llevada a cabo hasta entonces por las Iglesias locales y sus Obispos pasó a ser realizada principalmente por las nuevas Órdenes religiosas. Este proceso se acentuará bajo el régimen del «patronato», portugués y español, en las nuevas tierras de ultramar. Indirectamente el régimen de patronato provocará con el tiempo el nacimiento de lo que llegó a ser el Dicasterio de Propaganda Fide como instrumento papal para la evangelización, que será durante los últimos siglos, una vez desaparecidos los patronatos, la única instancia impulsora de la misión ad gentes.

Esa evolución configuró una forma característica de «misiones» bajo la competencia exclusiva del Papa, como recogerá la legislación canónica de 1917 (c. 1350 & 2). Así, las misiones se establecían mediante la comisión exclusiva (ius commisionis) de determinados territorios a Congregaciones religiosas y Sociedades o Institutos misioneros; territorios que eran erigidos como Misiones sui iuris, Prefecturas apostólicas o Vicariatos apostólicos dependientes de Propaganda Fide, figuras institucionales que continúan vigentes. Este régimen extraordinario y vicarial de los territorios de misión (que desarrollará el correspondiente «derecho misionero») se justificaba en que era el Papa quien encargaba a los Institutos la evangelización que hacían en su nombre y bajo su dirección. A los Institutos correspondía la presentación de uno de sus miembros para su nombramiento como pastor de la misión. Estos pastores serán, unos, presbíteros asimilados ad instar de un Ordinario diocesano; otros, serán Obispos delegados del Papa (Vicarios Apostólicos, y titulares de una antigua Iglesia ahora ya inexistente). Por su parte, los presbíteros misioneros religiosos conformaban el clero local.

Con la actividad del Dicasterio y la generosa dedicación de estos equipos misioneros enviados a las «misiones extranjeras», a tierras lejanas de Europa, Roma se convirtió en el centro directivo de la misión universal, conducida principalmente con criterios jurídicos y organizativos. Este protagonismo romano en la tarea misional tenía un cierto carácter de suplencia ante el replegamiento de las diócesis de antigua tradición y de sus Obispos. Es también cierto que la pasividad de los Obispos venía motivada por diversos factores histórico-políticos, y justificada por una concepción teórica que clausuraba a los Obispos en sus diócesis (sólo en ellas disponían, se decía, de jurisdicción «particular») con olvido de su responsabilidad universal junto con el Papa en la misión. Ese mismo fenómeno de replegamiento se prolongaba a los presbíteros, vinculados estrictamente al territorio diocesano. Con ello, la implicación misionera directa de obispos, sacerdotes y fieles de las Iglesias de antigua tradición estaba en general desactivada, lo que a su vez propiciaba una imagen popular de las misiones como una actividad de anuncio del Evangelio en unas tierras lejanas de las que se ocupaba el Papa y los Institutos misioneros, misión a la que sólo algunos cristianos admirables estaban llamados y a los que había que ayudar, lo cual se hacía ciertamente con fervor y celo sinceros.

2. Las «misiones» en el s. XX

Las encíclicas misionales pontificias del s. XX (Rerum Ecclesiae, de Pío XI, 1926; Evangelii praecones, en 1951, y Fidei donum, en 1957, de Pío XII; Princeps Pastorum, Juan XXIII, 1959) convocaron a la Iglesia para asumir la misión ad gentes como tarea común. Pío XII pidió en la encíclica Fidei donum la colaboración –entonces novedosa- de los sacerdotes diocesanos para marchar a las zonas más necesitadas (sacerdotes llamados por ese motivo fidei donum). Estas Encíclicas también apelaron a la condición de los Obispos como miembros del Colegio episcopal y responsables de la misión junto con el Papa. El Concilio Vaticano II afirmará, pocos años después, que la misión es obra del entero Pueblo de Dios, misión en la que todos cooperan a su manera. El Colegio y su Cabeza ejercen esa responsabilidad «primaria e inmediatamente», pues los Obispos han sido ordenados no sólo para una diócesis determinada, sino para la salvación de todo el mundo (cf. AG 38; LG 23; cf. CD 6); una universalidad también inscrita de manera análoga en el ministerio de los presbíteros, cooperadores del Orden episcopal.

Paralelamente a los apremios de los Pontífices, otros procesos incidirán sobre las misiones durante el siglo XX.

