LA FAMILIA,  ESPACIO EDUCATIVO

 

Pedro Ortega Ruiz

                                         

                                                                                           

 

   “Familia es, sobre toda otra consideración, comunidad de acogida incondicional, y cualquier otra definición es, por naturaleza, imperfecta” (García Carrasco, J. Leer en la cara y en el mundo, 2007)

 

 

1.-La familia y sus cambios

 

Cualquiera que sea el concepto de familia del que se parta, lo que aparece con claridad, a primera vista, es el cambio profundo que en la misma se ha producido en las últimas décadas del pasado siglo (Pastor, 2002), cambio que no puede verse separado de los otros cambios producidos en los procesos de socialización en la sociedad occidental. Si antes, en la sociedad tradicional, la familia, junto con la escuela, garantizaba la socialización de las jóvenes generaciones mediante la interiorización de las normas, valores y patrones de conducta presentes en la sociedad, ahora, en la sociedad postmoderna, esa función socializadora se ve seriamente amenazada.  La apropiación o interiorización de normas y valores ya no va paralela a la socialización. El proceso actual de “desinstitucionalización” invalida la tesis socializadora durkheimiana.

 

      El declive de las instituciones, entre ellas la familia, forma parte del relato de la profunda transformación que la sociedad experimenta en la modernidad, pues la mayoría de los elementos que se descomponen están presentes en ese proyecto. “Estamos bajo la égida de la ambivalencia, escribe Dubet (2006, 66), no sólo porque deseamos plasmar valores contrapuestos, sino porque no sabemos que esos valores son opuestos. Se pasa de una cultura de símbolos a una cultura de signos al hacer añicos la adhesión al mundo, pues cada uno es libre y no se puede adherir plenamente más que a sus propias creencias, manteniendo la idea de que es el único autor de aquéllas”. La “desocialización” ha roto casi todos los vínculos sociales. Los grupos de proximidad, la familia, los compañeros, el medio escolar o profesional, se manifiestan en una abierta crisis, dejando al individuo, sobre todo joven o ya mayor, sin familia o sin amparo, al extranjero o inmigrante en la desprotección y abandono, en la exclusión o marginalidad. “Es “abajo”, en un llamamiento cada vez más radical y apasionado al individuo, y no ya a la sociedad, donde buscamos la fuerza susceptible de resistir a todas las violencias. Es en ese universo individualista, muy diversificado, donde muchos buscan y encuentran un “sentido” que no se encuentra ya en las instituciones sociales y políticas, y que es el único capaz de alumbrar exigencias y esperanzas capaces de suscitar otra concepción de la vida política” (Touraine, 2005, 29). La descomposición de lo social y la apelación al individualismo, como principio de una nueva moral, han debilitado casi todas las estructuras de acogida, que en otros tiempos, aseguraban al individuo protección, reconocimiento y afecto-amor (Duch, 1997), como si de repente se hubiese creado un “nuevo orden” social que obliga al individuo a vivir en “tierra de nadie” y a crearse su propio mundo. Berger y Luckmann (1997, 80) se refieren a “la pérdida de lo dado por supuesto” para mostrar la profunda crisis que afecta a la sociedad moderna en la que “ninguna interpretación, ninguna gama de acepciones posibles puede ya ser aceptada como única, verdadera e incuestionablemente adecuada. Por tanto, a los individuos les asalta a menudo la duda de si acaso no deberían haber vivido su vida de una manera absolutamente distinta a como lo han hecho hasta ahora”. La modernidad es un universo en el que las instituciones, singularmente la familia y la escuela, se ven incapaces para realizar su función transmisora de “sentido”. Por ello, “la modernidad se convierte en un mundo simbólicamente desestructurado , es decir, en un momento histórico en el que el tiempo y el espacio dejan de ser humanizadores, configuradores de sentido, de identidad, de lazos sociales, de semánticas cordiales, para convertirse en lugares de anonimato y en cambios patológicos” (Mèlich, 2006, 49).

 

       La escuela francesa de A. Touraine se hace eco de estos cambios y su repercusión en la familia:

1.      La familia empieza a dejar de ser percibida en términos “institucionales” para ser considerada más como “espacio de comunicación” entre sus miembros.

2.      La familia ha perdido, en gran parte, su papel de “agencia de socialización” primaria. Las normas, pautas de comportamiento, valores cuyo aprendizaje antes aparecía estrechamente vinculado al ámbito familiar, ahora depende, en gran medida, de otros agentes sociales.

    3. La familia ha perdido, en gran parte, su papel de “agencia de socialización” primaria. Las normas, pautas de comportamiento, valores cuyo aprendizaje antes aparecía estrechamente vinculado al ámbito familiar, ahora depende, en gran medida, de otros agentes sociales.

 

     Este fenómeno de la “desocialización”, como lo denomina Touraine, conlleva la desaparición de los roles, normas y valores sociales a través de los cuales se construía antes el mundo vivido, y con él, la familia habría perdido la capacidad de marcar, en parte, las subjetividades, con la progresiva debilidad para regular u orientar las conductas de los sujetos. “Las nuevas formas de regulación familiar son, sin duda, más débiles en los procesos de socialización  porque, inmersa ella misma en la individualización de la sociedad del riesgo, apelan a que sus hijos construyan creativamente sus propias trayectorias” (Bolívar, 2007, 26). Esta nueva situación de declive de la institución familiar obviamente conlleva graves dificultades para la educación de las nuevas generaciones. Si el proceso de “subjetivación” o apropiación de las normas de conducta y valores  ya no pasa por la propuesta de la familia, sino por la oferta indiscriminada    del contexto social, la construcción moral del sujeto dependerá, entonces, del arbitrio de un contexto, sin posibilidad de contrastar y evaluar las posibles consecuencias de una determinada opción. La familia y la escuela, antes referentes cualificados en moral de los hijos y alumnos, son puestas ahora en cuestión y entran en competencia abierta con otros agentes socializadores.

     

   Los cambios en la familia hay que situarlos en el contexto de mutación histórica que estamos viviendo: la globalización, la revolución tecnológica y el nuevo papel de la mujer. Fenómenos que han supuesto una profunda evolución de los valores con los que generaciones enteras se han identificado. Asistimos junto a un proceso de “desinstitucionalización” a otro cada vez más creciente de “individualización” como característica más importante de nuestro sistema de valores y que aparece directamente vinculado a los cambios antes enunciados. “La ética de la realización personal es la corriente más poderosa de la sociedad moderna”, escriben Beck y Beck-Gernsheim (2003, 70). El ser humano que elige, decide y que aspira a ser el autor de su propia vida y el creador de una identidad individual, se ha convertido en el protagonista de nuestro tiempo. Es la causa fundamental de los cambios producidos en la familia y en las relaciones en la vida del trabajo y la política (Beck y Beck-Gernsheim, 2003). El surgimiento de las formas de vida individualizadas, “destradicionalizadas” ha llevado a la producción de individuos que configuran su existencia sin más referentes que ellos mismos. Con la pérdida de las referencias institucionales el individuo se convierte en la “unidad de reproducción de lo social” que se lleva a cabo dentro del mundo de la vida (Amengual, 2008). En la medida en que la sociedad moderna aparece fragmentada en esferas funcionales separadas, no intercambiables, los individuos se integran en ella sólo parcialmente. Son personas parcial y temporalmente ocupadas en deambular por diferentes mundos funcionales. Individualización que conduce a una visión relativista de los valores y a un subjetivismo moral, en ausencia de cualquier referente “institucional” que sancione la moralidad o no de una conducta. Es el modo de socialización de las jóvenes generaciones en la postmodernidad que se realiza básicamente en la experiencia grupal, y no tanto en la familia, la escuela u otras instituciones. Esta autoconstrucción moral del joven-adolescente se entiende como un “agregado” de sucesivas influencias en función del contexto.

