El Crucificado Resucitado 

“¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo?” Lc 24,5. 

Sucede cada Semana Santa: al reportar los medios la celebración del Viernes Santo, los acentos caen, no sólo ni tanto en la liturgia propia del día, por demás sobria, sino en las tradiciones que se siguen en torno a la pasión y muerte de Jesús de Nazareth: procesiones y saetas en Sevilla, penitentes sangrantes en Filipinas y, en buena parte del mundo cristiano católico, escenificaciones de la Pasión; éstas —contra lo que se esperaría en un mundo supuestamente secularizado y tecnificado—, aumentan cada vez más. Y, si bien los medios —particularmente los televisivos— no se caracterizan por la profundidad de su información, hay que admitir que la Iglesia, en el caso del Viernes Santo les muestra, básicamente, costumbres como las que referí arriba, y a las que quisiera ponerles el adjetivo de cristianas pero que en el mejor de los casos podrían decirse piadosas, y eso si se considera piadoso poner la muerte como tónica de la memoria pascual de Jesucristo.

Y es que, si es cierto que los relatos de la pasión y la muerte de Jesús de Nazaret ocupan un lugar privilegiado —cuantitativa y cualitativamente— en los Evangelios, siendo, además, el núcleo más antiguo tanto de los mismos como de la predicación primera, es más cierto aún que lo prolijo de este recuerdo no hubiera sido sin la experiencia de la Resurrección del Crucificado, a punto tal que podría afirmarse que la memoria de la pasión y la muerte de Jesús de Nazaret tienen la función teológica de ser el contrapunto —o, mejor, el elemento de contraste— de la experiencia de la Resurrección. En efecto, no hay en los Evangelios descripción más pormenorizada de jornada alguna de la vida de Jesús de Nazareth como la reseña de los días de su pasión y su muerte. Ahora bien ¿qué sentido tendría conservar y transmitir detalladamente el recuerdo del sufrimiento de quien acabó en la muerte? Aún si su recuerdo resultara paradigmático, como el de tantos y tantos hombres que han sido ajusticiados por ser congruentes con la causa a la que dedicaron su vida ¿cómo entender que un patíbulo así cruel como la cruz se convirtiera en evangelio, i.e., en buena noticia?

Sin la Resurrección y sólo con su muerte, Jesús de Nazareth se enlistaría en el catálogo de aquellos bienhechores de la humanidad que han llevado la solidaridad al extremo de avalar su decisión por lo humano con la entrega de su vida. Sin la Resurrección, los cristianos no seríamos más que adeptos a las enseñanzas de un maestro ilustre, enseñanzas de un gran contenido ético tal como, hoy por hoy, son reconocidas incluso por no creyentes libres de los prejuicios jacobinos del siglo XIX; enseñanzas dotadas de una religiosidad profunda que, por su naturaleza y por su historia, hubieran quedado como una reforma del judaísmo.

Sin la Resurrección, Jesús de Nazaret no habría pasado a ser, él mismo, contenido de fe confesado como el Cristo y el Hijo de Dios. La fe cristiana no existiría sin la Resurrección: sin ésta nunca se hubiera enterado el hombre de la presencia de Dios en su historia cotidiana —presencia así cercana cuanto el hombre Jesús de Nazaret se hermanó con los demás hombres—. Sin la Resurrección carecería de vigencia la propuesta de Jesús de Nazaret de entender al Creador, al Yahveh de Israel como el Padre común de todos —exacta y precisamente de todos— los hombres para quienes quiere la paz, la dignidad y la justicia enraizadas en la fraternidad, como el Padre de la vida que quiere que el hombre viva.

No es casual que los cristianos hayamos venido reuniéndonos, domingo a domingo, a lo largo de nuestra historia, en torno a una mesa para recordar y hacer presente a Jesús de Nazareth, el Cristo de Dios, repitiendo su gesto supremo: romper y compartir un pedazo de pan y alzar una copa de vino para brindar por la vida como un reto al sufrimiento, a la muerte y al absurdo, y como una apuesta decidida por el futuro y la esperanza: «Bebed de ella todos, porque ésta es mi sangre de la Alianza, que es derramada por muchos para perdón de los pecados. Y os digo que desde ahora no beberé de este producto de la vid hasta el día aquel en que lo beba con vosotros, nuevo, en el Reino de mi Padre.» (Mt 26,27-29). Así, la Eucaristía cristiana no es una asamblea luctuosa reunida para las exequias en memoria de un muerto venerable, sino el encuentro renovado con el Viviente para actualizar la vigencia de su causa: el Reino de Dios.

De modo que el punto de arranque del cristianismo no es tanto un patíbulo en forma de cruz, cuanto una tumba vacía —matriz paradójica de la vida, puerta abierta al futuro de Dios— y las experiencias de encuentro que con el Crucificado Resucitado tuvieron los testigos de la Resurrección, de tal manera que el valor teológico redentor de la cruz,  y su calidad y validez de signo cristiano, dependen, también, de la conciencia de la derrota de la muerte en la Resurrección de Jesús de Nazareth.

Vale, pues, preguntarse si el estímulo o la tolerancia al mensaje de muerte que en las escenificaciones de la Pasión de Cristo y demás costumbres parecidas, hoy, es la mejor forma de hablar de Jesucristo a una sociedad cansada del sufrimiento y de los problemas que prefiere hacer su Semana Santa tomando vacaciones en la playa, o en cualquier centro de diversión.

Así, mientras el Domingo de Resurrección se impregna de las notas del magnífico Gloria de la Misa en sí menor de Bach, me pregunto qué hemos de hacer los cristianos —a partir de nuestra experiencia del Crucificado Resucitado— para inundar al mundo con la esperanza en el futuro de Dios.