En primer lugar, comenzaba a quebrarse la identificación habitual en el imaginario popular de las misiones con territorios lejanos, subdesarrollados social y económicamente. Esa idea suponía unas Iglesias occidentales ricas, material y espiritualmente, que enviaban a unas misiones pobres y meramente receptoras. Tal imagen no se compadecía con la realidad de países evolucionados (por ejemplo, Japón), o bien suscitaba dificultades de orden psicológico (por ejemplo, en regiones de presencia cristiana antigua pero con deficiente evangelización, a las que resultaba ingrato considerarse misiones). Durante el Concilio algunos Padres llegaron incluso a sugerir, de manera algo excesiva, el abandono del régimen especial de la Sagrada Congregación de Propaganda Fide por entender que propiciaba una idea de Iglesias de misión inferiores, de segunda clase, de no pleno derecho; imagen proyectada correlativamente sobre sus obispos, rebajados en su condición episcopal como obispos «misioneros» (los Vicarios apostólicos).

Hay que añadir que, por este tiempo, la idea tradicional de misiones había entrado en crisis en el ámbito protestante. Diversas Conferencias misioneras evangélicas promovieron la superación del dualismo entre Iglesias «autónomas» e Iglesias «dependientes», entre Iglesias «antiguas» y «jóvenes», y abogaron por el reconocimiento de la igualdad de todas las Iglesias. En ese contexto se popularizó el dicho de Roland Allen de que el apóstol Pablo fundó Iglesias, no misiones dependientes.

Sin embargo, a mediados del siglo XX ese dualismo entre la Iglesia «misionera» y la Iglesia «constituida» evocaba principalmente una época de amargo colonialismo en las naciones que deseaban alcanzar su independencia política y económica. Este factor resultó decisivo para la futura evolución de las cosas. Como es sabido, tras la Segunda Guerra Mundial el reconocimiento de la dignidad de los pueblos y el despertar de las culturas locales estuvo acompañado de una rápida emancipación de muchas naciones, en un tenso proceso de descolonización. Las misiones cristianas, como instituciones tradicionalmente asociadas a la época colonial, no quedaron al margen del proceso, apareciendo reivindicaciones de autonomía eclesial y críticas al cristianismo occidental. Esta aspiración de los pueblos a afirmar su identidad no sólo en el ámbito político y cultural, sino también en el eclesial, llevó a la Santa Sede a acelerar la erección en las misiones de la llamada «jerarquía ordinaria», multiplicándose en poco tiempo las diócesis con pastor propio y autóctono, reemplazando así las comisiones encargadas a Institutos misioneros [2]. Quizá sea éste el acontecimiento más significativo, desde el punto de vista institucional, de las misiones católicas en el siglo XX. No obstante, esas transformaciones externas, forzadas en ocasiones por sentimientos nacionales de autonomía, no siempre reflejaban una madurez real. Lo cual explica la atención que el Decreto Ad gentes concederá a estas jóvenes «diócesis», que en gran parte seguían dependiendo de Propaganda Fide [3].

La afirmación de la dignidad de los pueblos y de sus culturas redescubría también una visión de la «catolicidad» más dinámica y cualitativa -menos cuantitativa y geográfica-, entendida como la capacidad de la Iglesia para asumir la variedad humana en la nueva creación en Cristo. Desde los inicios, la Iglesia procuró la inculturación de la fe en los diversos pueblos en que arraigaba. Es cierto también que esta visión de la catolicidad estuvo más o menos viva según épocas, conociéndose momentos de fuerte occidentalización de los pueblos evangelizados. Con todo, se mantenía siempre un eco de la «catolicidad», por ejemplo, en la insistencia de las encíclicas pontificias misioneras en la formación del clero y de la jerarquía autóctona. El Concilio, además, quiso potenciar la catolicidad de la misión a partir de las ideas de «adaptación» y «acomodación», como se recoge en el n. 22 del Decreto Ad Gentes (cf. también 11, 16, 18, 21; LG, 13, 17; GS 44; SC, 37-40). En su origen, la adaptación misionera tenía un sentido pragmático, y se entendía como la simple acomodación –a veces algo artificiosa- de los misioneros a las costumbres y mentalidad de los «países de misión». Paulatinamente se abrió paso una idea más profunda de la catolicidad de las Iglesias locales como ámbitos integradores de la diversidad de los pueblos en la universalidad de la Iglesia.

