Víctor Manuel Fernández

Fuente: http://www.san-pablo.com.ar

I

Identidad espiritual y pastoral (I)
 

El autor nos plantea, en esta primera entrega, una propuesta de reflexión sobre la identidad personal como camino hacia la identidad pastoral.

 

Cuál es mi identidad? Se trata de un tema complejo. Veamos cuáles suelen ser de hecho los elementos que dan a las personas una conciencia de sí y de una identidad única:

a. La autoconciencia corporal y la aceptación del propio cuerpo.
b. Las propias capacidades y carismas, ejercitadas y cultivadas.
c. El propio modo de relacionarse con el mundo, con los demás y con Dios.
d. Una serie de ideas que uno valora y que le convencen y apasionan.
e. Algunas opciones firmes que uno ha hecho desde el corazón y que mantiene más allá de las conveniencias circunstanciales.
f. El propio ser histórico-cultural, que incluye todo lo recibido o heredado con lo cual uno se siente identificado.

Todos estos elementos ayudan a que cada uno se perciba como él mismo, diferente único y valioso. Esa identidad personal no sólo se piensa sino que se va construyendo, en un juego constante entre todos estos elementos, con un estilo de vida coherente que la afianza y la arraiga satisfactoriamente. Porque la experiencia de una identidad personal firme implica la experiencia de una estabilidad (yo sigo siendo el mismo y soy cada vez más yo mismo) junto con el sentimiento de que la propia vida es básicamente algo positivo y valioso (que la percepción de sí mismo no sea predominantemente negativa, aunque siempre haya cosas que resolver).

La autoidentificación superficial

Lamentablemente las personas suelen construir su identidad con elementos parciales y superficiales que no otorgan estabilidad ni satisfacciones profundas a esa experiencia de identidad. Las conversaciones cotidianas muestran cómo estos elementos superficiales suelen apasionar a las personas llevándolas a apoyar en ellos su sentido de identidad. Me refiero, por ejemplo, a ciertos gustos (un tipo de comida, una forma de vestir, un género musical), a algunas características del temperamento ("yo soy una persona tranquila, a mí no me quiten la tranquilidad"), a la ascendencia ("se me nota que mis abuelos eran italianos"), al apellido, a un equipo de fútbol ("yo doy la vida por Boca"), etcétera.

Es verdad que todos estos elementos también se integran en la identidad personal, no tienen por qué ser despreciados, y además suelen ser reveladores de cuestiones más profundas de las cuales son como símbolos o manifestaciones. El problema es que se constituyan en los principales recursos para reconocer y construir la propia identidad, porque sólo forjarán una identidad muy débil.

Avancemos un poco más en cuatro de estos modos superficiales –que siendo los más comunes no son los más importantes– de sustentar la propia identidad:

El consumir

Si la identidad supone algunos elementos estables, que uno siente como móviles de la propia existencia, y también un sentimiento básico de positividad personal, la verdad es que en el contexto actual muchas personas, profundamente atontadas por el mecanismo de la publicidad, habitualmente se mueven y se sienten positivas sólo en función de lo que puedan consumir. Todo lo que planifican, buscan y realizan, aunque no lo digan, tiene la finalidad de consumir algo, y cuando lo logran sienten que su existencia es algo positivo y está –por el momento– lograda.

Aunque no se nos escape todo lo superficial y vacío de ese estilo de vida, tenemos que decir que el consumo no puede excluirse completamente de la construcción de la propia identidad. Porque quien no puede disfrutar de nada en esta vida –porque no tiene posibilidades, porque no valora lo que tiene, o porque no se ama a sí mismo– difícilmente podrá sentirse sinceramente amado y experimentar su existencia como algo positivo. Es más, la capacidad no obsesiva de gozar de las pequeñas cosas de la vida permite percibir el amor de Dios que nos quiere felices y que nos provee de muchas cosas "para que las disfrutemos" (1Tim 6, 17).

El cuerpo, la figura, lo que aparece

Veamos ahora otros modos de construir la propia identidad que tienen que ver con la necesidad de ser apreciados y aprobados por los demás. Uno de ellos es el cuidado de la apariencia física.

