TEMA 36

La experiencia del creyente.  
 

3. ELEMENTOS DE REFLEXIÓN

3.1. La experiencia creyente

LA EXPERIENCIA HUMANA

Todos tenemos experiencias estéticas, políticas, sociales, deportivas, religiosas, etc., como las que habéis evocado al inicio del tema.

Analizándolas, habréis podido intuir lo que supone vivir una experiencia.

No es algo puramente subjetivo, nacido de la propia fantasía, aunque ésta no deja de ser un componente importante. Pero, en principio, experiencia es la vivencia de una realidad objetiva exterior, con una carga de atracción capaz de poner en movimiento los afectos y la voluntad de la persona ante la que se presenta.

Ante ella nos sentimos atraídos y polarizados, como movidos y llevados en vilo de tal forma que todo nuestro ser vibra al unísono, se pone en movimiento y se dispone a reaccionar.

La experiencia, pues, no es una verdad, ni una deducción, sino algo vital que se padece en la propia carne. No es lo mismo, por ejemplo, hablar de lo que es un baño, porque se ha estudiado con detalle lo que tiene que suceder cuando un cuerpo a determinados grados de temperatura, en un ambiente de calor, se encuentra con el agua..., y la experiencia que tiene quien se ha bañado en el mar un día de calor. Sin tantos datos, esta persona sabe de una manera distinta, desde dentro, lo que es el baño.

La experiencia es, por tanto, un conocer desde dentro, desde la propia relación con la realidad, algo que se vive en primera persona y que, por eso, suscita el deseo, pone en movimiento hacia una acción.

La experiencia surge de la vida y retorna a la vida, pero transformándola.

LA EXPERIENCIA DEL CREYENTE

Una cosa semejante les sucedió a los discípulos cuando, a orillas del lago de Tiberíades, después de una noche de trabajo inútil, se encontraron con Jesús que les invitaba a echar de nuevo las redes. Pescaron tanto que casi se hundía la barca... Quedaron sobrecogidos y cautivados por Jesús de tal forma que, dejándolo todo, lo siguieron (Lc 5,1-11; Jn 21,1-14).

Lo mismo le sucedió a san Pablo, un judío de pies a cabeza, totalmente identificado con su ley y su religión, celoso hasta el punto de perseguir a los cristianos. También él se encontró con Cristo Jesús y ese encuentro cambió radicalmente su vida: lo que antes era ganancia, ahora lo consideraba basura... Toda su existencia quedó focalizada por Jesús: conocerlo, experimentar su energía resucitadora y anunciarlo fue el objetivo de su vida (Cfr. Flp 3,514). Ya no vivió para sí, sino para Cristo, que le amó y se entregó por él (Cfr. Gál 2,20).

O aquellas mujeres, que iban al sepulcro para honrar el cadáver de Jesús, a quien querían. Encontraron el sepulcro abierto y vacío. Ante esa realidad, experimentaron la presencia de Jesús que se les dio a conocer y dinamizó sus vidas (Mt 28,1-10).

O los dos discípulos de Emaús que, en el desconocido del camino, reconocieron al Maestro. Su corazón, antes triste y abatido volvió a enardecerse y a ponerse en movimiento (Lc 24,13-33).

Y tantos otros creyentes que, de una manera más o menos repentina o espectacular, han experimentado a Jesús y han quedado cautivados por él, transformados como quien ha vivido un enamoramiento. Todo cambia a su alrededor, porque todo es visto con nuevos ojos.

Cristo Jesús entra en nuestras vidas a través de múltiples realidades, personas y acontecimientos. Nos gana el corazón y dinamiza toda nuestra existencia.

Jesús ya no es aquél del que hemos oído hablar y del que conocemos algunos acontecimientos y palabras, sino aquél que percibimos como cercano, amigo, significativo y, aún más, como el que da a nuestra existencia un nuevo dinamismo y un nuevo sentido.

No es una experiencia sensorial, aunque es tan real como si lo viéramos y tocáramos; no es una experiencia puramente afectiva, aunque enciende y moviliza nuestros sentimientos; no es, ni mucho menos, una experiencia intelectual, aunque, a través de ese encuentro, conocemos mucho mejor a Jesucristo.

CAMINOS DE RECONOCIMIENTO DE JE-SÚS

Esta experiencia de encuentro con Cristo se hace a través de múltiples caminos; cada persona tiene los suyos; pero hay algunos privilegiados en los que esa experiencia se hace más cercana e identificable. El testimonio de los primeros cristianos nos señala básicamente tres:

- la vida de la comunidad,

- la vivencia de la misión,

- la celebración litúrgica.

