Autor: Juan Ramón
García-Morato
Fuente: Arvo.net
La estructura dramática de la existencia
El protagonista de La leyenda del pianista en el océano -cine en estado puro- vive desde niño en un transatlántico. Ahí crece y en ese ambiente desarrolla su notable talento musical. Un día está apunto de abandonar el barco en Nueva York, pero se da la vu
El protagonista de La leyenda del pianista en el
océano -cine en estado puro- vive desde niño en un transatlántico. Ahí crece y
en ese ambiente desarrolla su notable talento musical. Un día está apunto de
abandonar el barco en Nueva York, pero se da la vuelta antes de tocar tierra.
Le abruma la magnitud del mundo desconocido que vislumbra ante sus ojos. Por
toda explicación de su regreso, hace notar que el mundo que ve fuera es como
un piano de infinitas teclas, que se ve incapaz de dominar, en el que no puede
mostrar toda su creatividad. No puede tocar el “piano de Dios”. Cuando quiere
tocar el “piano de Dios”, sólo se oye el silencio. Hay que volver a tocar el
piano, con paciencia y, no pocas veces, cargar con la incomprensión que llena
la vida de malentendidos.
INTENTARLO ES muy atrayente. Pero no se puede hacer buena música en un piano
de infinitas teclas. Lo ilimitado nos bloquea. Somos muy pequeños para eso.
Sólo un piano finito, de ochenta y ocho teclas, permite mostrar la propia
grandeza personal. Sólo aceptar la limitación nos hace grandes. Es un
contrasentido, pero real. Por eso, quien pretende abarcarlo todo suele acabar
mal en el intento.
Abarcar lo ilimitado: la eterna tentación que deshumaniza y degrada el
conocimiento. Querer saberlo todo, dominarlo todo, tener las riendas siempre.
El exceso de información que bloquea, el conocimiento innecesario, inútil, que
se vuelve contra el hombre, porque tendría que haber permanecido en el
misterio. No porque lo prohíban las leyes, sino porque la mirada certera
percibe los límites del teclado. De nuevo la paradoja: plenitud en la
limitación y mezquindad en una vida sin límites.
Cuando se quiere tocar el “piano de Dios”, sólo se oye el silencio. Hay que
volver a tocar el piano de ochenta y ocho teclas, con paciencia y, no pocas
veces, cargar con la incomprensión que llena la vida de malentendidos. Pero
así es la existencia del artista hasta que consigue fascinar al público con su
arte. Ochenta y ocho teclas, capaces de mostrar la plenitud de la grandeza
personal, que se vuelca en la partitura. Hasta despertar entusiasmo alrededor.
El piano infinito sólo puede tocarlo su Constructor. Lo hace cuando los seres
humanos ponemos todo nuestro ser en nuestra limitación, arriesgando,
convirtiendo la vida en obra de arte. Las ochenta y ocho teclas hacen sonar
las originales músicas personales que, al entrelazarse, dan lugar a las
mejores sinfonías en el piano sin límites.
El gran teatro del mundo
Calderón de la Barca nos ha puesto hace siglos, magistralmente, ante una
realidad innegable: la vida es un escenario en el que se entra por la cuna y
se sale por la sepultura. Todos iguales en el origen, dispuestos a interpretar
el papel que nos corresponde, que primero hay que descubrir, luego aceptar y
—en el transcurso de la escena—, lograr encarnar antes de llega r al
desenlace. Es distinto interpretarlo de memoria que vivirlo. Y, por supuesto,
es radicalmente distinto interpretar el papel que nos corresponde o adoptar el
de otro. Memorizarlo o cambiarlo por otro que nos gusta más, sólo puede dar
lugar a una actuación grotesca y mortecina, que en modo alguno será
manifestación de una disposición vital comprometida. Si la vida es un todo
medido previamente por uno mismo, ya no es revelación, sino mero aprendizaje.
No se van descubriendo con gozo cosas que nos sorprenden, porque nos superan
y, además, centran toda nuestra existencia. Todo transcurre sin sorpresas. Es
sometimiento automático e inevitable, no configuración personal, fruto de una
respuesta libre ante lo imprevisto que, a veces, es origen de tensión interior
fuerte. Y entonces no se llena la vida de plenitud, sino que se sobrecarga de
peso.
Cuando se vive así en el escenario del mundo, la única manera de defender las
convicciones personales —de interpretar el papel— raya casi en el fanatismo.
Sobre todo, la existencia se puede convertir con facilidad en un entramado
agobiante de obligaciones, que deja a la persona sometida a otro tipo de
tensión que rompe, porque exaspera, y puede originar manifestaciones
somáticas: úlceras de estómago, infartos de miocardio y depresiones son las
tres salidas más habituales.