 

  Para J. Elzo (2004) lo que ocurre en la sociedad occidental es la aparición de un nuevo modelo de familia. Es la familia “adaptativa” que, más que un sólo y único modelo, es un mosaico de modelos. Para este autor la familia se define por la búsqueda de acomodo, de adaptación a las nuevas condiciones, a los nuevos papeles del hombre y de la mujer, al creciente protagonismo de los hijos. Es la familia de la “negociación”, de las tensiones, de las incertidumbres, sin modelos ya establecidos a los que referirse, pero que busca en las relaciones interpersonales y el afecto la realización de la pareja y la oferta a los hijos de un clima adecuado para la transmisión estructurada de valores y su crecimiento personal, a la vez que un apoyo para una integración autónoma en la sociedad. Es cierto, sostiene Elzo (2004), que vivimos tiempos muy complejos, de cambios muy bruscos en las escalas de valores. Se habla de crisis de la familia. Incluso se afirma que la familia ha muerto (Cooper, 1976). Pero si hay crisis en la familia es crisis de éxito, de exigencia. “La familia es la institución social, junto a la iglesia, que más tiempo perdura entre nosotros, la más antigua. Porque somos seres sociables y queremos compartir nuestra vida con otra persona, no queremos vivir solos, queremos vivir con otra persona. Y  queremos, además, vivir felices. Muchos queremos también que nuestro amor no sólo perdure, sino que se traslade a nuestros hijos. Lo que sucede es que, en una sociedad cada día más agresiva, en la que la solidaridad se ha institucionalizado, pedimos más y más a la familia a la que queremos gratuita y no competitiva. De ahí su éxito, de ahí su fragilidad” (Elzo, 2004, 29). No es que la familia esté en crisis, sino un determinado modelo de familia (Pérez Díaz y otros, 2000). Lo mismo puede afirmarse de otras instituciones u organizaciones sociales: partidos políticos, sindicatos, iglesias, etc. “La familia... cuenta con esa sinuosa característica de haber sido siempre percibida en situación de crisis, transición y dramática encrucijada. Siempre en constante perspectiva de cambio y dudoso futuro. Desde hace dos siglos, esta percepción dramática de la familia aparece con abrumadora reiteración, en la literatura apologética y, a veces, también en la científica” (Iglesias de Ussel, 1998, 310). Sí existe, sin embargo, una percepción social de crisis de la familia vinculada a la rapidez de los procesos de cambio en la institución familiar que siempre se han dado de un modo brusco, mediante “saltos”, que, mientras se asimilan, alientan imágenes de crisis e incertidumbre. La rapidez de los cambios en el escenario social, la dificultad para asimilar las transformaciones culturales y tecnológicas, la incorporación de los nuevos conocimientos, el impacto del mestizaje y la inmigración en la cultura de la convivencia, etc., se han interpretado de un modo dramático y han favorecido, en gran manera, esta imagen de crisis de la familia que en la década de los sesenta hasta bien avanzada la del ochenta alcanza su momento especialmente crítico (Ortega y Mínguez, 2003).

        

   La interpretación que da la escuela francesa de A. Touraine sobre la familia está presente en la bibliografía de las últimas décadas. Suscribo, más bien, la tesis de Pérez Díaz y otros (2000) que afirman que ante lo que estamos, en la sociedad occidental, es ante un nuevo avatar de esta institución milenaria, surgida del cruce de los usos de la antigüedad clásica, las tradiciones germánicas y el cristianismo, y cualificada sustancialmente por las transformaciones de todo orden de los últimos cuatro siglos. Asistimos a un desarrollo de formas o modelos plurales de familia, incluida la familia nuclear, como adaptación a las situaciones sociales cambiantes. Los recelos, y a veces  duros ataques, muerte de la familia incluida,  que en los comienzos de la década de los setenta eran frecuentes, en los últimos años, sin embargo, han dado paso a una valoración positiva de la familia, si bien desde formas distintas de como hasta ahora se había entendido, lo que en modo alguno significa su desnaturalización (Beck y  Beck-Gernsheim, 2003). Es evidente que “la vida familiar, como sucede en el resto de la sociedad, se encuentra inmersa en un profundo proceso de cambio que afecta a todas sus dimensiones” (Meil, 2006); que se ha producido un cambio del modelo de familia como institución a la familia fundada en la interacción personal; que se ha pasado de una configuración monolítica de la familia a otra plural, en la que las distintas modalidades de articular la vida familiar reciben análoga consideración social y apoyo legal. Pero permanece inalterable el elemento común a todas ellas: la familia se constituye con el proyecto fundamental de educar a unos niños como hijos, sean propios o no (Elzo, 2004). Este es el núcleo de la familia; lo demás, son diferencias secundarias.

2.- Los valores, contenido de la educación

 

Existe un acuerdo generalizado en que debemos formar o educar a la totalidad de la persona. Y esta afirmación, recurrente en toda la literatura pedagógica, se asume con total naturalidad. Se piensa, ingenuamente, que basta con la simple formulación de un objetivo para que éste “milagrosamente” se convierta en realidad. Y las afirmaciones y los buenos propósitos no necesariamente se traducen en la práctica. Es un hecho inobjetable que la valoración social del conocimiento científico-técnico, o simplemente del saber intelectual está muy por encima del equipamiento moral. Se sigue pensando que el “equipamiento intelectual” es suficiente para la formación de la persona y del ciudadano. El concepto de persona “formada” no conlleva necesariamente, para un elevado porcentaje de la población, el equipamiento moral. Es verdad que el aprendizaje o apropiación de valores morales se considera como un fin plausible, pero éste es “prescindible” en la práctica, sin que por ello se ponga en cuestión la acción educativa. La sombra de la Ilustración todavía sigue siendo muy alargada, impregna la vida intelectual y se traduce en prácticas de conducta inmoral que ha merecido duras críticas, entre otros, de Horkheimer y Adorno, en su célebre obra Dialéctica de la Ilustración (1994) por su contribución a la historia ininterrumpida de sufrimiento y sacrificio de los excluidos.

