LA HISTORIA DE UNA PALABRA
Mons. Fulton J. Sheen
Radiomensaje del 22 de enero de 1950.
“Y cayó la lluvia y subió el nivel de las
Aguas, y el viento arreció contra aquella
Casa; pero no se derrumbó
Por estar edificad sobre roca firme.”
(San Mateo, 7, 25)
Amigos:
¿Sabían que hay tres hombres en la historia a quienes Dios les cambió el nombre?
Pero saben que una religión nacida hace una hora e inventada por los hombres no
puede ser divina. Ni siquiera mil novecientos años de historia pueden constituir
de por sí un crisma infalible de divinidad. Para se divina una religión, por lo
menos ha de ser tan antigua como la humanidad, es decir, haber empezado en el
mismo instante en que Dios creó al hombre. Entonces es cuando podemos tener la
seguridad en nuestra fe, no la que podamos figurarnos ustedes y yo, sino lo que
Dios quiere de nosotros.
Como consecuencia de la búsqueda que se pueda efectuar en la historia de la
religión revelada, se encontrarán que se imponen dos hechos: 1) Dios establece
relaciones con toda la humanidad a través de un reducido grupo de personas
escogidas por Él; 2) para guiar a este grupo, designa a un hombre particular que
lo represente.
Adán fue la cabeza primera de la humanidad. Su pecado se nos ha transmitido y se
ha hecho nuestro, de la misma manera que una equivocación del padre deja en la
miseria a toda una familia.
Desde el mismo pecado de Adán aparece la figura de otra cabeza, el Redentor,
nacido de una mujer que, según la promesa de Dios, quebrantaría la cabeza del
espíritu del mal.
Después, en la espantosa inundación del pecado, Dios libró a la humanidad del
diluvio a través de un puñado de hombres, guiados por un caudillo, Noé. Está
claro que no quiso dar a cada individuo un salvavidas personal. A través del
reducido grupo de salvados, Dios prometió que volvería a bendecir al mundo
entero.
La cabeza del nuevo pueblo fue Abraham: “En ti serán benditas todas las tribus
de la tierra” (Gen. 12, 3). A este hombre, por primera vez en la historia, le
cambió Dios el nombre, pues Abraham significa “Padre de muchas naciones”,
aludiendo con ello al llamamiento de los gentiles a la fe.
Este hecho es, ciertamente, muy extraño. Dios quiso recordar a Abraham que desde
aquel día, ya no serían personales sus relaciones con el pueblo elegido, sino en
relación con la misión histórica que le había confiado como representante suyo.
Después de Abraham, vienen Isaac y Jacob. Ellos dirigen el nuevo organismo
social. Así como la fe de Abraham puso en evidencia la fuerza de Dios, la lucha
que Jacob sostuvo con el ángel en el cuerpo a cuerpo que la Sagrada Escritura
denomina “intensa como los combates de los hombres”, simboliza el poder
espiritual concedido por Dios a un hombre. También le cambió Dios el nombre a
Jacob: “Tú ya no te llamarás Jacob, sino Israel”. (Gen. 35, 10), y con este
motivo el Señor confirió un poder todavía más augusto a aquel cuerpo moral que
estaba destinado para dar al mundo su Salvador. Luego Dios escogió a Moisés:
“Haré de vosotros Mi pueblo predilecto, seré vuestro Dios”. (Exodo, 6, 7).
“¡Mi pueblo predilecto!” Los egipcios acusarían de tacaña intolerancia y de
fanatismo a los israelitas que pretendían ser los instrumentos de las
bendiciones divinas de todo el mundo.
Pero no nos paremos a discutir; estamos interesados en conocer los caminos de
Dios y no los de los hombres. El dio al mundo un sol y no quiso dar un planeta
particular a ningún individuo.
Dios continuó manteniendo esta línea de acción también con Josué, con David, Los
Reyes y los Profetas; siempre ha operado a través de un cuerpo organizado, con
el que se ha obligado mediante pactos celebrados con el jefe asignado
previamente. Fiel o infiel, lleno de virtudes o de pecados, nunca dejo de
existir el destino de Su Cuerpo religioso. Dios no abandonó al instrumento que
se había elegido. A pesar de todo. Aun cuando cayó en la idolatría, aun cuando
los jefes designados se enfangaron en los pecados y pasiones de la carne y
envilecieron su dignidad, siempre tuvieron la asistencia de Dios. La finalidad
que Él había fijado, la trama que había compuesto, todo se llevó a efecto. “Dios
sabe, afortunadamente, escribir derecho aun entre los renglones torcidos de la
historia de los hombres”.
Creo que ahora ya será fácil intuir que la palabra más importante, mas repetida
en el Antiguo Testamento, es el sustantivo con el que se designa al cuerpo
religioso escogido por Dios a través del cual redimiría al hombre del pecado.
Esta palabra hebrea es Qahal.