En realidad hay que hablar primero de una autoconciencia corporal, que es central e ineludible, porque sólo podemos tener una identidad reconociéndonos de modo corpóreo, tocándonos, mirándonos al espejo, y sobre todo haciendo una experiencia corpórea intensa, "sintiéndonos" a nosotros mismos, reconociendo sensaciones que sólo pueden ser corpóreas. Nada de lo que somos, pensamos o sentimos deja de tener una resonancia corpórea. Muchas personas hoy son más capaces que en otras épocas de amar su propio cuerpo, de cuidarlo, de experimentarlo. El problema es cuando esta dimensión central se vuelve exclusiva, y sólo nos aceptamos y valoramos a nosotros mismos si sentimos que nuestro cuerpo es sano, fuerte y bello. Entonces, el inevitable desgaste orgánico nos hará sentir que cada vez "somos" menos, y nos impedirá reconocer que hay otras dimensiones de la propia identidad que pueden fortalecerse, cultivarse y disfrutarse cuando el cuerpo está decayendo o perdiendo hermosura. En realidad, cuando hay una aceptación básica de sí mismo, incluyendo el propio cuerpo "real" (no el meramente imaginado) la persona no siente que pierde belleza con el paso del tiempo, sino que esa belleza se modifica, adquiere otra forma diferente que también es hermosa, aunque no responda a los patrones de la sociedad que rinde culto al cuerpo joven y firme.

Esta dimensión corpórea se empobrece particularmente cuando se concentra en la apariencia externa. La preocupación exagerada por "verse bien", lleva a depender tanto de la mirada ajena que perdemos conciencia de la propia identidad, ya no sabemos quiénes somos en realidad, porque sólo cuenta lo que somos ante la mirada de los otros. Algunas veces un cierto desprecio de los demás o un narcisismo galopante hace que este cuidado por la apariencia física ni siquiera tenga que ver con las relaciones humanas, sino con un deseo ególatra de considerarse a sí mismo de "buena apariencia". Es verdad que esta inconsistencia no siempre es enfermiza o grave, y por lo tanto puede coexistir con una identidad básicamente sana; pero ciertamente lleva a desgastar energías en algo vano y limita las perspectivas de la propia vida.

El tener: dinero, propiedades, títulos, conocimientos, capacidades, perfección ética

Otras personas creen no depender tanto de la apariencia, pero en realidad la procuran de una manera más sutil. Sucede cuando uno se siente alguien positivo a partir de las cosas que tiene. A través de ellas cree que puede presentar en la sociedad una imagen valiosa de sí.

Entonces sigue sin llegar al centro de su identidad y se vuelve esclavo de la periferia. Pero conste que no hablamos sólo de los bienes materiales, como cuando alguien sólo se siente valioso si ha acumulado posesiones. Esto vale también para otras posesiones más altas, como la capacidad intelectual o los logros intelectuales (títulos, publicaciones, etc.), los talentos artísticos, e incluso el desarrollo ético de la persona (su forma de actuar, las acciones buenas que realiza o el testimonio moral que da a los demás).

Si llega a cometer un error, o no es debidamente reconocido por los demás, o cuando sufre una humillación pública, un individuo así puede sentir de golpe que no es nadie, que no tiene identidad, que no sabe para qué vive, que ha perdido su valor, y probablemente se aislará resentido, creyéndose el único mártir, o se dedicará a procurarse alguna fuente de placer que compense su dolor. Sentirá que le han pedido mucho y no le han dado a cambio lo que él "merecía". Así su identidad se verá gravemente dañada, ya no sabrá cuál es su valor.

En cambio, una persona que valore estas diversas posesiones y las disfrute, pero que sepa subordinarlas a los niveles más profundos de identidad, no dejará de sentirse alguien si las pierde, sentirá que sigue siendo él mismo, que tiene derecho a un lugar en el mundo, y no dejará de valorarse a sí mismo.

Los logros personales

Muchos basan la percepción positiva de sí en los éxitos o logros que consigan a partir de su trabajo, o en los proyectos para conseguir, mantener o acrecentar esos éxitos en el futuro. Es importante no confundir esta inconsistencia con una sana identificación con la propia misión como llamado de Dios para servir a los demás. La identidad pastoral no es la dependencia de una función social, de un rol que se cumple ante los demás, ni siquiera de una profesión. Por lo tanto, tampoco depende de los éxitos y resultados. Es la experiencia de una fecundidad que va más allá de lo que se puede medir y mostrar.

