La memoria del sufrimiento

Paul Ricoeur
Traducción Nazario Vivero

El presente texto, cuya traducción del inglés al francés fue examinada por el autor, reproduce una alocución pronunciada con motivo del Yom Ha-Shoah (día conmemorativo de la Shoah) de 1989, en la celebración interconfesional que se celebra cada año en la congregación Emmanuel de Chicago. Fue reimpreso en la obra editada por M.I. Wallace Figuring the Sacred, Minneapolis, 1995, pp. 289-292, con el título “The Memory of Suffering”, con el permiso de la revista Criterion 28 (1989) pp. 2-4. La traducción del francés al español se hace del texto La mémoire de la souffrance, recogido en Paul Ricoeur, L´herméneutique biblique, presentación y traducción de François-Xavier Armherdt, Cerf, París, 2001, pp. 273-277.

El Rabino Joseph A. Edelheit me invitó, hace algunos meses, a unirme a vuestra asamblea, que conmemora los “seis millones” en este crepúsculo del sabbat. Deseo fervientemente expresar mi profunda gratitud por esta invitación tan conmovedora. La recibo como un testimonio de que, más allá de la amistad auténtica, vuestro rabino sabe perfectamente que me considero a mí mismo como uno de los innumerables beneficiarios de la promesa hecha a Abraham: “Bendeciré a quienes te bendigan y maldeciré a quienes te maldigan. Por ti se bendecirán todos los linajes de la tierra”(1).

Esta noche me he incorporado a un memorial. ¿Cuál es la significación de esta apelación que, no lo olvidemos, nos reúne en este lugar?

La Biblia, habitualmente, hace memoria de un acontecimiento completamente diferente: el del don de la Ley, al pueblo, por intermedio de Moisés. El Deuteronomio, con una insistencia sorprendente, no cesa de prevenir contra el peligro de olvidar: “Pero ten cuidado y atiende bien. No vayas a olvidarte de estas cosas que tus ojos han visto, ni dejes que se aparten de tu corazón en todos los días de tu vida; enséñaselas, por el contrario, a tus hijos y a los hijos de tus hijos”(2). A fin de cuentas, lo que no debería ser olvidado es la liberación “del país de Egipto, de la casa de servidumbre”(3), esa liberación de la que se hace memoria durante la semana de Pascua. ¿ Es con la misma memoria que queremos recordarnos de los “seis millones”?. El tipo de memoria que Moisés solicitaba ¿no era la gloriosa memoria de un rescate y de un don?. ¿Qué ocurre con la memoria del Holocausto y de sus víctimas?. Esta memoria ¿tiene algo que ver con la exigida por Moisés?.

Permítanme elaborar, paso a paso, los elementos de una respuesta, la cual, ciertamente, se quedará corta ante aquella otra esperada.

Una primera respuesta a la pregunta acerca de las razones por las que deberíamos recordarnos de las víctimas, por lo menos tanto como de las antiguas bendiciones, parece dirigirse a todo el mundo (o, al menos, a casi todo el mundo, en la medida en que siempre existen, a través del universo, algunos amigos de los verdugos, confesos o no, que esperan que olvidemos. Esta respuesta es simple y transparente: ¡debemos acordarnos, porque recordarse es un deber moral!. Tenemos una deuda con las víctimas, y la forma mínima de pagarla es decir y repetir lo que pasó en Auschwitz. Es eso que el gran escritor Élie Wiesel, ganador del premio Nobel de la paz, no cesa de proclamar: la compensación más elemental que podemos ofrecerles es  darles una voz, ésa que les fue rehusada. En uno de los últimos libros de Élie Wiesel, uno de los personajes, buscando a uno de los supervivientes en una institución psiquiátrica de New York, declara: “Tal vez no le es dado a los humanos borrar el mal, pero pueden convertirse en la toma de conciencia del mal”. Recordarse, narrar, son medios de llegar a ser esa toma de conciencia, esa misma conciencia. Hemos aprendido de los narradores e historiadores griegos que las admirables palabras de los héroes tenían necesidad de ser rememoradas, y por eso acudían a la narración. Aprendemos de un narrador judío como Wiesel, que lo horrible – imagen inversa de lo admirable – tiene mayor necesidad aún de ser salvado del olvido por medio de la memoria y la narración.

Demos un paso más: rememorando y diciendo, no sólo evitamos que el olvido mate a las víctimas una segunda vez; también evitamos que la historia de sus vidas se convierta en banal. Este peligro de banalidad puede ser hoy más grande que el del simple olvido. Los historiadores, los sociólogos y los economistas pueden pretender explicar la tragedia de manera tan exhaustiva que ella se convierta simplemente en un caso más de barbarie. Peor aún, una explicación pretendidamente completa puede hacer aparecer el acontecimiento como necesario, en la medida en que las causas – fuesen éstas económicas, políticas, sicológicas o religiosas – serían consideradas como agotando la significación del acontecimiento. La tarea de la memoria consiste en preservar la dimensión escandalosa del acontecimiento, en mantener lo que es monstruoso como algo inagotable por la explicación. Gracias a la memoria y a los relatos que la preservan, la unicidad de lo horrible – me atrevo a decir, la unicidad única – queda preservada de una nivelación por medio de la explicación.

