Autor: Juan Ramón García-Morato
Fuente: Arvo.net

 

La estructura dramática de la existencia

El protagonista de La leyenda del pianista en el océano -cine en estado puro- vive desde niño en un transatlántico. Ahí crece y en ese ambiente desarrolla su notable talento musical. Un día está apunto de abandonar el barco en Nueva York, pero se da la vu

 

El protagonista de La leyenda del pianista en el océano -cine en estado puro- vive desde niño en un transatlántico. Ahí crece y en ese ambiente desarrolla su notable talento musical. Un día está apunto de abandonar el barco en Nueva York, pero se da la vuelta antes de tocar tierra. Le abruma la magnitud del mundo desconocido que vislumbra ante sus ojos. Por toda explicación de su regreso, hace notar que el mundo que ve fuera es como un piano de infinitas teclas, que se ve incapaz de dominar, en el que no puede mostrar toda su creatividad. No puede tocar el “piano de Dios”. Cuando quiere tocar el “piano de Dios”, sólo se oye el silencio. Hay que volver a tocar el piano, con paciencia y, no pocas veces, cargar con la incomprensión que llena la vida de malentendidos.


INTENTARLO ES muy atrayente. Pero no se puede hacer buena música en un piano de infinitas teclas. Lo ilimitado nos bloquea. Somos muy pequeños para eso. Sólo un piano finito, de ochenta y ocho teclas, permite mostrar la propia grandeza personal. Sólo aceptar la limitación nos hace grandes. Es un contrasentido, pero real. Por eso, quien pretende abarcarlo todo suele acabar mal en el intento.

Abarcar lo ilimitado: la eterna tentación que deshumaniza y degrada el conocimiento. Querer saberlo todo, dominarlo todo, tener las riendas siempre.

El exceso de información que bloquea, el conocimiento innecesario, inútil, que se vuelve contra el hombre, porque tendría que haber permanecido en el misterio. No porque lo prohíban las leyes, sino porque la mirada certera percibe los límites del teclado. De nuevo la paradoja: plenitud en la limitación y mezquindad en una vida sin límites.


Cuando se quiere tocar el “piano de Dios”, sólo se oye el silencio. Hay que volver a tocar el piano de ochenta y ocho teclas, con paciencia y, no pocas veces, cargar con la incomprensión que llena la vida de malentendidos. Pero así es la existencia del artista hasta que consigue fascinar al público con su arte. Ochenta y ocho teclas, capaces de mostrar la plenitud de la grandeza personal, que se vuelca en la partitura. Hasta despertar entusiasmo alrededor.

El piano infinito sólo puede tocarlo su Constructor. Lo hace cuando los seres humanos ponemos todo nuestro ser en nuestra limitación, arriesgando, convirtiendo la vida en obra de arte. Las ochenta y ocho teclas hacen sonar las originales músicas personales que, al entrelazarse, dan lugar a las mejores sinfonías en el piano sin límites.

El gran teatro del mundo

Calderón de la Barca nos ha puesto hace siglos, magistralmente, ante una realidad innegable: la vida es un escenario en el que se entra por la cuna y se sale por la sepultura. Todos iguales en el origen, dispuestos a interpretar el papel que nos corresponde, que primero hay que descubrir, luego aceptar y —en el transcurso de la escena—, lograr encarnar antes de llega r al desenlace. Es distinto interpretarlo de memoria que vivirlo. Y, por supuesto, es radicalmente distinto interpretar el papel que nos corresponde o adoptar el de otro. Memorizarlo o cambiarlo por otro que nos gusta más, sólo puede dar lugar a una actuación grotesca y mortecina, que en modo alguno será manifestación de una disposición vital comprometida. Si la vida es un todo medido previamente por uno mismo, ya no es revelación, sino mero aprendizaje. No se van descubriendo con gozo cosas que nos sorprenden, porque nos superan y, además, centran toda nuestra existencia. Todo transcurre sin sorpresas. Es sometimiento automático e inevitable, no configuración personal, fruto de una respuesta libre ante lo imprevisto que, a veces, es origen de tensión interior fuerte. Y entonces no se llena la vida de plenitud, sino que se sobrecarga de peso.

Cuando se vive así en el escenario del mundo, la única manera de defender las convicciones personales —de interpretar el papel— raya casi en el fanatismo. Sobre todo, la existencia se puede convertir con facilidad en un entramado agobiante de obligaciones, que deja a la persona sometida a otro tipo de tensión que rompe, porque exaspera, y puede originar manifestaciones somáticas: úlceras de estómago, infartos de miocardio y depresiones son las tres salidas más habituales.

