La Belleza del Reto de la Inculturación

 

Luis Martínez Ferrer

 

 

«Nuestra fe no desconoce nada de lo bello, de lo generoso

de lo genuinamente humano, que hay aquí abajo»

San Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 24

1.     El imperio del culturalismo

El gran pionero del romanticismo, François René de Chateaubriand (1768-1848) publicó en 1802 una de sus obras más representativas, El genio del cristianismo, destinada a influir notablemente en el mundo occidental de la primera mitad del siglo XIX. La gran tesis del tratado no puede ser hoy en día más “políticamente incorrecta” y controversial: el cristianismo es, moral y estéticamente, superior al resto de las religiones. En este sentido, al referirse a las proezas de los misioneros cristianos, escribe:

«He aquí de nuevo una de esas grandes y nuevas ideas que solamente pertenecen a la religión cristiana. Los cultos idólatras han ignorado el entusiasmo divino que anima al apóstol del Evangelio. Los mismos antiguos filósofos jamás abandonaron las avenidas de las Academias o las delicias de Atenas, para ir, siguiendo un sublime impulso, a humanizar el salvaje, instruir el ignorante, curar el enfermo, vestir al pobre y sembrar la concordia y la paz entre las naciones enemigas: esto es lo que los religiosos cristianos han hecho y hacen todavía a diario. Los mares, las tempestades, los hielos del polo, los fuegos del trópico, nada les arredra: ellos viven con el esquimal en su odre de piel de vaca marina; ellos se alimentan de aceite de ballena con los habitantes de Groenlandia; ellos pasan soledad con el tártaro o el iroqués; ellos montan sobre el dromedario del árabe o siguen al cafre errante en sus desiertos de fuego; el chino, el japonés, el indio, han llegado a ser sus neófitos. No existe isla o escollo en el océano que pueda escapar a su celo; y, como otras veces faltaron los reinos a la ambición de Alejandro, falta ahora tierra a su caridad»[1].

No podemos afirmar que Chateaubriand desprecie las culturas ajenas. Su mirada está fija en la misión evangelizadora, en la heroicidad de los misioneros, que, como San Pablo, se han hecho todo para todos para ganar como sea algunos (cfr. 1 Cor 9, 22). En esta obra maestra de apologética la mira del autor no es el diálogo, ni el enraizamiento del Evangelio en las culturas, sino hacer llegar a cuantos más mejor el bautismo, para procurar la salvación[2]. Evidentemente, eran otros tiempos, muy marcados por el colonialismo… y por la persecución religiosa en Europa. Pero no es Chateaubriand, después de todo, un cerril etnocentrista, pues reconoce que no todos los pueblos son de la misma cultura. Respecto a los evangelizadores cristianos, afirma: «sus misiones han llevado las ciencias y las artes a los pueblos civilizados, y las leyes a los pueblos salvajes»[3]. Es importante subrayar que esta centralidad del cristianismo se basa también, desde un punto de vista natural, en la igualdad de naturaleza de toda la humanidad. Si es verdad que cualquier hombre puede llegar a dar culto a un solo Dios, a conocer la existencia de la inmortalidad del alma y la retribución después de la muerte, gracias al cristianismo se vierte «una más grande humanidad entre los hombres»[4]. La fe católica es, en definitiva, la mejor respuesta a las aspiraciones más profundas de todos los hombres y mujeres de toda la historia de la humanidad.

Si damos un paso adelante, podemos detenernos en el historiador franco inglés Hilarie Belloc (1870-1953). En su unilateral devoción por las raíces greco-romanas y cristianas de Europa afirma con rotundidad: «La fe es Europa y Europa es la fe (…). La Iglesia es Europa y Europa es la Iglesia»[5]. Se puede concordar con Belloc que la esencia más profunda de Europa son sus raíces cristianas, pero eso no significa en ningún caso que sólo Europa tenga raíces cristianas, o que sólo en Europa la Iglesia católica se haya profundamente enraizada. Si comparamos esta posición con la de Chateaubriand, el etnocentrismo parece más acusado en el historiador franco inglés. El apologista romántico tiende a exaltar las virtudes de los misioneros en tierras lejanas y extrañas, pero sin despreciar las culturas no cristianas: incluso distingue en el conjunto de los pueblos no cristianos, entre los «pueblos civilizados» y los «salvajes». Pero en definitiva, con diversos matices, Chateaubriand y Belloc son representantes de un espíritu etnocéntrico, que postula la superioridad moral de Occidente sobre el resto del mundo, debido en gran medida a la fe cristiana.

Hoy asistimos, en nuestras abigarradas culturas globalizadas, a un fenómeno en buena medida opuesto. Las continuas polémicas contra el cristianismo y su pretensión de verdad han hecho que al etnocentrismo occidental de matriz cristiana ha sucedido, según Gérard, un «Occidente superior a otras culturas, pero sólo porque más avanzado en la vía regia del escepticismo religioso»[6]. Los estudios de las “otras culturas”, sin duda enriquecedores, han llevado, en algunos casos, primero a su miope exaltación y, consecuentemente, a la crítica del cristianismo como “religión verdadera”, y a la imposición del dogma del relativismo, doctrina que actualmente domina en tantos ambientes académicos y eclesiásticos. Como argumenta René Girard, esta actitud de rechazo de la propia cultura por parte de Occidente, es un fenómeno típicamente occidental. Puede ser un caso único en la historia que un pueblo reniegue de sus raíces en favor de otra cultura. Quizás valga la pena escuchar de nuevo al autor de La violencia y el sacro:

«El mundo occidental, bajo este perfil como bajo tantos otros, tiene en sí algo de único: junto a la tendencia universal a identificarse con las varias adhesiones culturales que lo distinguen la familia, la ciudad, la nación, y finalmente el entero Occidente–, ha aparecido muy pronto la tendencia contraria, es decir, la oposición a esas mismas adhesiones. Esta segunda actitud permanece, a mi juicio, minoritaria pero, sobre todo en nuestra época, ha conseguido arraigarse y difundirse hasta el punto de parecer natural y legítima. Considero que fuera de Occidente no existe la autocrítica cultural, o permanece en estado embrionario.

»Los occidentales, en suma, han inventado un modo de concebir la relación entre su cultura y las culturas extranjeras, un modo contrario a la auto-exaltación típica de toda civilización. Para realizar esta singular actitud, los que la comparten se refieren la mayor parte de las veces a un sistema cultural extranjero y, comparándolo con el occidental, argumentan la superioridad»[7].

Otro intelectual, Marcello Pera, expresidente del Senado italiano, liberal y no creyente, describe este fenómeno como «amasijo de timidez, prudencia, conveniencia, renuencia, temor que ha penetrado las fibras de Occidente reflejando un síntoma que lo define. Se trata de la forma de autocensura y autorepresión que se esconde bajo el ropaje de lo que se suele llamar “lenguaje políticamente correcto”, el cual es una especie de “neolingua” que Occidente hoy usa para guiñar un ojo, aludir, insinuar, pero no para decir o afirmar o sostener»[8]. Esta condición cultural (quizás valdría la pena llamarla “patología”) hace que «donde se encuentre una cultura que no posea o decididamente rechace nuestras instituciones, no nos es consentido decir que nuestra cultura es mejor que aquella o al menos preferible a aquella. Todo lo que, educadamente, nos está consentido decir es que las culturas y las civilizaciones son diversas»[9].

Las afirmaciones de Girard y Pera, con las que se puede estar de acuerdo o no, muestran la preocupante extensión del relativismo, como si fuera presupuesto necesario para el diálogo entre culturas, para la apertura al “otro”. Y esto no ha sido, en absoluto, siempre así… y no debe ser así, a nuestro juicio. Juan Pablo II señalaba tres actitudes que debe tener el cristiano hacia los demás: apertura, diálogo, amistad[10], lo cual no va reñido con la saludable auto-estima y el propio “orgullo” por haber recibido el don de la fe. Pero una actitud de apertura así concebida, se enfrenta casi radicalmente con el relativismo cultural imperante, que no puede entender la realidad de la evangelización, llevar la Buena Nueva a otras personas y culturas. Joseph Ratzinger se ha ocupado en diversas ocasiones del relativismo y su crítica al carácter misionero de la Iglesia. En uno de sus últimos escritos antes de llegar al Pontificado exclamaba:

«El dogma del relativismo, por otra parte, influye también en otra dirección: el universalismo cristiano, que concretamente se realiza en la misión, ya no es una transmisión obligatoria de un bien destinado a todos, es decir, de la verdad y del amor; según esta visión, la misión se convierte en la arrogancia desnuda y cruda de una cultura que se considera superior y que habría vergonzosamente destruido tantas culturas religiosas, despojando así a los pueblos lo que de mejor y más característico poseían. De ahí viene el imperativo: restituidnos nuestras religiones como las vías legítimas por las cuales cada pueblo se encamina hacia su Dios y Dios hacia ellos»[11].

Ratzinger pone, a nuestro juicio, “el dedo en la llaga” con estas reflexiones, que reflejan una actitud muy difundida. Pueden servir para enmarcar el estudio presente, que ofrece una antología de textos magisteriales y eclesiásticos sobre la inculturación. Nos encontramos en un periodo de gran confusión intelectual. En el campo que nos ocupa, hemos pasado de un etnocentrismo orgulloso (típico principalmente del siglo XIX) a un momento de gran desorientación, provocado en Occidente por los múltiples efectos de las dos guerras mundiales. El rechazo perseverante del cristianismo y sus bases metafísicas (que inicia con fuerza en el siglo XVIII ilustrado y continúa con la Revolución Francesa), unido a esta gran crisis de la conciencia europea del periodo de entreguerras[12], ha dado como triste y preocupante fruto el rechazo de la metafísica, un saber universal que busca el fundamento de la realidad de lo que aparece, y de la concomitante ley natural, o designio divino para todas los hombres, independientemente de su cultura o religión. Esta repulsa feroz de la capacidad del hombre de conocer la verdad y ajustarse a ella en su vida, tiene una repercusión en la concepción que se puede tener de aspectos como la evangelización, la inculturación o el diálogo cultural.

Al contrario, si pensamos en algunos grandes evangelizadores de la Edad Moderna, grandes humanistas, no mostraron reparo en aceptar los genuinos valores humanos y religiosos de las culturas no europeas. Pongamos el caso de Fray Bernardino de Sahagún (1499ca-1590), genial franciscano que supo aunar el afán misionero con el profundo estudio de los antiguos mexicanos. En su Prólogo general de su magna obra Historia general de las cosas de la Nueva España, también conocido como Códice Florentino, afirma de los mexicas que él conoció:

«Así están tenidos por bárbaros y por gente de bajísimo quilate –como es según verdad, en las cosas de policía echan el pie delante a muchas otras naciones que tiene gran presunción de políticos, sacando fuera algunas tiranías que su manera de regir contenía [antes]»[13].

Precisamente a partir de esas buenas cualidades humanas se puede implantar el Evangelio:

«De lo que fueron los tiempos pasados, vemos por experiencia ahora que son hábiles para todas las artes mecánicas, y las ejercitan; son también hábiles para aprender todas las artes liberales, y la santa Teología, como por experiencia se ha visto en aquellos que han sido enseñados en estas ciencias…»[14].

Partiendo de una posición realista, de ley natural, Sahagún no duda en reconocer enormes potencialidades positivas en los aztecas contemporáneos, herederas de un pasado pagano, pero no demonizado. Y de esas potencialidades se sirven los evangelizadores para enraizarles el cristianismo.

También grandes estudiosos cristianos de “lo ajeno”, aunque no misioneros, han sabido valorar los méritos religiosos de otras culturas sin derivar hacia el relativismo. Un ejemplo es el jesuita alemán Athanasius Kircher (1602-1680), sabio enciclopédico y profesor en el Colegio Romano, quien declara en su obra maestra de egiptología Oedipus aegyptiacus (1652-53):

«Hermes Trismegistos, el egipcio, que fue el primero que instituyó los jeroglíficos, llegando así a ser el príncipe y padre de toda la filosofía y teología egipcia, fue el primero y más antiguo entre los egipcios y el primero que consideró rectamente las cosas divinas, y grabó su pensamiento para toda la eternidad en perdurables piedras y enormes rocas. De él Orfeo, Museo, Lino, Pitágoras, Platón, Eudoxo, Parménides y otros aprendieron rectamente lo que sabían de Dios y las cosas divinas… Y este Trismegistos fue el primero que en su Pimander y Asclepius afirmó que Dios es Uno y Bueno, siguiéndole en ello el resto de los filósofos»[15].

No es el p. Kircher un estudioso meramente erudito. Con la “regla” de la naturaleza humana, con su apertura hacia lo diverso, sabe descubrir, valorar y ensalzar las aportaciones de filósofos paganos, que han sabido dar, en su contexto, pasos de gigante para que la humanidad pueda progresar en el conocimiento de Dios, del único Dios, igual para todos. En estas actitudes, que podríamos fácilmente encontrar en otras grandes figuras misioneras[16], se encuentra una buena línea para superar la desgraciada (por falsa) disyuntiva de elegir entre la fidelidad a la propia cultura o a la fe católica.

Querámoslo o no, en el diálogo entre las culturas nos encontramos siempre con la realidad de la ley natural, definida así por uno de los más importantes teólogos del siglo XV, el canciller de la Universidad de París Jean de Gerson (1362-1429):

«La ley natural preceptiva tiene esta razón [de ser preceptiva] en cuanto es signo inserto en todo hombre que no está impedido para el debido uso de la razón y que le hace conocer la voluntad divina, que quiere que la criatura racional esté sometida u obligada a hacer o no hacer algo en función de la consecución del fin que le es natural; y este fin es la felicidad humana y en muchos casos el debido comportamiento familiar y también político: pues el hombre es por naturaleza un animal civil»[17].

El texto, que no puede ser más “políticamente incorrecto”, da razón de los avances intelectuales a los que había llegado la Cristiandad en los albores de la Edad Moderna. Sin entrar aquí en la compleja cuestión de la relación entre el fin natural y el sobrenatural, Gerson expone la importancia de la ley natural para lograr la felicidad individual y cultural. Para que una cultura sea digna del hombre debe facilitar el acceso a la felicidad, que viene a su vez señalada por la ley natural, insertada en el corazón del hombre. La ley natural, que puede ser denominada en diversas formas según las culturas y religiones, es algo que recorre transversalmente todas las culturas.

La actual inflación de estudios culturalistas (y su triste correlato de relativismo) no quiere decir que el proceso de diálogo entre culturas, o de relación entre fe y culturas humanas sea algo de hoy. Aunque el término “inculturación”, como veremos, es reciente, «la realidad de la inculturación ha precedido de lejos al término. Para decirlo de una vez, el fenómeno es co-extensivo a la historia del judeo-cristianismo, a la historia de la Salvación, e incluso a la historia de la humanidad y del cosmos, en la medida en que la Creación implica ya la primera forma de presencia y de revelación de Dios en la historia del universo»[18]. Para ilustrar este paralelismo entre inculturación e historia de la salvación puede ser elocuente dar un vistazo a la Sagrada Escritura.

