Autor: Antonio Orozco
La escalera de los siete escalones
Describe en siete pasos como del aborto se llega a la eutanasia.
Equivalencia de la eutanasia activa al suicidio
asistido
No es de maravillar —era perfectamente previsible hace muchos años sin
necesidad de bolas de cristal—, que poco después de la polémica sobre el
aborto y su legalización, en mayores o menores supuestos, llegaría la polémica
sobre la eutanasia. Si bien se mira hay en la escalada de la supresión
vergonzante pero efectiva de la dignidad de la persona humana, una lógica
implacable, aunque coexista con declaraciones más o menos contradictorias.
La lógica del bien y del mal
El bien tiene su lógica, pero el mal también tiene la suya, que es peor. Como
es bien sabido, la ciencia del bien y del mal es el desideratum de los
especímenes más listos del género humano. El anhelo se remonta a nuestros
primeros padres y consiste en la ciencia (o más bien, habilidad) que consigue
meter a la vez en la misma olla el bien y su contrario el mal. Se trocea bien
troceado tanto el mal c omo el bien, hasta que se consigue una masa informe
donde ya no cabe distinguir ni bien ni mal alguno. Se deja reposar hasta que
la otra masa, la humana, ande distraída. Ese es el momento de administrar la
exquisita sustancia al ciudadano, ya en condiciones de subir la Escala de los
siete escalones.
Primer escalón. Se reivindica el derecho a limitar a cualquier precio la
natalidad.
Con lo cual ya somos señores de la vida, que la dan cuando quieren y como
quieren y a quien quieren. En este escalón se descubren los anticonceptivos,
físicos o químicos, y comienza la metamorfosis que ha de culminar en la
conversión del espécimen humano en Dios y Señor del universo.Segundo escalón.
Si soy dueño de la vida, lo soy también de la muerte. Quien tiene poder de dar
la vida cuando quiere, está a un paso, a un escalón, de poder quitarla cuando
quiera.
Segundo escalón -a nivel más alto que el primero- ya soy el señor del
aborto.
Ya puedo matar sin remordimiento de conciencia. Aunque de momento me limitaré
a matar a las personas muy pequeñitas, que no tienen siquiera voz para
reivindicar nada. Los pasos se van añadiendo al ampliar hasta su liquidación
cualquier impedimento legal para el aborto. Van incrementando la gravedad,
pero podemos agruparlos como si fuesen uno solo y dejarlos con mucha paz en
este segundo escalón.
Tercer escalón. Si soy dueño de la vida y de la muerte, es evidente que
debo serlo no en un sentido relativo, sino absoluto.
O somos o no somos: el dueño de la vida no lo es para unos casos sí y otros
no. Mi poder ha de manifestarse en la capacidad de sentenciar a muerte siempre
que me parezca a mí razonable, por ejemplo, cuando alguien tiene una
enfermedad terminal que le hace sufrir mucho. Es preciso subir esta escalón
análogamente a los anteriores, sin preguntar a los que saben, es decir, a las
personas que se dedican a la medicina paliativa, porque nos convencerían de
que los enfermos terminales no quieren morir, sino vivir con dignidad, que
viene a significar con menos dolor y más cariño. Pero para esto se necesitan
médicos competentes y todavía más, alguien que les ofrezca un poco de ese
tesoro cada vez más escaso, que se llama ternura. Como esto no se compra con
dinero, es mejor no perder el tiempo y legalizar la eutanasia, comenzando por
los casos más llamativos. Luego ya iremos abriendo la mano, como en Holanda.
Ya somos Dios.
Cuarto escalón: (el orden entre los escalones puede invertirse en
ocasiones) producir seres humanos en un laboratorio, aunque sea a costa de
congelar y eliminar docenas de seres humanos.
Este negocio nos dará pingües beneficios y siempre podremos alegar que esas
muertes constituyen un gran privilegio: el de morir en el altar de la Ciencia.
Si Augusto Compte resucitara, se felicitaría grandemente al ver sus sueños
hechos realidad. Ya tenemos la nueva religión, la Ciencia: un altar, el Labor
atorio; un sacerdote, el Médico o Científico; un nuevo dios: Yo. No debemos
pedir que una madre dé su vida por su hijo, pero no hay inconveniente en
arrebatar la vida de millares de seres humanos en el altar de del Euro (le
conviene al euro ir siempre de la mano de la Ciencia).Abolimos la pena de
muerte para los malhechores, pero ello no nos impide dar muerte a las personas
más pequeñitas, cuando su sacrificio venga exigido por nuestra nueva religión.
Quinto escalón: la clonación de seres humanos.