El hecho de que hayan aumentado estas enfermedades, sobre todo las últimas, en el mundo occidental, quizá tenga que ver con lo que aquí se expone. Al hacer esta afirmación, no se desconocen las demás causas de esas enfermedades; pero una amplia experiencia pone de manifiesto que la tensión que se origina al enfrentarse con la inevitable estructura dramática de la existencia, sobre todo cuando no se cuenta con la posibilidad de resolverla fuera de uno mismo, acaba por somatizarse.

La idea cristiana del hombre —imagen de Dios— aporta algo en este sentido. Gustaba recordar al fundador de la Universidad de Navarra que Dios, “al crearnos, ha corrido el riesgo y la aventura de la libertad. Ha querido una historia que sea una historia verdadera, hecha de auténticas decisiones, y no una ficción ni un juego. Cada hombre ha de hacer la experiencia de su personal autonomía, con lo que eso supone de azar, de tanteo y, en ocasiones, de incertidumbre. No olvidemos que Dios, que nos da la seguridad de la fe, no nos ha revelado el sentido de todos los acontecimientos humanos. Junto con las cosas que para el cristiano están totalmente claras y seguras, hay otras —muchísimas— en las que sólo cabe la opinión: es decir, un cierto conocimiento de lo que puede ser verdadero y oportuno, pero que no se puede afirmar de un modo incontrovertible”.

Sólo la acción humana es momento de novedad: “Dios creó al hombre para que en la historia hubiera comienzos”, dice Agustín de Hipona. Nos guste o no, el actuar define al sujeto. En el teatro del mundo, el diálogo va definiendo al personaje a lo largo de la representación. Y al terminar tenemos conciencia clara de su identidad. No cabe dar marcha atrás, ni repetir la escena: es irrevocable. Las decisiones importantes, las que realmente cuentan en nuestra vida, son conflictivas. En cada una nos jugamos mucho. Nuestra identidad personal y la identidad cultural: la configuración, en definitiva, del tiempo, del mundo y de nuestro propio yo. En la naturaleza, el ser determina el modo de obrar. Pero en la persona humana es la acción la que va configurando a la persona: si miente una y otra vez, se hace mentiroso. Aunque siempre parte de lo que es: un ser humano, libre.

Esto puede resultar angustioso cuando no se cuenta con la fuerza restauradora del perdón: independientemente de las creencias de cada cual, la necesidad de ser perdonados radicalmente se muestra como una necesidad antropológica que, por lo tanto, debe fundarse en una realidad, no sólo en un deseo o en una mera necesidad subjetiva. Si ese perdón no existe realmente, la vida personal s igue quedando rota.

¿Qué papel nos corresponde? El papel que se recita de memoria cae inevitablemente en la literalidad de la palabra, que mata e impide improvisar con acierto ante lo imprevisto. Es preciso saber estar en escena para descubrirlo y, en relación con los demás, ir encontrando la propia identidad, hasta lograr que apariencia y realidad coincidan. En diálogo con los demás actores se descubre nuestro lugar en el tiempo y en el mundo. Con una condición: hay que saber mirar y saber escuchar. Es fácil escuchar en una conferencia. Más difícil hacerlo con una persona, porque supone dejarse invadir por su vida, y eso compromete siempre. Un compromiso que se hace mucho mayor para una persona que tiene fe, en el supuesto caso de que una persona quiera y sepa escuchar a Dios.

Hay gente que dice la verdad. Y otras personas que son, simplemente, verdad. Nos encontramos entonces en una dimensión nueva, casi diría desconocida, que se origina cuando la verda d se convierte en palabra encarnada que libera. Hay un hablar de las personas libres y otro que es propio de las marionetas, con su expresión grotesca y mortecina. El primero se da cuando realidad y apariencia coinciden. Al ser dicha desde el fondo de la conciencia, desde lo más íntimo del yo, la verdad se convierte en liberación. Cobra vida en el ámbito de la intimidad creada por quien habla y quien escucha: el que habla introduce al oyente en esa intimidad, hasta que la palabra hablada entra en contacto con él; pero lo importante es lo que sucede en la conciencia de quien escucha porque, mientras tanto, la palabra no alcanza la plenitud para la que ha sido dicha.

Para conseguir eso, para pronunciar palabras que son capaces de transformar la historia, a pesar de los obstáculos materiales, hay que ser capaces de vivir de la propia conciencia. Afirma André Frossard que el “¡no tengáis miedo!”, que Juan Pablo II pronunció en la inauguración de su pontificado, ha cambiado la historia de la humanidad, ha transformado las mentalidades, ha reconfigurado el mapa del mundo. Sus motivos tendrá para decirlo, en parte, al menos, fáciles de percibir, en un análisis somero de la historia.