     

  El equipamiento moral de la persona ha ocupado, hasta ahora, un segundo lugar en las prioridades del conjunto de la sociedad. Ésta ha demandado con mayor urgencia la formación intelectual y la preparación científico-técnica de las jóvenes generaciones para su inserción laboral en la sociedad, olvidando que la educación de la persona no se cumple plenamente ni sólo en los conocimientos, ni tampoco en su mera realización técnica. Para este fin exclusivo, la aportación de la educación moral no es relevante. Sólo cuando los problemas de la violencia, consumo de drogas, corrupción, etc. han sacudido fuertemente nuestra “tranquilidad y paz social” nos hemos vuelto hacia los valores morales como dique de contención de los males que se nos vienen encima. Y entonces hemos pedido a la institución escolar que, una vez más, venga en nuestro auxilio. Pero, una vez más, nos hemos equivocado: Hemos llamado a una puerta en cuyas manos no está la respuesta “suficiente”, ni tampoco la más eficaz a los problemas morales que nos afectan. Si se demanda el equipamiento moral de nuestros niños, adolescentes y jóvenes (y del conjunto de la sociedad) para hacer frente a esos problemas, entonces, la familia es el ámbito de intervención insustituible y privilegiado, la puerta a la que necesariamente hay que llamar.

 

¿De dónde le viene a la familia este papel tan relevante en la educación de las jóvenes generaciones? La respuesta hay que buscarla en la naturaleza misma del valor moral. Este no es sólo idea y concepto sobre la justicia, la tolerancia, la solidaridad, la paz y la libertad. etc. No es solo discurso y reflexión. Los valores morales son, en su raíz, convicciones profundas, creencias básicas que orientan y dirigen nuestra conducta; creencias que se traducen necesariamente en modos y estilos éticos de vida que configuran un modo determinado de afrontar la existencia; son como los ojos o ventanas a través de los cuales vemos y nos asomamos al mundo, lo juzgamos y lo valoramos; son el “humus” en el que se resuelve nuestra existencia humana y moral; son aquellas cualidades que nos atraen y nos atrapan, que nos sacan de nuestra indiferencia, trastocan y transforman nuestra vida, nos ayudan a hacer un mundo más humano, más digno, más habitable; aquellas cualidades sin las cuales nuestra vida no podría ser calificada de humana (Colom y Rincón, 2007). Son nuestro mundo y nuestro ser. Sobre las creencias escribe Ortega y Gasset (1973, 18): “Las creencias constituyen el estrato básico, el más profundo de la arquitectura de nuestra vida. Vivimos de ellas y, por lo mismo, no solemos pensar en ellas: Pensamos en lo que nos es más o menos cuestión. Por eso decimos que tenemos estas o las otras ideas; pero nuestras creencias, más que tenerlas las somos”. Estas creencias profundas (valores morales) son siempre finalistas en tanto que componentes esenciales de la vida humana, y nunca pueden ser consideradas como un “añadido”, ni siquiera ser empleadas como medios o instrumentos para obtener otros fines. Si los valores morales sólo fuesen discurso y reflexión el papel de la familia en el aprendizaje de los valores sería del todo secundario.          

 

 3.- La experiencia, puerta de acceso al mundo ético de los valores

 

Para una determinada corriente pedagógica el acceso al mundo ético de los valores encuentra en el discurso y la reflexión sobre el valor la estrategia más adecuada. Desde la pedagogía cognitiva se piensa que es suficiente la “comprensión intelectual” del valor para su aprendizaje. De este enfoque, omnipresente en la literatura pedagógica actual, se ha derivado toda una enseñanza basada en la reflexión y el discurso sobre los valores. La educación moral, fundamentada en la teoría de L. Kohlberg del desarrollo moral, es todo un ejemplo de esta concepción intelectualista del valor, como también la visión idealista, presente en no pocas propuestas educativas, que sitúa al valor moral al margen de las condiciones históricas en las que éste necesariamente se manifiesta. Los valores no son independientes de la realidad histórica. Ésta los condiciona esencialmente. El valor no se da, no ocurre fuera del tiempo y del espacio. Su condición de realidad histórica le afecta en su propia naturaleza, como al mismo ser humano, inimaginable fuera del tiempo y del espacio. Ello quiere decir que el valor, en su estructura, no es sólo discurso (concepto o idea), es también experiencia que se expresa en la corporeidad del ser humano. Y es esta experiencia la que está sujeta a múltiples cambios a través de sus múltiples manifestaciones culturales; la que se expresa de formas muy diversas en el tiempo y en el espacio, permaneciendo y expresando siempre el mismo valor; y es la experiencia, como expresión y manifestación del valor, la que nos mueve a incorporar a nuestra conducta la idea o concepto de un valor, la que nos lo hace atractivo (Ortega y Mínguez, 2001). Más aún, es la condición necesaria, la puerta de acceso para que el valor pueda ser “aprendido”. 

 

   El carácter histórico, experiencial del valor moral obliga a un giro profundo no sólo en cómo “entender” la educación, sino también en cómo llevarla a la práctica. Hemos sido deudores, hasta ahora, de una concepción “cognitivista” del valor que ha impregnado de un inoperante idealismo toda la literatura y la praxis educativas. Esta corriente de pensamiento resalta su componente cognitivo (concepto, idea, noción), hasta el límite de convertir al valor en una esencia pura, incontaminada, en la pretensión de librarlo de toda contaminación relativista o subjetiva del valor. Y en este afán de “salvar” el valor, éste se pierde. La idea de justicia, solidaridad, tolerancia, etc. dejan de ser solo ideas y conceptos, y se convierten en valores morales, cuando afectan al sujeto, cuando encuentran la “complicidad” del sujeto, cuando están “atrapadas” por la inevitable realidad histórica del sujeto. Sin la pasión por la idea o concepto, sin la experiencia de la idea o del concepto, sin su irrenunciable condición histórica que afecta al ser humano, aquí y ahora, no hay valor moral. El componente afectivo, vinculado a la experiencia del tiempo y del espacio de un sujeto concreto, no es otra cosa que el sentimiento o pasión por la justicia, la libertad, la tolerancia, la solidaridad, etc. Este componente “pasional” o afectivo del valor moral es también componente esencial del mismo. Sin sentimiento o pasión por la justicia, la libertad, la tolerancia, la solidaridad, etc. en el sujeto, no hay valor de justicia, libertad, tolerancia, solidaridad, etc. en este sujeto concreto, sino solo ideas o conceptos. Se olvida, con demasiada frecuencia, que los valores morales se expresan siempre en una lengua y en una tradición concretas, en una circunstancia o situación, no en una lengua y cultura universales. Lo que somos, cómo pensamos, cómo vivimos; es decir, la realidad de lo que somos y vivimos está inexorablemente vinculada a una lengua y a una tradición concretas, impensables al margen de la corporeidad, del mundo de los sentimientos. El “envolvimiento” experiencial del valor le es consustancial. Y despojar al valor de esa característica es desnaturalizarlo. La experiencia en el aprendizaje del valor no es, por tanto, un mero recurso didáctico del que nos servimos para hacer más asequible el valor.  Es, por el contrario, contenido educativo.