En conexión con esa perspectiva, entre los teólogos avanzaba la idea de la plantatio Ecclesiae como fin primario de la misión. Es cierto que esta «plantación» se concebía de manera primariamente institucional, es decir, la constitución de comunidades con pastores propios, con autonomía de gobierno, económica y de acción. En este caso, plantar sería ante todo establecer la institucionalidad ordinaria de la Iglesia. La cuestión era si había que entender la Iglesia sólo como institución o también como congregatio fidelium. En este segundo caso, plantar la Iglesia adquiere una mayor hondura vital, pastoral y teológica, como expuso el Decreto Ad Gentes.

Con el tiempo, además, se desvinculará la idea de plantatio ecclesiae de los criterios territoriales al uso, al constatar en los «países tradicionales católicos» amplios espacios sociales donde la Iglesia se encontraba ausente, esto es, donde reclamaba una «plantación» más existencial que jurídica. Ahora bien, calificar estas situaciones como misionales provocó la reacción de quienes veían en ello una desvirtuación de la idea de misión ad gentes y de la vocación específica misionera.

Los factores que hemos mencionado de manera breve, formaban parte del conjunto de preocupaciones sobre la misión que los Padres conciliares llevaron al Aula del Vaticano II. Es momento de considerar la tarea conciliar.

3. Una nueva perspectiva para las «misiones» en el Concilio Vaticano II

Los Padres conciliares levantaron acta durante el Concilio de la masiva multiplicación de «diócesis» jóvenes y celosas de su propia identidad. Téngase en cuenta, por ejemplo, que la tercera parte de los Padres conciliares provenían de los llamados países de misión, y casi dos centenares de entre ellos eran nativos.

Esas jóvenes Iglesias necesitaban todavía el apoyo de las antiguas, de la Santa Sede y de los Institutos misioneros; pero reclamaban una colaboración par cum pari, en igualdad, sin ingratas dependencias externas. Este hecho inauguraba una nueva etapa del anuncio ad gentes, que ya no podía presentarse como una tarea llevada a cabo en unas «misiones tuteladas» en determinados territorios por equipos de especialistas coordinados por Propaganda Fide, y sostenidos desde lejos por las Iglesias de antigua cristiandad. La misión no podía comprenderse en sentido único, desde occidente hacia unas «misiones subdesarrolladas», sino que aparecía como una actividad multidireccional entre las Iglesias. Era necesario repensar ex novo el proceso que llevaba desde el primer anuncio del Evangelio hasta el crecimiento y la madurez de las Iglesias, con conceptos y términos libres del peso de la historia.

a) La missio ad gentes en la Misión de la Iglesia.- El Decreto Ad Gentes reafirmará la necesidad y el carácter específico de la actividad misional, pero integrada como un momento interno de la Misión general de la Iglesia. El «fin propio» de la misión ad gentes consiste en predicar el Evangelio e implantar la Iglesia entre los pueblos o grupos que todavía no creen en Cristo (cf. n. 6). De esa manera, la palabra de Dios genera y hace crecer Iglesias autóctonas, dotadas de energías propias, con su jerarquía propia y con los medios adecuados para el desarrollo de la vida cristiana, cooperando al bien de toda la Iglesia (cf. n. 6).

Si anteriormente se consideraba la constitución de Iglesias locales como un proceso –ya lo hemos dicho- primariamente institucional, el Concilio, en cambio, retoma el tema de manera novedosa. Subraya la conexión de la idea de «plantación» de la Iglesia -que aparece mencionada diez veces en el Decreto Ad Gentes- con la tarea de Evangelización. La Evangelización, se dice ahora, es el «medio principal» para plantar la Iglesia. Con la predicación del Evangelio, su aceptación y la consiguiente agregación a la Iglesia por el Bautismo, crece el Cuerpo de Cristo, que «se nutre y vive de la palabra de Dios y del pan eucarístico» (cf. n. 6). Plantar la Iglesia es fruto de la evangelización, de la palabra y de los sacramentos, del anuncio y del testimonio de la nueva vida en Cristo, de modo que un grupo humano pase a ser realmente una porción del Pueblo de Dios. De manera que la comunicación de la fe es como tal un suceso de por sí «eclesiogénico», al que derivadamente acompaña un desarrollo institucional. Veamos de cerca este proceso de formación de nuevas Iglesias.

b) La formación de Iglesias mediante la evangelización como objeto de la missio ad gentes.- Ante todo, hay que recordar que, en rigor, la única Iglesia realmente «formada» será la Iglesia escatológica. La Iglesia en la tierra está siempre en proceso de crecimiento hasta su talla perfecta como Cuerpo de Cristo, la «plenitud del que lo llena todo en todo» (cf. Ef, 1,23).