Son momentos en los que, independientemente de las convicciones personales, se comprueba de manera práctica que “la verdad os hará libres”. Y entonces, la persona es capaz de improvisaciones certeras, porque improvisar desde unos valores encarnados permite siempre el acierto. Pero “ser así” supone una actitud a la hora de enfrentarse con las decisiones que configuran la vida, sin rehuir la dificultad, porque se sabe cómo, cuándo y dónde se resuelve. Dice Virginia Wolf en sus Diarios que el sufrimiento es como remover la tierra sobre la que está plantada el árbol: deja al descubierto las raíces. Lo mismo en nuestra vida: muestra el valor real, la consistencia personal de cada uno y cada una. Cuando no hay resortes para aparentar, cada uno muestra lo que realmente es. De nuevo realidad y apariencia coinciden, y se manifiesta su riqueza o su mezquindad.

En definitiva, sólo caben dos modos de vivir: o nos comprometemos con nuestras acciones y entonces nos sentimos libres y viviendo nuestra vida, con iniciativas y creando un mundo nuevo pero radicalmente inseguro; o buscamos ante todo sentirnos seguros, a costa de pagar como precio la libertad y una vida auténticamente vivida.

Sin embargo, la seguridad nos resulta necesaria para actuar. Tenemos que conjugar las dos cosas. De un lado, es preciso vivir la vida, identificamos con ella, comprometiéndonos con su marcha. A la vez, sólo cuando logramos tener visión de conjunto somos capaces de situarnos en el tiempo y en el mundo. Cuando estamos muy implicados en un problema, no sabemos qué hacer porque nos falta esa perspectiva amplia. Y necesitamos ayuda externa.

Podemos arriesgar, pero necesitamos tener dónde apoyarnos, un ámbito de confianza donde se resuelvan las tensione s sin huir de ellas, afrontándolas. Sobre todo en esas situaciones clave de la vida, no queridas ni buscadas, pero que aparecen.

Héroe por accidente

La película de Dustin Hoffman —cuyo título original es, simplemente, Hero— muestra cómo un personaje anodino se ve involucrado de repente en algo que nunca hubiera deseado: un accidente aéreo que le complica extraordinariamente la vida y ante el que tiene que reaccionar. El protagonista podría ser cualquiera de nosotros. Su casi desganado acierto en la reacción transforma las vidas de muchas personas. Al final, se encuentra con su propia grandeza personal y ese encuentro le llena tanto, que no tiene interés alguno en que le sea reconocida por los demás. Ni siquiera se molesta en desmontar el fraude que ha encumbrado a un mendigo, hasta hundirlo en su propio desprecio. Le basta con saber que él ha sido el protagonista verdadero de esa acción. Y le resulta suficiente, aunque nadie más lo sepa.

Hay co sas en la vida de una persona sin las cuales no vale la pena vivir y que, a la vez, definen las situaciones en las que merece la pena dar la vida. Persona y acción se implican en un todo difícilmente separable, porque todo tiene sentido. Es lo que da capacidad para ser flexible: tener claro lo innegociable. Lo expresa magníficamente Robert Bolt en el prefacio de su conocida obra de teatro A Man For All Seasons — Un hombre para la eternidad, llevada al cine por Fred Zinnemann y ganadora de seis Oscars en 1966—, al querer dar razón de la elección del personaje de Tomás Moro como protagonista. Después de situar históricamente los acontecimientos y de intentar mostrar cuáles podrían ser los pensamientos de Enrique VIII, va al quid de la cuestión: “Nosotros no tenemos ya lo que las pasadas generaciones tenían: una imagen del hombre individual (filósofo estoico, cristiano, racionalista), por medio de la cual podamos reconocernos y compararnos con ella; nosotros somos cualquier cosa. Pero s i somos cualquier cosa, entonces no somos nada, y nadie puede admitir esto, aunque tal sea nuestra presente situación. De aquí nuestro deseo de localizarnos a partir de algo que es ciertamente más amplio que nosotros mismos: la sociedad que nos contiene. Pero la sociedad no puede tener otra idea que la nuestra sobre lo que nosotros somos, pues sólo tiene nuestra inteligencia para pensar. Y el individuo que intenta trazar su posición en el plano, tomando como punto de referencia nuestra sociedad, no halla puntos fijos, sino únicamente la ausencia de ellos (...).