 

  No hay lenguaje educativo si no hay lenguaje de la experiencia. Inevitablemente hablar de educación es hablar de experiencia. Sin ella, el discurso educativo se torna vacío, inútil, sin sentido. La experiencia en educación es punto de anclaje y soporte de la acción educativa, es el espacio y condición indispensable para que se dé el “encuentro” de dos, de alguien que acoge y de otro que es acogido en una relación ética, irrepetible y gratuita. La experiencia en educación “no es un viaje de ida y vuelta, sino que es un ir para quedarse en ella”. Y aquí es donde la intervención de la familia se hace imprescindible como ámbito privilegiado para la experiencia del valor, como el espacio más idóneo para la educación de los sentimientos.

 

   Nadie nace educado o equipado para vivir en una sociedad que hace de los principios éticos marco de convivencia. Pero este proceso de “humanización ética” es muy complejo. Conlleva aprendizajes muy diversos que se van produciendo en el tiempo en la interacción con otros grupos humanos. En este proceso no sólo necesitamos aprendizajes cognitivos o saberes intelectuales que nos preparen para vivir e integrarnos en una sociedad concreta. También, y más, precisamos de aprendizajes de actitudes, valores y hábitos valiosos de comportamiento como equipaje imprescindible para ejercer de “humanos”. Este aprendizaje de los valores es un aprendizaje “singular”, es de naturaleza distinta al de los conocimientos y saberes. Exige la referencia a un modelo, a una experiencia del valor. Es decir, la “exposición” de una experiencia suficientemente estructurada, coherente y continuada que permita la apropiación del valor. Más aún, exige un clima de afecto y de “complicidad” entre educador y educando que haga posible la adhesión afectiva y el compromiso con el valor. Y en esto, el medio familiar ofrece más posibilidades que el marco escolar, pues éste es un medio muy pobre para la experiencia del valor (Ortega y Mínguez, 2003). Los valores, al contrario de lo que sostienen los enfoques cognitivos, se aprenden por ósmosis, por impregnación y contagio. Es el ethos democrático del conjunto de la sociedad, de sus instituciones y grupos sociales lo que hace posible el aprendizaje de los valores; es, sobre todo, el clima educativo de la familia el que posibilita la apropiación del valor. Por ello considero un error seguir atribuyendo a la escuela un papel determinante en la transmisión de valores a las nuevas generaciones, o vincular el aprendizaje de los valores a la enseñanza de una determinada asignatura. La escuela ni es el lugar más adecuado para la enseñanza de los valores morales, ni su influencia es tan decisiva en la apropiación-aprendizaje de los mismos. Sí lo es, en cambio, el entorno social que envuelve la vida de los niños y adolescentes y les nutren de experiencias valiosas de vida. La escuela es “un medio más” en el conjunto de la sociedad que contribuye a configurar o conformar una manera de vivir, un modo concreto de realizar la existencia humana. “La educación moral no puede consistir sólo en contenidos a aprender en una materia (es decir, en un aprendizaje intelectual), sino en un conjunto de prácticas pedagógicas y educativas que comprenden, al menos, tres componentes: conocimientos, habilidades y actitudes y valores. Como tales exigen procesos de vivencia en el centro y en la comunidad” (Bolívar, 2007, 91).

 

El aprendizaje de los valores morales, que hace posible la formación de ciudadanos, se resuelve en las experiencias valiosas de cada día que nuestros niños, adolescentes y jóvenes tienen con las personas significativas de su entorno, no a través de contenidos explícitos del curriculum escolar que, casi siempre, se ven circunscritos al ámbito del discurso. Sin la experiencia del valor, o lo que es lo mismo, sin la posibilidad de vincular o referir el discurso o concepto del valor a la vida de personas concretas que forman parte del entorno de los educandos sólo se podrá dar un conocimiento intelectual del mismo, que no necesariamente se va a traducir en su apropiación o aprendizaje. “Esto implica que debe darse una cierta congruencia entre el aprendizaje experiencial que el alumno o alumna tiene fuera de la escuela y la creación de comunidades democráticas en el centro escolar” (Bolívar, 2007, 94). No basta con “conocer” la virtud, es necesario practicarla. El discurso y la reflexión sobre el valor son medios que se han mostrado del todo insuficientes para la apropiación del valor. De ello, el pasado siglo nos da suficiente testimonio. La formación humanística-intelectual de hombres y mujeres de letras, artistas, intelectuales, filósofos, etc. fue una barrera demasiado frágil para detener la barbarie colectivista que asoló a la Europa del siglo XX. “Humanismo y barbarie van de la mano” en ese momento (Mèlich, 2010, 135).

 

 

4.- La familia, espacio privilegiado para la experiencia del valor

 

La familia es el habitat natural para el aprendizaje-apropiación de los valores morales. El aprendizaje del valor exige:

a) la referencia a una experiencia suficientemente estructurada y coherente que permita la “exposición” de un modelo de conducta no contradictoria o fragmentada;

b) la experiencia continuada, extensa en el tiempo, no episódica, del valor;

c) la experiencia o referente del valor que permita contrastar los propios comportamientos con modelos valiosos a nuestro alcance;

d)  experiencias o referentes de valor no ajenos o indiferentes a la orientación que podamos darle a nuestra conducta.

 

     Y esto es difícil encontrarlo fuera de la familia. Es verdad que no existen experiencias, tampoco en la familia, que no presenten junto a aspectos positivos otros claramente negativos y rechazables, por lo que no deberíamos “idealizar” a la familia. Pero, a pesar de los contravalores inevitables en cualquier familia, en ésta se puede identificar la línea básica, la trayectoria de vida o claves desde las cuales se puede valorar y reconocer en ella la existencia de un conjunto de valores que han hecho posible un determinado estilo de vida familiar. 

 

        En el aprendizaje del valor se hace indispensable un clima de afecto, de aceptación y comprensión que envuelven las relaciones entre educador y educando. La apropiación  del valor (su aprendizaje) no es el resultado de un “ejercicio intelectual” que nos haga coherente y “razonable” la adhesión a un determinado valor. Nos apropiamos de un valor cuando éste se nos presenta atractivo, sugerente, vinculado a la experiencia de un modelo con el que tendemos a identificarnos. El aprendizaje del valor se produce en el contexto de unas relaciones de “complicidad”, de afecto entre educador y educando; en él hay siempre un componente de pasión, de amor (Ortega y Mínguez, 2001). Por ello el entorno familiar es el ámbito-espacio más adecuado para el aprendizaje de los valores. Creo que en las circunstancias actuales la familia se ha convertido en el espacio no sólo más adecuado, sino quizás el único en el que es posible apropiarse de los valores. Nuestra sociedad ofrece no pocas dificultades a nuestros niños, adolescentes y jóvenes para acceder a los valores morales. No reivindico, obviamente, la existencia de una sociedad imaginaria, exenta de contradicciones, pero sí considero necesario otro ambiente o clima moral en las relaciones sociales y en la gestión de los asuntos públicos. Una sociedad permisiva con la corrupción, con la indiferencia (cuando no con la justificación) hacia conductas que violan los derechos a la vida, a la libre expresión de las ideas, insensible hacia la situación de colectivos humanos que viven en condiciones de marginalidad, no es el mejor referente de una vida moral. En mi larga experiencia de profesor universitario he podido constatar un preocupante analfabetismo moral en los estudiantes, y en no pocos profesores. Es decir, no sólo tienen dificultades o no saben ver la realidad con otros ojos, con una mirada ética, sino que tampoco saben ponerle nombre a las conductas valiosas. No tienen discurso, ni reflexión sobre los valores, ni tampoco son capaces de identificar experiencias o referentes del valor. Quizás tampoco sientan necesidad de incorporar los valores a sus vidas porque no sean ya una “mercancía” valiosa para su equipaje humano. Con ello no quiero adscribirme a ningún tipo de catastrofismo moral, ni tampoco engrosar la lista de aquellos que consideran la educación moral de nuestros jóvenes como una causa perdida. Sólo constato la enorme complejidad del momento en el que nos ha tocado vivir, la opacidad de nuestra sociedad para reflejar los valores morales, y lo complicado que es hoy, en estas circunstancias, ofrecer experiencias del valor, condición indispensable para su aprendizaje.  

