Iglesia en democracia

Diario de Noticias / fernando sebastián aguilar

En nuestra sociedad está apareciendo con fuerza una corriente de pensamiento político que considera que la democracia crece solamente cuando la religión ha sido eliminada de la vida pública. Para quienes opinan así, la democracia solamente puede realizarse en un clima de estricto laicismo, en el que las instituciones públicas desconocen la vida religiosa de los ciudadanos y ésta pasa a ser una actividad estrictamente privada, sin ninguna consideración por parte de las instituciones públicas ni ninguna influencia en el desenvolvimiento de la vida social y pública. De esta manera volvemos a los planteamientos de los partidos laicistas antes de aquel consenso constitucional que permitió la transición política de manera pacífica y el establecimiento de la democracia.

Este conflicto aparece en la concepción de la escuela pública. Son muchos los que piensan que la escuela pública tiene que ser enteramente laica. La formación moral de los jóvenes queda restringida a una formación para la democracia y la convivencia. Bien está, pero ¿dónde apoyar sólidamente los principios y los valores de la justicia y de la convivencia? El conocimiento y la educación impartida en la escuela tiene que responder a la realidad histórica y existencial de la vida humana, que no es precisamente laica. La imagen laica de la vida es una abstracción y una imposición. Porque la realidad no es así.

Nosotros pensamos que la escuela pública tiene que ayudar a comprender la entera existencia humana, también la vida religiosa. Creemos también que la educación escolar tiene que incluir la necesaria educación para que aprendan a convivir pacíficamente hombres y mujeres de distintas religiones. Por eso la escuela pública tiene que tener en cuenta y reflejar la condición religiosa de la sociedad y de los ciudadanos. Por una razón muy sencilla: el Estado tiene que estar al servicio de las libertades de los ciudadanos. También de su libertad religiosa. Si la mayoría de los ciudadanos quieren una escuela cristiana, la escuela tendrá que responder a los deseos de los padres. Y si hay minorías significativas que la quieran protestante, musulmana o laica, habrá que tener en cuenta también estos deseos, bien sea creando centros públicos distintos para las diferentes religiones o admitiendo en el colegio común un pluralismo intraescolar proporcional al de la sociedad real. Las preferencias de quienes están en el gobierno no pueden ser el último factor determinante de las características de los centros. Un modelo de escuela pública, impuesto desde una ideología, en contra del querer y sentir de los ciudadanos, no sería verdaderamente democrático sino autoritario y sectario.

Esta misma concepción está en el origen de algunas objeciones que se hacen contra la posibilidad de subvencionar las actividades de la Iglesia con dinero público. Si en la vida social concreta está presente la Iglesia por expresa voluntad de los ciudadanos que profesan una determinada religión, no se ve por qué el Estado no puede dedicar fondos a apoyar el ejercicio de esa religión libremente profesada por los ciudadanos. En un barrio determinado no todos los vecinos van al templo católico. Como tampoco van al teatro, al cine, al polideportivo, a la universidad o a las conferencias del ateneo. Pero sí es de interés general que los ciudadanos que quieran puedan participar en esas actividades y tengan donde hacerlo. No hay razones de naturaleza democrática, que prohíban unas posibles subvenciones del Estado a las instituciones religiosas, en la medida en que son libremente queridas y frecuentadas por los ciudadanos. Y no sólo para las actividades humanitarias sino también para el culto en su sentido más estricto.

La cuestión de fondo consiste en saber si la religión, y en concreto la fe cristiana, aporta algo positivo a la vida democrática o significa más bien un peligro que conviene debilitar y alejar en cuanto sea posible. Los laicistas piensan que la religión manifiesta una mente primitiva, poco racional y poco científica, inclinada a las posiciones fundamentalistas y autoritarias, origen de intransigencias y de conflictos, y por todo ello poco favorable para la vida democrática. Los cristianos, en cambio, sabemos que nuestra fe, no del mismo modo todas las religiones, refuerza los principios básicos de la vida democrática, como son, por ejemplo, el valor sagrado de las personas, la igualdad e inviolabilidad de sus derechos, las cualidades fundamentales del matrimonio y de la familia, la justificación de la autoridad como servicio al bien general, el respeto a la conciencia moral de cada persona, la existencia de un orden moral objetivo reconocido como vinculante para las actuaciones de todos, también en el ejercicio de las diferentes actividades políticas.

Causa perplejidad oír a algunos políticos lamentarse de una pretendida asimetría en la configuración religiosa de la sociedad española. Dan a entender que sería más democrático que los españoles se distribuyeran en varias religiones, de forma más simétrica y en proporciones más parecidas. Asombra pensar que un gobierno democrático pueda sentirse llamado a modificar el perfil religioso de nuestra sociedad, como la mayoría sociológica de la fe católica fuera una amenaza para la calidad democrática de nuestra convivencia. Este proceder sí que sería directamente contrario a la naturaleza de un Estado no confesional.

Quede bien claro que los católicos podemos vivir en democracia con entera normalidad, sin ocultar nuestra condición de católicos, actuando en todo de acuerdo con nuestra conciencia, seguros de que de esta manera enriquecemos la vida democrática y fortalecemos sus instituciones. De ninguna manera debemos aceptar la idea de que para ser buen demócrata haya que ser relativista en lo religioso y en lo moral, y crítico con la doctrina y las instituciones de la Iglesia. Ni podemos aceptar una visión de las cosas según la cual España, para ser plenamente democrática, tendría que dejar de ser mayoritariamente católica.

En una sociedad democrática, los cristianos, con su vida, hacen presente la sabiduría y la bondad de Dios y ponen de manifiesto la fecundidad social y humanizadora de sus dones. Ellos han de ser el rostro elocuente de la Iglesia en la nueva sociedad, y son también la mejor contribución de la Iglesia al bien común y al buen funcionamiento de las instituciones democráticas. Para ello es necesario y suficiente que vivan de verdad arraigados en la persona y en el mensaje de Jesús, que sientan el gozo de comunión católica, que practiquen el mandamiento del amor fraterno en las diversas situaciones de la vida social, que iluminen y valoren la vida de cada día con la luz de la fe y apoyen con sus actividades y sus votos las propuestas que les parezcan más favorables para el bien común. Este es, hoy, el reto de los católicos españoles, un gran reto, exigente y estimulante.