“Tomás Moro, mientras escribía sobre él, se convirtió para mí en un hombre con el más diamantino sentido de sí mismo. Él sabía muy bien dónde comenzar y dónde terminar, qué área de sí mismo podía conformarse a las usurpaciones de sus enemigos y cuál a las usurpaciones de los amigos. En ambos cosas era una zona sustancial, pues tenía un sentido genuino del temor y era un amigo sincero. Como era hombre listo y un gran abogado, pudo prescindir maravillosamente de esas zonas, pero al fin se le exigió retirarse de aquella última en la que se había refugiado su yo. Y en este punto, esta persona flexible, de buen humor, sencilla y sofisticada, se hizo inflexible como el metal, se vio dominada por un rigor absolutamente primitivo, inconmovible como una roca.

“Lo que ante todo me atrajo fue una persona que no podía ser acusada de ninguna incapacidad para la vida, que de hecho disfrutó de la vida con variedad y casi con codicia; que, sin embargo, encontró algo en sí mismo, sin lo cual la vida no tenía valor, y que, cuando esto se le negó, prefirió la muerte. Pues no cabe ningún género de duda, dadas las circunstancias, que esto fue lo que hizo. Si en cualquier día antes de su ejecución hubiese querido manifestar públicamente su aprobación al matrimonio de Enrique con Ana Bolena, podía haber seguido viviendo. Desgraciadamente, se le exigió que aprobara el matrimonio en términos tales, que reque rían de él afirmar que creía lo que no creía y, además, hacerlo en forma de juramento”.

Y después de explicar lo que supone un juramento para un católico practicante, añade: “Pero yo no soy católico, ni siquiera cristiano en el pleno sentido de la palabra. Por lo tanto, ¿con qué derecho me apropio de un santo cristiano para mis propósitos? O dicho de otra forma, ¿por qué elijo como héroe a un hombre que provoca su propia muerte porque no pude poner la mano sobre un libro negro y decir una mentira ordinaria? Lo razona con lucidez detallando lo que supone ofrecerse a uno mismo como garantía cuando jura con verdad, y concluye de esto y todo lo anterior: lo dicho ha de servir como explicación y excusa por tratar a Tomás Moro, santo cristiano, como un héroe de su propia personalidad”.

En nuestra biografía personal, todos nos encontramos antes o después con esas situaciones en las que la conciencia entra necesariamente en juego, ante la magnitud de la acción en la que está implicado todo nuestro ser. Por lo tanto, no da igual cuál sea nuestra reacción. Son los requerimientos que nos hace la vida y que nos sitúan ante la necesidad de dar una respuesta para salvaguardar algo valioso: una vida que está en peligro, una promesa de fidelidad que atraviesa momentos de dificultad, la propia identidad. No lo hemos planeado. Nos sale al paso inesperadamente y pide una respuesta. Hubiéramos querido que no fuera así: ¿por qué yo, por qué a mí y por qué precisamente ahora?

En todo caso, la tensión se produce porque, en las otras personas implicadas en la acción, se reconoce un valor por encima de nuestros intereses y la conciencia nos impulsa a tomar una postura. El drama ha hecho su aparición, las tensiones no dejan de estar presentes y esa situación resulta cansada y agotadora. ¿Por qué arriesgarse?

Sin duda, el drama se tiene que resolver. No puede ser una situación permanente. La cuestión es cómo. Está claro que una solución consiste en hacerlo desaparecer: es lo que sucede cuando la persona amolda la realidad a lo que le resulta más práctico, o bien elige valores subjetivos para que le sirvan de referencia. Pero los valores que definen y dan sentido a una vida no pueden ser subjetivos, porque todo lo subjetivo es cambiante y, por tanto, nunca define nada. Deja entonces de haber puntos de referencia significativos y constantes que sostengan la vida y las acciones. Es decir, no hay convicciones. Y cuando no hay convicciones desaparece, sin duda, la fuerza dramática que, en definitiva, es la que hace interesante y valiosa la vida. Lo que da dramaticidad a la existencia no es la elección, sino el valor que se elige. No da igual elegir cualquier cosa, o elegir siempre lo mejor; dar la vida por dinero, por la paz o por los demás.

La conciencia de cada uno de nosotros está en diálogo permanente. Y tenemos que dar respuesta a las llamadas que se nos presentan desde fuera: no somos los autores del guión. Todo esto importa mucho, porque los requerimientos que nos encontramos a lo largo de la vida constituyen el núcleo de la tensión dramática y muestran el valor de la respuesta. No se trata de un suceso más, sino de un suceso clave que define la biografía personal y la marcha de la historia aunque, a primera vista, parezca una afirmación un poco pretenciosa. Pero, de hecho, es un acontecimiento que trasciende la materialidad de la acción y abre una ventana al mundo de los valores, mostrando un valor concreto, que se encarna.