 

 ¿Qué valores enseñar? No creo que constituya un problema insalvable señalar la urgencia de educar en aquellos valores morales que son imprescindibles para la construcción de la persona moral como: el diálogo, la tolerancia, la solidaridad, la justicia y la paz, la libertad, el respeto al medio natural, la compasión, etc. Sin estos valores no es posible construir una sociedad justa y pacífica, ni hacer posible la “humanización ética” del hombre. En el aprendizaje de estos valores esenciales cada familia escoge aquellas estrategias que considera más adecuadas y pertinentes. Incluso establece entre ellos una jerarquía en función de una determinada concepción del hombre y del mundo. Y en una sociedad tan compleja y plural como la nuestra la jerarquización de los valores es también muy diversa.

 

  Voy a señalar ante Uds. no qué valores deben enseñar las familias, sino qué funciones está llamada a desempeñar la familia en la educación de los hijos; funciones que se han convertido hoy en exigencias inaplazables en una sociedad caracterizada por  la incertidumbre y la provisionalidad como señas de identidad, convirtiendo a los individuos en permanentes nómadas en busca de una tierra de promisión, sin una cartografía fiable que les señale el camino a recorrer.

 

4. 1.- La familia, estructura de acogida

 

Diversos estudios hablan de “desapego” y “desafección” de los jóvenes, de “fragilidad” en los vínculos humanos (Bauman, 2005), de “huida” de las instituciones. El Informe de la Fundación Sta. María: “Jóvenes españoles 2005” constata que el 81% de los jóvenes españoles no pertenece a ninguna organización (González, 2006). Este dato pone de manifiesto una profunda desconfianza hacia el conjunto de las organizaciones e instituciones sociales, y se traduce en una escasa valoración de las normas emanadas de esas mismas instituciones y en una ausencia o carencia de vínculos o ataduras, de sentimientos de filiación social (Duch, 1997). “Ningún tema, escribe A. Touraine (2005, 91), está más extendido hoy que la ruptura del vínculo social. Los grupos de proximidad, la familia, los compañeros, el medio escolar o profesional, aparecen por todas partes en crisis, dejando al individuo, sobre todo joven o ya mayor sin cónyuge y sin familia, extranjero o inmigrante, en una soledad que conduce bien a la depresión, o bien a la búsqueda de relaciones artificiales y peligrosas, como esos grupos cuyos líderes asientan su influencia en la fuerza y la agresividad”. Este sentimiento de anomía y de “abandono” va acompañado de un fuerte debilitamiento de las tradiciones comunes que, en otro tiempo, ofrecían la posibilidad de identificarse con unos valores compartidos por una comunidad. Y al desaparecer esa tradición común, como referencia también común de los valores morales, resulta muy difícil encontrar una nueva base sobre la que construir la convivencia en la sociedad. La vida individual discurre en “tierra de nadie”, en el desamparo,  en la desprotección (Barcellona, 2006). Se diría que la contingencia, la incertidumbre y la provisionalidad se han convertido en categorías estables con las que hemos de contar en el presente y en el futuro. Para nuestros jóvenes son pocas ya las certidumbres y los asideros firmes en los que puedan apoyarse. “En el momento presente, la crisis de lo humano acostumbra a percibirse y vivirse como un desmantelamiento de las orientaciones y seguridades ofrecidas por las antiguas  transmisiones, las cuales, por regla general, eran las instancias que permitían que el ser humano fuera debidamente acogido y reconocido” (Duch, 2004). En la sociedad premoderna, sostiene Duch, las transmisiones efectuadas por las estructuras de acogida (familia, escuela, iglesias) resultaban más eficientes, y sobre todo menos problemáticas, por la predeterminación consolidada de la “posición del hombre en el cosmos”, por utilizar la expresión de Max Scheler, y también por el carácter más estático que tenía el conjunto de las instituciones sociales de entonces. La modernidad, sin embargo, es un mundo “incierto”, y lo es porque las instituciones que tradicionalmente eran las encargadas de transmitir el “sentido”, es decir, las referencias compartidas, no poseen ya los mecanismos necesarios para ejercer su función. Las generaciones jóvenes no encuentran “puntos de referencia” mínimamente estables, portadores de sentido, para ubicarse en su mundo (Mèlich, 2006). En la modernidad, la contingencia se ha convertido en una categoría fundamental para dar razón de la nueva situación del hombre en el mundo. Esta nueva situación de primacía de la contingencia produce desasosiego, incertidumbre, si es que no angustia y desconcierto. En este contexto, la familia desempeña, todavía, en este medio de “tierra de nadie”, un papel insustituible: ser una institución o estructura de acogida. Yo diría que es el lugar (locus) privilegiado para la experiencia moral. 

 

        Si  hablamos de la familia como estructura de acogida, ¿qué significa acoger? Para el hijo, en su familia, la acogida significa sentirse y saberse aceptado y querido, protegido y seguro por el amor y cuidado de sus padres. Significa apoyo, confianza y ternura; sentir de cerca la presencia de los padres que se hace afecto, acompañamiento, orientación y guía. En una palabra, significa cuidado. Esta experiencia de ser acogido y protegido va a marcar el desarrollo futuro de la construcción personal del niño. Ese impulso inicial de la acogida les infunde una confianza en el vínculo humano que ningún acontecimiento futuro puede borrar. Y esta experiencia en los niños se manifiesta de mil maneras: los niños huérfanos, abandonados expresan muy bien lo que significa la carencia de afecto y cuidado en su infancia; el drama de los hijos en el proceso de separación de sus padres se traduce, con mucha frecuencia, en inseguridad y miedo al presente y al futuro; la experiencia de maltrato o carencia de afecto en los años de la infancia y adolescencia genera actitudes hostiles y baja autoestima que les hace inseguros para afrontar la realidad y establecer relaciones positivas para la convivencia. En la acogida el hijo tiene la experiencia del afecto y del amor; la experiencia de la gratuidad, de la donación sin esperar nada a cambio. Y también la experiencia de la necesidad de ser cuidado y protegido, la experiencia de que es un ser vulnerable.

