La Iglesia

4. Servicios y ministerios

 

  El sacerdocio común de todos los bautizados
  El ministerio en la Iglesia
  El ministerio de Pedro, como servicio de unidad
  

 

El sacerdocio común de todos los bautizados

En la Primera carta de Pedro es donde encontramos esta expresión:

“Vosotros, como piedras vivas, entráis en la construcción del templo del Espíritu, formando un sacerdocio sagrado para ofrecer sacrificios espirituales, que Dios acepta por Jesucristo.”

 1Pe 2, 5

Así se quiere poner de manifiesto una verdad fundamental, muchas veces olvidada: todos los cristianos bautizados —y no sólo el Papa y los obispos— son la Iglesia. Es decir, que todos los cristianos, por el bautismo y la confirmación, han recibido el encargo y la facultad de contribuir al crecimiento y santificación de la Iglesia, dando testimonio del Evangelio. Pero ¿cómo lo hacen los que no son sacerdotes ni religiosos?

Este grupo de cristianos son los laicos y su misión se caracteriza por el carácter esencialmente secular, es decir, porque es en el mundo —familia, trabajo, sociedad, economía, política, arte, ciencia…— donde están llamados por Dios a hacer presente a Cristo, impregnándolo todo de los valores del Evangelio, mediante el testimonio de su vida.

Así, con el testimonio de los laicos, se pone de manifiesto una dimensión esencial de la Iglesia: su ser Iglesia en el mundo y para el mundo. Reducir el servicio de la Iglesia al interior de los templos sería un grave reduccionismo.

Ahora bien, aunque los laicos desempeñan su peculiar sacerdocio en las tareas del mundo, están llamados también a una intensa cooperación y responsabilidad en el seno de la Iglesia. Y esto en un doble sentido:

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El ministerio en la Iglesia

«Ministerio» significa en el lenguaje del Nuevo Testamento servicio y «ministro» significa servidor. Para comprender bien qué es el ministerio y qué función tiene en la Iglesia hemos de preguntarnos cuál fue la voluntad de Jesús y cómo la interpretó el Nuevo Testamento y la tradición de la Iglesia.

En los evangelios aparece claramente que, aunque Jesús predicó el Reino de Dios a todo el pueblo, llamó a un grupo —los Doce— para que le siguieran y para hacerlos partícipes de un modo especial en su propia misión (Mt 28, 18-20). Por tanto, según la voluntad de Jesucristo, además de la vocación universal y del servicio que a todos incumbe, existe una especial vocación apostólica y un servicio apostólico específico.

Hoy, en la Iglesia, ese ministerio específico, querido por Jesús como servicio a todos los cristianos, se ejerce en diversos órdenes, llamados obispos, presbíteros y diáconos.

Este servicio del ministerio eclesiástico supone misión y poder. Misión porque, del mismo modo que Jesús recibe su misión de su Padre, así la transmite a sus discípulos. Y poder, porque nadie, ni individuo ni comunidad alguna, pueden anunciarse a sí mismos el Evangelio, ni mucho menos conferirse la gracia. Esto supone personas autorizadas para ello. Por tanto, el poder del ministerio eclesiástico no se funda en el encargo de la Iglesia o de la comunidad, sino en la misión confiada por Jesucristo. Así, el ministerio eclesiástico se ejerce en el nombre, es más, en la persona de Jesucristo, porque es el mismo Cristo el que habla y actúa a través de sus enviados (Lc 10,16).

Otra característica importante del ministerio en la Iglesia es su carácter de colegialidad. Esto significa que no se transmite a ningún individuo aislado, sino en comunión con los otros ministros, como participación en un ministerio común. Por eso, cada uno de los obispos cumple su ministerio en el interior del colegio de los obispos y bajo el Obispo de Roma, sucesor de san Pedro. Y, a su vez, cada sacerdote tiene su ministerio en comunión con los demás sacerdotes de su diócesis, bajo el gobierno del obispo. Esto se llama presbiterio.

En resumen: ¿qué diferencia existe entre el sacerdocio común de los bautizados y el sacerdocio ministerial? La respuesta es que no existe una diferencia en cuanto a la dignidad o a la categoría personal. La diferencia no está en el orden de la santidad personal, sino en el orden del servicio y de la misión.

En este orden la diferencia no es sólo de grado (cómo si consistiera simplemente en que los ministros pueden hacer cosas que no pueden los laicos), sino que se diferencian esencialmente, son dos realidades distintas. El ministro está en una posición singular ante la comunidad: están delante de ella —por singular vocación de Jesucristo— pero están en ella, y, en este sentido, está necesitado siempre de perdón, es sostenido por la fe de la Iglesia y de las comunidades y tiene que colaborar con todos los otros carismas y servicios.

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El ministerio de Pedro, como servicio de unidad

La función principal del Papa, sucesor de Pedro, es un rasgo típico de la concepción católica de la Iglesia.

En muchos textos del Nuevo Testamento aparece la posición destacada de Pedro entre los demás apóstoles: es el primer llamado por Jesús y el que encabeza de lista de los discípulos (Mc 1, 16-20. 3, 16); aparece también, tanto durante la vida de Jesús como tras su resurrección, como el representante y portavoz de los demás discípulos; y, además, al ser llamado, se le cambia el nombre, lo cual es indicio de una misión especial que se le confía: de Simón pasa a llamarse Cefas, que corresponde al griego Petros y al castellano piedra.

Pero el pasaje más importante del Nuevo Testamento sobre Pedro son las palabras de Jesús en Cesarea de Filipo como respuesta a la confesión de Pedro de que Jesús era el Mesías. Nos las transmite Mateo:

«Ahora te digo yo: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi iglesia, y el poder del infierno no la derrotará. Te daré las llaves del Reino de los cielos; lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo»

Mt 16, 18-19

Tres cosas se dicen de Pedro en este texto:

Es verdad que el texto no habla explícitamente de una sucesión en las funciones ministeriales de Pedro, pero está claro que sí habla de un ministerio específico de Pedro, que es esencial para la vida de la Iglesia. Por eso, desde muy pronto se atribuyó a la Iglesia romana —donde el apóstol sufrió el martirio en torno al año 64— una autoridad especial.

En el Concilio Vaticano I (1869-1870) está autoridad del Papa se expresó con la definición de dos principios:

—El primado jurisdiccional, que consiste en que el Papa tiene una potestad plena y suprema, ordinaria e inmediata sobre toda la Iglesia universal, en todos y cada uno de los pastores y fieles.

—La infalibilidad papal, que significa que el Papa, cuando ejerce su autoridad suprema de maestro y pastor de todos los cristianos, definiendo que una doctrina de fe o costumbres tiene que ser mantenida por la Iglesia universal, "en virtud de la asistencia divina que le fue prometida en la persona de San Pedro, goza de aquella infalibilidad con la que quiso el divino Redentor que estuviera provista su Iglesia…"

El Concilio Vaticano II confirmó ambos dogmas en el contexto más amplio de la responsabilidad e infalibilidad de toda la Iglesia y, especialmente, en el contexto del Colegio de los obispos. Por tanto, el Papa no tiene el primado por encima de la Iglesia, sino en la Iglesia como cabeza del Colegio episcopal. Y así, el ministerio de Pedro es servicio de unidad, que es unidad en la diversidad de las Iglesias particulares.

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