De esta manera, nos encontramos siendo actores de un papel que otro ha escrito para nosotros. Son momentos cruciales para cualquiera: no podemos elegir las situaciones, ni los interrogantes que nos presenta la vida, ni re-escribir las preguntas para zafarnos del compromiso. Porque si lo hiciéramos, a partir de ese momento se podría volver a cambiar todo de nuevo tantas veces cuantas sea necesario. Ahí radica el núcleo de toda infidelidad consumada: cuando un a persona se presta a eso para evitar tensiones, ya no es un yo-mismo, sino un ser camaleónico, con sentido práctico, capaz de calcular pros y contras y tomar decisiones con apoyo en una supuesta ventaja futura.

La hechura de una persona se muestra ante las situaciones que se nos plantean inesperadamente, no ante la consecución de unos objetivos perfectamente calculados, por muy difíciles que sean, y donde el imprevisto es la mayor falta de sentido que se puede dar. Lo previsto es siempre controlable y la ausencia de control se convierte en sin-sentido. Lo inesperado supone un riesgo. ¿Por qué responder? La respuesta sólo puede ser una: porque merece la pena defender ese valor. Y cuando alguien descubre eso, se encuentra en el núcleo del drama como único protagonista: si no se arriesga, el valor descubierto no sólo se pierde para él, sino para todos. Y todos notamos esa pérdida.

Por eso nos afecta la infidelidad de los demás. Y esas situaciones, también dramátic as, sólo se pueden resolver con el esfuerzo por recuperar el valor perdido con una constante afirmación personal, que revierta en toda la humanidad.

El drama de la identidad personal

Aquí se cuece lo más valioso de uno mismo, la propia identidad única e irrepetible, tan íntimamente relacionada con la configuración del mundo. La identidad personal es siempre generadora de cultura, porque cuenta con el poderoso motor de la libertad. En el fondo, lo único realmente capaz de mejorar el mundo y transformar la sociedad es ser uno-mismo, porque cada persona es lo único verdaderamente original en la historia. Todos queremos ser nosotros mismos. La persona humana sólo alcanza su plenitud cuando es yo-mismo, cuando puede afirmar, a su nivel, yo-soy-el-que-soy. Una afirmación que la criatura sólo puede hacer libremente, quizá como reflejo psicológico de su ser a imagen y semejanza del Creador, que se revela como “Yo-soy”, o “el-que-es”. Supone el esfuerzo por conoce r la propia identidad —pues no nos la damos a nosotros mismos— y construirla día a día. Porque, en cualquier caso, sólo cuando una persona es coherente con lo que realmente es mejora el mundo. Y alcanzar la plenitud de la identidad personal supone tomar decisiones, poner en juego la libertad.

Entonces es cuando nos damos cuenta de que todo acto verdaderamente libre supone una tensión existencial. Porque, al tomar una decisión, nos encontramos siempre entre lo que todavía no somos y lo que somos realmente ahora, en este momento. Y eso da lugar a una tensión entre una necesidad imperiosa —ser yo-mismo— y una posibilidad que no es segura: llegar a conseguirlo; pues ninguna de las dos se puede quedar en pura posibilidad. Si nos empeñamos en descubrir y realizar ese proyecto, a cualquier nivel de la vida, la tensión es real y continua. No pasa nada porque suceda así: el agobio, “a dosis normales” es parte del desarrollo personal y de la madurez; pero existe el riesgo de rompers e. No podemos estar permanentemente tomándonos todo en serio, o el alma acaba por saltar en pedazos.

Un escrito de los primeros siglos nos narra un episodio de la vida de san Juan evangelista. Estaba en las afueras de Éfeso, ya anciano, rodeado de un grupo de jóvenes que no paraban de jugar y divertirse. Pasaron por allí dos cristianos de la ciudad, que se escandalizaron de la actitud del discípulo predilecto de Jesús. Juan se limitó a llamar a uno de sus juguetones acompañantes y le pidió que tirara al blanco —era el juego preferido del momento— todas las flechas contenidas en el carcaj; le hizo repetir varias veces el ejercicio. Al final le preguntó: ¿podrías estar haciendo eso todo el día? No, le respondió el joven: la tensión acabaría por romper el arco. Pues lo mismo sucede con el alma, añadió san Juan dirigiéndose a quienes se habían asombrado de su actitud: si se mantiene siempre en la misma tensión, acaba por romperse.