No obstante, es legítimo hablar de Iglesia «en formación» y de Iglesia «formada» en relación con los elementos que la constituyen como sacramentum salutis, esto es, como signo e instrumento de salvación. En este sentido, dice el Decreto Ad Gentes, «la obra de implantación de la Iglesia en un determinado grupo de hombres consigue su meta cuando la congregación de los fieles, arraigada ya en la vida social y conformada de alguna manera a la cultura del ambiente, disfruta de cierta estabilidad y firmeza; es decir, está provista de cierto número, aunque insuficiente, de sacerdotes nativos, de religiosos y laicos, se ve dotada de los ministerios e instituciones necesarias para vivir, y dilatar la vida del Pueblo de Dios bajo la guía del Obispo propio» (n. 19).

Una Iglesia está «formada», en consecuencia, cuando la fe ha calado en un ambiente no cristiano, suscitando una comunidad autóctona madura, una comunidad litúrgica de fe y de caridad viva; una comunidad con carismas y ministerios suficientes para llevar a cabo la universalidad de la misión. El Concilio describe ese proceso de formación atendiendo a criterios existenciales, donde hay etapas, crecimiento y madurez (cf. n. 6). Pero también menciona criterios institucionales: un pastor propio que representa la sucesión apostólica y garantiza los medios salvíficos; un clero autóctono, etc. La mención del Obispo «propio» (jerarquía propia, no «vicaria» de la Sede Apostólica) revela que el Concilio piensa, al hablar de Iglesia formada o de Iglesia joven, sobre todo en las misiones recién erigidas como «diócesis» [4]. Era el criterio jurídico de la época para hablar de Iglesia «plantada». Según ese criterio, la actividad misional previa al paso a diócesis se realizaría –podría deducirse- en un espacio neutro ocupado por las misiones, que sólo pasarían a ser Iglesias con la erección en diócesis con pastor «propio».

Entiendo que esta cuestión puede producir alguna desorientación. Conviene distinguir los aspectos teológicos y jurídicos. El sujeto eclesial que actúa y crece en un determinado lugar antes del paso a diócesis es, en realidad, una verdadera Iglesia local, por pequeña que sea en su inicio (¿qué otra cosa podría ser?). En rigor teológico no existen «misiones», sino Iglesias. Desde el inicio de la actividad misional hasta llegar a la condición diocesana estamos ante una «Iglesia local», aunque en formación.

Ciertamente, desde la perspectiva institucional, estas Iglesias se encuentran durante un tiempo en el «régimen especial de la missio ad gentes» (cf. RMi 37) debido a sus circunstancias «especiales» (cf. CIC 1983, c. 370) o «peculiares» (cf. c. 371). Desde este punto de vista, y consideradas las cosas en un orden lógico, el desarrollo institucional de una nueva Iglesia local comienza por la llamada misión sui iuris, que supone una presencia germinal de la Iglesia. Con su crecimiento, se da el tránsito a la Prefectura apostólica y al Vicariato apostólico. Su pastor la gobierna en nombre del Papa, hasta que quede constituida en Diócesis, o en Prelatura Territorial, con jerarquía propia y habitualmente autóctona, regida por el derecho común en dependencia de la Congregación para los Obispos.