Si alguien pensó que el mundo feliz descrito por Aldus Huxley era una historia
fantástica, ahora verá lo que es el nuevo Dios. Así podremos conceder el
privilegio de los trabajos forzados a los esforzados trabajadores clonados,
mientras nosotros nos dedicamos a investigar nuevos especímenes para
clonaciones todavía más productivas.
Sexto escalón: Como la media de vida se alarga en demasía y el mundo es
pequeño para tantos dioses, el Estado, por me dio del Ministerio de la vida,
decidirá la edad a la que los ciudadanos han de morir.
Si alguno se niega a obedecer se le aplicará la modalidad de eutanasia
voluntaria por mayoría de votos. El Ministerio de la vida se reserva el
derecho de otorgar prórrogas a los ciudadanos que sean declarados de interés
social.
Séptimo escalón: Repristinación del proyecto Babel, adaptado a las
exigencias de la sociedad moderna. Fuentes bien informadas aseguran que el
antiguo Dios Yavé, injustamente disgustado por la reincidencia, ha convertido
a los dioses humanos en expertos.
Ahora todos son expertos, con lo que la confusión creada supera todas las
previsiones, incluidas las de Yavhé. EN SERIO recuperemos la seriedad del
argumento. Cabe constatar que aún no hemos llegado al sexto escalón, ni se ha
abierto el séptimo sello. Cabe todavía una rectificación: volver a tomarse a
Dios en serio. Dejarle a Él que decida sobre la vida y la muerte de todos y
cada uno. A nosotros nos toca curar todo lo que podamos y paliar el dolor,
facilitar una muerte verdaderamente digna, es decir, una muerte lo más lúcida
posible con el menor dolor posible, sin violentar la naturaleza de las cosas,
respetando y amando a Dios en sus obras y designios.
Sabiendo que así, detrás de la muerte está la Vida con mayúscula, el Amor
infinito, que es la raíz y el sentido de la vida humana sobre la tierra, es
decir, lo que confiere a cada instante de nuestra existencia en la tierra un
formidable valor de eternidad.Es falso que la Iglesia católica defienda el
encarnizamiento médico. Lo que defiende es precisamente el derecho a morir con
dignidad. Y bendice a cuantos de una manera u otra procuran paliar el dolor,
especialmente el de los enfermos terminales. Es más, los cuidados paliativos
-dice- constituyen una forma privilegiada de la caridad desinteresada.
Por esta razón deben ser alentados (CEC n. 2.279).La Iglesia constituye un
imponente mode lo de cómo tratar a las personas que concluyen su itinerario
terreno: los unge con la Unción de enfermos, les confiere el consuelo del
perdón de todas sus faltas, por grandes que hayan sido; les alimenta con la
Eucaristía, que es el cuerpo y la sangre de Cristo resucitado. Ruega
constantemente por la salud espiritual y si es posible física de los enfermos
y ofrece continuos sufragios por los difuntos. El empeño por hacer posible a
todos una buena muerte es sin duda un servicio eclesial inconmensurable
prestado a la humanidad.
De hecho, buena parte de la acción caritativa de la Iglesia ha estado dirigida
desde sus orígenes a cuidar a los enfermos y aliviar en lo posible el dolor,
lo que se ha manifestado también en la fundación de hospitales, y en la acción
de congregaciones religiosas dedicadas a esta labor.
Lo que vale un segundo
La fe cristiana enseña que cada instante del vivir terreno gravitará sobre la
suerte eterna de la persona. Suerte n o azarosa, sino muy justa. Hay unos
versos del Don Juan de Zorrilla que aseguran que "un punto de contrición, da a
un alma la salvación por toda la eternidad... Yo Santo Dios creo en ti, pues
si es mi maldad inaudita, tu piedad es infinita. ¡Señor, ten piedad de mi!".
La idea puesta en boca del gran sinvergüenza, podría escandalizar, pero es una
idea muy profundamente teológica.
Se puede ser un perfecto cínico, un atropellador universal e implacable y, en
un instante de contrición, salvar el alma para siempre. En otra ocasión
contaremos por qué resulta arriesgadísimo aplazar la conversión hasta el
último momento, pero ahora podemos subrayar que, siendo esto así, cada uno de
los segundos de la vida humana sobre la tierra tiene un insospechado valor de
eternidad, especialmente el último en el tiempo.
De la calidad y contenido de ese momento depende ciertamente la calidad de la
existencia eterna. Nuestras medidas son inadecuadas cuando se trata de valor
un moment o, un segundo, o una eternidad. Para Dios un día es como mil años y
mil años como un día. Es decir, para Dios un instante para nosotros fugaz e
inaferrable, es un libro abierto, tan claro y patente como la eternidad. Y lo
que a nosotros nos parece eterno (por ejemplo, dos mil años) a la luz de la
eternidad es como un ayer que ya pasó.Podríamos pensar como Augusto Compte:
«todo es relativo, sobre todo al tiempo».