Hay personas muy preocupadas por hacer carrera y ser protagonistas (no ser uno más). Por eso prefieren desempeñar un papel y tratar de contentar a quienes puedan favorecerlas para obtener determinados resultados. Pero si se detienen a pensar, ya no saben cuál es su identidad real. Es decir, su identidad se confunde con sus logros.

No gozan por estar cumpliendo una misión que Dios les confía, que los pone al servicio del bien de los demás. Cuando hay una clara identidad pastoral, esa misión forma parte central de su identidad y se mantiene en pie en medio de los fracasos, porque se sabe que Dios actúa a través de sus instrumentos más allá de sus éxitos visibles, y les hace cumplir su misión de una manera o de otra. Pero los que no alcanzan esa identidad pastoral y viven en el nivel de los logros, sólo se sienten alguien, y alguien positivo, si consiguen resultados elogiables, y sobre todo si esos resultados son efectivamente reconocidos, alabados y recompensados con gloria.

Cuando la propia vida es una misión, lo que importa es cumplir con el proyecto de Dios, y en todo caso escuchar a los demás para discernir si se está cumpliendo adecuadamente esa misión. Pero cuando el eje son los logros, lo que importa es solamente la aprobación y el aplauso. Cuando esto sucede, la persona en realidad está siempre insatisfecha, porque los reconocimientos nunca son suficientes. Brindan un consuelo fugaz y pronto se vuelven insulsos. Hace falta cada vez más. Para colmo, es imposible tener a todos contentos y lograr éxito en todo. La vida está surcada de resultados incompletos o parciales, de fracasos, de límites y de contradicciones. Quien asienta su seguridad personal en los logros, se somete a un sufrimiento permanente y a una fuerte tensión interna. Esto se une frecuentemente a una personalidad narcisista, que en el fondo vive una convicción de no ser digno de un gran amor, con el sentimiento de no haber sido nunca suficientemente amado y por lo tanto de ser alguien "negativo". Así se produce el mecanismo interno de procurar obsesivamente agradar, significar algo para otros, ser objeto del amor de las personas importantes (poderosas o bellas) logrando lo que ellos esperan que uno realice. Frecuentemente esto implica crear una máscara y ocultar los propios gustos y opiniones para evitar que entorpezcan el avance de sus proyectos.

Si uno se queda en este nivel, en realidad se vuelve autónomo frente a Dios, porque necesita probar que él puede solo. No quiere nada "regalado". Por lo tanto, aunque exprese su confianza en Dios o diga que él solo no puede nada, en la práctica actuará confiando sólo en sus capacidades y previsiones, obsesionado por cumplir lo que él cree que le brindará un lugar en la sociedad o en la Iglesia y el reconocimiento o la aceptación de los demás. No estará tratando de realizar el proyecto de Dios sino de satisfacer una necesidad egocéntrica. Así olvidará que el don de Dios, siendo gratuito e inmerecido, siempre nos promueve para que saquemos lo mejor de nosotros mismos, de manera que podamos sentirnos fecundos pero también humildemente agradecidos.

En la próxima entrega profundizaremos en la identidad espiritual y en los elementos centrales de la autoidentificación.

 

Identidad espiritual y pastoral (II)

¿Cuál es nuestra identidad personal? ¿Cómo la vamos descubriendo y a la vez construyendo? ¿Cómo interactúa con la propia misión evangelizadora de la Iglesia? De todo esto, nos habla la segunda entrega de esta nota.

La identidad espiritual

Después de reconocer estos modos superficiales de sentirse "alguien", entremos en las profundidades del ser.

La identidad religiosa se ubica de lleno en el orden del ser, del fundamento, de la raíz última de la propia identidad. Se trata de estar religado a Dios y de entenderse a sí mismo desde él, sobre todo a partir de su amor creador y redentor que sacia la necesidad más profunda de ser amado incondicionalmente. Para los cristianos se trata, en definitiva, de reconocernos como discípulos de Jesucristo, cada uno a su modo, pero con una clara conciencia del amor del Padre creador que Jesús nos reveló.

Dios crea a la persona "por un acto que sienta de antemano y fundamenta por ello su dignidad: por la llamada. Esto significa que Dios llama a la persona a ser un tú, o más exactamente, que Dios mismo se determina a ser el Tú del hombre" (R. Guardini, Mundo y persona, Madrid, 2001, p. 123).