Ahora bien, ese desarrollo institucional configura una realidad que desde su inicio es, insistimos, propiamente Iglesia. Teológicamente hay «Iglesia» cuando existe una porción del Pueblo de Dios articulada por el ministerio de sucesión apostólica que la convoca por medio del Evangelio y la congrega en torno a la Eucaristía en la fuerza del Espíritu. «En estas comunidades, aunque sean frecuentemente pequeñas y pobres y vivan en la dispersión, está presente Cristo por cuya virtud se congrega la Iglesia una, santa, católica y apostólica» (cf. LG 26); por la celebración eucarística crece y se edifica la Iglesia de Dios (cf. UR 15). Mediante el primer anuncio del Evangelio y el bautismo se edifican comunidades eucarísticas que crecen con identidad propia, con estructuras de servicio todavía embrionarias, quizá todavía sin Obispo autóctono, y servidas por los enviados de otras Iglesias (presbíteros regulares y seculares, religiosos y laicos). En ellas, por germinales que sean en su inicio, está presente la Iglesia Católica con toda su potencialidad de ser y de misión, que se desplegará con el tiempo en la variedad de carismas, ministerios y vocaciones, y en las diversas direcciones de la misión.

En consecuencia, las así llamadas «misiones» responden a la eclesialidad cristiana originaria. La actividad misional no genera un espacio eclesial atípico, periférico y transitorio, que sólo con la erección canónica en diócesis alcanzaría su condición de Iglesia local, incorporándose entonces a la communio Ecclesiarum.

c) De las «misiones» a las «Iglesias».- Emerge así un nuevo paradigma eclesiológico para la comprensión de la misión ad gentes, que puede resumirse en una frase: de las «misiones» a las «Iglesias», todas ellas iguales en su estatuto teológico. Este paradigma supera el dualismo entre Iglesias «constituidas» y «territorios de misión» entendidos éstos como zonas excéntricas a la communio Ecclesiarum, ocupadas temporalmente por el ministerio papal y su cuerpo especial de misioneros, mientras que los demás Obispos e Iglesias quedarían exoneradas de responsabilidad.

En realidad, la actividad misional genera Iglesias que surgen «como por reproducción» mediante el anuncio del Evangelio por los enviados desde otras Iglesias [5]. El Papa, Pastor de la Iglesia universal, tiene un protagonismo propio en el impulso y la coordinación del envío, pues el sujeto de la misión es siempre la communio Ecclesiarum presidida por el Sucesor de Pedro. Pero el envío, suceda en la forma organizativa que sea (en Institutos misioneros o en fórmulas fidei donum) siempre es un signo de la comunión misionera de todas las Iglesias locales de las que proceden los enviados. La entera Iglesia Católica se hace presente mediante sus enviados, que prolongan de algún modo la «eclesialidad» de sus Iglesias de origen, como acontecía, por ejemplo, con las antiguas Iglesias patriarcales que, como «madres en la fe», generaban nuevas Iglesias quasi filias (cf. LG 23). En su caso, el régimen vicarial de las «Iglesias en formación» significa una especial presencia en ellas de la communio Ecclesiarum mediante la episcopalidad del Romano Pontífice, cabeza del Colegio episcopal.

Desde el punto de vista institucional, el Código de Derecho Canónico de 1983 ha acogido este nuevo paradigma, cuando reconoce a las misiones tradicionales su condición de verdaderas «Iglesias particulares». El c. 368 cuenta entre los tipos institucionales de Iglesia particular a las Prefecturas apostólicas y los Vicariatos apostólicos. Son porciones del Pueblo de Dios asimilados a las diócesis, que por circunstancias peculiares se rigen en nombre del Sumo Pontífice (cf. c. 371, & 1). Si las Iglesias son teológicamente iguales entre sí, deben tratarse jurídicamente de manera común salvo en aquellos aspectos propios de su situación. De este modo, se ha podido hablar de una casi total integración del antiguo derecho misionero en el régimen común, o mejor de una asunción por el derecho común de la flexibilidad típica del tradicional derecho misionero.

4. La misión ad gentes en el seno de la Communio Ecclesiarum

En definitiva, la nueva perspectiva ha situado la responsabilidad y la realización de la misión ad gentes en el marco de la communio Ecclesiarum y de sus Obispos.

El sujeto de la misión -y por tanto de la específica actividad ad gentes- es la Iglesia, es decir, el universal Pueblo de Dios, el corpus Ecclesiarum congregado por el ministerio de los Obispos (cf. LG 23). Establecido ese dato, y puesto que la Iglesia, por naturaleza misionera, existe y opera (cf. CD 11) en cada Iglesia particular, son todas ellas misioneras. La distinción entre Iglesias jóvenes o de antigua tradición carece aquí de relevancia teológica, pues todas están igualmente enviadas en misión, en múltiples direcciones de ida y de vuelta. El magisterio postconciliar ha desarrollado esta acrecentada conciencia de que la cooperación entre las Iglesias es la manifestación exacta de la naturaleza misionera del entero Pueblo de Dios. Esta manera de realizar la misión puede resumirse en el lema: «Todas las Iglesias para todo el mundo».