2.     Excursus bíblico

Si hay una comunidad experta en el diálogo cultural ésa es la Iglesia Católica, con sus antecedentes hebreos del Antiguo Testamento. Ya en el libro del Génesis, si se observa el relato de la creación, el texto deja traslucir la bondad y belleza de una criaturas ordenadamente diversificadas:

«Luego dijo Elohim: “Brote la tierra verdín, hierba germinadora de simiente y árboles frutales generadores de fruto conforme a su especie en que se contenga su semilla sobre la tierra”. Y así fue. Brotó, en efecto, la tierra verdín, hierba germinadora de simiente conforme a su especie y árboles generadores de fruto en que se contiene su semilla con arreglo a su especie. Y vio Elohim que estaba bien.(…) Dijo Elohim después: “Pululen las aguas en un pulular de animales vivientes y vuelen los volátiles del cielo, por la superficie del firmamento de los cielos”. Creó pues, Elohim los grandes cetáceos, y todo animal viviente que bulle de que pululan las aguas, conforme a su especie, y todo volátil alado, según su especie. Y vio Elohim que estaba bien. Elohim los bendijo diciendo: “Procread y multiplicaos y henchid las aguas de los mares, y multiplíquense las aves en la tierra”. (…) Dijo Elohim después: “Produzca la tierra animales vivientes conforme a su especie: ganado, reptiles y bestias salvajes con arreglo a su especie”. Y así fue. Hizo, pues, Elohim las bestias salvajes conforme a su especie, los ganados con arreglo a su especie y todos los reptiles del campo según su especie. Y vio Elohim que estaba bien» (Gen 1, 11-12, 20-22, 24-25).

Me parece muy interesante destacar en este pasaje la voluntad creadora de Dios que diversifica sus criaturas en diversas “familias” que dan gloria al Creador en su misma diversificación, siempre siguiendo unas pautas generales que subyacen a cada una de esas familias: ese constante estribillo “con arreglo a su especie” que hemos subrayado. La diversificación no es anárquica, está ya pre-dispuesta sabiamente por Dios. Y en esta lógica, en parte igual y en parte diversa, se sitúa la creación de la primera pareja humana.

«Entonces dijo Elohim: “Hagamos al hombre a imagen nuestra, a nuestra semejanza, para que dominen en los peces del mar, y en las aves del cielo, y en los ganados, y en todas las bestias salvajes y en todos los reptiles que reptan sobre la tierra”. Creó, pues, Elohim al hombre a imagen suya, a imagen de Elohim creóle, macho y hembra los creó. Luego Elohim los bendijo y díjoles Elohim: “Procread y multiplicaos, y henchid la tierra y sojuzgadla, y dominad en los peces del mar, y en las aves del cielo y en todo animal que bulle sobre la tierra” (…). Y así fue. Elohim vio que todo cuanto había hecho, y he aquí que estaba muy bien» (Gen 1, 27-28, 31).

También aquí, aun dentro de la absoluta singularidad de la creación humana, hay una explícita voluntad divina de crear una humanidad diversificada: la imagen de Dios se manifiesta en la polaridad varón–hembra de la primera pareja. Una diversificación que está llamada a dominar sobre la diversificación de los otros. Y en todo este proceso no hay sombra de mal, «todo estaba muy bien». En el segundo relato de la creación, nos interesa destacar un nuevo elemento: Dios puso al hombre «en el vergel de Edén, para que lo cultivara y guardara» (Gen 2, 15). Si unimos los distintos textos citados, podemos apuntar una “incipiente teología de la cultura”: la Trinidad ha creado el mundo en forma diversificada, organizando los animales según sus especies. El hombre, punto culminante de la creación, es también diversificado en la polaridad hombre–mujer, que permite precisamente cumplir un nuevo mandato divino: multiplicarse y llenar la tierra, aprovechando las diversificadas criaturas para dar una tonalidad diversificada a la tierra. El mandato de cultivar el jardín del Edén completa el cuadro: el hombre y la mujer, con su esfuerzo, deben imprimir su huella en la creación, llevarla a plenitud a lo largo de la historia. Es verdad que el pecado original frustró en buena parte estas hermosas perspectivas… pero las estructuras fundamentales restaron tales. El hombre y la mujer, con sufrimiento, cansancio, con odios, guerras y venganzas, pero también con gestos virtuosos y sanas aspiraciones, debían tapizar culturalmente la superficie de la tierra. Así lo afirma Juan Pablo II en su obra Memoria e identidad; tras citar el verso «Creced y multiplicaos, llenad la tierra y sometedla» (Gen 1, 28), y refiriéndose también a los pasajes ya vistos afirma:

«Estas palabras son la primera y más completa definición de la cultura humana. Someter la tierra significa descubrir y confirmar la verdad del propio ser humano, de esa humanidad que comparten en igual medida el varón y la mujer. Dios ha confiado a este hombre, a su humanidad, todo el mundo visible como don y tarea a la vez; le ha asignado una misión concreta: realizar la verdad de sí mismo y del mundo»[19].

El hombre, para poder desarrollar su misión en el mundo, debe reconocer su condición de criatura. De Dios reciben el ser el hombre y la mujer, y de Dios reciben la tarea de dominar el mundo. Y el mundo, como criatura (como conjunto de criaturas), debe ser plasmado por los hombres y las mujeres.

Otra enseñanza que aporta el Antiguo Testamento es que no es del todo exacto identificar sin más el Pueblo de la Alianza con la cultura judía. El influjo (positivo) de la cultura helenista en el pueblo judío post-exílico lo demuestra: no perdieron su identidad, y pudieron expresar su fe en el Dios de Israel de forma nueva e, incluso, más profunda[20]. Es decir, que el diálogo cultural había sido beneficioso nada menos que para el desarrollo de la Revelación escrita.

La Tierra Santa, donde se creó el pueblo de Israel, y donde nació Jesús y se difundió el cristianismo, es una región de encrucijada cultural como pocas en todo el planeta: anillo de conjunción de tres continentes, ha favorecido desde siempre las superposiciones políticas, culturales y religiosas. Como dice Ratzinger, «la “interculturalidad” pertenece a la forma originaria del cristianismo»[21].

Uno de los pasajes cumbres del Nuevo Testamento respecto a la diversidad cultural compañera del cristianismo es el relato de la Pentecostés:

«…y todos se llenaron del Espíritu Santo y empezaron a hablar en otras lenguas, tal como el Espíritu les concedía expresarse. Residían en Jerusalén judíos religiosos de todas las naciones que ha hay bajo el cielo; y al producirse aquel ruido se reunió la muchedumbre y quedó desconcertada, porque cada uno les oía hablar en su propia lengua; estaban asombrados, y se sorprendían, diciendo: “Fijaos, no son galileos todos esos que hablan? ¿Y cómo oímos nosotros, cada uno en nuestra propia lengua materna? Partos, medos y elamitas, los habitantes de Mesopotamia, Judea y Capadocia, del Ponto y Asia, Frigia y Panfilia, Egipto y los distritos de Libia junto a Cirene, y los romanos residentes, judíos y prosélitos, cretenses y árabes, los oímos hablar, en nuestra lengua, de las grandes obras de Dios”» (Hech, 2, 4-11).

El milagro de las lenguas en Pentecostés revela enseñanzas fundamentales para los procesos de inculturación. En primer lugar es significativo que se trata del relato del momento mismo del inicio del caminar terreno de la Iglesia, y allí el elemento cultural ocupa un papel preponderante. Los Apóstoles, representantes de la Jerarquía (además del primer núcleo del Pueblo de Dios), personifican humanamente tan sólo la cultura galilea, pero reciben del Espíritu el don de lenguas, que les hace ofrecer el mensaje cristiano en las diversas lenguas del mundo entonces conocido. Con el ímpetu del Espíritu se van a dirigir «a todas las naciones que hay bajo el cielo», de forma que cada uno puede decir que escucha «las grandes obras de Dios» en su «propia lengua materna». San Lucas, buen historiador y buen geógrafo, hace una precisa enumeración de los pueblos representados en Jerusalén. La enseñanza, por lo que respecta la inculturación es clara, y la comenta así Juan Pablo II:

«El anuncio del Evangelio en las diversas culturas, aunque exige de cada destinatario la adhesión de la fe, no les impide conservar una identidad cultural propia. Ello no crea división alguna, porque el pueblo de los bautizados se distingue por una universalidad que sabe acoger cada cultura, favoreciendo el progreso de lo que en ella hay de implícito hacia su plena explicitación en la verdad»[22].

En el relato de Lucas, todos reciben un mismo mensaje, pero cada uno en su propia lengua materna. Cristo y la Iglesia, como enseña el anterior pontífice, no anulan las diferencias humanas, pero establecen el profundo lazo de unión del Evangelio, el mismo para todos.

Para terminar este rápido excursus bíblico quería referirme a lo que se podría denominar “inculturación escatológica”, a partir de algunos textos del libro del Apocalipsis. En efecto, en diversas ocasiones el autor sagrado nos pone delante la especificación de gentes «de toda tribu, lengua, pueblo y nación» (Ap 5, 9) que han sido rescatadas por el Cordero-Cristo, o un «gentío enorme que nadie era capaz de contar, de toda clase de naciones, tribus, pueblos y lenguas, en pie ante el trono y ante el Cordero» (Ap 7, 9) que glorifican a Dios. Al final del libro, cuando se describe la realidad escatológica definitiva de la Nueva Jerusalén, se anota que «las naciones caminarán a su luz» (Ap 21, 24), la luz del Cordero. No es que éstas sean las únicas ocasiones en que el libro del Apocalipsis se expresa con la secuencia “tribu, lengua, pueblo y nación” o similares[23], pero sí resulta significativo este uso para describir en varios momentos la situación de los cristianos salvados.

Dios no quiere que las diversificaciones originarias, que empezaron con la polaridad hombre–mujer, se pierdan en el más allá. Si la Escritura habla de los salvados como «gentío enorme (…), de toda clase de naciones, tribus, pueblos y lenguas», quiere decir que esas especificidades culturales no se perderán tras la Parusía. El europeo, el centroamericano, el chino, el ecuatoriano, el azteca, el sioux lo será por toda la eternidad, igual que siempre será hombre o mujer. Es algo que nos puede llevar a reflexionar sobre el origen divino de las diferenciaciones culturales y su proyección eterna. Con esto no queremos caer tampoco en un culturalismo exacerbado, pues en este tiempo de vida que la Providencia nos concede, muchos experimentan profundos cambios culturales que les llevan a terminar su trayectoria personal en posiciones muy diversas de las que partieron. Y lo mismo las propias culturas, siempre en evolución y cambio a lo largo de la historia. Pero sí queremos subrayar que la pertenencia cultural no es algo indiferente y sin valor, sino que, de alguna manera, perdura en el Más Allá.

3.     Definiendo conceptos

Después de habernos ocupado de algunas cuestiones preliminares, es hora ya que definamos con cierta precisión el concepto de inculturación. Pero antes es imprescindible analizar el concepto de cultura, noción básica para poder profundizar en la inculturación. Digamos desde ahora que son dos nociones de ámbitos distintos, “cultura” pertenece a las ciencias sociales, mientras que “inculturación”, en el sentido que aquí lo empleamos, es un vocablo estrictamente teológico.

                        El concepto de cultura

Pocos conceptos han sufrido una evolución tan profunda como éste. Como explica Hervé Carrier, refiriéndose a los principios del siglo XX «el término cultura tenía entonces una connotación intelectual y estética, y designaba la erudición, el refinamiento de espíritu, el progreso artístico y literario. El concepto se aplicaba a las personas llamadas de cultura, a los individuos o a los grupos cultos»[24]. Se trata de una idea que apunta principalmente al individuo concreto y a su perfeccionamiento personal. De ahí que Carrier habla de un significado “humanista” y, podríamos añadir, “subjetivo”, pues se refiere al individuo singular. Este sentido se refleja en una de las definiciones de la palabra cultura de la famosa Enciclopedia Espasa, en su edición de 1913: «resultado o efecto de cultivar los conocimientos humanos y de afinarse por medio (de) las facultades intelectuales del hombre»[25].

Existe además una concepción más sociológica, centrada no en el individuo sino en la comunidad, que hace referencia al conjunto de los rasgos y valores que definen a un pueblo. Retomando las palabras de Carrier, «para los sociólogos y los antropólogos, la cultura es todo el ambiente humanizado por un grupo; es su manera de comprender el mundo, de percibir al hombre y su destino, de trabajar, de divertirse, de expresarse por medio de las artes, de transformar la naturaleza por medio de las técnicas y los inventos»[26]. A continuación, dando un paso más desde el punto de vista psico-social, Hervé Carrier añade:

«La cultura es el producto del genio del hombre, entendido en su sentido más amplio: es matriz psico-social que se crea, consciente o inconscientemente, [en] una colectividad; es su marco de interpretación de la vida y del universo; es su representación propia del pasado y su proyecto de futuro, sus instituciones y sus creaciones típicas, sus costumbres y sus creencias, sus actitudes y sus comportamientos característicos, su manera original de comunicarse, de producir y de intercambiar sus bienes, de celebrar, de crear obras que revelen su alma y sus valores últimos»[27].

Es la forma de ser humana de una determinada colectividad, que la distingue de las demás. Con palabras del argentino Domingo Sarmiento (1811-1888), «los resortes dramáticos se vuelven desconocidos fuera del país donde se toman, los usos sorprendentes, y originales los caracteres»[28]. El concilio Vaticano II, en la constitución Gaudium et spes, n. 53, ha dado una definición, ya clásica, de cultura, que engloba tanto la dimensión individual como social:

«Es propio de la persona humana el no llegar a un nivel verdadera y plenamente humano si no es mediante la cultura, es decir, cultivando los bienes y los valores naturales. Siempre, pues, que se trata de la vida humana, naturaleza y cultura se hallen unidas estrechísimamente. Con la palabra cultura se indica, en sentido general, todo aquello con lo que el hombre afina y desarrolla sus innumerables cualidades espirituales y corporales; procura someter el mismo orbe terrestre con su conocimiento y trabajo; hace más humana la vida social, tanto en la familia como en toda la sociedad civil, mediante el progreso de las costumbres e instituciones; finalmente, a través del tiempo expresa, comunica y conserva en sus obras grandes experiencias espirituales y aspiraciones para que sirvan de provecho a muchos, e incluso a todo el género humano».

Conviene destacar que al centro de la definición está la persona humana, que es el sujeto gramatical de las frases principales[29]. Queda claro que la cultura está al servicio del hombre, y no al revés. Es el hombre el que se debe perfeccionar a través de la cultura. Con palabras de Juan Pablo II, «el hombre, que en el mundo visible, es el único sujeto ontológico de la cultura, es también su único objeto y su término. La cultura es aquello a través de lo cual el hombre, en cuanto hombre, se hace más hombre, “es” más, accede más al “ser”»[30].