En este sentido, cualquier persona humana existe con una "necesidad absoluta", tiene una dignidad infinita y es objeto de un amor eterno (ver Jer 31, 3) dirigido de un modo directo y personalísimo a cada uno.

Por otra parte, el Señor no se relaciona con cada uno de nosotros como distribuyéndose o "repartiéndose" un poco en cada uno, "sino que está todo en cada uno, y por eso puede afirmarse que cada uno ocupa toda su intimidad" (E. Terrasa, El viaje hacia la propia identidad, Pamplona, 2005, 135). Esto hace posible que cada uno tenga una relación única y muy personal con él. De hecho cada uno conoce a Dios y se relaciona con él a su modo. Habrá que revisar, purificar, enriquecer y profundizar esa imagen de Dios y el propio modo de tratarlo, y ese crecimiento perfeccionará también la propia identidad. Si fuimos creados a imagen de él y según su proyecto, sólo podemos conocernos a nosotros mismos conociéndolo a él y mirándonos desde él. Esa es la mejor manera de pasar del yo imaginado (fantaseado) al yo real.

Para entrar en este nivel profundo de identificación personal, la relación con Dios debe tener cuatro características esenciales:

Sinceridad. Se trata de abrirle el corazón a Dios y de no ocultarle las cosas que verdaderamente pensamos y sentimos, nuestras esperanzas y sueños reales, lo que nos preocupa, e incluso lo que nos aleja de él, nuestras rebeldías e insatisfacciones. La apertura sincera y sin vueltas en el diálogo con él, permite a Dios hacer su obra reconciliadora y restauradora en el corazón (ver Jer 12, 1; 20, 14; Job 10, 1-3). Es allí, en esas intenciones escondidas, donde quiere entrar el Espíritu Santo. Eso es precisamente lo que más le interesa, porque todo lo demás puede ser cáscara, apariencia, mentira. Por eso su Palabra nos exhorta: "Buscadlo con corazón sincero… Porque el santo espíritu educador huye de la falsedad, se aleja de los pensamientos vacíos" (Sab 1, 1. 5).

Nunca habrá verdadera amistad con Dios, ni madurez espiritual, ni tampoco una identidad clara, si no permitimos que el Espíritu Santo entre allí, en lo más secreto, en las intenciones ocultas que nos mueven. La relación con Dios no configura la propia identidad profunda si también ante él estamos cuidando la apariencia y ocultando nuestra verdad.

Asiduidad. La relación con Dios integra nuestra identidad personal, nos construye y nos configura, siempre que sea asidua. Si nuestro diálogo con Dios es meramente ocasional, si se reduce a algunos momentos aislados pero no brota espontáneamente y con frecuencia en lo cotidiano de la vida, esa relación con Dios será sólo un aspecto secundario de la existencia y no llegará a penetrar en nuestra autoconciencia. Es decir, no nos entendemos a nosotros mismos desde Dios. Evidentemente, esta relación asidua no siempre es fácil y a veces es árida y oscura, pero la asiduidad consiste al menos en un intento frecuente y en una búsqueda permanente.

Dejar transfigurar la mirada sobre sí mismo. También hace falta reconocer que uno necesita la luz de Dios para conocerse a uno mismo como es conocido por él. Sólo él sabe plenamente quién soy yo y quién estoy llamado a ser. Sólo él percibe luminosamente mi identidad. Cuando uno acepta que sin la luz de Dios es un enigma oscuro, entonces puede renunciar a toda pretensión de autonomía frente a él.

La imposibilidad de comprenderse a sí mismo sin Dios tiene una raíz en la realidad, en el ser. Porque es verdad que, siendo obra del amor creador de Dios, en cada persona hay un punto de partida que es obra de él, un trasfondo creado que luego se desarrolla a partir de las opciones libres, acicateado por la historia, las ideas, las motivaciones, la cultura. Es el "yo metafísico" que Dios creó con una identidad en germen, llamada a plenificarse y a explayarse en el seguimiento de Jesucristo. Por consiguiente nadie construye su identidad a partir de la nada. Hay una base creada por Dios
–que él conoce a fondo– que es más real que nuestras fantasías. Pero también hay otra realidad: el objetivo último, la plenitud personal que cada uno está llamado a alcanzar al final de su vida. Eso también es conocido plenamente sólo por Dios. Todo esto nos permite confirmar que, alejándonos o escapando de Dios, renunciando a ser discípulos de Jesucristo, perdemos identidad y somos cada vez menos "nosotros mismos". Necesitamos que nos preste su mirada para reconocernos y realizarnos.