El hecho de que hayan aumentado estas enfermedades, sobre todo las últimas, en
el mundo occidental, quizá tenga que ver con lo que aquí se expone. Al hacer
esta afirmación, no se desconocen las demás causas de esas enfermedades; pero
una amplia experiencia pone de manifiesto que la tensión que se origina al
enfrentarse con la inevitable estructura dramática de la existencia, sobre
todo cuando no se cuenta con la posibilidad de resolverla fuera de uno mismo,
acaba por somatizarse.
La idea cristiana del hombre —imagen de Dios— aporta algo en este sentido.
Gustaba recordar al fundador de la Universidad de Navarra que Dios, “al
crearnos, ha corrido el riesgo y la aventura de la libertad. Ha querido una
historia que sea una historia verdadera, hecha de auténticas decisiones, y no
una ficción ni un juego. Cada hombre ha de hacer la experiencia de su personal
autonomía, con lo que eso supone de azar, de tanteo y, en ocasiones, de
incertidumbre. No olvidemos que Dios, que nos da la seguridad de la fe, no nos
ha revelado el sentido de todos los acontecimientos humanos. Junto con las
cosas que para el cristiano están totalmente claras y seguras, hay otras
—muchísimas— en las que sólo cabe la opinión: es decir, un cierto conocimiento
de lo que puede ser verdadero y oportuno, pero que no se puede afirmar de un
modo incontrovertible”.
Sólo la acción humana es momento de novedad: “Dios creó al hombre para que en
la historia hubiera comienzos”, dice Agustín de Hipona. Nos guste o no, el
actuar define al sujeto. En el teatro del mundo, el diálogo va definiendo al
personaje a lo largo de la representación. Y al terminar tenemos conciencia
clara de su identidad. No cabe dar marcha atrás, ni repetir la escena: es
irrevocable. Las decisiones importantes, las que realmente cuentan en nuestra
vida, son conflictivas. En cada una nos jugamos mucho. Nuestra identidad
personal y la identidad cultural: la configuración, en definitiva, del tiempo,
del mundo y de nuestro propio yo. En la naturaleza, el ser determina el modo
de obrar. Pero en la persona humana es la acción la que va configurando a la
persona: si miente una y otra vez, se hace mentiroso. Aunque siempre parte de
lo que es: un ser humano, libre.
Esto puede resultar angustioso cuando no se cuenta con la fuerza restauradora
del perdón: independientemente de las creencias de cada cual, la necesidad de
ser perdonados radicalmente se muestra como una necesidad antropológica que,
por lo tanto, debe fundarse en una realidad, no sólo en un deseo o en una mera
necesidad subjetiva. Si ese perdón no existe realmente, la vida personal s
igue quedando rota.
¿Qué papel nos corresponde? El papel que se recita de memoria cae
inevitablemente en la literalidad de la palabra, que mata e impide improvisar
con acierto ante lo imprevisto. Es preciso saber estar en escena para
descubrirlo y, en relación con los demás, ir encontrando la propia identidad,
hasta lograr que apariencia y realidad coincidan. En diálogo con los demás
actores se descubre nuestro lugar en el tiempo y en el mundo. Con una
condición: hay que saber mirar y saber escuchar. Es fácil escuchar en una
conferencia. Más difícil hacerlo con una persona, porque supone dejarse
invadir por su vida, y eso compromete siempre. Un compromiso que se hace mucho
mayor para una persona que tiene fe, en el supuesto caso de que una persona
quiera y sepa escuchar a Dios.
Hay gente que dice la verdad. Y otras personas que son, simplemente, verdad.
Nos encontramos entonces en una dimensión nueva, casi diría desconocida, que
se origina cuando la verda d se convierte en palabra encarnada que libera. Hay
un hablar de las personas libres y otro que es propio de las marionetas, con
su expresión grotesca y mortecina. El primero se da cuando realidad y
apariencia coinciden. Al ser dicha desde el fondo de la conciencia, desde lo
más íntimo del yo, la verdad se convierte en liberación. Cobra vida en el
ámbito de la intimidad creada por quien habla y quien escucha: el que habla
introduce al oyente en esa intimidad, hasta que la palabra hablada entra en
contacto con él; pero lo importante es lo que sucede en la conciencia de quien
escucha porque, mientras tanto, la palabra no alcanza la plenitud para la que
ha sido dicha.
Para conseguir eso, para pronunciar palabras que son capaces de transformar la
historia, a pesar de los obstáculos materiales, hay que ser capaces de vivir
de la propia conciencia. Afirma André Frossard que el “¡no tengáis miedo!”,
que Juan Pablo II pronunció en la inauguración de su pontificado, ha cambiado
la historia de la humanidad, ha transformado las mentalidades, ha
reconfigurado el mapa del mundo. Sus motivos tendrá para decirlo, en parte, al
menos, fáciles de percibir, en un análisis somero de la historia.
