Jesucristo

Jesús, muerto y resucitado

 

Jesús murió crucificado

La muerte violenta de Jesús no fue fruto del azar y de las circunstancias. Esto pertenece al misterio del designio de Dios. Este designio divino había sido ya anunciado antes en la Escritura como un misterio de redención universal, es decir, del rescate que libera a los hombres de la esclavitud del pecado. Jesús tenía que morir, y morir en la cruz (Flp 2,8).

«Fue oprimido y el se humilló y no abrió la boca; como cordero llevado al matadero, como oveja ante el esquilador, enmudecía y no abría la boca. Sin defensa, sin justicia se lo llevaron y nadie se preocupó de su suerte. Lo arrancaron de la tierra de las vivos, lo hirieron por los pecados de mi pueblo; lo enterraron con los malhechores, lo sepultaron con las malvados. Aunque no cometió ningún crimen ni hubo engaño en su boca, el Señor lo quebrantó con sufrimientos. Se entregó en lugar de los pecadores y por ello tendrá descendencia, prolongará sus días... Mi siervo traerá a muchos la salvación cargando con sus culpas.»

ls 53, 7-11

Al enviar a su propio Hijo, nos lo entregó por todos nosotros y por nuestra salvación para que fuésemos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo: «Si, cuando éramos enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo...» (Rm 5, 10). Al entregar a su propio Hijo por nuestros pecados, Dios manifestó que su designio sobre nosotros es un designio de amor. La Iglesia ha enseñado que Cristo ha muerto por todos los hombres sin excepción

«no hay ni hubo ni habrá hombre alguno
por quien no haya padecido Cristo»

(Concilio de Quiercy, año 853)

La muerte de Cristo es, pues:

- El sacrificio pascual que lleva a cabo la redención definitiva de los hombres (1 Co 5, 7) por medio del Cordero que quita el pecado del mundo: «Al día siguiente, ve Juan Bautista venir hacia él a Jesús y dice: He ahí el Cordero de Dios que quita el Pecado del mundo» (Jn 1 29).

- El sacrificio de la Nueva Alianza: «Esta copa es la Nueva Alianza en mi sangre. Siempre que la bebáis, hacedlo en memoria mía. Pues cada vez que coméis este pan y bebéis esta copa, anunciáis la muerte del Señor, hasta que vuelva» (1 Co 11, 25).

- La ofrenda del Hijo de Dios hecho hombre, que, libremente y por amor, ofrece su vida en favor de los hombres: «Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15, 13) y la ofrece al Padre por medio del Espíritu Santo: «Cuánto más la sangre de Cristo, que por el Espíritu Eterno se ofreció a sí mismo sin tacha a Dios, purificará de las obras muertas nuestra conciencia para rendir culto al Dios vivo» (Hb 9, 14).

La muerte de Jesús en la cruz sólo se puede entender desde el amor y no desde el castigo. Sólo desde el amor de Dios Padre a los hombres, del amor de Jesús hacia su Padre y de Jesús hacia nosotros. 

La cruz es la demostración del amor hasta el extremo: «Antes de la fiesta de Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo.» (Jn 13, 1). Y en este sentido, sólo el amor confiere su valor de redención, reparación, expiación y satisfacción al sacrificio de Cristo en la Cruz. Jesús dio su vida por amor y Dios nos entregó a su Hijo por amor.

Descendió a los infiernos

Jesús murió realmente. Su muerte no fue una apariencia ni una invención. De hecho, estuvo tres días en el sepulcro. Jesús conoció la muerte como todos los hombres y se reunió con ellos en la morada de los muertos.

Pero ha descendido allí como Salvador proclamando la Buena Nueva a las personas que allí esperaban la redención. Al igual que Jesús predicó la Buena Noticia en esta tierra de los vivos, también lo hizo en la tierra de los muertos.

La Escritura llama infierno a la morada de los muertos donde bajó Cristo después de muerto. Allí estaban estos hombres y mujeres santos de toda la historia de la humanidad que esperaban a su Libertador. Entró en la tierra de los muertos para abrirles la puerta a la vida, para convertir la morada de tinieblas y sombras en morada de luz y llevarles a la vida eterna en paz con Dios. Bajó a anunciarles su triunfo y su glorificación.

La Iglesia, al profesar su fe en el descenso de Cristo «al lugar de los muertos», afirma que el triunfo de Jesús sobre la muerte abrió a todos los hombres la esperanza de poder vivir eternamente con Dios.

Al tercer día resucitó de entre los muertos

«Si confiesas con tu boca: ¡Jesús es Señor! y crees en tu corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos, serás salvo»

Rm 10, 9

La Resurrección de Jesús es la verdad culminante de nuestra fe en Cristo. Es la verdad central de nuestra fe creída y vivida por los primeros cristianos, transmitida a lo largo de los siglos, escrita como fundamento del Nuevo Testamento y predicada como parte esencial de la vida de Cristo.

El misterio de la Resurrección de Jesús es un acontecimiento real (y no algo inventado por los discípulos) que tuvo manifestaciones históricamente aprobadas. Quien resucitó fue la persona de Jesús, su cuerpo físico y su alma, y no sólo la causa de Jesús, su figura o su idea.

La Resurrección de Jesús no fue un retorno a la vida terrena como en el caso de las resurrecciones que él había realizado antes (Lázaro, la hija de Jairo...). La Resurrección de Jesús es esencialmente diferente. En su cuerpo resucitado, pasa del estado de muerte a otra vida más allá del tiempo y del espacio, participa de la vida divina en el estado de su gloria. En la Resurrección, el cuerpo de Jesús se llena del poder del Espíritu Santo.

Nadie fue testigo ocular del acontecimiento mismo de la Resurrección y ningún evangelista lo describe. Nadie puede decir cómo sucedió físicamente. Aunque es un acontecimiento histórico demostrable por la señal del sepulcro vacío y por la realidad de los encuentros con los apóstoles, no por ello la Resurrección pertenece menos al centro del misterio de la fe en aquello que trasciende y sobrepasa la historia. Este acontecimiento no sólo ocurrió en aquel momento, sino que abarca la totalidad de los siglos, del espacio, pues, aun siendo en un lugar y espacio concretos, trasciende ese lugar y ese espacio y abarca al universo entero.

La Resurrección constituye ante todo la confirmación de todo lo que Cristo hizo y enseñó. Todas las verdades de nuestra fe encuentran su justificación si Cristo ha resucitado. «Si Cristo no ha no ha resucitado vana es nuestra fe» (1 Co 15, 14). La Resurrección de Cristo es el cumplimiento de las promesas del Antiguo Testamento y del mismo Jesús durante su vida terrenal. La verdad de la divinidad de Jesús es confirmada por su Resurrección, pues en ella Jesús demostró que él era el Hijo de Dios. Por ello, la Resurrección de Jesús es el principio y la fuente de nuestra resurrección.