En primer lugar la vida de la comunidad cristiana. Se trata de esa experiencia concreta de apertura y comunicación que, por encima de diferencias, nos hace capaces de acoger, comunicar, perdonar y compartir con hermanos que no hemos escogido. Esa nueva fraternidad que, de forma a veces precaria e imperfecta pero real, sentimos en nosotros precisamente por la común referencia a Cristo, nos hace palpar su presencia unificadora: El es el que nos atrae, nos une, nos hace miembros de un mismo cuerpo (Cfr. Ef 2,14-22;1 Cor 12,12-13; Gál 3,27-29).

La vivencia en la propia vida de la misión apostólica en la que experimentamos el dinamismo pascual de muerte y resurrección. San Pablo vivió la fuerza de Jesús en su experiencia de debilidad (Cfr. 2 Cor 12,10); pero una debilidad nunca total, que siempre se reanima, revive, produce vida (Cfr. 2 Cor 4,7-12). También nosotros en la vida de cada día y sobre todo en ciertos momentos con más intensidad, experimentamos que, a pesar de nuestros defectos, limitaciones y fallos, alguien da a nuestra acción, palabra y vida una eficacia y una energía que nos supera. Vemos también que en situaciones de las que ya no esperaríamos nada surgen realidades de bien; en medio de un ambiente egoísta o de un intenso individualismo, hay personas o gestos de donación gratuita, de aceptación desde el amor del dolor y fracaso, de creatividad contra toda esperanza...

Allí está Cristo Jesús; podemos hacer experiencia de su compañía real junto a nosotros.

La celebración comunitaria (Cfr. Mt 18,19-20) es el lugar cumbre. Cuando dos o tres se reúnen para recordar a Jesús e invocarlo, él está en medio, dando sentido, fuerza y eficacia a su oración.

A través de estas mediaciones y otras muchas, Jesús sale a nuestro encuentro, como hizo con aquellos discípulos de Emaús, para que lo reconozcamos y nos dejemos enamorar, transformar y dinamizar por él.

Esta es la experiencia cristiana de la que hemos de dar testimonio: <<Testimoniar hechos pascuales, hechos, no palabras, sino testimonios de vida; y de una vida marcada por la Pascua de Jesús, una vida en la que se vea la victoria de la fe que brota de personas que tienen la energía de la Resurrección; hechos que proceden de un corazón generoso lleno de audacia y de confianza, porque vive la victoria de Cristo sobre el mal y el egoísmo>> (E. Viganó, Rector Mayor de los Salesianos).

3.2. Los frutos de la experiencia creyente

Hemos dicho que un acontecimiento sólo se hace experiencia cuando penetra en nuestra vida y la transforma; por eso la experiencia cristiana la podemos identificar al ver cómo nuestra vida de cada día va cambiando porque seguimos a Jesús.

LA FE, LA ESPERANZA Y LA CARIDAD

El primer fruto del encuentro creyente con Cristo resucitado son los tres dinamismos básicos de toda vida cristiana: la fe, la esperanza y la caridad, que nos capacitan para vivir como testigos y seguidores de Jesús.

Al descubrir esos tres dinamismos en funcionamiento en nosotros, podemos identificar la realidad de nuestra experiencia cristiana.

La fe es la capacidad que Cristo nos comunica de ver la realidad, las personas y la historia como él las ve, desde su dimensión más profunda: como don del Padre que nos ama y cuida de nosotros, que no quiere que se pierda nada de cuanto vive. Esa capacidad de percibir en todo acontecimiento la salvación de Dios, que se va desarrollando en el corazón de las personas. Esa mirada capaz de penetrar la superficie de la cosas para llegar a su entraña más profunda y su verdad más radical.

La esperanza es la energía de Cristo, que nos da la capacidad de vivirlo todo desde sus posibilidades más profundas; como esa mirada de la madre que, al contemplar a su pequeño, ve ya casi como presentes tantas realidades futuras..., y se alegra y se esfuerza por hacer realidad esos sueños, por encima de todas las dificultades. La esperanza es el alma de la alegría cristiana, que cree que el bien es más fuerte que el mal, porque posee la energía de Cristo Resucitado; y que todo lo que sembramos de positivo no se pierde, sino que producirá frutos de vida eterna.