Son momentos en los que, independientemente de las convicciones personales, se
comprueba de manera práctica que “la verdad os hará libres”. Y entonces, la
persona es capaz de improvisaciones certeras, porque improvisar desde unos
valores encarnados permite siempre el acierto. Pero “ser así” supone una
actitud a la hora de enfrentarse con las decisiones que configuran la vida,
sin rehuir la dificultad, porque se sabe cómo, cuándo y dónde se resuelve.
Dice Virginia Wolf en sus Diarios que el sufrimiento es como remover la tierra
sobre la que está plantada el árbol: deja al descubierto las raíces. Lo mismo
en nuestra vida: muestra el valor real, la consistencia personal de cada uno y
cada una. Cuando no hay resortes para aparentar, cada uno muestra lo que
realmente es. De nuevo realidad y apariencia coinciden, y se manifiesta su
riqueza o su mezquindad.
En definitiva, sólo caben dos modos de vivir: o nos comprometemos con nuestras
acciones y entonces nos sentimos libres y viviendo nuestra vida, con
iniciativas y creando un mundo nuevo pero radicalmente inseguro; o buscamos
ante todo sentirnos seguros, a costa de pagar como precio la libertad y una
vida auténticamente vivida.
Sin embargo, la seguridad nos resulta necesaria para actuar. Tenemos que
conjugar las dos cosas. De un lado, es preciso vivir la vida, identificamos
con ella, comprometiéndonos con su marcha. A la vez, sólo cuando logramos
tener visión de conjunto somos capaces de situarnos en el tiempo y en el
mundo. Cuando estamos muy implicados en un problema, no sabemos qué hacer
porque nos falta esa perspectiva amplia. Y necesitamos ayuda externa.
Podemos arriesgar, pero necesitamos tener dónde apoyarnos, un ámbito de
confianza donde se resuelvan las tensione s sin huir de ellas, afrontándolas.
Sobre todo en esas situaciones clave de la vida, no queridas ni buscadas, pero
que aparecen.
Héroe por accidente
La película de Dustin Hoffman —cuyo título original es, simplemente, Hero—
muestra cómo un personaje anodino se ve involucrado de repente en algo que
nunca hubiera deseado: un accidente aéreo que le complica extraordinariamente
la vida y ante el que tiene que reaccionar. El protagonista podría ser
cualquiera de nosotros. Su casi desganado acierto en la reacción transforma
las vidas de muchas personas. Al final, se encuentra con su propia grandeza
personal y ese encuentro le llena tanto, que no tiene interés alguno en que le
sea reconocida por los demás. Ni siquiera se molesta en desmontar el fraude
que ha encumbrado a un mendigo, hasta hundirlo en su propio desprecio. Le
basta con saber que él ha sido el protagonista verdadero de esa acción. Y le
resulta suficiente, aunque nadie más lo sepa.
Hay co sas en la vida de una persona sin las cuales no vale la pena vivir y
que, a la vez, definen las situaciones en las que merece la pena dar la vida.
Persona y acción se implican en un todo difícilmente separable, porque todo
tiene sentido. Es lo que da capacidad para ser flexible: tener claro lo
innegociable. Lo expresa magníficamente Robert Bolt en el prefacio de su
conocida obra de teatro A Man For All Seasons — Un hombre para la eternidad,
llevada al cine por Fred Zinnemann y ganadora de seis Oscars en 1966—, al
querer dar razón de la elección del personaje de Tomás Moro como protagonista.
Después de situar históricamente los acontecimientos y de intentar mostrar
cuáles podrían ser los pensamientos de Enrique VIII, va al quid de la
cuestión: “Nosotros no tenemos ya lo que las pasadas generaciones tenían: una
imagen del hombre individual (filósofo estoico, cristiano, racionalista), por
medio de la cual podamos reconocernos y compararnos con ella; nosotros somos
cualquier cosa. Pero s i somos cualquier cosa, entonces no somos nada, y nadie
puede admitir esto, aunque tal sea nuestra presente situación. De aquí nuestro
deseo de localizarnos a partir de algo que es ciertamente más amplio que
nosotros mismos: la sociedad que nos contiene. Pero la sociedad no puede tener
otra idea que la nuestra sobre lo que nosotros somos, pues sólo tiene nuestra
inteligencia para pensar. Y el individuo que intenta trazar su posición en el
plano, tomando como punto de referencia nuestra sociedad, no halla puntos
fijos, sino únicamente la ausencia de ellos (...).