La superioridad del hombre sobre la cultura es un principio que nunca debe perderse de vista. El objetivo de la inculturación es la cultura, pero ésta siempre se entiende en función de hombres y mujeres concretos. La cultura es para el hombre y no al revés. El siguiente texto de la exhortación apostólica Ecclesia in Africa nos parece elocuente: «Como camino hacia una plena evangelización, la inculturación trata de preparar al hombre para acoger a Jesucristo en la integridad de su propio ser personal, cultural, económico y político, para la plena adhesión a Dios Padre y para llevar una vida santa mediante la acción del Espíritu Santo»[31]. Todo va dirigido a que la persona humana concreta entre en intimidad con Dios. La cultura no es fin en sí misma. Las culturas cambian, y los hombres deben proceder continuamente a mejorarlas, «discerniendo lo que en la tradición es válido respecto de falsedades y errores o de formas obsoletas, que pueden ser sustituidas por otras más en consonancia con los tiempos»[32]. Es, por tanto, el hombre la “vía” de la Iglesia, y no tanto la cultura. Con palabras de la Redemptor Hominis, «La Iglesia desea servir a este único fin: que todo hombre pueda encontrar a Cristo, para que Cristo pueda recorrer con cada uno el camino de la vida»[33].

Desde un punto de vista antropológico, Louis Luzbetak señala que todos los elementos de las culturas no se relacionan desordenadamente, en forma de amalgama incoherente, sino formando un sistema[34]. Este estudioso señala que son tres los niveles de integración cultural. En primer lugar está el nivel externo, de las “formas culturales”. Representan el símbolo “sin” el significado: es el mundo del folclore. Pararse sólo en este nivel significa, por ejemplo, comprar una fotografía de la Piedra del Sol azteca sólo por el exotismo de sus representaciones, sin descubrir su rico significado calendárico-ritual. El segundo nivel es la integración estructural. Las diversas formas o “rasgos culturales” son enlazados gracias a los “porqués inmediatos”, llamados “funciones”. Las relaciones de significado pueden ser causales, finalizadas, lógicas o puramente ideológicas. Estas relaciones pueden ser “manifiestas” a los miembros de la sociedad o advertidas inconscientemente. Luzbetak explica que los valores y significados hay que “excavarlos” no darlos por supuesto, sobre todo por un extraño. Hay que considerarlos desde dentro, según el modo en que los miembros de la sociedad entienden su cultura. Y pone un ejemplo: «La danza puede ser una forma de adoración, una forma de diversión, un evento social, una oportunidad de cortejar, un medio para educar un grupo social en su religión o en su historia y por tanto para reforzar la solidaridad del grupo»[35].

Y por fin llegamos al tercer nivel, llamado de integración psicológica. Representa la “mentalidad” de un pueblo, el nivel de los “porqués” más profundos, implícitos y finales. Esta dimensión viene calificada por Esquerda Bifet como «integral y trascendente» y descrita como un «conjunto de criterios, valores y actitudes de una persona o de un pueblo (…) en relación con el cosmos, con los demás seres humanos y con la trascendencia (y el Absoluto)»[36]. Según Luzbetak, si se considera la cultura como un proyecto de vida comunitario, este nivel puede ser descrito como «la configuración, la tendencia dominante, la orientación, el modelo cultural total, la acentuación, el complejo, el sistema, el ápice de la cultura»[37]. Si se adopta el punto de vista del origen del pensamiento comunitario se puede hablar de «premisas subyacentes, axiomas, hipótesis, ideas matrices, temáticas y lógica interna»[38]. Si se piensa sobre todo en motivaciones fundamentales se habla de «valores e intereses subyacentes»[39]. En cualquier caso, la cultura como proyecto de vida comunitario es esencial para la evangelización. Sin proyecto de vida, una sociedad se desarticula. Poéticamente lo expresa el pensador mexicano José Vasconcelos (1881-1959):

«…no puede haber, para un pueblo, mayor calamidad que la de no tener definido ni siquiera su ideal. Si ni siquiera con la fantasía sabemos construir, ¿cómo podremos hacerlo con los toscos y rebeldes elementos que nos ofrecen las cosas? ¿En dónde hay, en dónde ha habido constructor que no comience su obra con la sustancia impalpable, pero luminosa, del ensueño, representándola toda entera en la mente, mucho antes que de que pueda verla cuajada en la realidad, antes del esfuerzo posterior y subordinado al trabajo de sus manos? Primero es soñar y después es ser»[40].

Estas ideas, que son importantes para un acercamiento antropológico a una cultura, son fundamentales para la Iglesia y para la evangelización, pues es en este “tercer nivel” en el que se sitúa la religión en una cultura. La religión es, desde la más remota antigüedad, el núcleo más íntimo de cada cultura. Como explica Battista Mondin la religión, respecto a la cultura «es como el cemento que impregna y consolida todos los pilares. La religión se insinúa en todos los componentes esenciales de la cultura: en el lenguaje con sus símbolos y sus mitos; en las costumbres, con sus mandamientos, en las técnicas, con sus ritos; en los valores, con sus apreciaciones de la realidad; en las instituciones con sus jerarquías»[41]. Por eso, cuando los misioneros llegan ante un pueblo hasta entonces desconocido, su propuesta de abrazar la fe católica choca frontalmente con el núcleo central de la cultura: su religión.

Un buen ejemplo histórico puede ser el diálogo que entablaron en 1524 los famosos “Doce apóstoles” franciscanos en México-Tenochtitlan con los nobles y sacerdotes aztecas. Redactado por Bernardino de Sahagún en 1564, reproduce en forma teatral los debates de los misioneros con las clases dirigentes de un pueblo apenas vencido. Tras una exposición esencial de la fe católica, donde no habían faltado expresiones polémicas contra la religión prehispánica, los sacerdotes (o “sátrapas”, según Sahagún) replican:

«Nos habéis dicho que no conocemos a aquél por quien tenemos ser y vida, y que es el señor del cielo y de la tierra[42]. Asimismo decís que los que adoramos no son dioses. Esta manera de hablar se nos hace muy nueva y escandalosa. Nos espanta un decir como éste, porque los padres y antepasados que nos engendraron y rigieron no nos dijeron tal cosa. Mas, antes, ellos nos dejaron esta costumbre que tenemos de adorar nuestros dioses, y ellos los creyeron y adoraron todo el tiempo que vivieron sobre la tierra. Ellos nos enseñaron de la manera que los habíamos de honrar; y todas las ceremonias y sacrificios que hacemos, ellos nos los enseñaron. Dejáronnos dicho que mediante éstos vivimos y somos, y que éstos nos merecieron para que fuésemos suyos y les sirviésemos…»[43].

La cita recoge – con las limitaciones de un texto que refleja sólo el primer contacto de misioneros con sacerdotes prehispánicos – el dramatismo y la autenticidad de ambos “contendientes”: los evangelizadores católicos pretenden que los nahuas, voluntariamente, abandonen su religión tradicional y se pasen al cristianismo. Los “sátrapas” no pueden menos de oponer una antiquísima tradición que les impide renegar de sus mayores. La religión, en los dos grupos, está en el centro de sus culturas. Ahora bien, una forma de salir de un ciego relativismo para resolver este diálogo cultural, es la capacidad de las culturas de abrirse a la verdad, sin prejuicios. Si tanto evangelizadores como indígenas aztecas, en nuestro ejemplo, son capaces de abrirse a la verdad y dejarse transformar por la verdad, puede darse un verdadero diálogo, respetuoso pero lejano del relativismo. Santo Tomás de Aquino, recogiendo una tradición anterior, no duda en afirmar que «toda verdad, quienquiera que la diga, procede del Espíritu Santo en cuanto infunde en nosotros la luz natural y nos mueve a entender y expresar la verdad»[44]. Esta noción es capital en nuestro caso. Los franciscanos podrían, en teoría, darse cuenta de que tras las referencias «a aquél por quien tenemos ser y vida, y que es el señor del cielo y de la tierra» se cela el testimonio de una creencia en el Dios único, empañada, claro está por el complejo panteón azteca. Y los aztecas deberían estar dispuestos a aceptar que la religión de los frailes no es simplemente “otra religión”, sino la plenitud de toda religión, la Buena Nueva de Jesucristo. Es cierto que estos argumentos son de hoy, pero nos sirven para interpretar los procesos evangelizadores del pasado[45].

Lo que sí es definitivo es que esta apertura de cada cultura al bien, a la belleza, a la verdad, a Dios, es lo que la distingue y califica en el concierto mundial. Con palabras de Ratzinger, «nunca es anacronista la confianza en buscar y encontrar la verdad: esta es precisamente la que mantiene al hombre en su dignidad, rompe los particularismos y conduce a los hombres los unos hacia los otros más allá de los confines entre culturas en virtud de su común dignidad»[46]. Sólo así se puede esquivar el doble peligro de menospreciar las “otras culturas” (etnocentrismo) o de sobrevalorarlas como sistemas autoreferenciales con valores autónomos absolutos (relativismo). Es importante destacar esta apertura que hace posible el mutuo enriquecimiento. Reflexionando sobre la cultura latinoamericana Leopoldo Zea (1912-2004) no tiene reparos en admitir que los pueblos latinoamericanos, junto con pueblos del Tercer Mundo, son «pueblos empeñados en universalizar la cultura occidental al tomar sus mejores expresiones como expresiones propias de lo humano y por ende de todos los hombres y pueblos»[47]. Hay aquí una valoración positiva de rasgos de otras culturas que abre a la posibilidad del progreso. Hay una concepción de la cultura no como algo cerrado: «el latinoamericano no es sino un hombre entre hombres, y su cultura, una expresión concreta de lo humano»[48].

                        El concepto de inculturación

Una vez que hemos considerado, al menos esencialmente, el concepto de cultura podemos abordar el de inculturación, pues son dos términos íntimamente relacionados. Si bien el proceso de diálogo y arraigamiento de la Buena Nueva en las culturas viene de muy lejos, el concepto de inculturación es de fecha reciente, aunque hoy en día circula con toda normalidad.

La adaptación

Su precedente más inmediato es el concepto de “adaptación”, muy usado en la literatura misionológica de los años cincuenta y sesenta del siglo XX. Según Standaert[49] la adaptación se puede entender en dos sentidos. Por un lado, si se piensa en los propios evangelizadores, ellos mismos deben adaptarse en sus personas, costumbres, modos de vida, para poder entrar en diálogo con los destinatarios de la misión. Y por otra parte se puede referir al mensaje mismo del Evangelio, que no puede cambiar, pero puede adaptarse en la forma de presentarse, a la lengua y cultura de los no cristianos. De ambas realidades tenemos abundantes ejemplos en la primera evangelización de América. Los evangelizadores llegaron a adaptarse (al menos algunos) con tal pasión a la cultura de los indoamericanos que terminaron por amar sus manifestaciones culturales. Merece la pena leer algunos frases del dominico Domingo de Santo Tomás (1499-1570), tomadas del Prólogo de su Gramática de la lengua quechua (1570), dirigido al rey de España Felipe II:

«[...] Mi interés pues principal, Majestad, [en] ofreceros este Artezillo, ha sido para que por él veáis muy clara y manifiestamente cuán falso es lo que muchos os han querido persuadir, ser los naturales de los reinos del Perú bárbaros, e indignos de ser tratados con la suavidad y libertad que los demás vasallos vuestros lo son. Lo cual claramente conocerá Vuestra Majestad ser falso, si viere por este Arte, la gran policía[50] que esta lengua tiene, la abundancia de vocablos, la conveniencia que tienen con las cosas que significan, las maneras diversas y curiosas de hablar, el suave y buen sonido al oído de lo pronunciación de ella, la facilidad para escribirse con nuestros caracteres y letras, cuán fácil sea a la pronunciación de nuestra lengua, el estar ordenada y adornada con propiedad de declinación, y demás propiedades del nombre, modos, tiempos, y personas del verbo. Y brevemente, en muchas cosas y maneras de hablar, tan conforme a la latina, y española; y en el arte y artificio de ella, que no parece sino que fue un pronóstico, que españoles la habían de poseer. Lengua pues, Majestad, tan pulida y abundante, regulada y encerrada debajo de las reglas y preceptos de la latina como es ésta (como consta por este Arte) no bárbara, que quiere decir (según Quintiliano, y los demás latinos) llena de barbarismos y de defectos, sin modos, tiempos ni casos, ni orden, ni regla, ni concierto, sino muy pulida y delicada se puede llamar. Y si la lengua lo es, la gente que usa de ella, no entre bárbara, sino con la de mucha policía la podemos contar, pues según el Filósofo [Aristóteles] en muchos lugares, no hay cosa en que más se conozca el ingenio del hombre, que en la palabra y lenguaje que usa, que es el parto de los conceptos del entendimiento»[51].

Tras un paciente estudio de la lengua quechua, Fray Domingo, catedrático de la primera generación de profesores de la Universidad de San Marcos de Lima, había llegado a valorar muy positivamente a los indígenas del Incario. Una lengua tan “pulida y hermosa” no podía ser obra de bárbaros, sino de gente de notable educación. Por el conocimiento había llegado a la admiración.

Una cuestión clave está en la consideración del “paso” de la “adaptación” a la inculturación. No tanto en lo que se refiere al vocablo como a la esencia. En la adaptación, el actor principal es el misionero, mientras que en la inculturación es la comunidad local la que asume la Buena Nueva y la vive y expresa de forma propia. En la adaptación, el Evangelio se “adapta” sobre todo a los aspectos externos de la cultura, pero no llega aún al “tercer nivel” de integración psicológica, según Luzbetak. Standaert pone algún ejemplo: «siguiendo el método de acomodación, el misionero va a traducir la teología en la lengua del otro, pero esta teología será esencialmente occidental. Según el modelo de inculturación, la cultura local va a dar una expresión nueva a esta teología a partir de su propio pensamiento»[52]. En la misma línea se mueve Yves Congar, hablando del paso de la “adaptación” o “aculturación” a la “inculturación”: «He aquí lo que es relativamente nuevo, el reconocimiento del otro en cuanto tal. A lo largo de los siglos se ha procurado llevar al otro hacia mí. Era amado, era estimado por aquello que podía llegar a ser, en la dirección en la cual nosotros estábamos. La novedad consiste en interesarse en el otro en aquello y por aquello mismo donde es precisamente otro»[53].

 Estas posiciones “críticas” sobre la adaptación[54] muestran claramente la problemática actual de la inculturación. Viene a decirse que casi hasta el siglo XX sólo se ha hecho adaptación, y no inculturación. La frase recién citada de Congar es muy dura, y a nuestro juicio no exenta de injusticia: «Era amado, era estimado por aquello que podía llegar a ser, en la dirección en la cual nosotros estábamos». Es lógico que un cristiano quiera ver a Cristo en los demás, y quiera que los que no conocen a Cristo le conozcan y le amen; y si no pertenecen a la Iglesia Católica es lógico que, si de verdad aprecia a una persona, desee para ella lo mejor, el encuentro con Dios en Cristo, plenitud de toda religión y de toda aspiración a la verdad, a la belleza, a la bondad. Otra cosa es si sólo mira en el otro un futuro prosélito, despreciando sus aspectos humanos y culturales. Pero esto no me parece que haya sido la tónica de muchos misioneros. En el texto antes citado de Domingo de Santo Tomás me parece que hay una sincera estimación en sí misma de un rasgo capital de los antiguos peruanos, su lengua, y no sólo como un instrumento para evangelizar. El hecho de compararla con la lengua castellana no es algo etnocéntrico, es resaltar que la lengua del Perú está abierta a la comunicación con otras lenguas, lo cual es un rasgo muy positivo.