La caridad es como la síntesis y el fruto de los otros dos dinamismos: al ver la realidad como Dios la ve y al percibir sus enormes posibilidades, nace en nosotros la urgencia de amarla con todo el corazón; y, porque la amamos, sentimos la urgencia de entregarnos de forma gratuita e incondicional a hacer crecer todos los dinamismos de bien, de comunión, de servicio y de solidaridad que ya existen en ella.

Todo esto el animador de un grupo juvenil lo vive desde su ser joven y desde su experiencia de animación:

× Ve con mirada de fe a sus jóvenes compañeros de grupo, sus vidas y su ambiente, para descubrir continuamente los caminos de Dios sobre ellos, para percibir a Jesús que le sale al encuentro en sus vidas y le invita a encontrarse con él.

× Vive su esperanza como confianza incondicional hacia ellos, como capacidad continuamente renovada de descubrir lo positivo, aunque a veces cueste encontrarlo, para valorarlo y hacerlo apreciar.

× Vive su caridad como servicio incansable, alegre, gratuito en pro del crecimiento humano y cristiano de los jóvenes de su grupo. Nada es suficiente y nunca lo ha hecho todo, porque se mira en Jesús, Buen Pastor, que ha venido a dar su vida para que nosotros la tengamos abundante.

MANIFESTACIONES DE LA PERSONA CRE-YENTE

Esta experiencia de encuentro con Jesús, asimilada y hecha vida por la fe, la esperanza y la caridad, actúa en nosotros como levadura en la masa; nos va transformando, y, a través de nosotros, va transformando el ambiente.

En primer lugar nos hace personas interiores, capaces de apoyarnos en los valores más profundos y positivos como la gratuidad, la acogida incondicional, el servicio, la contemplación; capaces de penetrar en la apariencia de las cosas para descubrir en ellas la presencia y la acción de Dios, y así encontrar una profunda unidad en todo. Personas que saben escuchar, ver, comprender, apreciar y gustar, porque no pasan por las cosas sino que las llenan de sentido y de valor. Son como un pozo lleno de agua que hace nacer vida a su alrededor, porque han encontrado una fuente que nunca se agota, sino que renueva cada día sus fuerzas.

Nos hace también personas de comunión: que viven y crean comunión, capaces de tener puentes, de suscitar reconciliación y encuentro, porque viven desde lo positivo, con una profunda confianza en sí mismas y en los demás. A su lado no se disimulan los problemas, ni se achatan las diferencias, pero se encuentran caminos para integrarlas en una unidad más rica.

Por último, los que viven de pleno el encuentro con Jesús, son personas activas, con una gran incidencia en su ambiente, capaces de transformarlo y potenciar en él posibilidades y recursos medio olvidados. Actúan con realismo, porque saber ver la vida desde su raíz; con constancia, pues se apoyan en una confianza ilimitada en los recursos del bien; y con creatividad, porque viven desde una radical libertad interior que los libera de intereses egoístas o de falsas ilusiones.

Recordemos cómo los grandes santos han sido hombres y mujeres que han dejado huella en su tiempo: Francisco de Asís, Ignacio de Loyola, Teresa de Jesús, Juan Bosco, María Mazzarello, Madre Teresa de Calcuta, Hermano Roger Schutz de Taizé, y tantos otros.

La auténtica experiencia de fe no nos hace espiritualistas, ni nos separa de la vida, sino que nos vuelve a ella, pero con unos ojos, con unas manos y con un corazón nuevos, capaces de verla, amarla y tratarla de forma nueva y original. Esta eficacia profunda es uno de los criterios de autenticidad de la experiencia cristiana.

3.3. Caminos para cultivar esa experiencia creyente

Esta experiencia de Jesús, que hicieron los primeros discípulos y que está en la raíz de toda vida cristiana auténtica, no es fruto de nuestro esfuerzo.

Cuántas veces la hemos deseado y buscado y no la hemos acabado de vivir. En cambio, alguna vez, se nos ha dado casi sin esfuerzo personal; no sabemos cómo, pero la Palabra de Dios resuena en nosotros con una fuerza y novedad inesperadas; la oración, que hemos hecho tantas otras veces, ahora cobra un nuevo sentido y todo nuestro ser se siente envuelto en ella; nuestra voluntad, que tantas veces se resistía a los caminos de Dios, ahora está disponible... El Señor ha entrado en nuestra vida y la ha transformado, nos ha dado el don de su Espíritu y éste ha realizado en nosotros lo que nos parecía imposible.

Esta experiencia, don absolutamente gratuito de Dios, proviene del Espíritu que se nos da y nos hace abrirnos a Jesús, conocerlo como se conocen los amigos, relacionarnos con Dios como hijos, desde la alabanza, la admiración y la acción de gracias.