“Tomás Moro, mientras escribía sobre él, se convirtió para mí en un hombre con
el más diamantino sentido de sí mismo. Él sabía muy bien dónde comenzar y
dónde terminar, qué área de sí mismo podía conformarse a las usurpaciones de
sus enemigos y cuál a las usurpaciones de los amigos. En ambos cosas era una
zona sustancial, pues tenía un sentido genuino del temor y era un amigo
sincero. Como era hombre listo y un gran abogado, pudo prescindir
maravillosamente de esas zonas, pero al fin se le exigió retirarse de aquella
última en la que se había refugiado su yo. Y en este punto, esta persona
flexible, de buen humor, sencilla y sofisticada, se hizo inflexible como el
metal, se vio dominada por un rigor absolutamente primitivo, inconmovible como
una roca.
“Lo que ante todo me atrajo fue una persona que no podía ser acusada de
ninguna incapacidad para la vida, que de hecho disfrutó de la vida con
variedad y casi con codicia; que, sin embargo, encontró algo en sí mismo, sin
lo cual la vida no tenía valor, y que, cuando esto se le negó, prefirió la
muerte. Pues no cabe ningún género de duda, dadas las circunstancias, que esto
fue lo que hizo. Si en cualquier día antes de su ejecución hubiese querido
manifestar públicamente su aprobación al matrimonio de Enrique con Ana Bolena,
podía haber seguido viviendo. Desgraciadamente, se le exigió que aprobara el
matrimonio en términos tales, que reque rían de él afirmar que creía lo que no
creía y, además, hacerlo en forma de juramento”.
Y después de explicar lo que supone un juramento para un católico practicante,
añade: “Pero yo no soy católico, ni siquiera cristiano en el pleno sentido de
la palabra. Por lo tanto, ¿con qué derecho me apropio de un santo cristiano
para mis propósitos? O dicho de otra forma, ¿por qué elijo como héroe a un
hombre que provoca su propia muerte porque no pude poner la mano sobre un
libro negro y decir una mentira ordinaria? Lo razona con lucidez detallando lo
que supone ofrecerse a uno mismo como garantía cuando jura con verdad, y
concluye de esto y todo lo anterior: lo dicho ha de servir como explicación y
excusa por tratar a Tomás Moro, santo cristiano, como un héroe de su propia
personalidad”.
En nuestra biografía personal, todos nos encontramos antes o después con esas
situaciones en las que la conciencia entra necesariamente en juego, ante la
magnitud de la acción en la que está implicado todo nuestro ser. Por lo tanto,
no da igual cuál sea nuestra reacción. Son los requerimientos que nos hace la
vida y que nos sitúan ante la necesidad de dar una respuesta para salvaguardar
algo valioso: una vida que está en peligro, una promesa de fidelidad que
atraviesa momentos de dificultad, la propia identidad. No lo hemos planeado.
Nos sale al paso inesperadamente y pide una respuesta. Hubiéramos querido que
no fuera así: ¿por qué yo, por qué a mí y por qué precisamente ahora?
En todo caso, la tensión se produce porque, en las otras personas implicadas
en la acción, se reconoce un valor por encima de nuestros intereses y la
conciencia nos impulsa a tomar una postura. El drama ha hecho su aparición,
las tensiones no dejan de estar presentes y esa situación resulta cansada y
agotadora. ¿Por qué arriesgarse?
Sin duda, el drama se tiene que resolver. No puede ser una situación
permanente. La cuestión es cómo. Está claro que una solución consiste en
hacerlo desaparecer: es lo que sucede cuando la persona amolda la realidad a
lo que le resulta más práctico, o bien elige valores subjetivos para que le
sirvan de referencia. Pero los valores que definen y dan sentido a una vida no
pueden ser subjetivos, porque todo lo subjetivo es cambiante y, por tanto,
nunca define nada. Deja entonces de haber puntos de referencia significativos
y constantes que sostengan la vida y las acciones. Es decir, no hay
convicciones. Y cuando no hay convicciones desaparece, sin duda, la fuerza
dramática que, en definitiva, es la que hace interesante y valiosa la vida. Lo
que da dramaticidad a la existencia no es la elección, sino el valor que se
elige. No da igual elegir cualquier cosa, o elegir siempre lo mejor; dar la
vida por dinero, por la paz o por los demás.
La conciencia de cada uno de nosotros está en diálogo permanente. Y tenemos
que dar respuesta a las llamadas que se nos presentan desde fuera: no somos
los autores del guión. Todo esto importa mucho, porque los requerimientos que
nos encontramos a lo largo de la vida constituyen el núcleo de la tensión
dramática y muestran el valor de la respuesta. No se trata de un suceso más,
sino de un suceso clave que define la biografía personal y la marcha de la
historia aunque, a primera vista, parezca una afirmación un poco pretenciosa.
Pero, de hecho, es un acontecimiento que trasciende la materialidad de la
acción y abre una ventana al mundo de los valores, mostrando un valor
concreto, que se encarna.