La inculturación. Introducción[55]

En cuanto a la aparición del concepto en la literatura científica, en 1959 R. P. Segura titulaba un artículo La iniciación, valor permanente de la inculturación[56]. Tres años más tarde, el p. Joseph Masson usó la expresión catholicisme inculturé[57], que viene de una acepción de inculturación presente en la antropología: es la personal asimilación de la propia cultura en un individuo, desde su nacimiento[58]. Desde ese momento, y antes, en la literatura misionológica, usada por estudiosos y por pastores, aparecieron diversos conceptos: “aculturación”, “indigenización”, “contextualización”. Un obispo de Kenya afirmaba en 1976: «parece que no se debe aprobar la proposición africanizar el cristianismo. Se debe, ante todo, sustituir el término africanizar con el de indigenización que se aplica no sólo al África, sino a todo el mundo»[59]. Los distintos autores subrayan la importancia sea de los términos –en continua evolución– que de los contenidos. En la Compañía de Jesús, el concepto inculturación fue muy usado durante la 32ª Congregación General de 1.XII.1974-7.IV.1975, particularmente en los decretos IV y V[60]. En una carta de mayo de 1978, el p. Arrupe definía así la inculturación:

«Inculturación significa la encarnación de la vida y del mensaje cristiano en una concreta área cultural, de modo que esta experiencia no solamente llegue a expresarse con los elementos propios de la cultura en cuestión (lo que sería sólo una adaptación superficial), sino que llegue a ser el principio inspirador, normativo, y unificante, que transforma y re-crea esa cultura dando origen a una “nueva creación”. Se trata, en cualquier caso, de la experiencia cristiana del Pueblo de Dios que vive en un área cultural determinada y ha asimilado los valores tradicionales de la propia cultura, pero se abre a las otras culturas. Es la experiencia de una iglesia local que, discerniendo el pasado, construye el futuro en el presente»[61].

En esta amplia definición-descripción se presenta una maduración en los conceptos donde se expone una concepción “minimalista” de adaptación, entendida sólo extrínsecamente[62], por contraposición a la inculturación. El verdadero protagonista del proceso es la comunidad local, que se re-crea a partir de la fe, la cual penetra en el núcleo íntimo de la cultura. Muy importante es la apertura que se anuncia hacia las demás culturas, no siempre actuada.

En 1978, una vez analizada con profundidad la cuestión no ya sólo por los teólogos y por obispos aislados, sino por el mismo Vaticano II, era hora que el concepto entrara decididamente a formar parte del magisterio. A este respecto, hay que tener muy en cuenta: a) la realidad de la inculturación es muy anterior al concepto y, desde un punto de vista, comienza ya en Pentecostés, como hemos visto; b) las reflexiones de los expertos, y de los obispos han titubeado a la hora de escoger un vocablo adecuado. Por eso, no es justo, por ejemplo, entender unilateralmente la adaptación, cuando ha habido un periodo que, en la práctica correspondía a la inculturación, y es el uso que da a este concepto el Vaticano II; c) hay que entender el magisterio sobre la inculturación como todo magisterio: una toma de posición normativa de la jerarquía de la Iglesia; ésta se sirve de los avances de la teología, de la experiencia de los pastores, y de la asistencia del Espíritu Santo para orientar a la comunidad cristiana. No se trata de una posición privada entre otras[63]; d) este magisterio ha tenido, se podría decir, dos fases: una anterior a Juan Pablo II, donde aún no aparece el concepto. Y una segunda a partir de 1978, con el uso cada vez más habitual del vocablo. Pero la primera fase es enormemente rica, y se puede señalar que inicia con algunos documentos anteriores al Vaticano II, continúa con la riquísima doctrina del Vaticano II (sólo apuntamos, a manera de ejemplo, la doctrina de los semina Verbi[64]) y con el magisterio de Pablo VI, particularmente su encíclica Ecclesiam suam (1964) y su exhortación apostólica Evangelii nuntiandi (1975). Ya en la encíclica programática, Pablo VI veía, por un lado, el grave peligro del relativismo, y por otro, la necesidad de escuchar el alma de las personas y culturas. Refiriéndose sobre todo a los obispos, expone un pensamiento entrañablemente pastoral:

«¿Hasta qué punto debe la Iglesia acomodarse a las circunstancias históricas y locales en que desarrolla su misión? ¿Cómo debe precaverse del peligro de un relativismo que llegue a afectar su fidelidad dogmática y moral? Pero ¿cómo hacerse al mismo tiempo capaz de acercarse a todos para salvarlos a todos, según el ejemplo del Apóstol: “Me hago todo para todos, a fin de salvar a todos?” (1 Cor, 9, 22).

Desde fuera no se salva al mundo. Como el Verbo de Dios que se ha hecho hombre, hace falta hasta cierto punto hacerse una misma cosa con las formas de vida de aquellos a quienes se quiere llevar el mensaje de Cristo; hace falta compartir –sin que medie distancia de privilegios o diafragma de lenguaje incomprensible– las costumbres comunes, con tal que sean humanas y honestas, sobre todo las de los más pequeños, si queremos ser escuchados y comprendidos. Hace falta, aun antes de hablar, escuchar la voz, más aún, el corazón del hombre, comprenderlo y respetarlo en la medida de lo posible y, donde lo merezca, secundarlo. Hace falta hacerse hermanos de los hombres en el mismo hecho con el que queremos ser sus pastores, padres y maestros»[65].

Se advierte claramente la preocupación del Papa por conciliar la impelente necesidad de evangelizar con el respeto, querido por Dios, de las legítimas realidades naturales. Hay aquí un gran deseo de estima profunda, de diálogo, junto con un amor por la verdad que no puede olvidar los mandatos divinos. En 1975, la cuestión seguía sin resolverse, y en la importante encíclica Evangelii nuntiandi, en el n. 63 avisa:

«El problema es sin duda delicado. La evangelización pierde mucho de su fuerza y de su eficacia, si no toma en consideración al pueblo concreto al que se dirige, si no utiliza su “lengua”[66], sus signos y símbolos, si no responde a las cuestiones que plantea, no llega a su vida concreta. Pero, por otra parte, la evangelización corre el riesgo de perder su alma y desvanecerse, si se vacía o desvirtúa su contenido, bajo pretexto de traducirlo; si queriendo adaptar una realidad universal a un aspecto local, se sacrifica esta realidad y se destruye la unidad sin la cual no hay una universalidad. Ahora bien, solamente una Iglesia que mantenga la conciencia de su universalidad y demuestre que es de hecho universal puede tener un mensaje capaz de ser entendido, por encima de los límites regionales, en el mundo entero».

Se ve aquí cómo el planteamiento del magisterio es, lógicamente, diverso al de los autores de misionología. Estos sobre todo hacen referencia a la necesidad de abandonar los modelos de adaptación, que ellos entienden como externos y preparatorios, y lanzarse de lleno a que las comunidades locales encuentren ellas mismas una forma propia de expresar el Evangelio. Pero los pastores, y en este caso el Papa, miran también a la integridad del mensaje de Cristo, que no debe sufrir en el diálogo cultural. No quiere decir que la Iglesia no deba esforzarse por conocer y valorar los diversos rasgos culturales e incluso religiosos, pero valorados a la luz de la Revelación, y no al revés. Y llegamos así al pontificado de Juan Pablo II.

El magisterio de la Iglesia y la inculturación

Durante el fecundo pontificado de Juan Pablo II (1978-2005) el magisterio y las enseñanzas eclesiásticas sobre la inculturación han experimentado un notable avance, en plena continuidad con el magisterio precedente. Ante la magnitud de la cuestión nos limitaremos a unas líneas maestras[67]. Después de haberse ocupado del tema en la exhortación Catechesi tradendae, n. 53 (1979), en la encíclica Slavorum apostoli, n. 21 (1985) el pontífice da una definición, ya clásica:

«En la obra de evangelización que ellos llevaron a cabo [Santos Cirilo y Metodio] como pioneros en los territorios habitados por los pueblos eslavos, está contenido, al mismo tiempo un modelo de lo que hoy lleva el nombre de “inculturación” -encarnación del Evangelio en las culturas autónomas-, y a la vez, la introducción de éstas en la vida de la Iglesia».

 A nuestro juicio, es muy importante señalar las dos dimensiones del proceso: por una parte, la inserción del Evangelio en el alma de la cultura concreta, transformándola desde dentro. Pero no sólo eso. Por otra parte la nueva cultura pasa a formar parte de la comunión universal y hace su propia aportación a toda la Iglesia presentando un modo en parte nuevo de vivir el cristianismo. Nunca se debe cerrar sobre sí misma, aunque ya haya sido evangelizada. Como señala Juan Pablo II en la encíclica Familiaris consortio 74, en la inculturación debe existir: «el doble principio de la compatibilidad con el Evangelio de las varias culturas a asumir y de la comunión con la Iglesia Universal». Para que las culturas reciban el Evangelio deben ser purificadas de los elementos indignos de la persona humana o de la fe católica. Y a la vez deben entrar en la comunión de la Iglesia universal, sin encerrarse en sí mismas, lo cual siempre es un empobrecimiento de la cultura.

En 1989, recogiendo las enseñanzas del Magisterio y las aportaciones de algunos teólogos, la Comisión Teológica Internacional describe así el proceso de la inculturación:

«El proceso de inculturación puede definirse como el esfuerzo de la Iglesia por hacer penetrar el mensaje de Cristo en un determinado medio socio-cultural, llamándolo a crecer según todos sus valores propios, en cuanto son conciliables con el Evangelio. El término inculturación incluye la idea de crecimiento, de enriquecimiento mutuo de las personas y de los grupos, del hecho del encuentro del Evangelio con un medio social».

A continuación se repite la definición de Slavorum apostoli. Resulta muy clara la percepción de la inculturación como un proceso gradual[68].

Una piedra miliar en el magisterio sobre la inculturación es la encíclica Redemptoris missio (1990) que se ocupa con amplitud de la cuestión, aclarando algunas importantes dudas que habían ido surgiendo sobre la actualidad y la necesidad de la misión cristiana. Las secciones más importantes de la encíclica son las partes II, de índole teológica: “El Reino de Dios” y “El Espíritu Santo protagonista de la misión”, porque declaran el núcleo trinitario y salvífico de la misión ad gentes (a los no cristianos). Jesucristo es el único salvador de la humanidad. Sólo desde la fe la misión tiene sentido, y no se confunde ni con el diálogo interreligioso ni con las obras de promoción meramente humanas. De ahí que resulte significativo la inserción del parágrafo “Encarnar el Evangelio en las culturas de los pueblos” dentro de la parte V, “Las vías de la misión”. Es muy importante, a nuestro juicio, considerar que la inculturación es un proceso necesario, pero no primario, dentro del desplegarse de la acción salvífica de la Iglesia. Un proceso subordinado a la verdadera finalidad de la misión ad gentes: «en primer lugar la conversión individual, personal, a Cristo; y en segundo momento, la formación de una Iglesia particular»[69]. Sólo así se puede circunscribir en su contexto adecuado el proceso de inculturación. De hecho las referencias de la encíclica son más bien una voz de alarma ante posibles desviaciones:

«El proceso de inserción de la Iglesia en las culturas de los pueblos requiere largo tiempo: no se trata de una mera adaptación externa, ya que la inculturación “significa una íntima transformación de los auténticos valores culturales mediante su integración en el cristianismo y la radicación del cristianismo en las diversas culturas” (Asamblea extraordinaria de 1985, Relación Final, II, D, 4). Es, pues, un proceso profundo y global que abarca tanto el mensaje cristiano, como la reflexión y la praxis de la Iglesia. Pero es también un proceso difícil, porque no debe comprometer en ningún modo las características y la integridad de la fe cristiana» (nº 52).

El Papa subraya la categoría de proceso que define la inculturación, un proceso que requiere «largo tiempo», que es además «difícil», pues su carácter «profundo y global» implica muchos elementos –mensaje, reflexión, praxis– que implican una gran serenidad y paciencia. En el mismo nº 54 Juan Pablo II señala algunos criterios. En primer lugar repite lo señalado en Familiaris consortio nº 74: la compatibilidad con el Evangelio y la comunión con la Iglesia universal, como línea de discernimiento sobre la correcta o errónea dirección del proceso. Además advierte del «riesgo de pasar acríticamente de una especie de alienación de la cultura a una supervaloración de la misma, que es un producto del hombre, en consecuencia, marcada por el pecado. También ella debe ser “purificada, elevada y perfeccionada” (Lumen Gentium, 17)». Las culturas deben ser “humildes” para reconocer que algunos de sus rasgos culturales no son concordes con la dignidad de hijos e hijas de Dios. A continuación exhorta de nuevo a considerar que el proceso de inculturación es ciertamente largo.

El último criterio es pertinente si se tiene en cuenta la praxis de algunas regiones donde sólo un grupo de “expertos” guían la inculturación:

«Finalmente la inculturación debe implicar a todo el pueblo de Dios, no sólo a algunos expertos, ya que se sabe que el pueblo reflexiona sobre el genuino sentido de la fe que nunca conviene perder de vista. Esta inculturación debe ser dirigida y estimulada, pero no forzada, para no suscitar reacciones negativas en los cristianos: debe ser expresión de la vida comunitaria, es decir, debe madurar en el seno de la comunidad, y no ser fruto exclusivo de investigaciones eruditas. La salvaguardia de los valores tradicionales es efecto de una fe madura» (nº 54).

Se trata de fomentar la creación de pequeñas comunidades de creyentes como las que describen los Hechos de Apóstoles, congregadas en torno a la Eucaristía, a los Apóstoles, unidos por la caridad (Hech 2, 42-43).

El último documento pontificio al que haremos referencia en esta sección es la encíclica Fides et ratio (1998), dedicada principalmente a la «diaconía de la verdad» (nº 2), que lleva a la Iglesia a marchar en misión por el mundo para anunciar a Jesucristo, «Camino, Verdad y Vida» (Jn 14, 6). Además de ocuparse del diálogo con la filosofía, el documento trata de las relaciones entre evangelización y culturas en los números 70-72. De entrada el pontífice afirma: «El proceso de encuentro y confrontación con las culturas es una experiencia que la Iglesia ha vivido desde los comienzos de la predicación del Evangelio» (nº 70), y no algo que surja en el siglo XX, ni mucho menos.