 

        La vulnerabilidad es una condición inherente al ser humano y punto de partida para la compasión. “El Yo (Moi), de pies a cabeza, hasta la médula de los huesos, es vulnerabilidad” (Levinas, 1993, 89). Una larga tradición dibuja la excelencia humana como si fuéramos de hecho seres invulnerables. Al héroe, propiamente, no le ocurre nada, como al sabio platónico al que no le sucede absolutamente nada. La imagen del hombre sumido en la desgracia y en la enfermedad se han visto, ya desde la antigüedad, como castigo o abandono divino (el libro de Job, en la Biblia, es un buen ejemplo). Esta manera de pensar, de afrontar la tarea de existir ha condicionado nuestro modo de “estar” en el mundo, nuestras relaciones con los otros. La vulnerabilidad, como condición humana, ha sido afirmada y asumida con enorme resistencia “pues a los seres humanos nos cuesta enormemente vivir en la complejidad y en la carencia de puntos de referencia estables e inmóviles” (Mèlich, 2002, 60). Nuestra sociedad actual ensalza al fuerte, pero oculta al débil; rinde culto al poderoso y al que triunfa, pero aparta la mirada ante el desvalido. La enseñanza en las escuelas responde a la “pedagogía del éxito y del mayor rendimiento académico”, que es la que se impone en el discurso oficial y social, y a la que lleva la pedagogía dominante. “Todos, padres y profesores, parecen esperar que el aprendizaje de sus hijos o alumnos tenga éxito. O que, como resultado de un buen aprendizaje, acaben teniendo éxito en el futuro” (Bárcena y Mèlich, 2000, 173). ¿Qué pasa con los que no triunfan, con los que no tienen el éxito que de ellos se espera, con los fracasados? Detrás de cada rostro humano no hay más que vulnerabilidad y precariedad, necesidad y carencia. “El ser humano es un ser que viene al mundo de forma frágil, dependiente, y nunca abandona del todo esta condición. La infancia que supuestamente abandonamos nunca la hemos abandonado del todo” (Mèlich, 2010, 245).

 

4.2. La familia, experiencia moral primigenia

 

La experiencia de que el ser humano es un ser vulnerable puede ayudar a “ver” de modo distinto a los demás, a situarse “ante” los demás no desde la prepotencia y el dominio, sino en una actitud de acogida; permite ver la debilidad del otro que se esconde tras la máscara de la fortaleza. “Ver de otra manera”, “situarse ante los otros de otra manera” introduce una dimensión ético-moral (de responsabilidad) en la relación con los demás. Fuerza al sujeto a salir de sí, a ponerse ante el otro, a hacerse esta pregunta inquietante: ¿Quién es el otro para mí? Pregunta que no me la puedo quitar de encima, y respuesta que me obliga a hacerme cargo de él (cargarlo sobre mis espaldas) si quiero ejercer de humano, es decir, vivir moralmente. Hay una pregunta que se viene formulando desde los albores de la humanidad: “¿Soy acaso el guardián de mi hermano?”. Esta pregunta cainita cierra el paso a toda respuesta moral y significa el comienzo de toda inmoralidad. “Por supuesto que soy el guardián de mi hermano, escribe Bauman, (2001, 88), y soy y seguiré siendo una persona moral en tanto que no pido una razón especial para serlo. Lo admita o no, soy el guardián de mi hermano porque el bienestar de mi hermano depende de lo que yo haga o deje de hacer. Y soy una persona moral porque reconozco esa dependencia y acepto la responsabilidad que se desprende de ella. En el momento en que cuestiono esa dependencia y exijo, como hizo Caín, que se me den razones por las que debería preocuparme, renuncio a mi responsabilidad y ya no soy una persona moral. La dependencia de mi hermano es lo que me convierte en un ser ético. Dependencia y ética están juntas y caen juntas”. En otras palabras: el otro forma parte de mí como pregunta y como respuesta. “El sujeto es responsable de su responsabilidad, incapaz de sustraerse a ella sin guardar la huella de su deserción. El sujeto, antes de ser intencionalidad, es responsabilidad” (Levinas, 1993, 72). Es el otro interpelándome en su aparición repentina, inesperada quien me constituye en sujeto moral cuando respondo de él, cuando me hago cargo de él. Frente al otro sólo cabe (moralmente) la obediencia. El otro se me “impone” sin que nadie me pueda librar de él. La desnudez del rostro del otro, a la vez que es súplica, es también  exigencia (Levinas, 1993).

      

        La experiencia de ser vulnerable y menesteroso nos abaja y nos apea del pedestal de nuestra autosuficiencia y permite la entrada del otro en nuestra vida, la irrupción del otro en nuestra experiencia vital. Es condición indispensable para la afirmación del otro, para la existencia misma de nuestra vida moral, es decir, responsable. Van Manen (1998, 151) lo expresa de este modo: “El hecho fascinante es que la posibilidad que tengo de experimentar la alteridad (responsabilidad) del otro reside en mi experiencia de su vulnerabilidad. Es justo cuando yo veo que el otro es una persona que puede ser herida, dañada, que puede sufrir, angustiarse, ser débil, lamentarse o desesperarse, cuando puede abrirme al ser esencial del otro. La vulnerabilidad del otro es el punto débil en el blindaje del mundo centralizado en mí mismo”. Somos en lo más íntimo de nuestro ser radical menesterosidad. “El rostro del otro nos revela nuestra propia menesterosidad, la insuficiencia de nuestra experiencia del ser, la radical limitación de toda experiencia” (Márquez, 2010, 86). Y la afirmación más radical de nuestra dependencia del otro, de nuestra pobreza extrema, nos la da el mismo autor cuando escribe: “Somos el rostro de quien venimos... Nadie está propiamente ante el rostro de nadie. El rostro del otro es nuestro propio rostro” (Márquez, 2010, 81 y 84). Ni siquiera tenemos un rostro que nos pertenezca. Esta experiencia radical de vulnerabilidad, de ser necesitado, menesteroso encuentra en la familia su primera manifestación. Y también la primera experiencia de ser ayudado, protegido y cuidado. La familia se convierte así en el espacio privilegiado en el que cada sujeto es re-conocido y valorado en lo que es, y en la mejor escuela para la humanización, para ejercer de humanos.

 

  Ver de “otra manera” y situarse ante los demás también de “otra manera”, abajarnos y descender de nuestra cabalgadura nos introduce en la ética de la mirada, aquella que sabe mirar  con unos ojos que protegen, que saben cuidar y amar la dignidad y fragilidad del otro, en la imposibilidad de reducirlo a simple objeto de conocimiento, a cosificarlo o tematizarlo como una cuestión entre tantas a estudiar o tratar, o un simple dato estadístico.   