De esta manera, nos encontramos siendo actores de un papel que otro ha escrito
para nosotros. Son momentos cruciales para cualquiera: no podemos elegir las
situaciones, ni los interrogantes que nos presenta la vida, ni re-escribir las
preguntas para zafarnos del compromiso. Porque si lo hiciéramos, a partir de
ese momento se podría volver a cambiar todo de nuevo tantas veces cuantas sea
necesario. Ahí radica el núcleo de toda infidelidad consumada: cuando un a
persona se presta a eso para evitar tensiones, ya no es un yo-mismo, sino un
ser camaleónico, con sentido práctico, capaz de calcular pros y contras y
tomar decisiones con apoyo en una supuesta ventaja futura.
La hechura de una persona se muestra ante las situaciones que se nos plantean
inesperadamente, no ante la consecución de unos objetivos perfectamente
calculados, por muy difíciles que sean, y donde el imprevisto es la mayor
falta de sentido que se puede dar. Lo previsto es siempre controlable y la
ausencia de control se convierte en sin-sentido. Lo inesperado supone un
riesgo. ¿Por qué responder? La respuesta sólo puede ser una: porque merece la
pena defender ese valor. Y cuando alguien descubre eso, se encuentra en el
núcleo del drama como único protagonista: si no se arriesga, el valor
descubierto no sólo se pierde para él, sino para todos. Y todos notamos esa
pérdida.
Por eso nos afecta la infidelidad de los demás. Y esas situaciones, también
dramátic as, sólo se pueden resolver con el esfuerzo por recuperar el valor
perdido con una constante afirmación personal, que revierta en toda la
humanidad.
El drama de la identidad personal
Aquí se cuece lo más valioso de uno mismo, la propia identidad única e
irrepetible, tan íntimamente relacionada con la configuración del mundo. La
identidad personal es siempre generadora de cultura, porque cuenta con el
poderoso motor de la libertad. En el fondo, lo único realmente capaz de
mejorar el mundo y transformar la sociedad es ser uno-mismo, porque cada
persona es lo único verdaderamente original en la historia. Todos queremos ser
nosotros mismos. La persona humana sólo alcanza su plenitud cuando es
yo-mismo, cuando puede afirmar, a su nivel, yo-soy-el-que-soy. Una afirmación
que la criatura sólo puede hacer libremente, quizá como reflejo psicológico de
su ser a imagen y semejanza del Creador, que se revela como “Yo-soy”, o
“el-que-es”. Supone el esfuerzo por conoce r la propia identidad —pues no nos
la damos a nosotros mismos— y construirla día a día. Porque, en cualquier
caso, sólo cuando una persona es coherente con lo que realmente es mejora el
mundo. Y alcanzar la plenitud de la identidad personal supone tomar
decisiones, poner en juego la libertad.
Entonces es cuando nos damos cuenta de que todo acto verdaderamente libre
supone una tensión existencial. Porque, al tomar una decisión, nos encontramos
siempre entre lo que todavía no somos y lo que somos realmente ahora, en este
momento. Y eso da lugar a una tensión entre una necesidad imperiosa —ser
yo-mismo— y una posibilidad que no es segura: llegar a conseguirlo; pues
ninguna de las dos se puede quedar en pura posibilidad. Si nos empeñamos en
descubrir y realizar ese proyecto, a cualquier nivel de la vida, la tensión es
real y continua. No pasa nada porque suceda así: el agobio, “a dosis normales”
es parte del desarrollo personal y de la madurez; pero existe el riesgo de
rompers e. No podemos estar permanentemente tomándonos todo en serio, o el
alma acaba por saltar en pedazos.
Un escrito de los primeros siglos nos narra un episodio de la vida de san Juan
evangelista. Estaba en las afueras de Éfeso, ya anciano, rodeado de un grupo
de jóvenes que no paraban de jugar y divertirse. Pasaron por allí dos
cristianos de la ciudad, que se escandalizaron de la actitud del discípulo
predilecto de Jesús. Juan se limitó a llamar a uno de sus juguetones
acompañantes y le pidió que tirara al blanco —era el juego preferido del
momento— todas las flechas contenidas en el carcaj; le hizo repetir varias
veces el ejercicio. Al final le preguntó: ¿podrías estar haciendo eso todo el
día? No, le respondió el joven: la tensión acabaría por romper el arco. Pues
lo mismo sucede con el alma, añadió san Juan dirigiéndose a quienes se habían
asombrado de su actitud: si se mantiene siempre en la misma tensión, acaba por
romperse.