La misión es, pues, tarea común mediante la cooperación multiforme de las Iglesias, moderada por el Papa. Como Pastor de la Iglesia universal, el Papa promueve la responsabilidad colegial del Episcopado, y activa la fraternidad entre las Iglesias; alienta la tarea misionera de las Conferencias episcopales; coordina bajo su dirección las iniciativas y el envío desde las Iglesias mediante los instrumentos institucionales oportunos [6]. La misión se lleva a cabo así como proyección del universalismo cristiano en y desde la communio Ecclesiarum presidida por el Sucesor de Pedro, Cabeza del Colegio.

Esta dinámica misionera de la communio Ecclesiarum impide a las Iglesias clausurarse en un localismo extraño a la catolicidad [7]. Una eclesiología que otorga todo su valor a las Iglesias locales mantiene vigente la vocación universalista de la Iglesia [8]. Ninguna puede aislarse en su autosuficiencia, sino que «como parte viva de la Iglesia universal, debe abrirse a las necesidades de las demás Iglesias» [9]. En cada Iglesia la tarea misionera es originaria e indelegable, en cuanto verdaderos sujetos que «en su mismo ser de Iglesias viven in loco la Iglesia única y universal de Cristo» [10]. La Iglesia particular, formada a imagen de la Iglesia universal, a la que debe representar lo más perfectamente posible, lleva consigo las esperanzas y las angustias, las alegrías y las tristezas de toda la Iglesia [11]. Cada Iglesia forma parte intrínseca de las demás, y le resulta connatural la «solicitud por todas las Iglesias» [12].

La cooperación misionera no es, pues, una obligación extrínseca y adventicia, sino la expresión de un dinamismo interior que conduce a «promover toda la actividad que es común a la Iglesia universal» [13]. La cooperación da la medida de la vitalidad eclesial y de la caridad mutua en el Cuerpo de Cristo. «Todos los fieles esparcidos por el haz de la tierra comunican en el Espíritu Santo con los demás, y así ‘el que habita en Roma sabe que los indios son también sus miembros’» [14]. La cooperación comporta «vínculos de íntima comunicación de riquezas espirituales, operarios apostólicos y ayudas materiales. (…) a cada una de las Iglesias pueden aplicarse estas palabras del Apóstol: ‘El don que cada uno haya recibido, póngalo al servicio de los otros, como buenos administradores de la multiforme gracia de Dios’ (1 Pe., 4,10)» [15]; «cada una de las partes presenta sus dones a las otras partes y a toda la Iglesia, de suerte que el todo y cada uno de sus elementos se aumentan con todos lo que mutuamente se comunican y tienden a la plenitud en la unidad» [16].

La mutua interioridad en que viven las Iglesias locales se traduce en ofrecerse recíprocamente los propios dones. Ante todo, mediante el envío y la acogida gozosa de misioneros de otras Iglesias como signo de comunión efectiva, y no sólo afectiva [17]. Durante siglos y hasta hoy, principalmente los Institutos religiosos han sobrellevado el peso del día y del calor en su meritorio servicio a la evangelización [18]. Nunca se agradecerá bastante su entrega generosa. En la actualidad, el redescubrimiento de las Iglesias como sujetos activos de la misión se refleja en el envío desde ellas de presbíteros, religiosos y laicos, mediante otras formas institucionales. Este envío no es una simple distribución de recursos, o solo una expresión de la responsabilidad episcopal. Siendo eso cierto, el envío en misión, suceda en la forma organizativa que sea, es un signo de la sollicitudo omnium ecclesiarum que debe animar no sólo la acción del Colegio episcopal y de su Cabeza, sino de todos los fieles en todas las Iglesias. Sean Iglesias de antigua cristiandad o bien Iglesias jóvenes, todas ellas han de cultivar el dar y el recibir para la misión, también desde la escasez y la pobreza [19]. No existen en rigor Iglesias ricas e Iglesias pobres, pues todas están necesitadas de los dones de las otras, y todas se enriquecen con el dar y el recibir recíprocos [20]. «La pobreza de una Iglesia que recibe ayuda –dice Juan Pablo II- enriquece a la Iglesia que se priva al ayudar» [21].