Perder el sentido del humor es grav e. Pero sólo hay una manera de mantener la tensión dramática, inevitable, sin que se produzcan rupturas: una actitud vital fruto de la convicción de que no todo depende de nosotros. Para quien cree en Dios, significa situarse, hoy y ahora, en relación con Él de un modo inmediato; es decir, dejando de lado las consecuencias de nuestros actos, o su importancia histórica. Se precisa un tête à tête. Quien no cree, tendrá que decidir cuál es su fuente de apoyo para solucionar lo que no está en sus manos. Pero no puede ser inventada: la posible capacidad de autosugestión tiene un límite preciso: las consecuencias de atreverse a apoyarse en algo que realmente no existe. Porque la decisión libre es fuente de identidad. Nada hay más íntimo y personal que un acto de la voluntad: no depende más que de ella misma, es el único momento en que propiamente se puede decir “porque me da la gana”, porque toda otra razón sobra. Por otra parte, tampoco hay nada que tenga poder contra una decisión libreme nte tomada: hasta el creyente sabe por experiencia que la voluntad de Dios se “estrella” contra eso. No hemos de olvidar, sin embargo, que la pasión originaria de la voluntad, que mueve todo, es el amor; y que el amor con que uno se ama a sí mismo da forma y es razón de los demás amores, según el lúcido análisis que hace Antonio Millán-Puelles en La libre afirmación de nuestro ser.

Como es lógico, vivir en tensión continua no es posible para el ser humano sin enfermar. Y ser fiel a lo que uno es realmente, tampoco es posible si se pretenden evitar las tensiones por encima de todo. Un intento de superarlas es, sin duda, adaptarse al terreno. Otras veces, puede ser calcular cuál será la mejor de todas las posibilidades y optar por ella, aunque es apostar por una posibilidad futura. Cabe también aceptar pasivamente la situación. Pero no parece que ninguna conduzca a la plenitud de la identidad personal, a ser-lo-que-soy realmente.

Queda una cuarta posibilidad: enco ntrar y vivir en un ámbito de confianza plena, que proteja y permita descubrir esa identidad en medio de las tensiones, resolviéndolas. Es decir, el camino de la búsqueda de la fidelidad plena como único camino de encuentro con la propia identidad, en medio de todas las tensiones y dificultades. Dicho de otra manera: ¿prima la eficacia de los resultados o la fidelidad personal? Porque sólo en medio del empeño por ser fiel a nuestro propio ser podemos encontrar esa identidad plena. Surge entonces la pregunta importante: ¿quién tiene la clave de “nuestro propio ser”?

Pensemos por un momento, de la mano de Carlo Caffarra, en el pueblo de Israel. Dejemos de lado inicialmente que estemos tratando un texto revelado y centrémonos en la enseñanza de un relato vivo, que nos muestra cómo un pueblo se encuentra consigo mismo. Cuando comienza el Éxodo, el pueblo elegido no ha encontrado aún su propia identidad como tal pueblo; más bien se ha ido difuminando desde el tiempo de los Patr iarcas, con la muerte de José. Guiados por Moisés, que les recuerda su propia historia, salen al encuentro de su misión y de su propia identidad. Y el relato nos muestra con nitidez cómo esa identidad nace a orillas del Mar Rojo, donde Dios los libera de la esclavitud de Egipto y les hace conscientes de ser “el pueblo elegido”. Pero esa liberación está llena de tensiones fuertes y de decisiones libres.

De una parte, a sus espaldas avanzan los ejércitos del Faraón, con unas consecuencias fácilmente previsibles y muy poco alentadoras. Y delante, tienen el mar Rojo: a cualquier persona sensata se le ocurre que es de locos intentar atravesarlo, más aún todo un pueblo con sus familias, enseres y ganados. La mejor solución, razonable y sin tensiones, sería buscar una decisión que lleve consigo un mínimo de males y el máximo posible de bienes. Es decir: volver al Faraón y pedirle perdón; volverán a ser esclavos pero, al menos, salvarán la vida. Es lo más eficaz, pero el precio es renunciar a la propia identidad como pueblo.

Mientras se lo plantean, surge con fuerza Moisés, portador de otra solución. Es la única posible para alcanzar la propia identidad pero es, sin duda, la que origina tensiones más fuertes. Moisés es consciente y sabe de manera inequívoca que fiarse de Dios es lo único que conducirá a Israel a ser el-mismo, a su identidad como pueblo. Y eso precisamente es lo que hace aparecer una tensión existencial muy fuerte, ante la paradoja que surge siempre en la vida de cualquier persona, cuando renuncia a la eficacia—a lo práctico— en favor de la fidelidad. La posibilidad de solución que ofrece Moisés es la que tiene menos posibilidades de todas de hacerse realidad. No tiene apoyo ninguno, ni en la ciencia, ni en la experiencia, ni en la realidad histórica: nadie ha atravesado nunca el mar a pie, y menos un pueblo entero; y nadie ha conseguido jamás vencer a un ejército tan numeroso como el del Faraón, y menos sin armas. Pero, a la vez, n o hay nada más necesario, para el pueblo como tal, que lo que Moisés propone. Sólo si se fían de Dios encontrarán el camino de su identidad. Las demás posibilidades son su autodestrucción. Pero la realización de esa posibilidad, que les es tan necesaria, queda confiada plenamente a su libertad de decisión.