Pero este don que hemos recibido por el Bautismo hemos de cultivarlo, asumirlo y hacerlo fructificar. Por nosotros mismos no podemos; somos como tierra dura y árida en la que la semilla del Espíritu queda infecunda, porque no tiene capacidad de acogida; es necesario un proceso de transformación, lento, costoso pero muy fecundo. Fue el camino que el mismo Jesús hizo recorrer a sus discípulos y que propone a todo el que quiere ser su discípulo.

EL ENTUSIASMO DEL PRIMER SEGUI-MIENTO  
 

En primer lugar, Jesús une a los discípulos a sí mismo, les hace escuchar su palabra, comprenderla, interpretar la vida a su luz, descubrir el proyecto de Dios, su grandeza y sus exigencias, hasta creerlo imposible, demasiado grande para ellos. Pero, a la vez, despierta en su corazón un deseo, cada vez mayor de seguirlo, a pesar de todo, de colaborar...

Jesús les anuncia el Reino con obras y palabras, se lo explica con las Parábolas, vence el mal y libera al hombre, presenta unas exigencias radicales que espantan pero que, al mismo tiempo, atraen... Y los discípulos sienten que Jesús va cogiendo sus vidas y enardeciendo sus corazones.

EL RETO DE LOS NUEVOS HORIZONTES

En este seguimiento, Jesús hizo descubrir a sus discípulos la fuerza del pecado y sus raíces: la resistencia del hombre a abrirse a la acción salvadora de Dios, su poca fe, su rechazo a la manera como Jesús se presentaba, su negativa a seguirlo porque su camino no era el razonablemente previsto, su capacidad de renegar del Justo, de traicionarlo y de negarlo.

Les hizo también experimentar y participar de su misión de anunciar el Reino con poder para expulsar demonios. Y vivieron esta experiencia con momentos exultantes y eufóricos, como cuando los envió de dos en dos y volvieron llenos de alegría al ver que hasta los demonios se les sometían (Cfr. Lc 10,17 ss); y momentos de crisis y fracaso, como cuando no pudieron echar al demonio del niño epiléptico (Cfr. Mc 9,14 ss).

Y, sobre todo, les enseñó a descubrir a Dios, su Padre, a captar su nuevo rostro, su cercanía a todos, su generosidad sin límites ni condiciones, su corazón que no quiere que se pierda ni uno de los pequeños... Y despertó en ellos el deseo de aprender a rezar (Cfr. Lc 11,1 ss).

LA CRISIS DEL SEGUIMIENTO Y SU PLENI-TUD PASCUAL

A través de este camino lento, a veces difícil y expuesto al fracaso, Jesús fue preparando a sus discípulos para hacer la experiencia pascual. Fue abriendo sus mentes para poder asumir un rostro de Dios que rompía todas las ideas e imágenes que ellos se habían hecho; para poder ver el proyecto y la mano de Dios en la pasión, el fracaso y la muerte de Jesús; para poder comprender que ante el Reino los pequeños son los primeros; fue fortaleciendo su corazón para abrirlo a los horizontes infinitos del proyecto de Dios, que nada ni nadie puede agorar, para que no se contentaran con un breve perdón, sino que ofrecieran un perdón continuo, sin límites, a todos y siempre; fue entrenando su deseo para que no se contentaran con las pequeñas esperanzas de cada día y desearan a Dios mismo.

Ellos no entendieron a Jesús, se resistieron, tuvieron miedo... Pero, al ver que Jesús no se echaba para atrás, lo siguieron a pesar de todo.

Este camino de Jesús con sus discípulos es el de todo creyente. Sólo a través de él, se puede llegar a esa relación y a ese encuentro, que constituye la raíz de toda vida de fe y que llamamos espiritualidad.

3.4. Medios para cultivar y profundizar la experiencia de fe

Sumergidos hoy en una realidad que en muchos aspectos no nos acerca ni a Dios, ni a los valores evangélicos, tenemos necesidad de cultivar con especial atención las fuentes y raíces de la vida de fe, que propone la Iglesia ya desde los primeros siglos.

La primera fuente de la experiencia cristiana es la contemplación, es decir, esa capacidad de vivir y relacionarse con la realidad desde lo profundo. La contemplación es un ejercicio de mirar la vida con el corazón, es decir, desde el amor, no dejando pasar las cosas, los acontecimientos, las relaciones, sin haber tomado conciencia de su valor, sin captar en ellas las huellas de Dios, su belleza, su armonía, sus cualidades...