La marcha en misión de presbíteros, religiosos y laicos, no es un «pérdida» para la Iglesia que envía, sino que constituye otra manera de servicio a la Iglesia local de origen. En cambio, una Iglesia que no tiene hombres y mujeres enviados en misión, sí vive empobrecida en su ser de Iglesia. Ciertamente, no todos -obispo, presbíteros, religiosos y laicos- han de marchar en misión, pero en cada Iglesia local todos han de vivir de manera que algunos marchen, como fruto del empeño orgánico de la comunidad que, por medio de sus mensajeros, ejerce su responsabilidad universal [22].

Este envío es memoria permanente de que toda la Iglesia, todas las Iglesias, y todos en las Iglesias, sacerdotes y fieles, se hallan en «estado de misión», consagrados y enviados como Cristo mismo a anunciar el Evangelio y ofrecer a la humanidad los dones recibidos del Señor [23].

Notas

[1] A partir del Concilio Vaticano II, hay una creciente conciencia de que la Iglesia, en cuanto Iglesia universal, es la comunión orgánica de los creyentes en Cristo, presidida por el Colegio de los Obispos con el Papa como Cabeza. A la dimensión histórica del mysterium Ecclesiae pertenece también que esa realidad de comunión se haga presente y operativa en las Iglesias particulares presididas por los Obispos, y por tanto que la universalis communio fidelium sea al mismo tiempo corpus Ecclesiarum (LG 23)» (F. OCÁRIZ, Episcopado, Iglesia particular y Prelatura personal, en J. R. VILLAR (dir.), Iglesia, ministerio episcopal y ministerio petrino, Madrid 2004, 179).

[2] En 1930, el 80% de las circunscripciones misioneras eran Vicariatos apostólicos, y sólo el 20% eran diócesis. Cuarenta años después, en 1969, a los cuatro años de terminar el concilio, el 80% de las Iglesias dependientes de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos eran «diócesis», y sólo el 20% permanecían en régimen vicarial.

[3] Concretamente, el Anuario Pontificio de 1964 contaba, entre las 763 circunscripciones dependientes de Propaganda Fide, 551 Archidiócesis y Diócesis, de las que sólo 164 tenían jerarquía autóctona.

[4] En otros lugares del decreto se habla de «Iglesias particulares» (7 veces), de «Iglesias locales» (3 veces) o de «Iglesias jóvenes» (16, 18, 21, 22) significando habitualmente las diócesis. El n. 32 dice, por ejemplo, que los Institutos misioneros deben trabajar para que la comunidad cristiana llegue a ser una Iglesia local con su clero y pastor, es decir, que pase del régimen de comisión al estatuto diocesano. El n. 16 dice que la actividad misional conduce a que novellae Ecclesiae structuram dioecesanam cum proprio clero paulatim acquirant.

[5] L. Bouyer, L'Église de Dieu, Paris 1970, p. 337.

[6] Cf. P. Pavanello, La cooperazione fra le Chiese, en Gruppo italiano docente di diritto canonico, Chiese particolari e Chiesa universale, Milano 2003, pp. 78-80.

[7] Cf. S. Cipriani, Le linee ‘teologiche’ dell’Istruzione ‘Postquam apostoli’ sulla migliore ‘distribuzione’ del clero, en «La Rivista del clero italiano» 63 (1982) p. 768.

[8] «Todo el misterio de la Iglesia está contenido en cada Iglesia particular, con tal de que ésta –advierte Juan Pablo II- no se aísle, sino que permanezca en comunión con la Iglesia universal y, a su vez, se haga misionera» (Redemptoris Missio n. 48).

[9] Cong. Para le Clero, Notte direttive Postquam apostoli, n. 14.

[10] Juan Pablo II II, Exh. apost. Pastores dabo vobis, n. 74.

[11] Cf. Const. dogm. Lumen gentium, n. 23; Decr. Ad Gentes, n. 20.

[12] «Ogni Chiesa particolare in quanto realizzazione dell’unica Chiesa di Cristo è in qualche modo presente in tutte le Chiese particolari ‘nelle queli e dalle quali ha la sua existenza la Chiesa cattolica una ed unica’ (LG 23)» (Giovanni Paolo II, Discorso a la Curia Romana, 21-XII-1985, AAS 77 [1984] p. 506).