Haciendo una reflexión histórica sobre el diálogo de los cristianos con las culturas, Juan Pablo II afirma:

«La forma en la que los cristianos viven la fe está también impregnada por la cultura del ambiente circundante y contribuye, a su vez, a modelar progresivamente sus características. Los cristianos aportan a cada cultura la verdad inmutable de Dios, revelada por Él en la historia y en la cultura de un pueblo» (nº 71).

Es decir, que los cristianos llevan consigo una capacidad de renovar las culturas desde dentro. «Las culturas, cuando están profundamente arraigadas en lo humano, llevan consigo el testimonio de la apertura típica del hombre a lo universal y a la trascendencia» (nº 70). Y esa apertura lleva a aceptar el cristianismo como un enriquecimiento. A este respecto, el misionero jesuita José de Acosta (1540-1600) refiere una anécdota, que no debe ser descalificada a priori, de la reacción de un indígena mexicano ante la pregunta de un religioso de por qué habían abrazado la fe cristiana tan rápidamente:

«no creas, padre, que tomamos la ley de Cristo tan inconsideradamente como dices, porque te hago saber, que estábamos ya tan cansados y descontentos con las cosas que los ídolos nos mandaban, que habíamos tratado de dejarlos y tomar otra ley. Y como la que vosotros nos predicasteis nos pareció que no tenía crueldades, y que era muy a nuestro propósito, y tan justa y buena, entendimos que era la verdadera ley, y así la recibimos con gran voluntad»[70].

Este texto, que sería relegado a la condición de “anécdota justificativa” por los “hiperculturalistas”, señala sin embargo una verdad, expresada así en Fides et ratio: «toda cultura lleva impresa y deja entrever la tensión hacia una plenitud. Se puede decir, pues, que la cultura tiene en sí misma la posibilidad de acoger la revelación divina» (nº 71). Los hombres, que están por encima de la cultura, pueden perfectamente percibir el Evangelio como una gran mejoría respecto a su estadio pre-cristiano.

El Papa afirma seguidamente que, a partir de Pentecostés, se ha venido dando a lo largo de la historia de la Iglesia un diálogo cultural, en donde los sucesivos nuevos cristianos no han debido renunciar a su identidad cultural. «Ello no crea división alguna –dice Juan Pablo II–, porque el pueblo de los bautizados se distingue por una universalidad que sabe acoger cada cultura, favoreciendo el progreso de lo que en ella hay de implícito hacia su plena explicitación en la verdad» (nº 71). Existe como un estribillo en el documento respecto a la apertura intrínseca de cada cultura hacia la verdad, que hace posible el diálogo y la disposición a recibir la perfección desde “fuera” de la propia cultura. Esto, que es elemental muchas veces en las cuestiones técnicas o económicas (las culturas no dudan habitualmente en aceptar del exterior adelantos técnicos, que hacen la vida más llevadera), resulta capital cuando está en juego la perfección integral de los hombres y mujeres de un determinado grupo humano.

Siguiendo con la apertura de las culturas, el Santo Padre señala:

«De esto deriva que una cultura nunca puede ser criterio de juicio y menos aún criterio último de verdad en relación con la revelación de Dios. El Evangelio no es contrario a una u otra cultura como si, entrando en contacto con ella, quisiera privarla de lo que le pertenece obligándola a asumir formas extrínsecas no conformes a la misma. Al contrario, el anuncio que el creyente lleva al mundo y a las culturas es una forma real de liberación de los desórdenes introducidos por el pecado y, al mismo tiempo, una llamada a la verdad plena. En este encuentro, las culturas no sólo no se ven privadas de nada, sino que por el contrario son animadas a abrirse a la novedad de la verdad evangélica recibiendo incentivos para ulteriores desarrollos» (nº 71).

La insistencia del Pontífice en señalar la no homogeneidad entre Evangelio y cultura (no son dos elementos del mismo rango), le lleva a afirmar que jamás una cultura concreta puede erigirse en criterio último de juicio respecto de la fe cristiana. No es la fe, el Evangelio, el que debe cambiar al entrar en contacto con la nueva cultura, sino al contrario. Es preciso que se opere en la cultura un cambio, una conversión, que la beneficia enormemente, pues la purifica de tantos elementos funestos que toda cultura lleva en sí.

El número 72 de la encíclica, por lo que respecta a las relaciones entre fe y razón, «comprende un elemento nuevo, que es al mismo tiempo uno de sus más actuales e importantes elementos»[71]. Aunque el Pontífice se refiere sobre todo a la cultura india, estos tres criterios se refieren también a cualquier cultura que entra en contacto con el Evangelio:

«El primero es el de la universalidad del espíritu humano, cuyas exigencias fundamentales son idénticas en las culturas más diversas.

»El segundo, derivado del primero, consiste en que cuando la Iglesia entra en contacto con grandes culturas a las que anteriormente no había llegado, no puede olvidar lo que ha adquirido en la inculturación en el pensamiento grecolatino. Rechazar esta herencia sería ir en contra del designio providencial de Dios, que conduce su Iglesia por los caminos del tiempo y de la historia.

» (…) En tercer lugar, hay que evitar confundir la legítima reivindicación de lo específico y original del pensamiento indio con la idea de que una tradición cultural deba encerrarse en su diferencia y afirmarse en su oposición a otras tradiciones, lo cual es contrario a la naturaleza misma del espíritu humano» (nº 72).

Está latente en los tres criterios el elemento (ya recordado) de la apertura de cada cultura a la verdad y hacia la propia perfección. Cada cultura es un sistema con múltiples factores, que se mueve, que evoluciona hacia un objetivo propio. El segundo criterio es el más delicado, puesto que exige discernir los elementos culturales que la Iglesia ha adquirido a lo largo de la historia, y que son prescindibles, de aquellos a los que no se puede renunciar sin grave peligro para la integridad de la Tradición. Hay algunos elementos que parecen más claros, como es el de la filosofía realista encarnada primariamente en Santo Tomás. Es verdad que la doctrina del Aquinate no se encuentra en la Sagrada Escritura (aunque se funda en ella); pero sería perjudicial que en el diálogo con una gran cultura se dejara a Santo Tomás de lado, para intentar el diálogo con un “Evangelio puro”, que no ha existido. Si antes quizás el peligro estaba en la falta de valoración de elementos positivos en las culturas, ahora es justo el contrario, se idealiza y absolutiza a las culturas haciéndolas criterio último del discernimiento.

Como es obvio, el tercer criterio se basa en la unidad del género humano, que excluye un apriorístico cerrarse en la propia excelencia. Como expone Królikowski,

«Esta unidad natural del género humano y la variedad cultural son la primera justificación de la recíproca apertura de las culturas, las cuales son fruto de las acciones del hombre, aunque él es siempre representante de esta misma familia humana. Por tanto no existe una cultura inaccesible para otras culturas, desde el momento en que es creada por estos mismos hombres, y no existe cultura que no pueda ser enriquecida por el encuentro con otras culturas, puesto que ningún hombre o grupo humano es en sí mismo autosuficiente. El aislamiento de otras culturas y la negación del significado común se revelan finalmente sobre todo como una elección de pobreza cultural»[72].

La persona nunca se agota en la propia cultura, la trasciende, «es al mismo tiempo hijo y padre de la cultura a la que pertenece»[73]. Es, antes que miembro de una cultura, representante del género humano. Por otro lado, la historia nos confirma la fluidez de tantas culturas que han hecho su aportación a otras culturas (por ejemplo, el influjo helenístico en la cultura romana), han cambiado y luego han dejado de existir. Por desgracia, estas “cerrazones” no han faltado en la historia, como por ejemplo el cierre japonés del s. XVII a los influjos externos. Recientemente el CELAM ha denunciado una forma insidiosa de discriminación cultural:

«No faltan quienes luchan por otra causa justa: el respeto, el aprecio y el derecho a existir y desarrollarse de las culturas indígenas. Sin embargo, no faltan quienes lo hacen, tratando de mantenerlas lejos del intercambio con otras culturas y con el progreso de la sociedad, e impulsándolas a rechazar la riqueza del cristianismo»[74].

En las antípodas de la doctrina de la Fides et ratio, este malentendido deseo de proteger a los indígenas les impide inserirse en el flujo social general e, incluso, les priva de llegar a la perfección con el cristianismo. Además, ese aislacionismo es hoy en día imposible. Tarde o temprano serán arrollados por la sociedad “externa”, y se encontrarán impreparados para asimilar los nuevos cambios sociales[75].

4.     El complejo binomio fe-cultura

Una vez presentado, a grandes rasgos, el magisterio de la Iglesia sobre la inculturación, podemos profundizar ulteriormente la relación entre fe y culturas. Fasoli presenta la inculturación como un «proceso biunívoco y en cierta medida equívoco, por tanto ambivalente»[76]. No le falta razón, habida cuenta de tantos malentendidos que se producen. Con sentido pedagógico, Shorter, un conocido estudioso de la materia, se plantea así las relaciones entre los valores religiosos africanos y el cristianismo:

«El peligro (…) consiste en ver el cristianismo y la cultura africana como dos elementos en oposición de forma que cada una crece a expensas del otro. Más significa uno, menos el otro. Es como si se tratase de dos equipos de un partido de rugby ganando terreno uno frente al otro. La realidad ciertamente es muy diferente. El resultado de la inculturación debería ser una síntesis en la que, como el Papa Juan Pablo II ha escrito, “la fe se hace cultura”»[77].

Shorter afirma que se debe evitar comprender la dialéctica fe-cultura como si se tratara de la lucha de dos antagonistas. No se trata de que haya «vencedores o vencidos». Y añade:

«Inculturación significa la presentación y reexpresión del Evangelio en formas y términos convenientes a una cultura. Este proceso resulta en la reinterpretación de ambos, sin ser infieles a ninguno de los dos. Si se llega a algo menos, no es inculturación. En otras palabras, debe haber un sincretismo y no una síntesis –yuxtaposición de dos significados no comunicados»[78].

Precisamente en estas últimas afirmaciones se muestra uno de los graves malentendidos que, a nuestro juicio, se celan sobre la inculturación: la presentación de la fe y la cultura como dos elementos de igual naturaleza; lo cual es un error, y se vuelve tanto contra la fe como contra la cultura. El Evangelio, la fe católica, es sobrenatural, tiene origen divino y, en su esencia, no puede modificarse. A lo largo de la historia sufre muchos cambios en sus estructuras no esenciales, en su forma de predicar el mismo Evangelio, en algunas determinaciones jurídicas de su esencia permanente, etc., pero siempre es el Pueblo de Dios Padre, el Cuerpo Místico de Cristo, animado por el Espíritu Santo. En cambio, una cultura por su misma esencia es algo en permanente evolución, muestra el proyecto de vida de un grupo humano que va cambiando, pues la propia colectividad cambia, sufre crisis, incluso puede desaparecer. El Evangelio, al encontrarse con una cultura le reporta enormes beneficios. «Si las culturas, cuya totalidad está constituida por elementos heterogéneos, son cambiantes y caducas, el primado de Cristo y la universalidad de su mensaje son fuente inagotable de vida (cf. Col 1, 8-12; Ef 1, 8) y de comunión»[79].

Las culturas no cristianas anhelan la Revelación de Cristo, pues anhelan la verdad, el bien, la belleza, que sólo se encuentran en plenitud en Cristo, a pesar de los errores que los cristianos hayamos podido cometer. En esta cuestión se debe tener muy en cuenta el clásico principio escolástico, gratia non tollit naturam, sed perficit: la gracia no destruye la naturaleza, sino que la perfecciona[80]. La fe no destruye una cultura cuando se encuentra con ella, sino que la perfecciona, como bellamente enseña el Concilio Vaticano II.

«la actividad misionera hace presente a Cristo autor de la salvación. Libera de contactos malignos todo cuanto de verdad y de gracia se hallaba entre las gentes como presencia velada de Dios y lo restituye a su Autor, Cristo (…) Así, pues, todo lo bueno que se halla sembrado en el corazón y en la mente de los hombres, en los propios ritos y en las culturas de los pueblos, no solamente no perece, sino que es purificado, elevado y consumado para gloria de Dios, confusión del demonio y felicidad del hombre»[81].

Las semillas del Verbo, «cuanto de verdad y de gracia se hallaba entre las gentes como presencia velada de Dios», hay que sacarlas a la luz, pero antes purificarlas de toda presencia del mal. La fe y la cultura no son dos elementos homogéneos. Con mucha fuerza lo señala un documento del Pontificio Consejo de la Cultura:

«En sintonía con las exigencias objetivas de la fe y la misión de evangelizar, la Iglesia tiene en cuenta este dato esencial: el encuentro entre la fe y las culturas se opera entre dos realidades que no son del mismo orden. Por tanto la inculturación de la fe y la evangelización de las culturas, constituyen como un binomio que excluye toda forma de sincretismo[82]. Tal es “el sentido auténtico de la inculturación. Ésta, ante las culturas más dispares y a veces contrapuestas, presentes en las distintas partes del mundo, quiere ser una obediencia al mandato de Cristo de predicar el Evangelio a todas las gentes hasta los últimos confines de la tierra. Esta obediencia no significa sincretismo, ni simple adaptación del anuncio evangélico, sino que el Evangelio penetra vitalmente en las culturas, se encarna en ellas, superando sus elementos culturales incompatibles con la fe y con la vida cristiana y elevando sus valores al misterio de la salvación que proviene de Cristo”[83]»[84].

Bajo algún aspecto, nos encontramos en las antípodas de las afirmaciones de Shorter. El problema no es que no debe haber “vencedores o vencidos”, sino que la fe, por naturaleza, es de un orden superior al de las culturas. No se debe presentar en ningún caso el sincretismo como objetivo del proceso de inculturación, sino una nueva síntesis entre la fe y la nueva cultura, respetando los dos principios de compatibilidad con la fe y de comunión con la Iglesia universal. Veámoslo con detenimiento.

5.     Inculturación y sincretismo

 Es cierto, como dice Pastores dabo vobis, «que en algunas regiones del mundo la religión cristiana se considera como algo extraño a las culturas, tanto antiguas como modernas»[85]; sin embargo, la respuesta a esta dificultad no puede ser ni una simple adaptación externa, ni el sincretismo; la única vía posible es la de la inculturación.

Si se mantienen como dos elementos homogéneos la cultura local y el cristianismo, la derivación hacia el sincretismo es casi inevitable. Consideremos esta espinosa cuestión estudiando brevemente la posición de dos autores. Louis Luzbetak, en primer lugar, ofrece la siguiente interpretación. Inicia con la definición de sincretismo desde un punto de vista antropológico y misionológico:

«Desde el punto de vista antropológico, el sincretismo es cualquier síntesis de dos o más credos o usanzas culturales, particularmente de carácter religioso. En tanto en cuanto es una síntesis, el sincretismo es un proceso terminal. (…) En la misionología, sin embargo, el término “sincretismo” involucra la teología cristiana y puede por tanto ser definido en modo más restringido como una amalgama teológicamente inadmisible»[86].