Las personas que aman contemplan: la madre contempla a su hijo, la enamorada a su enamorado, el artista su obra... En cambio, el empleado sólo ve las cosas desde su utilidad e interés inmediatos.

Para entrenarse en la contemplación, es necesario en primer lugar detener nuestra prisa y hacer silencio interior para escuchar tantas palabras calladas, que son las verdaderas; hay que aprender a mirar la vida desde otros criterios que no sean los del interés y utilidad, sino los del amor.

Nos ayudan la Palabra de Dios, que nos muestra cómo ve Dios la vida, los hombres, la historia; y el testimonio de otros creyentes, que nos cuentan su experiencia y así nos invitan a desatar el corazón y los deseos, para que se abran a las dimensiones universales y gratuitas del corazón de Dios. Todo esto es lo que se llama meditación.

La segunda fuente es la celebración litúrgica. La experiencia cristiana es un don del Espíritu que se nos da y nos transforma. Pues bien, el Espíritu se nos comunica de modo especial cada vez que nos abrimos a Cristo Jesús y entramos en contacto con su humanidad resucitada a través de los sacramentos. No se trata de sentir una emoción especial, sino de abrirnos a su acción real y eficaz.

El sacramento-cumbre es la Eucaristía: reunidos por el Señor para escuchar y compartir su Palabra, para recibir y comer su Cuerpo, reconocemos su presencia, aprendemos a ver su rostro en los hermanos y en los acontecimientos y sentimos que nuestra voluntad se robustece.

Precisamente fue en la celebración eucarística donde los primeros cristianos aprendieron a conocer y proclamar a Jesús como Señor y Salvador.

Un tercer cauce que genera y alimenta la experiencia cristiana es la comunidad cristiana, vivida en la pequeña iglesia doméstica del propio grupo, centrado en la Palabra de Dios, en la comunicación profunda de la vida, en la responsabilidad por el hermano y en un servicio gratuito y generoso.

Nunca como hoy es tan necesaria esa experiencia y ese cauce de la comunidad. Una vida cristiana de por libre, en nuestra sociedad de hoy está destinada a secarse, es decir, a quedarse reducida a unas prácticas y a unas ideas sin real influencia en la propia vida de cada día...

Y eso, no porque la comunidad sea perfecta, sino porque en ella, y a través de ella, Jesús se acerca a nosotros. La comunidad es como la familia para el niño pequeño.

Un último camino de alimentación de la experiencia cristiana y, en algunas épocas, un camino privilegiado, es el del propio trabajo de evangelización y de servicio cristiano. La preocupación diaria por seguir y animar el propio grupo, no sólo para que funcione, sino para que cada uno de sus miembros crezca como persona, descubra a Jesucristo, se abra a su vocación y responda a ella con generosidad. De esta forma, iremos experimentando las riquezas que tienen nuestros jóvenes, a veces sorprendentes e inesperadas; percibiremos también los peligros que corren, las dificultades, a veces superiores a sus fuerzas, con las que deben medirse; y nos veremos, por un lado, necesarios para apoyarles, siendo fieles a su confianza y, por otro, incapaces, pobres y limitados.

Cuando esa experiencia la vivimos desde la Palabra de Dios, nos abre al encuentro con Cristo, el Dueño de la mies, el Maestro que nos envía y que puede dar fecundidad a nuestros esfuerzos. De tal forma que, echando las redes en su nombre, obtendremos un fruto inesperado y desproporcionado, como los discípulos en el lago (Cfr. Lc 5,1 ss).

Es el Señor quien camina con nosotros y da eficacia a nuestra acción. De ahí brotará la alabanza, la acción de gracias y una dedicación todavía mayor a la misión.

Como decía al principio, este camino es muy real y concreto y por él vamos todos nosotros; por eso somos animadores y encontramos sentido a lo que hacemos. Pero es un camino que no dominamos ni podemos planificar a nuestro gusto, porque el guía y el maestro es Cristo Jesús, y no nosotros. Por eso no nos hemos de desanimar si, alguna vez, parece que no avanzamos o no alcanzamos ningún fruto.

Como animadores, no somos sino caminantes con nuestros jóvenes; quizás vamos algo más adelantados, o llevamos más tiempo en el camino, pero sólo podremos ser testigos creíbles si, a pesar de las dificultades y fracasos, seguimos adelante confiando en que el Señor siempre viene a nuestro encuentro.