Esta última observación nos invita a intentar dar otro paso, tal vez más temerario, porque toca algunas de las convicciones más profundamente enraizadas en nuestros ancestros. Además de las explicaciones que nivelan y hacen banal el acontecimiento criminal al cual está dedicado este memorial, existen explicaciones que justifican y hacen aparecer los sufrimientos de las víctimas como si fuesen merecidos. A primera vista, esta preocupación de justificar el sufrimiento, no parece aplicarse a la fe bíblica, sino sólo al fondo arcaico y mítico de las otras religiones. ¿No es acaso el objetivo de los mitos explicar cómo la totalidad de la realidad ha sido colocada en la existencia y, entre otras cosas, cómo ha comenzado el mal?. ¿No es la orientación de base de todos los mitos retroceder hacia el pasado, en dirección al momento inmemorial del comienzo, al tiempo del origen?. ¿No es una de las tareas de esos mitos explicar por qué los hombres están en una condición tan miserable, por qué sufren?. A este respecto, la Biblia hebraica no cesa de luchar contra esta tendencia regresiva del pensamiento mítico, en la medida en que la Torah es, por encima de todo, una instrucción orientada hacia el porvenir, una invitación ética dirigida hacia la acción a realizar mañana o inmediatamente. Esto está fuera de duda. Sin embargo, el conflicto no es sólo entre la fe bíblica y la religión mítica, sino, en una cierta medida, al interior de esta misma fe, la fe común a judíos y cristianos. ¿No es un hecho comprobado que ciertos profetas de Israel – y, en conformidad con ellos, toda una escuela de la historiografía hebraica – no dudaban en interpretar el exilio en Babilonia y la destrucción del primer templo como un castigo infligido a los hijos a causa del pecado de sus padres?. Con esta teoría llamada de la retribución, una explicación teológica corre el riesgo de debilitar una cierta calidad de la memoria de los sufrimientos pasados. Pero es también un hecho que algunas otra voces se hicieron oir como un contrapunto a las precedentes. Escuchemos la proclamación de Jeremías: “En aquellos días no dirán más: «Los padres comieron el agraz y los dientes de los hijos sufren la dentera»; sino que cada uno por su culpa morirá: quienquiera que coma el agraz tendrá la dentera”(4). Más vigorosa aún es la voz de los sabios quienes, como el autor de Job, desmantelan, piedra por piedra, el piadoso edificio de la teología de la retribución o teodicea.

¿De qué manera, se preguntará uno, afecta esta discusión teológica nuestro deber de memoria?. De la manera siguiente: cuando el lamento de las víctimas inocentes no queda ya encubierto por argumentos de justificación, ese lamento yermo queda reducido al estado de un puro grito. Se reactiva, una vez más, el movimiento de vaivén del lamento a la alabanza y de ésta a aquél, alternancia dramática que subtiende el libro de los Salmos. Mientras que la teoría de la retribución hace igualmente culpables a las víctimas y a los asesinos, el lamento revela a los asesinos como asesinos y a las víctimas como víctimas. De este modo podemos hacer memoria de las víctimas por lo que ellas son: es decir, portadoras de un lamento que ninguna explicación es capaz de aplacar.

¿Nos atreveremos a dar todavía un paso más?. Esto no puede hacerse sin temor ni temblor. ¿Es posible que un lamento, en lo sucesivo irreductible a la explicación, cese de preguntar: “¿Por qué mi pueblo? ¿ Por qué mis padres? ¿Por qué mi hijo?”. En la medida que es humano, ¿no es un grito ya una interrogación? Y una interrogación acerca del mal ¿no es entonces una protesta – si no una acusación – no ya de Dios a los hombres, sino de los hombres a Dios? Después de todo, la alianza entre el Señor y su pueblo era capaz de engendrar un proceso emprendido por Dios contra el pueblo. Esta misma alianza ¿no ofrece la posibilidad de un vuelco del proceso? Este paso, creo, ha sido dado por varios pensadores respetables. Élie Wiesel, para evocarlo una vez más, es uno de esos acusadores.

Yo no poseo autoridad alguna para censurar tal osadía.

Permítanme decir tan sólo dos cosas. En primer lugar, aquellos sobrevivientes que el dolor y la angustia han precipitado al centro de este terrorífico combate – que recuerda el de Jacob con el ángel – pueden ser ridiculizados con cualquier nombre, pero no con el de “ateos”. Aquél que acusa a Dios es, con mucho, menos ateo que el no se preocupa de Él en lo más mínimo. Una tal actitud desafiante, expresa, a su modo particular, tal vez, la impaciencia de la esperanza, cuyo prototipo puede encontrarse en el grito del Salmista: “¿Cuánto tiempo, Señor?”. En segundo lugar, ¿no deberíamos llegar a decir que el sufrimiento injusto es un escándalo tan sólo para los que esperan de Dios que Él sea la única fuente de todo bien? En este sentido, es la propia fe en Dios la que engendra la indignación. Por consiguiente, creemos en Dios a pesar del mal, más bien que afirmar que creemos en Dios a fin de explicar el mal. El mal – y con este término considero precisamente el sufrimiento injusto e inmerecido – sigue siendo lo que es y que no debería ser. Y ¿quién dice que eso no debería ser, sino la Torah?.

Al comienzo nos preguntábamos si el llamado de Moisés al recuerdo – el cual está ligado al don de la Torah y a la liberación de la “casa de la esclavitud” – y nuestra conmemoración ferviente de las víctimas de la Shoah eran dos expresiones radicalmente diferentes de la memoria. La respuesta es, me parece, no. El lamento tiene necesidad de la memoria lo mismo que la alabanza. Nos acordaremos de los “seis millones” con tanta mayor devoción, si reconocemos que Dios, cuya bendición hemos recordado en la Pascua, no es la causa del sufrimiento, sino, más bien, el autor de la Torah, que dice: “Tú no matarás”.

NOTAS.

(1)Gn 12, 3 (nota del traductor al francés). N.B. Todas las citas bíblicas están transcritas de la versión española de la Biblia de Jerusalén.

(2)Dt 4, 9 (nota del traductor al francés).

(3)Dt 6,12 (nota del traductor al francés).

(4)Jr 31, 29-30 (nota del traductor al francés).