 

        La experiencia de ser vulnerable, frágil y necesitado permite también el acceso a la experiencia del perdón (de ser perdonados y de perdonar), la experiencia de la reconciliación. Esta experiencia de ser perdonado y de perdonar, de ser amado en nuestra fragilidad (experiencia frecuente en el ámbito de la vida familiar), nos devuelve a la condición excelsa y privilegiada de la persona moral, es decir, responsable del otro “a pesar de todo”, o lo que es lo mismo, sin esperar la reciprocidad. Ésta es “asunto suyo, del otro”, en expresión de Levinas. En mí está el responder, y no ya desde la sola justicia, sino desde la gratuidad del perdón. Una de las páginas más bellas de la literatura de todos los tiempos sobre el perdón nos la ofrece el evangelista Lucas (Lc. 15, 11-32) en el pasaje de la “parábola del hijo pródigo”: “Estando él muy lejos todavía, le vio su padre y se le enterneció el corazón, y corriendo hacia él se le echó al cuello y se lo comía a besos” (v. 20)... “Traed enseguida el mejor vestido y ponédselo; ponedle también un anillo en la mano y sandalias en los pies. Tomad el ternero cebado, matadlo y celebremos un banquete de fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida, se había perdido y lo hemos encontrado” (vv. 22-24). Tan importante como una ética de la responsabilidad es una ética del perdón. Con la primera cargamos con el peso de nuestra propia identidad, con la segunda descubrimos que hay un elemento de recomposición, de reconstrucción, de reorientación de un camino seguido hasta ahora que lleva al olvido e indiferencia del otro, a su negación (Domingo, 2006).

 

    La construcción de una sociedad basada en la sola justicia podría hacerse insoportable. Sin el perdón y la reconciliación con el otro la convivencia se haría entre personas que no han reservado un espacio en su vida a la espera atenta de la vuelta del otro; o no se han puesto nunca en camino para ir a su encuentro. “Por esta vía se puede llegar hasta el límite de un mutuo endeudamiento o desinteresamiento, punto de equilibrio inestable, de una lógica de la equivalencia. Es decir, una sociedad sólo supera los impasses de la justicia con la igualdad, si aparece la supraética del amor” (Mardones, 2007, 25). La relación interpersonal que trasciende la ética como igualdad se sitúa en la economía de la donación, de la gratuidad, del perdón. Los desequilibrios de nuestra sociedad democrática necesitan no sólo referentes de justicia y de igualdad, sino la abundancia del perdón y del amor que sobrepasan las relaciones estrictas exigidas en justicia. “Hay aspectos de la realidad que únicamente se perciben si hay un cambio de actitud en los ojos que los miran... hay cosas que sólo se ven tras haber llorado” (Mardones, 2004, 53).

 

    La experiencia de ser perdonado y de perdonar proporciona una nueva actitud y una nueva mirada que propicia el descubrimiento de aspectos de la realidad y dimensiones de la persona que de otra manera permanecerían siempre ocultos. Da entrada a una especie de semántica de la cordialidad en la vida de la comunidad, imprescindible para adoptar el punto de vista y la mirada del otro, más allá de las buenas intenciones, de la lógica de la razón y de la buena conciencia. “El cemento de la comunidad está amasado con razón y con compasión, con acción de humanización y con acción humanitaria” (García Carrasco, 2007, 236). La percepción del otro como necesitado de perdón nos abre a un pensar inédito porque nos sitúa en unas circunstancias nuevas para la reflexión. Nos abre hacia lo inesperado, lo “sorprendente”, al misterio encerrado, oculto en la presencia del rostro del otro que se nos impone de un modo irresistible (Levinas, 1993). El ser perdonados nos hace tener experiencia en nosotros de algo que se nos da en la gratuidad, fuera de la lógica de la relación recíproca.   

             

     La experiencia de ser vulnerable, frágil, necesitado de perdón nos abre, además, a la compasión. Porque alguien nos compadece, compadecemos; porque hemos experimentado la compasión, también nosotros compadecemos. En la compasión no es el otro “idealizado” quien es compadecido, sino el sujeto concreto, que vive en una situación también concreta. No nos compadecemos de la pobreza, sino de los pobres; ni de la explotación y humillación, sino de los explotados y humillados; ni de la enfermedad, sino de los enfermos. Al “otro lado” de nosotros, en “los otros” no hay solo ideas o maneras de pensar, sino personas concretas que, además de tener ideas y pensar, también sienten y viven, sufren y aman; están sometidos a experiencias de dolor y de sufrimiento. La compasión va unida a una inexcusable actuación para aliviar el sufrimiento de la persona compadecida, a un compromiso por cambiar la situación que produce el sufrimiento del otro, poner fin a aquello que lo humilla y esclaviza; es decir, bajar de nuestra cabalgadura para encontrarnos con el otro en su realidad y ponerle remedio. No he encontrado texto mejor, en toda la literatura, para expresar lo que es la compasión que el texto del evangelio de Lucas (Lc. 10, 30-35). Dice así: “Bajaba un hombre de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de salteadores que, después de despojarle y darle una paliza, se fueron, dejándole medio muerto. Casualmente, bajaba por aquel camino un sacerdote y, al verle, dio un rodeo. De igual modo, un levita que pasaba por aquel sitio le vio y dio un rodeo. Pero un samaritano que iba de camino llegó junto a él, y al verlo tuvo compasión. Acercándose, vendó sus heridas, echando en ellas aceite y vino; y le montó  luego sobre su propia cabalgadura, le llevó a una posada y cuidó de él. Al día siguiente, sacó dos denarios y se los dio al posadero, diciendo: “Cuida de él y, si gastas algo más, te lo pagaré cuando vuelva”. Esta es la compasión: la respuesta que damos, bajando de nuestra cabalgadura, a todos los excluidos de la sociedad del bienestar, a los atenazados por el sufrimiento y la desesperanza, a los privados de la libertad para decir “su” palabra que nos interpelan y preguntan “por lo suyo” en el camino de nuestra vida, cuando bajamos de Jerusalén a Jericó.          

 

        La experiencia humana de ser vulnerable abre el camino a la acogida y al cuidado,  al perdón y a la compasión. Sólo el ser vulnerable, menesteroso necesita ser cuidado, acogido y compadecido; sólo el ser vulnerable, necesitado genera en nosotros la obligación de responder incondicionalmente; sólo del ser vulnerable, necesitado podemos esperar la llamada exigente de acogerlo, sin haberlo querido ni escogido (Levinas, 1993). Esta experiencia genuinamente moral de atención y cuidado del otro  pone las bases para una vida moral que facilita: a) el “ponerse en lugar del otro”, comprenderlo y re-conocerlo; b) el desarrollo de la capacidad de escucha, acogida y atención al otro “por lo que es” como condición primera de una relación moral con los demás;  c) la voluntad de analizar las condiciones “históricas” en las que la relación moral con el otro se están produciendo; y d) el compromiso de actuar desde la responsabilidad, es decir, moralmente. Y esta experiencia moral primigenia encuentra en la familia su primera y más eficaz escuela de aprendizaje.  