[13] «La communione delle Chiese particolari con la Chiesa universale raggiunge la sua perfezione solo quando anch’esse prendono parte all’impegno missionario in favore dei non cristiani, dentro e fuori dei propri confini. In questo stupendo dinamismo missionario, i presbiteri hanno necessariamente un posto di rilievo. Ciò tanto più vale per quelli operanti nei territori di missione, dove è in atto l’evangelizzazione dei non cristiani» (Giovanni Paolo II, Allocuzione alla Plenaria della Congregazione dell’Evangelizzazione dei Popoli, 14-IV-1989: AAS 81 [1989] p. 1139).

[14] Const. dogm. Lumen gentium, n. 13.

[15] Ibid.

[16] Ibid.

[17] El envío eclesial de laicos está por desarrollar en toda su potencialidad. Cf. Sacra Congregazione per l’Evangelizzazione dei Popoli, Lettera circolare L’azione missionaria del laici, 17-V-1970; cf. Notte direttive Postquam apostoli, n. 15 y 26; Conferencia Episcopal Española. Comisión Episcopal de Misiones y Cooperación entre las Iglesias, Laicos misioneros (8-XII-1996); Conferenza Episcopale Italiana. Commisione Episcopale per la Cooperazione tra le Chiese, Nota Pastorale I laici nella missione ‘ad gentes’ e nella cooperazione tra i popoli (15-I-1990). Cf. P. Pavanello, La cooperazione fra le Chiese, en Gruppo italiano docente di diritto canonico, Chiese particolari e Chiesa universale, Milano 2003, pp. 65-68.

[18] Cf. Conc. Ecum. Vaticano II, Decr. Ad Gentes, n. 27.

[19] Cf. Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, n. 85.

[20] «Parlando di questo argomento, si usano sovente espressioni, come quelle di ‘diocesi ricche’ o ‘diocesi povere’; espressioni che potrebbero indurre in errore, come se una chiesa dia soltanto aiuto, e l’altra soltanto lo riceva. Invece la questione sta in altri termini: si tratta, infatti, di una scambievole collaborazione, perché esiste una vera reciprocità fra le due chiese, in quanto la povertà di una chiesa che riceve aiuto, rende più ricca la chiesa che si priva nel donare, e lo fa sia rendendo più vigoroso lo zelo apostolico della comunità più ricca, sia soprattutto comunicando le sue esperienze pastorali, che spesso sono utilissime e possono riguardare un metodo più semplice ma più efficace di lavoro pastorale, o gli ausiliari laici nell’apostolato, o le piccole comunità, ecc.» (Cong. Para le Clero, Notte direttive Postquam apostoli, n. 15).

[21] Giovanni Paolo II, Mesaggio per la Giornata mondiale delle misión, 30-V-1982, n. 2: AAS 74 (1982) p. 868.

[22] Cf. Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, n. 77. Incumbe especialmente al obispo suscitar y sostener la cooperación misionera: cf. Juan Pablo II, Exh. apost. postsinodal Pastores Gregis, 16-X-2003, n. 65; Cong. para los Obispos, Directorio para el ministerio pastoral de los Obispos ‘Apostolorum successores’, 22-II-2004, n. 17; Congregazione per l’Evangelizzazione dei Popoli, Instr. Cooperatio missionalis (1-X-98). CIC 1983, can. 782, par. 2; can. 791. Vid. E. Bueno de la Fuente, La Iglesia local, espacio de comunión para la misión, en ‘¡Es la hora de la misión!’. Los organismos de animación misionera, espacios de comunión, 57. Semana Española de Misionología, Burgos 2004, pp. 39-64.

[23] «La Iglesia universal, todas las Iglesias particulares, todas las instituciones y asociaciones eclesiales y cada cristiano en la Iglesia tienen el deber de colaborar para que el mensaje del Señor se difunda y llegue hasta los últimos confines de la tierra (cf. Hch 1,8), y el Cuerpo místico llegue a la plenitud de su madurez en Cristo (cf. Ef 4,13)» (Cong. para la Evangelización de los Pueblos, Instr. Cooperatio missionalis 1-X-1998, n. 1).