Perder el sentido del humor es grav e. Pero sólo hay una manera de mantener la
tensión dramática, inevitable, sin que se produzcan rupturas: una actitud
vital fruto de la convicción de que no todo depende de nosotros. Para quien
cree en Dios, significa situarse, hoy y ahora, en relación con Él de un modo
inmediato; es decir, dejando de lado las consecuencias de nuestros actos, o su
importancia histórica. Se precisa un tête à tête. Quien no cree, tendrá que
decidir cuál es su fuente de apoyo para solucionar lo que no está en sus
manos. Pero no puede ser inventada: la posible capacidad de autosugestión
tiene un límite preciso: las consecuencias de atreverse a apoyarse en algo que
realmente no existe. Porque la decisión libre es fuente de identidad. Nada hay
más íntimo y personal que un acto de la voluntad: no depende más que de ella
misma, es el único momento en que propiamente se puede decir “porque me da la
gana”, porque toda otra razón sobra. Por otra parte, tampoco hay nada que
tenga poder contra una decisión libreme nte tomada: hasta el creyente sabe por
experiencia que la voluntad de Dios se “estrella” contra eso. No hemos de
olvidar, sin embargo, que la pasión originaria de la voluntad, que mueve todo,
es el amor; y que el amor con que uno se ama a sí mismo da forma y es razón de
los demás amores, según el lúcido análisis que hace Antonio Millán-Puelles en
La libre afirmación de nuestro ser.
Como es lógico, vivir en tensión continua no es posible para el ser humano sin
enfermar. Y ser fiel a lo que uno es realmente, tampoco es posible si se
pretenden evitar las tensiones por encima de todo. Un intento de superarlas
es, sin duda, adaptarse al terreno. Otras veces, puede ser calcular cuál será
la mejor de todas las posibilidades y optar por ella, aunque es apostar por
una posibilidad futura. Cabe también aceptar pasivamente la situación. Pero no
parece que ninguna conduzca a la plenitud de la identidad personal, a
ser-lo-que-soy realmente.
Queda una cuarta posibilidad: enco ntrar y vivir en un ámbito de confianza
plena, que proteja y permita descubrir esa identidad en medio de las
tensiones, resolviéndolas. Es decir, el camino de la búsqueda de la fidelidad
plena como único camino de encuentro con la propia identidad, en medio de
todas las tensiones y dificultades. Dicho de otra manera: ¿prima la eficacia
de los resultados o la fidelidad personal? Porque sólo en medio del empeño por
ser fiel a nuestro propio ser podemos encontrar esa identidad plena. Surge
entonces la pregunta importante: ¿quién tiene la clave de “nuestro propio
ser”?
Pensemos por un momento, de la mano de Carlo Caffarra, en el pueblo de Israel.
Dejemos de lado inicialmente que estemos tratando un texto revelado y
centrémonos en la enseñanza de un relato vivo, que nos muestra cómo un pueblo
se encuentra consigo mismo. Cuando comienza el Éxodo, el pueblo elegido no ha
encontrado aún su propia identidad como tal pueblo; más bien se ha ido
difuminando desde el tiempo de los Patr iarcas, con la muerte de José. Guiados
por Moisés, que les recuerda su propia historia, salen al encuentro de su
misión y de su propia identidad. Y el relato nos muestra con nitidez cómo esa
identidad nace a orillas del Mar Rojo, donde Dios los libera de la esclavitud
de Egipto y les hace conscientes de ser “el pueblo elegido”. Pero esa
liberación está llena de tensiones fuertes y de decisiones libres.
De una parte, a sus espaldas avanzan los ejércitos del Faraón, con unas
consecuencias fácilmente previsibles y muy poco alentadoras. Y delante, tienen
el mar Rojo: a cualquier persona sensata se le ocurre que es de locos intentar
atravesarlo, más aún todo un pueblo con sus familias, enseres y ganados. La
mejor solución, razonable y sin tensiones, sería buscar una decisión que lleve
consigo un mínimo de males y el máximo posible de bienes. Es decir: volver al
Faraón y pedirle perdón; volverán a ser esclavos pero, al menos, salvarán la
vida. Es lo más eficaz, pero el precio es renunciar a la propia identidad como
pueblo.
Mientras se lo plantean, surge con fuerza Moisés, portador de otra solución.
Es la única posible para alcanzar la propia identidad pero es, sin duda, la
que origina tensiones más fuertes. Moisés es consciente y sabe de manera
inequívoca que fiarse de Dios es lo único que conducirá a Israel a ser
el-mismo, a su identidad como pueblo. Y eso precisamente es lo que hace
aparecer una tensión existencial muy fuerte, ante la paradoja que surge
siempre en la vida de cualquier persona, cuando renuncia a la eficacia—a lo
práctico— en favor de la fidelidad. La posibilidad de solución que ofrece
Moisés es la que tiene menos posibilidades de todas de hacerse realidad. No
tiene apoyo ninguno, ni en la ciencia, ni en la experiencia, ni en la realidad
histórica: nadie ha atravesado nunca el mar a pie, y menos un pueblo entero; y
nadie ha conseguido jamás vencer a un ejército tan numeroso como el del
Faraón, y menos sin armas. Pero, a la vez, n o hay nada más necesario, para el
pueblo como tal, que lo que Moisés propone. Sólo si se fían de Dios
encontrarán el camino de su identidad. Las demás posibilidades son su
autodestrucción. Pero la realización de esa posibilidad, que les es tan
necesaria, queda confiada plenamente a su libertad de decisión.