Desde la posición antropológica o sociológica el sincretismo es visto como una síntesis entre dos religiones o dos usanzas culturales. Este fenónemo, para un historiador de las religiones, está a la orden del día. El problema es, en el ámbito de la Iglesia católica, si esa “síntesis” entre el cristianismo y otra religión es aceptable. La respuesta evidente es “no”, pues se ha creado una nueva entidad religiosa que no es ni el catolicismo ni la otra religión. Desde un punto de vista, y volviendo al siglo XVI, se trata de idolatría, tan perseguida por los misioneros españoles en América, que hacía alertar al ya citado Bernardino de Sahagún: «Los pecados de la idolatría y ritos idolátricos y agüeros, y abusiones y ceremonias idolátricas, no son aún perdidos del todo»[87]. No se puede admitir que junto a los ritos cristianos convivan prácticas paganas. Es decir, que si al final de un proceso de evangelización se llega al sincretismo, se puede hablar de una evangelización qua aún no ha logrado el objetivo.

Es lo que destaca Luzbetak: el sincretismo no debe ser concebido como un resultado final. Según él, hay tres problemas fundamentales respecto a las «amalgamas teológicamente inadmisibles»:

«1. Desde el punto de vista del contenido, son inadmisibles porque son formas de criptopaganismo.

2. Como proceso, son en gran parte inevitables e inconscientes en tanto en cuanto manifiestan “leyes” psicológicas asociadas a todos los cambios culturales.

3. A menudo manifiestan valores importantes y, a veces, centrales, de una sociedad y merecen por tanto respeto. Su existencia crea un enorme dilema teológico»[88].

La consecuencia del sincretismo en el agente pastoral debe ser, pues, no sólo el rechazo, sino también la reflexión. Debe saber escuchar detrás de estas “amalgamas”, “demandas” del grupo humano, a las que es preciso atender con imaginación, y con respeto a la integridad de la Tradición de la Iglesia, ofreciendo propuestas atractivas a las respuestas incompatibles con la fe.

Veamos ahora la posición del conocido investigador Manuel Marzal (1931-2005), profesor en la Pontificia Universidad Católica del Perú, estudioso de la cuestión del sincretismo en América Latina desde un punto de vista principalmente antropológico, no teológico[89]. Según este autor,

«cuando dos religiones, con sus respectivas creencias, ritos, experiencias subjetivas, formas de organización y normas éticas, tienen un contacto prolongado, pueden ocurrir tres cosas: que se funden en una nueva, produciendo una síntesis; que retengan su identidad y se superpongan, produciendo una yuxtaposición, y que se integren en una nueva, donde se puede identificar el origen de cada elemento, produciendo un sincretismo»[90].

Para Marzal lo habitual es que se produzca el sincretismo. La síntesis es casi imposible, pues nunca se da total equivalencia entre religiones; la yuxtaposición es excepcional, si las dos religiones conviven por un período largo. Y de aquí el profesor hispano-peruano pasa a una interpretación histórica:

«El prolongado contacto del catolicismo ibérico con las religiones andinas, maya y africana desencadenó un complejo proceso de persistencias, de pérdidas, de síntesis y de reinterpretaciones en los elementos de las religiones en contacto (…) que culminó con el surgimiento de tres religiones sincréticas»[91].

Con estos presupuestos, frutos de sus propias investigaciones y trabajos de campo[92], Marzal expone su definición del proceso de sincretismo:

«La formación, a partir de dos sistemas religiosos, de otro nuevo, cuyas creencias, ritos, formas de organización y normas éticas son producto de la interacción dialéctica de los dos sistemas en contacto. El resultado de esa interacción dialéctica en los diferentes niveles del nuevo sistema religioso será, ya la persistencia de determinados elementos con su misma forma y significado, ya su pérdida total, ya la síntesis de otros elementos con sus similares a la otra religión, ya finalmente, la reinterpretación de otros elementos»[93].

Llegados a este punto, podemos hacer algunas reflexiones. La primera es que, como el propio Marzal afirma, se trata sólo de «una teoría sobre la naturaleza y la formación de los sistemas sincréticos»[94], a partir de sus estudios de las comunidades de Cuzco, Chiapas y Bahía, aunque sus investigaciones abarcan también otros grupos. En este autor, por otra parte, siempre se considera el caso de dos religiones a contacto, no del Evangelio y las culturas autóctonas, aunque es claro que las culturas tradicionales no pueden nunca separarse de su núcleo religioso. Lo más importante, a nuestro juicio, es que su perspectiva es, hasta el momento, antropológica-sociológica, no teológica. Cuando se refiere al surgimiento de “tres religiones sincréticas” como resultado de la llegada del “catolicismo ibérico” hay que tener en cuenta además los datos históricos generales del llamado período colonial-virreinal-hispánico de América. Si se afirma que en algunas regiones, más o menos aisladas, el catolicismo no arraigó en las comunidades indígenas sino en asociación sincrética con elementos de la religión tradicional, no hay objeciones; pero no se puede establecer este fenómeno como paradigma general, pues los datos históricos apuntan más bien a que los naturales de las zonas pobladas recibieron el cristianismo y, con el paso de las generaciones, lo fueron asimilando. Es probable que todavía en el siglo XVI los indígenas, al menos algunos, hubieran aceptado sinceramente una “religión mixta”: el cristianismo y su religión tradicional[95]. Pero no parece que esto sea así en los siglos posteriores, al menos para la mayoría de los naturales. Los autores, antropólogos e historiadores, parecen debatirse entre dos extremos: el indígena jamás aceptó la religión cristiana, impuesta desde el exterior, y un ingenio “triunfalismo” que sostiene que la conversión no presentó apenas problemas. A nuestro entender, los datos históricos que tenemos llevan a excluir claramente los dos extremos. La cuestión es muy compleja, pues se deben conjugar diversas metodologías científicas (antropología, teología, historia, arqueología, etc.).

A continuación, Marzal hace una “incursión” en el ámbito teológico y relaciona el “sincretismo y la teología de la inculturación”. Es aquí donde, a nuestro juicio, su enfoque presenta claros elementos para la crítica. Enseguida afirma que «el sincretismo es como la otra cara de la inculturación»[96]. No “el contrario”, no “el fracaso”, sino “otra forma de llamar a la inculturación”. De nuevo refiriéndose a los indios de América del periodo colonial, afirma:

«El sincretismo es sin duda una forma de resistencia cultural, pero también una forma de inteligencia cultural; en efecto los indios resistían por fidelidad no sólo a los dioses de su panteón en que seguían creyendo, sino también al modo de pensar, sentir y orar de su cultura; o en otros términos, resistían para conservar su vieja religión, y también para hacer más suya la nueva religión católica que estaban aceptando. Esta segunda resistencia es la que produce a menudo la inculturación de la fe»[97].

Para Marzal, y en esto coincide con la exhortación Redemptoris missio, nº 54, la inculturación la deben hacer los destinatarios de la evangelización, y no los misioneros. El problema es que hace coincidir inculturación con sincretismo: «muchos indios y negros, recurriendo al sincretismo, conservaron, junto a formas religiosas católicas que iban aceptando cada vez más, las suyas propias y realizaron a menudo, en contra o al margen de los misioneros, una verdadera inculturación»[98].

Recapitulando, encontramos aquí dos problemas: uno de tipo histórico: hasta qué punto estos análisis antropológicos de algunos grupos pueden valer para la generalidad de los indígenas. El segundo, mucho más grave, de carácter teológico y afecta a la situación actual de las comunidades indígenas. Si entendemos el sincretismo como el resultado de la fusión de dos sistemas religiosos, dando lugar a un tercero nuevo, esto jamás puede ser equiparado con la inculturación, que es la encarnación del Evangelio en un contexto cultural y la incorporación de esa cultura a la Iglesia universal. Los individuos que froman parte de una cultura cuya religiosidad no permite entablar con Dios la relación que Èl desea, deben decir “no” a su religión anterior y abrazar el Cristianismo, a la vez que deben decir “sí” a los elementos auténticamente humanos que están entremezclados en su religión, que pasan a enriquecer de alguna forma al Cristianismo[99]. Pero el Evangelio nunca desaparece para convertirse en otra cosa. Veamos un ejemplo actual: la etnia Chayahuita de la Amazonia peruana, pueblo evangelizado ya desde finales del siglo XVII. Así viene descrita su religiosidad, en forma de “religión mestiza”:

«El contacto con la Iglesia Católica durante más de trescientos cincuenta años no ha significado la pérdida de la tradición religiosa chayahuita. Ambas tradiciones se viven paralelamente. Por una parte, persiste una rica mitología, creencias y ritos de procedencia indígena; por otra parte, se vive plenamente el cristianismo por medio de la evangelización, los sacramentos y el catolicismo popular»[100].

La frase repropone en el presente la problemática de Marzal: ¿la situación descrita es una prueba de inculturación por parte de los Chayahuitas, o más bien el fracaso de la evangelización? De la respuesta que se dé a esta pregunta se pueden configurar planes pastorales antitéticos. A nuestro modo de ver, el magisterio de la Iglesia ha optado claramente por considerar el sincretismo un serio problema que hay que evitar a toda costa. Si se da, es bueno individuarlo para seguir trabajando en la inculturación, para hacer de los destinatarios 100% poseedores de su cultura y 100% católicos. La inculturación es, a nivel cultural, el objetivo final del proceso. El sincretismo es, teológicamente, una patología.

Presentar el sincretismo como la forma habitual de aceptar el Evangelio de Cristo se contrapone a la historia bimilenaria de la Iglesia: desde Pentecostés a la actualidad se han convertido a la fe católica millones de hombres y mujeres que ya tenían un credo religioso. Los primeros eran judíos, y compartieron por un tiempo las prácticas mosaicas, pero tras el Concilio de Jerusalén quedó claro que entre la Iglesia y la Ley de Moisés no sólo hay continuidad, sino discontinuidad. Al encontrarse con las religiones orientales, o romanas, también hubo problemas, pero las personas se fueron incorporando a la Iglesia abandonando su anterior religión, no en forma de religión yuxtapuesta. Por encima de las investigaciones históricas y antropológicas sobre lo que ocurrió con la evangelización de América no se puede, a nuestro juicio afirmar que el sincretismo es un sistema válido y laudable para incorporarse al cristianismo, y mucho menos hacerlo coincidir con la inculturación. Eso sería, casi, afirmar que el hombre no es capaz de recibir auténticamente el Evangelio, lo que vaciaría de contenido la misión de la Iglesia.

Una vía muy importante para superar el conflicto sincretismo – inculturación es acudir al “expediente de la verdad”. Como ya hemos comentado, «toda verdad, quienquiera que la diga, procede del Espíritu Santo». Si en las religiones precristianas se encuentran elementos de verdad, hay que asumirlos en el cristianismo, la religión de Cristo, «Camino, Verdad y Vida» (Jn 14, 6).

Recurriendo de nuevo a los evangelizadores del siglo XVI, se puede ver que supieron distinguir entre esos elementos de verdad y el conjunto de la religión. Si nos centramos en la figura de Jerónimo de Mendieta (1525-1604), que misionó en la Nueva España, podemos apreciar que no duda en referirse a los ritos indígenas como «diversos desatinos, fábulas y ficciones, las cuales ellos tenían por cosas ciertas»[101], que reflejan «a cuánta bajeza viene el entendimiento, y cuánto se pervierte su lumbre natural por falta de fe y de gracia, pues viene a creer y tener por ciertos los desatinos y disparates que estos indios, siendo infieles creían»[102]. Estas frases, que muestran un claro “no” a las religiones prehispánicas, no impiden que el misionero encuentre tantos valores auténticos en la religión y cultura de los aztecas. En esta línea se encuentra su consideración por los huehuehtlahtolli, o discursos de la antigua palabra, que transmitían mensajes de alto contenido moral, que Mendieta no duda en relacionar con la ética aristotélica, y se detiene en transcribir tres de estos discursos[103]. Otro “sí” de Mendieta a las creencias religiosas es el de relacionar algunas de ellas con una revelación del genuino Dios verdadero:

«Y este [el sol] debía ser al que llamaban los mexicanos ipalnemohuani, que quiere decir: “por quien todos tienen vida o viven”. Y también le decían Moyucuyatzin ayac oquiyocux, ayac oquipic, que quiere decir: “que nadie lo crió o formó, sino que él sólo por su autoridad y por su voluntad lo hace todo”. Aunque se puede creer que esta manera de hablar les quedó de cuando sus muy antiguos antepasados debieron de tener natural y particular conocimiento del verdadero Dios, teniendo creencia que había criado el mundo, y era Señor de él y lo gobernaba. Porque antes que el capital enemigo de los hombres y usurpador de la reverencia que a la verdadera deidad es debida, corrompiese los corazones humanos, no hay duda sino que los pasados, de quien estas gentes tuvieron su dependencia, alcanzaron esta noticia de un Dios verdadero»[104].

Como conclusión a este epígrafe, podemos afirmar que no sólo hay un “no” a las religiones, sino un “sí” a sus elementos de verdad, genuinamente humanos. Pero estos elementos no se yuxtaponen al Evangelio, sino que, purificados, se integran en él, recurriendo en este caso al argumento de una remota revelación natural.

6.     Inculturación y evangelización

Cuando se repasan los escritos acerca de la inculturación, a veces se advierte una tendencia a “exagerar” el papel de este proceso, dentro de la actividad de la Iglesia. El ya citado Hervé Carrier, por ejemplo, afirma: «la intención final de la nueva evangelización es la cristianización de la cultura, esto es, la difusión en toda la sociedad de una mentalidad que se refiera a Jesucristo y que asimile los valores evangélicos»[105]. Más adelante, comentando el decreto conciliar Ad gentes, añade: «Desde las primeras líneas del documento Ad Gentes, la necesidad de inculturar sin cesar la Buena Nueva en el mundo entero, está indicada como la misión esencial de la Iglesia»[106].

A este respecto se puede señalar un texto de Juan Pablo II, que se sitúa en la misma dirección que el autor citado. En 1992, hablando al Consejo Internacional para la Catequesis, decía: «Recordar la primigenia índole misionera de la Iglesia significa testimoniar esencialmente que la tarea de la inculturación, como difusión integral del Evangelio y de su consiguiente adaptación al pensamiento y a la vida, sigue aún hoy y constituye el corazón, el medio y el objetivo de la “nueva evangelización”»[107]. Es decir, que la inculturación no es un aspecto secundario de la evangelización, sino su núcleo más íntimo.