Hasta unos doscientos años antes de Jesucristo, no sintieron necesitad de
traducir al griego las Sagradas Escrituras los judíos de la “Diáspora”,
esparcidos por todo el mundo grecoromano. Esta versión se llamó “De los
Setenta”, porque parece que intervinieron setenta personas en la empresa.
Cuando los traductores tropezaron con esta palabra mágica que significa el
pueblo elegido, visible por sus miembros e invisible por el espíritu de Dios que
lo acompañaba y lo protegía, tradujeron el vocablo, que aparece noventa y seis
veces en el Antiguo testamento, por la expresión típicamente griega Ecclesiae,
la Iglesia.
Jesús, anunciado por los Profetas, esperado en Belén, hijo de una Virgen, Dios
hecho hombre, nació en el Qahal del pueblo hebreo. Este es el significado de la
expresión evangélica: “Vino entre los suyos.” Los “suyos” eran los miembros de
la Iglesia Hebrea.
Pero dijo que no había venido a destruir, sino a perfeccionar el organismo
hebreo, el Qahal. Con su venida y con la fundación de su Iglesia, Cristo dividió
la historia del mundo en dos eras. Sucedería esto cuando Lo conocieran los
hombres.
El hecho ocurrió en la ciudad pagana de Cesaréa de Filippo. El Maestro y Señor
del mundo, Jesús, se detuvo de pronto en la marcha y dirigió a los que le
acompañaban la pregunta más importante de cuantas hubiese hecho a ningún otro:
“¿Qué dicen los HOMBRES del Hijo del Hombre? ¿Qué piensan que es?” (Mateo, 16,
3). Fijémonos en la locución “los hombres”.
Era un examen de religión basado democráticamente en la respuesta de la mayoría,
una encuesta que invitaba a la opinión pública a manifestar las impresiones
populares. “¿Qué dicen los hombres?”.
La respuesta fue confusa.
“Unos dicen que Juan el Bautista; otros, que Elías, o Jeremías, o uno de los
Profetas”. (Mateo, 16, 14).
Ideas vagas e ignorantes todas ellas. No había certidumbre. No estaban de
acuerdo. Ninguna unidad de criterio, cosa tan grata al Corazón de Dios. Dejen el
misterio de Su divinidad a las encuestas, a las democracias, a las votaciones y
tendrán siempre respuestas confusas, contradictorias, contrarias, inciertas. El
uno negará lo que el otro sostiene. Para esta serie de hipótesis, Jesús no tuvo
más que la frialdad de Su silencio. De la cantidad pasó entonces a la cualidad;
de la multitud pasó a la aristocracia. Dirigió una pregunta al Senado, al
Parlamento. “Y vosotros, ¿quién decís que soy Yo?”. (Mateo, 16, 15).
Vosotros, mis consejeros; vosotros, mis leales. No los hombres, sino vosotros…
Y los doce Apóstoles no responden. ¿Por qué no hablan?
Tal vez, si hubiesen contestado a coro, habrían originado tan solo una gran
confusión; quizá ninguno de ellos quería arriesgarse a contestar porque los
otros hubieran podido preguntarle quién lo había autorizado a responder por
todos; tal vez se callasen por presentir que si la respuesta se basaba
democráticamente en un resultado de mayoría, no sería posible expresarla en su
integridad.
Tanto los individuos como el grupo estaban inciertos. Los hombres no coincidirán
nunca perfectamente en sus hipótesis; a lo más, podrán alcanzar una federación
de probabilidades.
Estas federaciones son como archipiélagos espirituales, conjuntos de pequeñas
islas, minúsculos atolones separados entre sí por las aguas desleales del
escepticismo, unidas entre sí tan sólo por una ficción jurídica, por un nombre
común. No hay nadie en ellas que pueda hablar autorizadamente por todos. No
habiendo ninguna cabeza, no hay tampoco unidad. Resulta un cuerpo sin cabeza, un
monstruo. Un monstruo físico, social y religioso.
Pero, de pronto se adelanta uno de los Apóstoles. Va a producirse un hecho más
divino que humano. Se trata del que siempre nombran el primero en la lista de
los Apóstoles, del que está citado ciento noventa y cinco veces en los
Evangelios, al paso que todos los demás Apóstoles sólo son nombrados, en
conjunto, ciento treinta veces. Es la única persona, después del Padre
celestial, que Jesús asocia a Sí mismo, usando el término “Nosotros”. Es el
tercer hombre en la historia a quien le ha dado un nuevo nombre. Podemos por
todo esto sospechar que se trate ahora, como ocurrió con Abraham y con Jacob, de
un hecho que esté en relación con el Qahal, con la Iglesia. Tal vez sea éste
otro toque perfeccionador y de un alto significado.
El nombre de aquel hombre era Simón, hijo de Jonas. La primera vez que el
Evangelio narra su primer encuentro con Jesús, repite las palabras del Maestro:
“Tú te llamarás Cefas.” En el original arameo, que era el dialecto hablado por
Jesús, Cefas significaba “piedra”. Nosotros no podemos gustar toda la finura del
epíteto. Los franceses tienen una palabra análoga Pierre, nombre de persona,
significa asimismo “piedra, roca”.