Pero no es así. Si todo es relativo al tiempo, todo es temporal y la
relatividad no tiene donde agarrarse. Todo sería una contradicción. Lo
relativo sólo es posible porque hay absoluto. Sólo hay tiempo porque hay
eternidad. Un segundo es muy poco porque en cuanto comenzamos a hablar de él
ya ha pasado. Pero también es mucho, porque condiciona toda la vida eterna de
una persona.Un segundo es mucho tiempo.
Un segundo, si es de dolor, puede parecer una eternidad. Mucho más si es un
día, una semana, un año. Pero aunque fueran mil años, si llega un día en que
se acaba, ha sido muy poco tiempo, casi nada, porque la vida eterna durará por
siempre. Convendría pensar esto larga y despaciosamente.
Hemos leído en San Pablo que una breve tribulación, Dios la retribuye con un
inmenso e incalculable tesoro de gloria (2 Cor 4, 13-15). Entonces se verá
cómo Dios no es injusto —los injustos somos nosotros cuando dudamos de Él—,
sino infinitamente generoso.Cada uno de los momentos de nuestro vivir en el
mundo, aporta algo, si no decisivo, muy importante, al que será nuestro último
minuto. Puede ser positivo o negativo. Como es obvio, conviene que sea
positivo.
Una persona que está desesperada por un gran sufrimiento, si decide con
lucidez el suicidio, se procura otro sufrimiento más grave y sin final.
Ésta es una razón del máximo peso para negarle rotundamente a quien quiera que
lo pida, asistencia para el suicidio, que ahora, con evidente abuso del
lenguaje, se llama eutanasia. Esto sería lo más opuesto a una muerte digna.
La dignidad, es el concepto que se esgrime para legalizar la eutanasia
«activa». O sea, que se llama dignidad a lo que todos los diccionarios llaman
cobardía: la fuga de un deber, la huida de una responsabilidad personal e
intransferible. Se pretende que sea "humanitarismo" asistir semejante dislate.
Cuando, en rigor, incluso los pocos que lo piden, no lo pedirían —de hecho no
lo piden—, si se les presta los cuidados paliativos que hoy el mundo
civilizado está en condiciones de prestar. Esto es lo que saben y dicen todos
los médicos que se dedican a la medicina paliativa. Los testimonios son
abundantes e inequívocos.
Lo cierto es que lo que una persona desesperada desea en el hondón de su alma,
no es la muerte, aunque sus palabras lo digan por un engaño (las más de las
veces) o por un autoengaño. Lo que el moribundo desearía es precisamente
afrontar con verdadera dignidad humana el trance final. Lo que todo ser humano
quisiera es tener el valor de no intentar una fuga imposible y tener en cambio
la reciedumbre de permanecer con el espíritu enhiesto en la suprema
dificultad.
Una sociedad que legitima la eutanasia suicida no está propiciando muertes
dignas, sino la multiplicación incalculable de patéticas cobardías ante la
muerte.
La justificación de un temor perpetuo —inevitable en semejante sociedad— a ser
conducido al tanatorio por razones exclusivamente utilitarias. Una sociedad
que legitima la eutanasia suicida, es una sociedad que está proclamando su
ineptitud para ofrecer auténtica solidaridad, afecto, cariño a sus enfermos
terminales. Claro es que para dar esto se requiere precisamente un concepto
muy alto de persona; se requiere entender la persona como una cierta
excelencia en el mundo —que eso significa dignidad, excelencia— del ser humano
sobre todas las fuerzas cósmicas.
El cristiano no es insensible al dolor físico, psíquico o moral. No sólo lo
comprend e, lo sufre como el que más. Véase, por ejemplo en 1999 al Papa Juan
Pablo II. Pero, si la certeza de morir nos entristece (reza el prefacio de la
misa de difuntos), nos alegra la certeza de la futura resurrección. El
pensamiento de la muerte cierta, tiene siempre un gusto agridulce. La
intensidad de la dulzura depende de la intensidad del deseo de ver a Dios y
poseer definitivamente su Verdad, su Bondad, su Belleza, su Sabiduría, su Amor
inmenso. Se puede desear la muerte para ver cuanto antes el rostro de Dios. Y
se puede desear también para acabar con los sufrimientos de este mundo.
Ninguno de los dos motivos es reprochable.
Lo reprochable, y mucho, es que alguno decida terminar su vida en la tierra
con el suicidio, porque esto significa usurpar a Dios el señorío sobre la vida
y sobre la muerte, que sólo al Autor de la vida pertenece, quien, por lo
demás, ha revelado que «la leve tribulación de un instante se convierte para
nosotros, incomparablemente, en una gloria ete rna y consistente» (cfr. Cor 4,
17).