La cuestión que se les plantea es elegir en contra de todas las previsiones,
pero a favor de sí mismos. No es fácil. Al final confían en el autor de esa
identidad y sucede lo imposible: atraviesan el mar Rojo y vencen a los
ejércitos del Faraón. Dios se vuelca generoso ante su confianza ilimitada.
Israel nace como pueblo porque ha confiado en Dios y en Moisés, eligiendo a
favor de sí mismos en contra de todas las previsiones razonables.
Así sucede tantas veces en nuestras vidas. Si entonces se busca el camino
fácil y el evitar tensiones y complicaciones, inevitablemente la conducta se
vacía de contenidos y de referencias valiosas. La persona ya no puede ser fi
el, porque no tiene a qué ni a quién serlo. Una vez más, “quien quiera guardar
su vida, la perderá; y quien la pierda por amor a mí, la salvará”. Se tenga o
no fe en Jesucristo, esas palabras del Evangelio son fácilmente comprobables
por la experiencia. Es la gran paradoja de la vida humana, a la que sólo el
cristianismo —hasta donde he podido comprobar— ofrece una respuesta plena.
Respuesta que también encuentran tantas personas honradas que valoran la
propia identidad por encima de todo, y tienen la suerte de encontrar un amor
grande en quien confiar. El ser humano necesita mantenerse a salvo de ese
riesgo. La falta de valor para hacer frente a las dificultades y para consumar
la entrega de uno mismo, aceptando el riesgo, puede acabar haciendo enfermar,
porque los riesgos a que se expone el yo son tanto mayores cuanto más
solícitamente busca su protección (Josef Pieper).
La cuestión, en definitiva, es caer en la cuenta de que amar la verdad y
buscarla libremente —la verd ad sobre uno mismo; a quien no le interesa esta
verdad, poco le pueden importar las demás— supone vivir en una situación
dramática. La verdad y la libertad, o se piensan y se viven en tensión,
encontrando el punto de unión y la solución de esas tensiones fuera de
nosotros; o bien se piensan y se viven evitando tensiones a toda costa,
haciendo que coincidan. Así se acaban las tensiones, sin duda, pero uno ya no
sabe quién es y se va haciendo una identidad nueva que no es real y que,
además, es empequeñecedora, porque es a su medida, a su imagen y semejanza.
Sobre todo, se necesita montar todo un entramado de razonamientos que
justifique la posición. Si “tener razón” y “equivocarse” acaban siendo
intercambiables, al no tener una referencia fuera del propio yo, todo queda
reducido a acertar o no en el cálculo de posibilidades. El mal y el bien se
intercambian por el acierto y el error. Y la felicidad se equipara a la
ausencia de tensiones.
He tomado el libro del Éxodo como ej emplo, porque puede ser más conocido en
el ámbito de una cultura cristiana o hebrea. Igual sucede con Abraham. Cuando
recibe su misión, recibe también una promesa: será padre de un pueblo muy
numeroso. Se fía de ese Dios a quien todavía no conoce, pero del que no duda.
Cuando le pide que sacrifique a Isaac, no entiende nada. Y con un sufrimiento
indecible se apresta a sacrificar a su único hijo, en quien reside la
posibilidad material de esa descendencia porque, a la vez, sabe que para ser
él-mismo tiene que fiarse de Dios por encima de todo, confiar en que no es un
Dios absurdo. Y eso es lo que le hace llegar a ser lo que es, a encontrar su
identidad: padre de todos los creyentes, porque ha creído en contra de todas
las previsiones. Sin embargo, la elección que hace es la única equivocada
desde las consecuencias: ahí se acaba la continuidad de su estirpe.
Sin embargo, estos ejemplos tomados de la Biblia no son las únicas posibles
referencias porque la vida está llena de e se tipo de situaciones. La
literatura es rica en relatos con una fascinante fuerza dramática, que
terminan en triunfo. Quienes tengan gusto por las leyendas artúricas
recordarán la figura de Merlín el Mago, que siempre ayuda a Arturo y a sus
caballeros, pero sin anular la libertad ni evitar las tensiones. La ayuda
viene precisamente cuando la confianza en él es plena. Aceptarla supone fiarse
en contra de todas las previsiones y en medio de tensiones inevitables que
hacen sufrir.