Descubrirse infinitamente amado. Pero la clave para que la dependencia confiada y sincera ante Dios se convierta en una convicción existencial que otorgue solidez a la propia autoconciencia, está en reconocerse profundamente amado, sostenido por Dios pase lo que pase; y en saberse objeto de un proyecto peculiar de este Dios de amor que incluye una misión en esta tierra. Recordemos que la experiencia de la identidad supone siempre sensaciones de estabilidad y de positividad, que en el fondo sólo pueden encontrarse en el amor de Dios.

La conciencia de esta identidad religiosa nos recuerda que no es posible construirse a sí mismo de modo independiente, con absoluta espontaneidad, al margen de toda influencia externa o de toda referencia objetiva, e incluso al margen del proyecto de Dios. Hoy en día nadie podría afirmar tal ingenuidad. Hay miles de cosas que influyen en nosotros y de las cuales no tenemos nunca un dominio completo. Tampoco sería válido lo opuesto: creer que hay una realidad que nos condiciona completamente de antemano, de tal modo que el propio explayarse consciente no sería más que el desarrollo de leyes genéticas, psicológicas, culturales, o el desarrollo de una predestinación divina que ha prefijado todo. No. Ni pura espontaneidad ni destino fatal. En todo caso, el yo ideal pasa a ser aquello que todavía no he alcanzado del proyecto que Dios tiene para mi vida, proyecto maravilloso que estimula mi respuesta libre y me mantiene en una tensión sana, positiva y estimulante hacia el futuro. Porque es su amor incondicional el que me impulsa y me espera. Ese llamado me lleva a estar permanentemente reelaborando mi identidad e integrando nuevos elementos y experiencias que me educan. Es un seguimiento donde Jesucristo es el modelo, pero donde cada discípulo es configurado y se configura a sí mismo de un modo propio y distintivo.

Cada etapa me obliga a volver a optar de un modo distinto por la misión que Dios me confía. Precisamente porque el llamado de Dios promueve mi libertad, no puedo dar por supuesto un sí que puede ser sólo una inercia propia de un muerto. Hace falta siempre volver a elaborar creativamente esa identidad y volver a dar el sí a su llamado, un sí renovado, enriquecido, madurado, profundizado. Por esa razón, la propia identidad religiosa es muy dinámica.

La seguridad de ser amados por Dios permite que ese dinamismo sea vivido con naturalidad, con paz y no con una inquietud negativa. Puedo vivir serenamente, sin ansiedad y con cierto gozo el hecho de ser todavía incompleto, de tener un proyecto inacabado. Porque sé que hoy, como ser histórico y caminante –y en definitiva como discípulo que tiende a "hacerse Cristo"– mi vida tiene pleno sentido, aunque esté sin terminar como todo ser histórico. Se trata de un llamado al crecimiento que estructura mi identidad terrena y que, por lo tanto, no provoca un amor propio herido e insatisfecho. Es alegría y esperanza ante un Dios amante que me promueve, que toma en serio mis posibilidades, y por eso propone más y ofrece más.

Esta identidad religiosa, que lleva a la persona a entenderse como discípulo del Señor, desde su amor y desde su proyecto, se ve particularmente dañada en la actualidad cuando todo lo que está relacionado con la fe suele ser objeto de burla, de cuestionamientos variados o de permanente desconfianza. Ya vimos que lo que se ofrece como sustituto –sostenido por una impresionante y omnipresente maquinara publicitaria– es una engañosa libertad sin límites y un consumo desenfrenado. Esto hace que los creyentes tiendan a vivir su fe sólo como una parte de la vida, una relación con Dios limitada a ciertos momentos y a algunas tareas, sin permitir que marque a fondo su identidad y el sentido de su existencia, y tratando de mantenerla bien oculta en determinadas circunstancias o delante de algunas personas. Entonces, esa relación con Dios no llega a transformar la identidad personal. Por eso mismo, una misión vivida como respuesta generosa a un llamado de Dios, no puede terminar de marcar a fondo la propia identidad.