La cuestión que se les plantea es elegir en contra de todas las previsiones, pero a favor de sí mismos. No es fácil. Al final confían en el autor de esa identidad y sucede lo imposible: atraviesan el mar Rojo y vencen a los ejércitos del Faraón. Dios se vuelca generoso ante su confianza ilimitada. Israel nace como pueblo porque ha confiado en Dios y en Moisés, eligiendo a favor de sí mismos en contra de todas las previsiones razonables.

Así sucede tantas veces en nuestras vidas. Si entonces se busca el camino fácil y el evitar tensiones y complicaciones, inevitablemente la conducta se vacía de contenidos y de referencias valiosas. La persona ya no puede ser fi el, porque no tiene a qué ni a quién serlo. Una vez más, “quien quiera guardar su vida, la perderá; y quien la pierda por amor a mí, la salvará”. Se tenga o no fe en Jesucristo, esas palabras del Evangelio son fácilmente comprobables por la experiencia. Es la gran paradoja de la vida humana, a la que sólo el cristianismo —hasta donde he podido comprobar— ofrece una respuesta plena. Respuesta que también encuentran tantas personas honradas que valoran la propia identidad por encima de todo, y tienen la suerte de encontrar un amor grande en quien confiar. El ser humano necesita mantenerse a salvo de ese riesgo. La falta de valor para hacer frente a las dificultades y para consumar la entrega de uno mismo, aceptando el riesgo, puede acabar haciendo enfermar, porque los riesgos a que se expone el yo son tanto mayores cuanto más solícitamente busca su protección (Josef Pieper).

La cuestión, en definitiva, es caer en la cuenta de que amar la verdad y buscarla libremente —la verd ad sobre uno mismo; a quien no le interesa esta verdad, poco le pueden importar las demás— supone vivir en una situación dramática. La verdad y la libertad, o se piensan y se viven en tensión, encontrando el punto de unión y la solución de esas tensiones fuera de nosotros; o bien se piensan y se viven evitando tensiones a toda costa, haciendo que coincidan. Así se acaban las tensiones, sin duda, pero uno ya no sabe quién es y se va haciendo una identidad nueva que no es real y que, además, es empequeñecedora, porque es a su medida, a su imagen y semejanza. Sobre todo, se necesita montar todo un entramado de razonamientos que justifique la posición. Si “tener razón” y “equivocarse” acaban siendo intercambiables, al no tener una referencia fuera del propio yo, todo queda reducido a acertar o no en el cálculo de posibilidades. El mal y el bien se intercambian por el acierto y el error. Y la felicidad se equipara a la ausencia de tensiones.

He tomado el libro del Éxodo como ej emplo, porque puede ser más conocido en el ámbito de una cultura cristiana o hebrea. Igual sucede con Abraham. Cuando recibe su misión, recibe también una promesa: será padre de un pueblo muy numeroso. Se fía de ese Dios a quien todavía no conoce, pero del que no duda. Cuando le pide que sacrifique a Isaac, no entiende nada. Y con un sufrimiento indecible se apresta a sacrificar a su único hijo, en quien reside la posibilidad material de esa descendencia porque, a la vez, sabe que para ser él-mismo tiene que fiarse de Dios por encima de todo, confiar en que no es un Dios absurdo. Y eso es lo que le hace llegar a ser lo que es, a encontrar su identidad: padre de todos los creyentes, porque ha creído en contra de todas las previsiones. Sin embargo, la elección que hace es la única equivocada desde las consecuencias: ahí se acaba la continuidad de su estirpe.

Sin embargo, estos ejemplos tomados de la Biblia no son las únicas posibles referencias porque la vida está llena de e se tipo de situaciones. La literatura es rica en relatos con una fascinante fuerza dramática, que terminan en triunfo. Quienes tengan gusto por las leyendas artúricas recordarán la figura de Merlín el Mago, que siempre ayuda a Arturo y a sus caballeros, pero sin anular la libertad ni evitar las tensiones. La ayuda viene precisamente cuando la confianza en él es plena. Aceptarla supone fiarse en contra de todas las previsiones y en medio de tensiones inevitables que hacen sufrir.