Y en la literatura del último siglo y los comienzos del presente, tenemos
también buenos ejemplos: la Trilogía de Ramsom y los Cuentos de Narnia (C.S.
Lewis); y El Señor de los anillos (J.R.R. Tolkien). Todos nos ofrecen
situaciones dramáticas que se solucionan por una decisión libre, en un ámbito
de confianza plena en quien dice tener la clave de la propia identidad y
cuenta con la libertad personal del protagonista para que decida en
situaciones límite, apoyados en esa confianza.
La ot ra cara de la moneda nos la ofrece T.S. Eliot en Asesinato en la
catedral: la resolución de las tensiones quitando de en medio las dificultades
en aras de una solución razonable.
Sir Hugo de Melville y sus caballeros asesinan a Tomás Becket y, al final de
la obra, sir Hugo se vuelve al público —del siglo XX— y justifica su asesinato
en aras de que, a lo largo del tiempo, las consecuencias han sido buenas, pues
han llevado a una más justa y razonable relación entre la Iglesia y el Estado.
Y en nombre de esa “razón de Estado” afirma que, aunque son los primeros en
lamentarlo, con el tiempo les daremos las gracias. Pero hay trampa:
independientemente de que la decisión del rey no fuera por esos motivos, y aun
en el supuesto de que la actuación de sus caballeros fuera fruto de un cálculo
de posibilidades, no podían saber la eficacia del resultado antes de cometer
la acción.
Sin embargo, sir Hugo, al final de la representación, dirigiéndose al público,
dice: “Nadie l amenta más que nosotros el empleo de la violencia.
Desgraciadamente, hay momentos en que la violencia es el único remedio para
asegurar la justicia social. En otro tiempo hubierais condenado al arzobispo
con una votación del Parlamento y hubiese sido ejecutado como traidor, y nadie
tendría que cargar con la responsabilidad de ser llamado asesino. Y en una
época todavía más distante, incluso unas medidas tan moderadas como éstas
resultarían inútiles. Pero si habéis llegado ahora a una justa subordinación
de las pretensiones de la Iglesia a la buena marcha del Estado, recordad que
fuimos nosotros quienes dimos el primer paso. Hemos sido los instrumentos que
contribuyeron a que se llegase a este estado de cosas que vosotros aprobáis.
Hemos servido vuestros intereses, y por ello merecemos vuestro aplauso. Y si
en este asunto hay algo de culpabilidad, por pequeña que fuera, debéis
compartirla con nosotros”. In teresante final: no sólo preconiza que un fin
beneficioso —imposible de saber s i resultará así hasta después de ejecutar la
acción y que pasen los años—justifica la acción; sino también que, puesto que
nos beneficia a todos, todos somos igualmente culpables, si es que existe la
culpa. Porque, en este contexto, si algo sale mal, sería un mero error de
cálculo.
Es indudable a todas luces que, desde el punto de vista de las consecuencias
históricas, una vez comprobadas, sir Hugo tiene razón y Abraham, Moisés y
tantos personajes de la literatura están equivocados. Pero desde el punto de
vista de la biografía personal, razón y error cambian sus puestos, y son
Abraham, Moisés y esos personajes literarios quienes aciertan. Sir Hugo, por
las consecuencias del tiempo presente, pide ser justificado después de muerto.
Pero ha estado vivo. Y el valor de nuestras acciones es el que tienen aquí y
ahora, en el momento de nuestras decisiones libres que afectaban a nuestra
existencia. Abraham es justificado precisamente por eso: por cómo se sitúa a
sí-mismo, hoy y ah ora, ante un Dios en quien confía y ante ese conflicto
dramático que desgarra su vida. Es, en definitiva, la diferencia entre
resolver la estructura dramática de la existencia viviendo cara a la
conciencia, o cara a los demás. En definitiva, lo que permite ser fiel por
encima de cualquier dificultad, por grande y objetiva que sea.
Esta es quizá una de las características más atrayentes de la idea de persona
humana que brota del cristianismo. Eso es lo que permite dar el salto de la
sabiduría humana a la paradoja de la sabiduría cristiana. Porque no es una
idea abstracta e irrealizable, sino que la revelación de Dios nos muestra cómo
Él mismo asume el drama y lo resuelve en contra de toda previsión posible. No
se limita a decir cómo hay que resolverlo. Lo padece sin limitación alguna.
Pero confía: “No se haga mi voluntad, sino la tuya”. Y el drama resuelve las
tensiones en triunfo: la gloria de la Resurrección. Quizá esta sea la clave
para evitar rupturas que no se hubieran dado de haber estado presente la
confianza en ese Artista que domina el piano de infinitas teclas y compone
inefables sinfonías.
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Publicado en el número 589-590 de Nuestro Tiempo
Edición autorizada de Arvo Net