Sin que se lo pidieran los Apóstoles, él se adelantó, y no porque fuese más
perspicaz que los otros o porque sintiese en su sangre el impulso de la
respuesta. Es que a su corazón había descendido una luz muy clara, una luz que
lo había hecho el primero para toda la eternidad, una luz que le puso en los
labios una respuesta infalible y segura: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios
vivo”. (Mateo, 16, 17).
Pedro había hablado y dado su respuesta.
¡Jesús no era un Juan el Bautista o Elías! Era el esperado desde siglos, el
suspirado por el pueblo hebreo y el deseado de las naciones, el Emmanuel, Dios
con nosotros; el Hijo de Dios, el Cristo, Dios y Hombre verdadero.
Desde aquel instante, Pedro empezó a estar asistido por el Espíritu Santo.
Jesús lo confirmó: “Bienaventurado tú, hijo de Jonás; no han sido ni la carne ni
la sangre, sino mi Padre celestial que te lo ha revelado”. (Mateo, 16, 18).
Desde entonces, Simón, el descendiente de Abraham, símbolo de la fuerza de Dios
y de Jacob, el prototipo de la fuerza del hombre, funde en sí lo humano y lo
divino. Dios lo ha hecho cabeza del nuevo y perfecto cuerpo religioso, el nuevo
Israel, el nuevo Qahal, la Iglesia. “Y yo te digo, a mi vez, que tú eres Pedro,
y sobre esta piedra edificaré Mi Iglesia; las puertas del Infierno no
prevalecerán sobre ella, y te daré las llaves del reino de los Cielos; lo que
atares en la tierra, será atado también en el cielo y lo que desatares en la
tierra, será desatado también en el cielo”. (Mateo, 16, 17-19).
Jesús no deja nada indefinido con relación a este nuevo Qahal. Enuncia su
fundamento, declara quién ha de estar incluído como miembro o excluido. ¡Y todo
se centra en un solo hombre, en Pedro! Él es el cimiento, él tiene poder para
abrir la puerta de este reino; él es la roca y el portero, puede abrir o cerrar,
sellar o invalidar las conciencias. Y su gestión será ratificada en el cielo, en
el libro de la vida.
Ahora ya me parece que podemos hablar con mayor claridad del Qahal de Cristo, de
la Iglesia.
En el verano pasado dediqué la primera visita, durante mi estancia en Roma, a la
tumba de San Pedro. Después de rezar el Credo junto a aquel monumento que ha
convertido a Roma en Ciudad Eterna, me levanté y, luego de subir 261 escalones,
me arrodillé ante un hombre cuyo nombre también se cambió. Un día era Pacelli;
ahora es Pío XII.
Aquellos 261 escalones me recordaban el mismo número de eslabones de una cadena
histórica que unía a Pío XII con Pedro, a Pedro con Cristo, a Cristo con el
Qahal. También yo me sentía ligado a ellos como un semita espiritual.
En aquella audiencia sentía vivamente mi indignidad para ser un miembro del
cuerpo místico de Cristo, sentía mi incapacidad para difundir y suscitar en
torno mío Su amor. Pero noté que mis temores se desvanecían al arrodillarme
delante de quien es Cefas, Vicario de Cristo, Príncipe de los Pastores de la
Iglesia, a quien nunca como entonces me di cuenta de amar tan apasionadamente.
En aquellos momentos me hice una reflexión: ¿Es quizá análogo a este sentimiento
el estado de ánimo que probamos los que tratamos de amar a Dios y caemos? ¡Tal
vez, ante el tribunal de Dios, sintamos desvanecerse el sentido indefinido de
nuestra miseria y experimentemos una nueva sensación del amor de Dios que ardía
en nuestro corazón! No puedo creer que sea terrible su juicio para los que se
esfuerzan por crear el verdadero amor de Jesús.
Al término de la audiencia, el Padre Santo empleó las mismas palabras que el
Señor dirigió a San Pedro: Solamente el amor a Jesucristo, viviente en Su cuerpo
místico, en Su Iglesia, puede vencer el mal que inunda a nuestro siglo.
Cuando volvía la tumba de San Pedro y alcé mis ojos para contemplar la cúpula
más poderosa que se haya lanzado al azul del cielo, volvía a encontrar aquella
misma palabra esculpida en el anillo de la inmensa cúpula. El oro de las grandes
letras reflejaba a lo lejos las palabras de Jesús: “Tú eres Pedro, y sobre esta
Piedra edificaré mi IGLESIA”.
Qahal, Iglesia mía! Es el título que le dio Jesús. ¿Comprenden ahora por que la
amamos? ¿Y por que no han de amarla también ustedes? ¡En el amor de Jesús!
¡¡¡BENDICIONES!!!.