Y en la literatura del último siglo y los comienzos del presente, tenemos también buenos ejemplos: la Trilogía de Ramsom y los Cuentos de Narnia (C.S. Lewis); y El Señor de los anillos (J.R.R. Tolkien). Todos nos ofrecen situaciones dramáticas que se solucionan por una decisión libre, en un ámbito de confianza plena en quien dice tener la clave de la propia identidad y cuenta con la libertad personal del protagonista para que decida en situaciones límite, apoyados en esa confianza.

La ot ra cara de la moneda nos la ofrece T.S. Eliot en Asesinato en la catedral: la resolución de las tensiones quitando de en medio las dificultades en aras de una solución razonable.

Sir Hugo de Melville y sus caballeros asesinan a Tomás Becket y, al final de la obra, sir Hugo se vuelve al público —del siglo XX— y justifica su asesinato en aras de que, a lo largo del tiempo, las consecuencias han sido buenas, pues han llevado a una más justa y razonable relación entre la Iglesia y el Estado. Y en nombre de esa “razón de Estado” afirma que, aunque son los primeros en lamentarlo, con el tiempo les daremos las gracias. Pero hay trampa: independientemente de que la decisión del rey no fuera por esos motivos, y aun en el supuesto de que la actuación de sus caballeros fuera fruto de un cálculo de posibilidades, no podían saber la eficacia del resultado antes de cometer la acción.

Sin embargo, sir Hugo, al final de la representación, dirigiéndose al público, dice: “Nadie l amenta más que nosotros el empleo de la violencia. Desgraciadamente, hay momentos en que la violencia es el único remedio para asegurar la justicia social. En otro tiempo hubierais condenado al arzobispo con una votación del Parlamento y hubiese sido ejecutado como traidor, y nadie tendría que cargar con la responsabilidad de ser llamado asesino. Y en una época todavía más distante, incluso unas medidas tan moderadas como éstas resultarían inútiles. Pero si habéis llegado ahora a una justa subordinación de las pretensiones de la Iglesia a la buena marcha del Estado, recordad que fuimos nosotros quienes dimos el primer paso. Hemos sido los instrumentos que contribuyeron a que se llegase a este estado de cosas que vosotros aprobáis. Hemos servido vuestros intereses, y por ello merecemos vuestro aplauso. Y si en este asunto hay algo de culpabilidad, por pequeña que fuera, debéis compartirla con nosotros”. In teresante final: no sólo preconiza que un fin beneficioso —imposible de saber s i resultará así hasta después de ejecutar la acción y que pasen los años—justifica la acción; sino también que, puesto que nos beneficia a todos, todos somos igualmente culpables, si es que existe la culpa. Porque, en este contexto, si algo sale mal, sería un mero error de cálculo.

Es indudable a todas luces que, desde el punto de vista de las consecuencias históricas, una vez comprobadas, sir Hugo tiene razón y Abraham, Moisés y tantos personajes de la literatura están equivocados. Pero desde el punto de vista de la biografía personal, razón y error cambian sus puestos, y son Abraham, Moisés y esos personajes literarios quienes aciertan. Sir Hugo, por las consecuencias del tiempo presente, pide ser justificado después de muerto. Pero ha estado vivo. Y el valor de nuestras acciones es el que tienen aquí y ahora, en el momento de nuestras decisiones libres que afectaban a nuestra existencia. Abraham es justificado precisamente por eso: por cómo se sitúa a sí-mismo, hoy y ah ora, ante un Dios en quien confía y ante ese conflicto dramático que desgarra su vida. Es, en definitiva, la diferencia entre resolver la estructura dramática de la existencia viviendo cara a la conciencia, o cara a los demás. En definitiva, lo que permite ser fiel por encima de cualquier dificultad, por grande y objetiva que sea.

Esta es quizá una de las características más atrayentes de la idea de persona humana que brota del cristianismo. Eso es lo que permite dar el salto de la sabiduría humana a la paradoja de la sabiduría cristiana. Porque no es una idea abstracta e irrealizable, sino que la revelación de Dios nos muestra cómo Él mismo asume el drama y lo resuelve en contra de toda previsión posible. No se limita a decir cómo hay que resolverlo. Lo padece sin limitación alguna. Pero confía: “No se haga mi voluntad, sino la tuya”. Y el drama resuelve las tensiones en triunfo: la gloria de la Resurrección. Quizá esta sea la clave para evitar rupturas que no se hubieran dado de haber estado presente la confianza en ese Artista que domina el piano de infinitas teclas y compone inefables sinfonías.

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Publicado en el número 589-590 de Nuestro Tiempo
Edición autorizada de Arvo Net