 

4. 3. La familia, espacio de diálogo

 

Si la familia constituye un espacio de acogida, también es un espacio de comunicación y de diálogo. El diálogo es el medio privilegiado para la transmisión de valores a condición de que esté vinculado a la experiencia vivida, es decir, si lo rescatamos de la herencia “intelectualista” que le ha acompañado. El Diccionario de la Lengua Española dice que el diálogo es: “Plática entre dos o más personas que, alternativamente, manifiestan sus ideas o afectos... Discusión o trato en busca de avenencia”. A primera vista, son las ideas o conceptos el objeto del diálogo. Se dialoga para llegar a un acuerdo. Son las ideas u opiniones las que están en juego y se discuten. Pero hay otro modo de entender el diálogo, no ya como transacción o intercambio de opiniones o puntos de vista sobre determinadas cuestiones, sino como búsqueda y no tranquila posesión de la verdad. El diálogo también es donación y entrega de “mi verdad” como experiencia de vida, en el reconocimiento del otro como interlocutor, poseedor, a su vez, de “su” verdad, de su experiencia vital. “Cuando dialogamos no intercambiamos (sólo) ideas o nociones arrancadas del tiempo y de la historia, del espacio vital de las personas. En el diálogo comunicamos, también y sobre todo, experiencias, interpretaciones, resultados de procesos de búsqueda de la verdad nunca definitivamente poseída, parcelas de la vida misma. Por ello, el diálogo, si es tal, es depositario de confianza, y al mismo tiempo es reciprocidad y comunión (Ortega y Mínguez, 2001). El Diccionario de la Lengua Española también señala los afectos, junto a las ideas u opiniones, como objeto del diálogo. Lo contrario significaría un reduccionismo injustificado, difícil de admitir desde una concepción de la persona como ser encarnado que se expresa y comunica en y por el cuerpo, no sólo a través de ideas o conceptos.

 

Paradójicamente, la sociedad de la hipercomunicación se ha convertido en la sociedad de la incomunicación. Jamás el ser humano se ha encontrado más sólo, ha experimentado y padecido la ausencia de los otros, “en medio de tanta gente”. El ser humano de nuestros días ha de “habérselas” en un medio sacudido por la sobreacelaración del tiempo (Duch, 1997). Es un ser “ocupado” y sometido por el tiempo; el hombre de nuestros días ya no “dispone” de tiempo. El acontecer rutinario de cada día se ha convertido en el pentagrama rígido en el que se interpreta nuestra existencia, sin posibilidad para una salida de esta férrea partitura. En esta situación, no sólo es difícil encontrar espacios para el diálogo en la familia, sino además contenidos sobre qué dialogar. Si decimos que la narración es un recurso poderoso para la educación en valores, entonces la vida de los padres, hecha narración, constituye el mejor recurso para la educación de los hijos. Conocer al padre y a la madre en sus dudas, fracasos y aciertos, en su trayectoria vital; cómo han superado las dificultades, y cómo y desde qué claves las han afrontado, y las afrontan ahora, es un contenido ineludible del diálogo entre padres e hijos. Nuestras “historias” narradas constituyen el resumen vital y narrativo de las sucesivas experiencias a través de las cuales se ha ido hilvanando, en el tiempo, el tejido de toda existencia humana. De estas experiencias hay que dialogar con los hijos. Ellas constituyen recursos indispensables para la enseñanza de los valores. Se corre el peligro con ello de enfrentarnos a experiencias negativas. Pero sólo un modelo “humano”, de carne y hueso, con defectos y virtudes, es imitable. Y entonces, el diálogo con los hijos se hace acompañamiento y búsqueda, escucha, orientación y cuidado; no un discurso retórico y disciplinario que, además de estéril, puede resultar contraproducente. La familia educa a través de todo aquello que día a día, en un clima de confianza y afecto, va haciendo aun en medio de continuas contradicciones. Para los hijos, éstas no son obstáculos insalvables en la apropiación o aprendizaje de un valor, porque tienen a su alcance la posibilidad de contrastar una experiencia negativa (antivalor) con la trayectoria de vida de sus padres en la que se ensamblan, necesariamente, valores y antivalores. 

 

     En la familia acontece “otro tipo” de diálogo, fecundo e intenso, que se hace presente, día a día, en el silencio de su testimonio. A través de este silencio paciente (patiens) la familia también educa, a la espera de que el fruto de este testimonio en silencio madure en el momento oportuno, sin acelerar el proceso por mucha urgencia que se tenga. Y en esta silenciosa y paciente espera anida el temor de que el fruto esperado se puede malograr, porque nunca se sabe de antemano lo que uno puede esperar. La educación familiar va unida a una pedagogía del testimonio en silencio más que a una pedagogía de la palabra identificada con la competencia técnica de la intervención y la idoneidad de su contenido, porque la experiencia del valor, también en el ámbito familiar, está más vinculada al testimonio que a la palabra o discurso. La competencia en el “decir” no va necesariamente unida a la competencia en el “mostrar”. El testimonio en el silencio y la espera paciente, como espacio de aprendizaje del valor, son inimaginables fuera del ámbito de la familia.

 

   Si el ser humano, por imperativo vital, desea entender, manejar o controlar en lo posible el mundo, la familia constituye la puerta de acceso al conocimiento y valoración de este mundo. Cómo son las cosas y las personas, cómo sentir, buscar y admirar, qué debo hacer y cómo vivir, dónde estoy, quién soy, son aprendizajes-experiencias que tienen su raíz profunda en el ámbito de la familia. “Es un conocimiento que surge tanto de la cabeza como del corazón”  (Van Manen, 2003, 16). La familia hace posible, como dice H. Arendt (1996), el milagro del nacimiento de una nueva criatura por la que el mundo deja de ser “el mismo” para renovarse sin cesar. Frente a la pretensión totalitaria de fabricar un nuevo tipo de humanidad, sustituyendo la individualidad por una categoría, la familia trae al mundo un nuevo comienzo, la existencia potencial de un nuevo mundo. En esta radical novedad que acompaña siempre a un  recién nacido la familia es el actor principal. 

 

  La sociedad moderna y el pensamiento científico se esfuerzan por establecer como verdad “definitiva” que las realizaciones en los ámbitos de la ciencia y de la tecnología son las que más decisivamente han influido en la calidad de vida de los humanos. Olvidan, sin embargo, que las prácticas que más eficazmente han sostenido a la humanidad, a lo largo de su largo periplo biológico, han sido prácticas comunitarias, prácticas de mutua comprensión y ayuda, prácticas de compasión solidaria; olvidan que no hay posibilidad alguna de lo “humano” al margen de las relaciones, de los condicionantes, de las raíces que cada uno tiene con el mundo, con “su” mundo (Mèlich, 2010); olvidan que el éxito biológico de la especie humana ha dependido y depende de su capacidad de “humanización ética” de la comunidad humana, de su respuesta ética ante el sufrimiento de los demás. Y la escuela más eficaz para llevar a cabo esta tarea de “humanizar éticamente” nuestra existencia ha sido y es la familia. Al menos, eso dice la experiencia.

 

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   Nota: Este texto es una reelaboración del artículo publicado en la revista Carthaginensia, Vol. XXIII, nº 44, (2007), con el título: La familia como espacio educativo, pp. 309-339.