Elementos centrales de la autoidentificación

Esta identidad religiosa, que me sitúa en el orden más profundo de la auto identificación, no se realiza en un proyecto abstracto sino en este ser concreto y encarnado que soy yo. Incluye, además de la dimensión corpórea que ya consideramos, las capacidades y carismas personales, los modos propios de vivir, de relacionarse, de pensar y de optar. También incluye las notas del propio modo de actuar que proceden de una historia personal y de la cultura donde uno ha crecido. Veamos ahora algunos de estos elementos más importantes y centrales para percibir y elaborar adecuadamente la propia identidad.

Elementos histórico-culturales

No soy un ser etéreo, celestial o desencarnado, sino un ser cultural, inmerso en la historia, situado en un contexto determinado, y advierto que no puedo entenderme a mí mismo sin ese contexto. Por eso puedo comprender que mi identidad se construye también con todos esos aspectos de mi familia, mi historia, mi cultura, mi región, mi país. Estar entrelazado y fundido con todos esos elementos históricos, simbólicos, emotivos, culturales, es constitutivo de mí. Es imposible elaborar mi propia identidad pretendiendo prescindir de todo eso, haciendo una especie de "purificación" o de abstracción, como si pudiera lograr alcanzar un núcleo de mi ser que fuera completamente independiente de esos factores. Sería un esfuerzo completamente inútil. La cultura de mi familia y de mi pueblo me marca desde la superficie hasta lo más íntimo, aun cuando yo reniegue de todo eso y no llegue a reconocerlo.

Lo mismo hay que decir de la propia historia personal. Por eso es importante orar con ella, integrarla de alguna manera en la oración personal, tratar de comprenderla, de interpretarla, de iluminarla en la presencia de Dios. También hace falta asumirla en sus aspectos oscuros y sanarla de alguna manera, para que se integre plenamente en el proyecto que le da unidad a la propia vida y que a su vez trasciende los momentos particulares. Escapar de esa historia no hará más que crear una nebulosa en torno a la propia identidad. Ignorarla nos llevará a no saber quiénes somos.

Se trata de la "identidad narrativa", la conciencia de sí que se adquiere narrando la propia historia. Esta historia no son sólo hechos sueltos, acontecimientos aislados que yo recuerdo, episodios que puedo contar a otros como si fueran una novela, sino mi historia de salvación, mirada y leída a la luz de Dios, procurando desentrañar los signos de un proyecto y de un designio de amor. Sólo mirada así, en un contexto orante, la propia historia puede enriquecer mi identidad y lanzarme hacia adelante en un proceso de maduración y de afianzamiento.

La identidad relacional

En conexión directa con lo anterior, digamos que la identidad es en sí misma relacional. Yo soy alguien que sólo puede entenderse dentro de un conjunto de relaciones, tanto reales como deseadas o imaginadas. Si me pregunto quién soy yo debo responder también que yo soy un modo único y personal de relacionarme y de construir el mundo. Cada vez que un nuevo ser se integra en mi mundo de relaciones, lo modifica y lo enriquece, y por lo tanto modifica mi identidad.

Entonces, para conocerme a mí mismo y reconocer mi propia identidad, tendré que considerar esas relaciones. Particularmente, tendré que descubrir mi modo personal de entrar en relación, llevarlo a la presencia de Dios, iluminarlo, y también reconocer sus límites, purificarlo, sanarlo y perfeccionarlo. Este modo personal de relacionarse con los demás y con Dios supone básicamente una identidad masculina o femenina, pero también algunas características distintivas de la propia personalidad.

Es verdad que, si cada persona es alguien único e irrepetible, es porque hay un núcleo personal no comunicable; pero no se trata de un centro autosuficiente, sino esencialmente referido a los demás y radicalmente necesitado de ellos, ante todo de Dios.

Por otra parte, nadie puede conocerse a sí mismo sin los demás, porque nadie tiene una capacidad intuitiva tan grande que le permita estar atento a todos los detalles del propio ser. Es necesaria también la opinión de los otros. Al igual que en cualquier discernimiento, no se puede llegar a una conclusión sólo a partir de un proceso subjetivo; es necesaria la consulta y tener en cuenta otras perspectivas que aporta la opinión ajena. Será mejor todavía si hay una riqueza y una variedad de relaciones, que nos liberen de encerrarnos en algunas ideas fijas o en un mundo cerrado que limite nuestra perspectiva.