Con todo, nos parece útil señalar que si se miran las cosas con una perspectiva más global, hay que procurar evitar identificar tout court evangelización con inculturación. Respecto a este equívoco hay textos muy claros del magisterio. Veamos algunos. La encíclica de Juan Pablo II Centesimus Annus enseña que la doctrina social de la Iglesia «tiene de por sí el valor de un instrumento de evangelización: en cuanto tal, anuncia a Dios y su misterio de salvación en Cristo a todo hombre y, por la misma razón, revela al hombre a sí mismo. Solamente bajo esta perspectiva se ocupa de lo demás: de los derechos humanos de cada uno y, en particular, del “proletariado”, la familia y la educación, los deberes del Estado, el ordenamiento de la sociedad nacional e internacional, la vida económica, la cultura, la guerra y la paz, así como del respeto a la vida desde el momento de la concepción hasta la muerte»[108]. Es decir, que el objetivo para la Iglesia es el hombre o la mujer concreta. Y sólo a partir de ahí se ocupa de todo lo demás, incluida la cultura. Con mucha fuerza remachaba el anterior pontífice en su primera encíclica que

«se trata por tanto del hombre en toda su verdad, en su plena dimensión. No se trata del hombre “abstracto” sino real, del hombre “concreto”, “histórico”. Se trata de “cada” hombre, porque cada uno ha sido comprendido en el misterio de la Redención y con cada uno se ha unido Cristo, para siempre, por medio de este ministerio»[109].

Otro texto clarificador es el de la exhortación Ecclesia in Africa de Juan Pablo II:

«La evangelización debe abarcar al hombre y a la sociedad en todos los niveles de su existencia. Se manifiesta en diversas actividades, en particular en aquéllas tomadas específicamente en consideración por el Sínodo: anuncio, inculturación, diálogo, justicia y paz, medios de comunicación social»[110].

La inculturación se contempla como uno de los elementos de la evangelización. La última cita tiene, en este sentido, más valor, cuando se tiene en cuenta que se trata de un contexto africano, donde la inculturación es particularmente importante. Si consideramos la exhortación Ecclesia in America las menciones a la inculturación existen (cfr. nn. 70-71), pero no es, ni mucho menos, el tema principal de la exhortación. Por lo tanto, hay que considerar siempre la inculturación como un aspecto parcial de la evangelización, y no como lo más importante. Una vez más, hay que reafirmar que el hombre (objeto de la evangelización) tiene la precedencia respecto de la cultura (objeto de la inculturación).

7.     ¿Hay motivos de esperanza?

Tras haber repasado algunos de los conceptos y problemas principales acerca de la inculturación del Evangelio, cabe preguntarse: ¿es posible hacer una inculturación digna de la persona y digna de la Iglesia? La exhortación apostólica Redemptoris missio no duda en presentar las dificultades: la inculturación «requiere largo tiempo», y además «es también un proceso difícil, porque no debe comprometer en ningún modo las características y la integridad de la fe cristiana»[111]. Nadie puede hacerse ilusiones. La enseñanza de la historia nos advierte del peligro de las “religiones mestizas”, sincréticas, que para algunos es el modelo que hay que seguir hoy. Para otros, la única vez que la Iglesia ha realizado verdaderamente una inculturación integral ha sido durante los primeros siglos[112]. García Añoveros, conocedor del contexto indígena guatemalteco, se pregunta y reflexiona:

«¿Quién o quiénes serán los que lleven a efecto el proceso de la inculturación? ¿El evangelizador que procede de otro mundo cultural, los propios indígenas, o ambos a la vez? Si son los indígenas los que, en principio, serían los más capacitados para hacerlo, ¿tienen en la actualidad la preparación e idoneidad suficientes para realizarlo? No lo parece. ¿Cómo entonces llegar a ello? Sobres estos complicados y complejos asuntos le corresponde a la Iglesia Católica, abiertamente implicada en ellos, encontrar la solución adecuada»[113].

Son agudos, pues, los desafíos, y no hay un sendero claro para resolverlos. Sin embargo, no debemos dejar de esperar. Al fin y al cabo, es Cristo el que desea la salvación de las personas, la evangelización de las culturas. En nuestra antología, lo que deseamos es, simplemente, ofrecer la palabra del magisterio, de los obispos latinoamericanos y de diversos entes de la curia romana. Nos mueve a ello la convicción de que la solución a los retos de la inculturación debe pasar necesariamente por una escucha atenta y filial al magisterio de la Iglesia. Desoír, o peor aún, rechazar el magisterio es, además de una falta de obediencia al mismo Cristo, una actitud sin futuro. Sólo si acudimos al magisterio como una fuente imprescindible para plantear los problemas pastorales podremos estar seguros, a pesar de todo, de caminar en la buena dirección. Sólo entonces podemos tener motivos de esperanza.

Y el magisterio, en diversas ocasiones, se ha referido a la Virgen de Guadalupe como luz para la inculturación:

 «América Latina, en Santa María de Guadalupe, ofrece un gran ejemplo de evangelización perfectamente inculturada. En efecto, en la figura de María –desde el principio de la cristianización del Nuevo Mundo y a la luz del Evangelio de Jesús– se encarnaron auténticos valores culturales indígenas. En el rostro mestizo de la Virgen del Tepeyac se resume el gran principio de la inculturación: la íntima transformación de los auténticos valores culturales mediante la integración en el cristianismo y el arraigamiento del cristianismo en las varias culturas (cf. Redemptoris missio, 52)»[114].

Bien es verdad que para estudiar científicamente los principales testimonios de las apariciones del 9 al 12 de diciembre de 1531 –el tejido milagroso de la tilma y el relato del Nican mopohua– hace falta aún un ambiente menos polémico (principalmente en México) y unos trabajos aún más científicos: edición crítica del Nican mopohua y estudio combinado y exhaustivo físico-químico de la tilma. Quizás los tiempos no están aún maduros. Con todo, la bibliografía producida, las manifestaciones populares y los documentos eclesiales al respecto son enormes[115]. Profundizar, con los instrumentos que tenemos en el mensaje inculturador de la Virgen de Guadalupe puede ser un estupendo camino para orientar la praxis pastoral.

Uno de los primeros ejemplos de expresión de la fe en la Virgen de Guadalupe, cantada por los naturales, es el “Pregón de atabal”; compuesto por el señor de Azcapotzalco, Francisco Plácido, y cantado el 26 de diciembre de 1531 (para algunos de 1533). Al son del teponaztli (tambor pequeño), se cantó en la procesión que trasladaba la imagen de Guadalupe desde la catedral de México a la ermita del Tepeyac. Sus primeros versos suenan así en versión castellana, y son una bella muestra de fe cristiana arraigada en los valores autóctonos:

 

«Yo me recreaba con el conjunto policromado de variadas flores tonacaxochitl,

que se erguían sobrecogidas y milagrosas,

entreabriendo sus corolas en presencia tuya.

¡Oh Madre nuestra Santa María!

Junto al agua cantaba (Santa María):

“Soy la planta preciosa de escondidos capullos;

soy hechura del Único, del perfecto Dios; soy la mejor de las criaturas”.

Tu alma está como viva en la pintura.

Nosotros le cantamos junto al libro grande y le bailamos con perfección.

Y tú, obispo, padre nuestro[116], predicas allí, en la orilla del agua.

Dios te creó, ¡oh Santa María!, entre abundantes flores;

Y nuevamente te hizo nacer;

pintándote en el obispado.

Artísticamente te pintó.

¡Oh!, en el venerado lienzo tu alma se ocultó.

Todo allí es perfecto y artístico.

¡Oh!, yo aquí de fijo quiero vivir!»[117].


 

[1] François René de Chateaubriand, Génie du Christianisme, Lib. IV, cap. I, Ernest Flammarion, Paris post 1848, vol. II, p. 123. Traducción nuestra.

[2] Como afirma claramente el escritor apologista, «Aquellos que ya no creen en la religión de sus padres admitirán al menos que si el misionero está firmemente persuadido que sólo hay salvación en la religión cristiana, la acción por la que se condena a sufrimientos inauditos para salvar a un idólatra está más allá de los más grandes entusiasmos», Ibid., p. 124. Traducción nuestra.

[3] François René de Chateaubriand, Génie du Christianisme, cit., Lib. VI, cap. XII, vol. II, p. 216. Traducción nuestra.

[4] Ibid., Lib. VI, cap. XIII, vol. II,  p. 216. Traducción nuestra.

[5] Hilaire Belloc, Europe and the Faith, Constable and Company Limited, London 1920, pp. 5-7, cit. por Mariano Fazio, Hilaire Belloc e la crisi della cultura della modernità, en «Annales Theologici», 14 (Roma 2000) 539, nota 4. Para captar con más amplitud el espíritu de Belloc, recomendamos la lectura integral del artículo de Fazio, pp. 535-568

[6] René Girard, La pietra dello scandalo, Adelphi, Milano 2004, p. 47. La traducción es nuestra.

[7] Ibid., p. 49. La traducción es nuestra.

[8] Marcello Pera, Il relativismo, il cristianesimo e l’Occidente, en Marcello Pera - Joseph Ratzinger, Senza radici. Europa, relativismo, cristianesimo, islam, Mondadori, Milano 2004, p. 8. La traducción es nuestra.

[9] Ibid., p. 9. La traducción es nuestra.

[10] Cfr. Juan Pablo II, Carta a los artistas (4-IV-1999), n. 11.

[11] Joseph Ratzinger, Fede Verità Tolleranza. Il cristianesimo e le religioni del mondo, Cantagalli, Siena 2003, p. 76. La traducción es nuestra.

[12] Para introducirse en esta crisis intelectual y moral, cfr. Gonzalo Redondo, Introducción general, en Idem, Historia de la Iglesia en España (1931-1939), Rialp, Madrid 1993, pp. 15-127

[13] Bernardino de Sahagún, Códice Florentino, edición facsimilar del Gobierno de la República Mexicana, Secretaría de Gobernación, México 1979, Prólogo, f. 2r. Con las palabras “policía”, “político” en la época se designaba lo que hoy llamamos “cultura” o “civilización”.

[14] Ibid., f. 2v.

[15] Athanasius Kircher, Oedipus aegyptiacus, hoc est Universalis hieroglyphicae veterum doctrinae temporum iniuria abolitae instauratio, Typographia V. Mascardi, Roma 1653, vol. III, p. 568, cit. por Ignacio Gómez de Liaño, Athanasius Kircher. Itinerario del éxtasis o las imágenes de un saber universal, Ediciones Siruela, Madrid 1990, p. 15.

[16] Pienso en los jesuitas José de Acosta (1540-1600) y Matteo Ricci (1552-1610), entre otros muchos.

[17] Texto original: «Lex vero naturalis praeceptiva talem habet rationem, quod est signum inditum cuilibet homini non impedito in usu debito rationis, notificativum voluntatis divinae volentis creaturam rationalem humanam teneri seu obligari ad aliquid agendum vel non agendum pro consecutione finis sui naturalis, qui finis est felicitas humana, et in multis debita conversatio domestica, et etiam politica; homo enim natura animal civili est»: Jean de Gerson, Liber de Vita spirituali animae, lectio 2ª, corollarium 5º, en Johannes Gerson Opera Omnia, ed. Louis Ellies Du Pin, Georg Olms Verlag, Hildesheim 1987, vol. III, col. 21.

[18] Michel Sales, Le christianisme, la culture et les cultures, en «Axes. Recherches pour un dialogue entre christianisme et religion» 1/2 (Paris 1980) 18. La traducción es nuestra.

[19] Juan Pablo II, Memoria e identidad. Conversaciones al filo de dos milenios, La Esfera de los Libros, Madrid 2005, pp. 103-104.

[20] Cfr. Facultad de Teología, Universidad de Navarra, Sagrada Biblia. Antiguo Testamento. Libros históricos, Eunsa, Pamplona 2000, pp. 1068-1069.

[21] Joseph Ratzinger, Fede Verità Tolleranza, cit., p. 89. La traducción es nuestra.

[22] Juan Pablo II, Encíclica Fides et ratio (14-IX-1998), n. 71.

[23] Ver esta expresión en otros contextos en Ap, 10, 11; 11, 9; 13, 7; 14, 6; 17, 15.

[24] Hervé Carrier, “Cultura”, en Diccionario de la cultura, Verbo Divino, Estella 1994, p. 151.

[25] Enciclopedia Universal Ilustrada Europeo-Americana, Madrid 1913, vol. XVI, pp. 1105-1106.

[26] Hervé Carrier, “Cultura”, cit., p. 151.

[27] Ibid., pp. 151-152.

[28] Domingo F. Sarmiento, Facundo, cap. II, Ediciones Estrada (Clásicos Argentinos, 2), Buenos Aires 1940, p. 61.

[29] Me he ocupado de esto en Luis Martínez Ferrer, L’inculturazione al servizio della persona umana. Il ricorso ai huehuehtlahtolli aztechi per l’evangelizzazione del Messico (s. XVI), in José María Galván (a cura di), Cristo nel cammino storico dell’uomo. Atti del Convegno Internazionale di Teologia, Roma, 6-8 settembre 2000, Libreria Editrice Vaticana, Città del Vaticano 2002, pp. 203-205.

[30] Juan Pablo II, Discurso en la sede de la Unesco, París (2-VI-1980), nº 7.

[31] Juan Pablo II, Exhortación apostólica Ecclesia in Africa (14-IX-1995), nº 62.

[32] Juan Pablo II, Encíclica Centesimus annus (1-V-1991), nº 50.

[33] Juan Pablo II, Encíclica Redemptor hominis (4-III-1979), nº 13.

[34] Cfr. Louis J. Luzbetak, Chiesa e culture. Nuove prospettive di antropologia della missione, EMI, Bologna 1991, pp. 271-347.

[35] Ibid., p. 282.

[36] Juan Esquerda Bifet, Diccionario de la evangelización, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 1998, p. 171.

[37] Louis J. Luzbetak, Chiesa e culture, cit., p. 301. Traducción nuestra.

[38] Ibidem.

[39] Ibidem.

[40] José Vasconcelos, Indología. Una interpretación de la Cultura Ibero–Americana, Agencia Mundial de Libreria, París 1927, p. 202.

[41] Battista Mondin, Cultura e religione, en Pontificia Università Urbaniana, Dizionario di Missiologia, Edizioni Dehoniane, Bologna 1993, p. 172. La traducción es nuestra.

[42] Referencias a Ipalnemohuani, “Aquél por quién se vive”, e Ilhuicahua Tlaltipaque, “Señor del Cielo y de la Tierra”, formas con que denominaban los antiguos mexicanos a la Divinidad Suprema.

[43] Bernardino de Sahagún, Coloquios y doctrina cristiana con que los doce frailes de San Francisco enviados por el Papa Adriano Sexto y por el emperador Carlos Quinto convirtieron a los indios de la Nueva España, en lengua mexicana y española, cap. VII, en Juan Guillermo Durán, Monumenta Catequética Hispanoamericana, Facultad de Teología, Pontificia Universidad Católica Argentina, vol. I, Buenos Aires 1984, pp. 340-341.

[44] Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q. 109, ad 1, traducción de la ed. dirigida por los Regentes de Estudios de las Provincias Dominicas de España, BAC (Maior 35), Madrid 1989. Testo original: «omne verum, a quocumque dicatur, est a Spiritu Sancto, sicut ab infundente naturale lumen, et movente ad intellegendum et loquendum veritatem».

[45] En cualquier caso, los Coloquios de los doce frailes de San Francisco no dejan de ser un testimonio de diálogo sereno entre dos cosmovisiones muy diversas. Ha sido necesario el genio de Bernardino de Sahagún para que hoy podamos acceder a estos diálogos, si bien en forma reelaborada, con predominio de la intención catequética sobre la histórica.