No se trata de vivir pendientes de las miradas ajenas. Alguien que está firme en Dios y seguro de sí mismo puede escuchar críticas o exhortaciones sin que eso le quite la paz, y sin desestructurarse por ello. Puede considerar y analizar lo que los demás le dicen para conocerse mejor a sí mismo, pero no porque necesite su aprobación para estar en paz, sino porque los demás pueden ser instrumentos de Dios para reconocer sus posibilidades.

Es verdad que debe haber un sano equilibrio entre autoafirmación e integración social, pero el dilema entre ambas necesidades no se resuelve negociando y retaceando espacios. Se resuelve cuando uno acepta y decide libremente ser con los demás y para los demás, ofreciéndoles su propio aporte único y original desde la propia identidad, y dejándose enriquecer e interpelar por ellos. Pero si uno mira a los demás como obstáculos negativos, como puros límites a la propia espontaneidad, vivirá en una tensión defensiva que le impedirá realizar su misión y elaborar plenamente su identidad.

Destaquemos igualmente que un elemento constitutivo de la auto identificación es el sentido de pertenencia a una comunidad, el ser "con" algunas personas particularmente cercanas. Alguien que está desarraigado, que siente que no pertenece a ningún lugar y que no tiene una comunidad de referencia, difícilmente podrá sentirse seguro consigo mismo. Siempre le faltarán elementos para reconocerse a sí mismo y para experimentar una identidad sólida.

Las propias convicciones

La propia identidad no puede excluir la capacidad de pensar, como si no tuviéramos cabeza. Esa identidad también implica un modo personal de ver las cosas, de analizar lo que sucede, una serie de ideas y de convicciones personales. Algunas son secundarias, pueden y deben modificarse o cambiarse con el diálogo y el paso del tiempo. Pero otras son centrales, básicas, fundamentales. Son dos o tres convicciones profundas, que para un cristiano se identifican con las grandes verdades del Evangelio, que no son negociables. Pueden ser profundizadas, mejor comprendidas, completadas, pero nunca abandonadas ni ocultadas. Mantener esas convicciones siempre tiene un precio, porque algunos no estarán de acuerdo, y buscarán hacernos sentir tontos o ingenuos. Pero si resignamos estas convicciones para disfrutar de cierta paz social, estamos renunciando a nosotros mismos y nos convertimos en una máscara vacía. Y el vacío tarde o temprano tiene un angustiante sabor a nada. Es la amarga sensación de no saber ya lo que uno piensa realmente, de no ser nadie, de no tener una imagen clara de sí mismo.

Además, llega un momento en el cual la persona que nunca defiende con claridad sus convicciones es descubierta. Los demás terminan reconociendo su diplomacia cómoda y su incapacidad de "jugarse" por algunas ideas. Así pierde el respeto de los otros. La vida en una sociedad pluralista requiere una actitud tolerante, pero no cobarde, porque la sociedad necesita el aporte de los creyentes.

Las grandes opciones

Junto con las ideas están las opciones, porque las grandes convicciones, si son auténticas, no se quedan en la mente, sino que nos llevan a tomar algunas decisiones, a vivir de una manera y no de otra. Esas grandes opciones requieren también un sinnúmero de pequeñas elecciones fieles y coherentes. Sólo es posible tener, mantener y profundizar una identidad clara cuando se hacen estas opciones cotidianas. De otro modo, la esquizofrenia entre lo que decimos o pensamos, por un lado, y lo que hacemos, por otro lado, provocará en algún momento una dolorosa crisis de identidad.

Estas opciones son fuente de una satisfacción profunda cuando implican decisiones firmes, cuando uno es capaz de mantenerlas en medio de las distintas circunstancias y acepta dejar de lado algunos beneficios para decidir siempre en la línea de estas opciones fundamentales, para mantenerse en ese camino que a uno le otorga identidad. La satisfacción de estas opciones procede de una intervención firme de la voluntad motivada. Por eso se mantiene en medio de ciertas insatisfacciones sensibles, ya que pertenece a otro nivel. A esta satisfacción más honda se refería un maestro espiritual al decir que "hay que conservar preciosamente el fervor íntimo y sólido de las resoluciones, pero no hay que ocuparse demasiado del fervor variable de los sentimientos" (A. De Lombez, Práctica de la paz interior, Buenos Aires, 1987, p. 12).

En la tercera parte de este artículo entraremos de lleno en la cuestión de la identidad pastoral, es decir en la relación entre identidad y misión.