[46] Joseph Ratzinger, Fede Verità Tolleranza, cit., p. 203. La traducción es nuestra.

[47] Leopoldo Zea, América Latina y el mundo, Editorial Universitaria, Buenos Aires 1965, p. 10.

[48] Ibid., p. 11.

[49] Nicolas Standaert sj, Le terme “inculturation” dans les documents romains, en «Nouvelle Révue Théologique», 110 (Tournai 1988) 555-570. El autor retoma aquí bibliografía al respecto.

[50] Como hemos dicho, “policía”, en los siglos XVI-XVII se entendía precisamente como refinamiento, educación, cultura.

[51] Domingo de Santo Tomás, Grammatica o arte de la lengua general de los Indios de los Reynos del Peru. Nuevamente compuesta , por el Maestro fray Domingo de S. Thomas, de la Orden de S. Domingo, Morador de los dichos Reynos, Impresso en Valladolid, por Francisco Fernandez de Cordova 1570, Prólogo, fols. AVr-AVIr. Hemos modernizado ligeramente el castellano.

[52] Nicolas Standaert sj, Le terme “inculturation” dans les documents romains, cit., p. 556.

[53] Yves Marie J. Congar, Diversités et Communion: dossier historique et conclusion théologique, Les Éditions du Cerf (Cogitatio Fidei 112), Paris 1982, pp. 55-56. Traducción nuestra.

[54] Podríamos citar también a Luzbetak, Chiesa e culture, cit., pp. 105-106.

[55] Sigo, en parte, a Nicolas Standaert sj, Le terme “inculturation” dans les documents romains, cit.; Arij Roest Crollius, What is so new about inculturation?, (Inculturation. Working papers on living Faith and Cultures 5), Editrice Pontificia Università Gregoriana, Roma 1991, pp. 1-18; Adam Wolanin, Fede e inculturazione a 500 anni della scoperta dell’America, en «Rivista di Scienze Religiose», 6 (1992/2) 399.

[56] R. P. Segura, L’initiation valeur permanente de l’inculturation, en «Museon Lessianum Section Missiologie», 40 (1959), 219-235.

[57] Joseph Masson, L’Eglise ouverte sur le monde, en «Nouvelle Révue Théologique», 84 (Tournai 1962) 1038. Por la forma de expresarse, da la impresión que el término era ya conocido. Cfr. Andrew Byrne, Some ins and out of inculturation, en «Annales Theologici», 4/1 (Roma 1990) 111, nota 7. De hecho Carrier afirma que el término circulaba desde los años 30. Cfr. Hervé Carrier, “Inculturación del Evangelio”, en Diccionario de la cultura, cit., p. 278.

[58] En este sentido, hay que diferenciar un sentido socio-antropológico de la inculturación (proceso de integración de un individuo en su grupo social desde el mismo nacimiento), del sentido misionológico que usan los teólogos, pastores y el magisterio de la Iglesia. Para una descripción de la inculturación en sentido socio-antropológico, cfr. Louis J. Luzbetak, Chiesa e culture, cit., pp. 236-247.

[59] Relación sobre la Plenaria de la Sagrada Congregación de los Pueblos, Roma 1977, cit. por Jesús López Gay sj, Indigenización de la teología, en «Estudios de Misionología», 3 (1978) 101.

[60] Sigo, además de autores ya citados, Davide Magni sj, L’inculturazione. L’insegnamento di padre Arrupe, en «Chiese e religioni in dialogo», Marzo 2005, ed. electrónica: http://www.popoli.info/anno2005/03/ar050305.htm (06-II-2006).

[61] Texto completo en Pedro Arrupe, Lettre et documente de travail sur l’inculturation, en Acta Romana Societatis Iesu, XVII/2 (1978) 282-309. Traducción nuestra.

[62] Cuando en el Vaticano II se utiliza el vocablo adaptación no se le entiende en sentido sólo externo: cfr. Sacrosanctum Concilium, n. 38; Gaudium et spes, n. 44; Ad gentes, n. 22.

[63] En este sentido, no es aceptable la posición de Standaert, que critica al magisterio por confundir adaptación con inculturación, o por haber optado, según su parecer, por una interpretación “minimalista” de la inculturación. En su artículo pretende analizar el empleo del vocablo inculturación en algunos documentos del magisterio, «non pour y chercher un enseignement du Magistère, mais pour examiner comment s’est transmise l’originalité de l’inculturation» (Nicolas Standaert sj, Le terme “inculturation” dans les documents romains, cit., p. 555). Una respuesta crítica a esta posición en Andrew Byrne, Some ins and out of inculturation, cit.

[64] Cfr. Decreto Ad gentes, nn. 3, 9, 11.

[65] Pablo VI, Encíclica Ecclesiam suam (6-VIII-1964), n. 33.

[66] Inmediatamente antes el Papa aclara: «El lenguaje debe entenderse aquí no tanto a nivel semántico o literario cuanto al que podría llamarse antropológico y cultural».

[67] Recomendamos la estupenda antología en italiano: Pontificio Consiglio della Cultura, Fede e cultura: antologia di testi del magistero pontificio da Leone XIII a Giovanni Paolo II, Libreria Editrice Vaticana, Città del Vaticano 2003.

[68] Muy interesantes resultan los números previos del documento, que se ocupan de “Naturaleza. Gracia. Cultura”, como nociones básicas para entender la inculturación.

[69] Jesús López Gay sj, Redemptoris missio, en Pontificia Università Urbaniana, Dizionario di Missiologia, Edizioni Dehoniane, Bologna 1993, p. 419. Traducción nuestra.

[70] José de Acosta, Historia natural y moral de las Indias, Lib. V, cap. 22, Atlas (BAE 73), Madrid 1954, p. 165.

[71] Janusz Królikowski, Dialogo con le culture. Attualità e criteri alla luce della Fides et ratio, en «Annales Theologici», 15/1 (Roma 2001) 177. Traducción nuestra.

[72] Ibid., p. 197. Traducción nuestra.

[73] Juan Pablo II, Encíclica Fides et ratio (14-IX-1998), nº 71.

[74] CELAM, Hacia la V Conferencia del Episcopado Latinoamericano y del Caribe. Documento de participación, nº 107, CELAM, Bogotá 2005, p. 77.

[75] A modo de hipótesis, señalamos que en las famosas “reducciones”, tanto jesuitas como franciscanas o capuchinas, se encerraba un peligro análogo: la defensa a ultranza de los indios y su mantenimiento en las reducciones les hacía permanecer en un estado continuo de “minoría de edad”. De ahí que al desmantelarse las reducciones por motivos externos, las poblaciones indígenas se encontraban en un estado de total desamparo, habituados a aprender y recibir todo de los misioneros.

[76] M. Grazia Fasoli, L’icona di Maria, riserva simbolica dell’autorappresentazione femminile, in http://www.mariology.it/notizie2.htm (6-II-2006). Traducción nuestra.

[77] Aylward Shorter, Inculturation of African Traditional Religious Values in Christianity- How far?, en http://www.afrikaworld.net/afrel/shorter.htm (6-II-2006). Traducción nuestra. Ofrecemos el original de la primera frase: «The danger with questions of this kind consists in seeing Christianity and African Culture as two competing quantities that flourish at each other’s expense».

[78] Aylward Shorter, ibidem.

[79] Pontificio Consejo para la Cultura, Para una Pastoral de la Cultura (23-V-1999), nº 4.

[80] Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-I, q. 8, ad 2.

[81] Concilio Vaticano II, Decreto Ad gentes, nº 9.

[82] Cfr. Indiferentismo y sincretismo. Desafíos y propuestas pastorales para la Nueva Evangelización de América Latina. Simposio, San José de Costa Rica, 19-23 de enero 1992, Celam, Bogotá, 1992. Cita del original.

[83] Juan Pablo II, Exhortación apostólica Pastores dabo vobis (25-III-1992), nº 55. Cita del original.

[84] Pontificio Consejo para la Cultura, Para una Pastoral de la Cultura (23-V-1999), nº 5.

[85] Juan Pablo II, Exhortación apostólica Pastores dabo vobis (25-III-1992), nº 55.

[86] Louis J. Luzbetak, Chiesa e culture, cit., pp. 425.428. Traducción nuestra.

[87] Bernardino de Sahagún, Códice Florentino, ed. cit., Prólogo, f. 1r.

[88] Louis J. Luzbetak, Chiesa e culture, cit., p. 428. Traducción nuestra.

[89] Sobre esta cuestión destaca el volumen El sincretismo iberoamericano, Pontificia Universidad Católica del Perú, Lima 1985. Nosotros seguimos su obra más reciente Tierra encantada. Tratado de antropología religiosa de América Latina, Pontificia Universidad Católica del Perú - Editorial Trotta, Madrid 2002.

[90] Manuel M. Marzal, Tierra encantada, cit., p. 198.

[91] Ibidem.

[92] En su libro El sincretismo iberoamericano, Marzal ha estudiado tres casos: los quéchuas del Cuzco, los mayas de Chiapas y los africanos de Bahía.

[93] Manuel M. Marzal, Tierra encantada, cit., pp. 198-199.

[94] Ibid., p. 198.

[95] Cfr. Pedro Borges Morán, Métodos misionales en la cristianización de América, siglo XVI, CSIC. Departamento de Misionología Española, Madrid 1960, pp. 521-525. Sobre la cuestión de la “religión mixta” en el área mexicana, cfr. Robert Ricard, La conquista espiritual de México: ensayo sobre el apostolado y los métodos misioneros de las órdenes mendicantes en la Nueva España de 1523-1524 a 1572 [1ª ed. 1947], Fondo de Cultura Económica México, D.F. 1986, pp. 387-407; Christian Duverger, La conversión de los indios de Nueva España. Con el texto de los "Coloquios de los Doce" de Bernardino de Sahagún [1ª ed. 1987], Fondo de Cultura Económica México 1993.

[96] Manuel M. Marzal, Tierra encantada, cit., p. 200.

[97] Ibid., p. 201.

[98] Ibidem. Una posición muy similar se encuentra en el sacerdote católico zapoteco Eléazar López Hernández. Cfr. Eleazar López Hernández, Espinas, flores y frutos de la teología india, en Ezequiel Castillo - Carlos Mendoza - Francisco Merlos Arroyo, (eds.), Secularidad y cultura contemporánea: Desafíos para la teología. Memorias del segundo Coloquio de Teología (Cochabamba, 6-10 de octubre de 1997), México 1998.

[99] Sobre la cuestión del “sí” y el “no” a las religiones no cristianas cfr. Joseph Ratzinger, Fede Verità Tolleranza, cit., pp. 19-23.

[100] Jaime Regan, sj, La religión entre los Chayahuita católicos de la Amazonia peruana, en Manuel Marzal, sj – Catalina Romero – José Sánchez (editores), La religión en el Perú al filo del Milenio, Pontificia Universidad Católica del Perú, Lima 2002, p. 387.

[101] Jerónimo de Mendieta, Historia eclesiástica Indiana, Lib. II, cap. I, ed. Atlas (BAE 260), Madrid 1973, p. 49.

[102] Ibid., Lib. II, Prólogo al cristiano lector, p. 47.

[103] Cfr. Ibid., Lib. II, caps. XX-XXII, pp. 68-73. Sobre la admiración y empleo de los franciscanos de los huehuehtlahtolli aztecas, cfr. Luis Martínez Ferrer, L’inculturazione al servizio della persona umana, cit., pp. 206-226.

[104] Jerónimo de Mendieta, Historia eclesiástica Indiana, Lib. II, cap. VIII, ed. cit. p. 55.

[105] Hervé Carrier, Guide pour l’inculturation de l’Évangile, Editrice Pontificia Università Gregoriana (Studia Socialia, Nouvelle Série, 5), Roma 1997, p. 19. Traducción nuestra. Sobre esta importante obra, cfr. mi recensión en «Annales Theologici» 13/2 (Roma 1999) 556-560.

[106] Hervé Carrier, Guide pour l’inculturation de l’Évangile, cit., p. 118. Traducción nuestra.

[107] Juan Pablo II, Discurso al Consejo Internacional para la catequesis (27-IX-1992), nº 2.

[108] Juan Pablo II, Encíclica Centesimus annus (1-V-1991), nº 54.

[109] Juan Pablo II, Encíclica Redemptor hominis (4-III-1979), nº 13.

[110] Juan Pablo II, Exhortación apostólica Ecclesia in Africa (14-IX-1995), nº 57.

[111] Juan Pablo II, Encíclica Redemptoris missio (7-XII-90), nº 52.

[112] De esta opinión Antônio do Carmo Cheuiche, La inculturación en la historia de la Iglesia, en Josep-Ignasi Saranyana – Enrique de la Lama – Miguel Lluch-Baixauli (dirs.), Qué es la Historia de la Iglesia. Actas del XVI Simposio Internacional de Teología de la Universidad de Navarra, Ediciones Universidad de Navarra, S.A., Pamplona 1996, pp. 246-247; Jesús María García Añoveros, Iglesia e indigenismo, en «Hispania Sacra», 54 (Madrid 2002) 466.

[113] Jesús María García Añoveros, Iglesia e indigenismo, cit., pp. 465-466.

[114] Juan Pablo II, Discurso de apertura de la IV Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, Santo Domingo, 12-X-1992, n. 24. Cfr. también III Conferncia General del Episcopado Latinoamericano (Puebla de los Ángeles 1979), La evangelización en el presente y en el futuro de América Latina, nº 446; Juan Pablo II, Exhortación apostólica Ecclesia in America (22-I-99), nº 70.

[115] Sólo como una introducción a la cuestión señalamos: José Luis Guerrero Rosado, El Nican mopohua. Un intento de exégesis, Universidad Pontificia de México (Bibliotheca Mexicana, 7), México 1998, 2 vol; Ernesto de la Torre - Ramiro Navarro de Anda, Testimonios históricos guadalupanos, Fondo de Cultura Económica, México 1999; Fidel González Fernández - Eduardo Chávez Sánchez - José Luis Guerrero Rosado, El encuentro de la Virgen de Guadalupe y Juan Diego, Porrúa, México 1999; II Taller de señores obispos sobre pastoral indígena, inculturación y teología india. El acontecimiento guadalupano, modelo de evangelización perfectamente inculturado, Puebla 23-26 de octubre del 2000, Puebla 2000; Miguel León-Portilla, Tonantzin Guadalupe: pensamiento náhuatl y mensaje cristiano en el “Nican mopohua”, El Colegio Nacional - Fondo de Cultura Económica México, D. F. 2001; Javier García González, Tonantzin Guadalupe y Juan Diego, en el nacimiento de México, Diana, México 2002.

[116] Fray Juan de Zumárraga (1468-1548).

[117] Francisco Plácido, Pregón de atabal, en Ernesto de la Torre - Ramiro Navarro de Anda, Testimonios históricos guadalupanos, cit., p. 23.