La Iglesia

2. La Iglesia y la humanidad

 

  ¿De dónde viene la Iglesia?
  La Iglesia en el mundo actual
  Iglesia universal e iglesias particulares
  

 

El ser misterio, realidad querida por Dios como sacramento de salvación para todos los hombres, constituye la «verdad» más profunda sobre el ser de la Iglesia. En esto precisamente radica la «verdad» más profunda sobre su origen, su misión y sobre el modo cómo se hace presente en el mundo actual.

¿De dónde viene la Iglesia?

La Iglesia encuentra su auténtico fundamento, más que en un decreto concreto de Jesús, en la dinámica global de la historia de la salvación.

Así, se puede decir que el origen de la Iglesia se remonta a los comienzos de la humanidad.

Pues Dios ha querido llamar al hombre a una comunión personal con él, pero lo ha hecho, no como si de individuos aislados se tratasen, sino como ser que es creado en comunidad y sólo en comunidad encuentra su perfección (LG 9). Por eso, se puede decir que la congregación de la Iglesia está ya prefigurada desde el comienzo del mundo, con la creación del hombre como ser llamado a la comunión, frente al caos producido por el pecado, que es ruptura de esa comunión de los hombres con Dios y entre sí.

Además, este pueblo de Dios, que es la Iglesia, está anunciado en la historia de Israel, pueblo elegido por Dios para llevar la salvación a todos los pueblos por medio de una Alianza nueva y definitiva.

Jesús es el mediador de esa nueva Alianza. Mediante su predicación del Reino de Dios comienza la reunión definitiva de ese nuevo pueblo de Dios, pueblo de la nueva Alianza. Él elige a los Doce para ser fundamento de ese nuevo Israel, en las comidas que celebra con los suyos anticipa el banquete definitivo del Reino, en el que todos los hombres se reunirán. Pero, sobre todo, es en su muerte y resurrección, donde se sella la nueva Alianza y nace el nuevo pueblo de Dios. 

Por eso, en su evangelio, san Juan, afirma que, una vez levantado en la cruz y exaltado a la derecha del Padre, Jesús atraerá a todos hacia sí (Jn 12, 32).

Finalmente, en Pentecostés, con el envío del Espíritu Santo se consuma la fundación de la Iglesia y el nuevo pueblo, reunido por los acontecimientos de la Pascua, se manifiesta públicamente en su misión de proclamar las maravillas de Dios a todos los hombres, de todas las razas y en todas las lenguas (Hch 2, 1-11).

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La Iglesia en el mundo actual

La Iglesia, cuya formación se ha ido realizando a lo largo de la historia de la salvación, se nos muestra como una realidad querida por Dios para extender en el mundo su Reino. Pero, ¿para qué? ¿cuál es su misión en nuestro mundo actual?

En general, podemos decir que la Iglesia existe en el mundo y para el mundo, su misión es de servicio a la humanidad. Es verdad que el fin último de su misión es la salvación definitiva y eterna de todos los hombres, que sólo se realizará plenamente en el mundo futuro (GS 40), pero también aquí y ahora la Iglesia debe impregnar todas las realidades temporales con los valores del evangelio, para así ser fermento y principio del Reino de Dios en este mundo (LG 5).

Por eso, la Iglesia se muestra como defensora incansable de la dignidad de la persona humana y no deja de proclamar que el hombre sólo encuentra su verdadera perfección en Dios, que lo ha creado a su imagen. Muchas veces, la Iglesia ha tenido que recordar a nuestro mundo que esta dignidad sin igual del ser humano está por encima de los bienes temporales y de la misma sociedad. Así el anuncio de la Iglesia se convierte en estímulo constante que anima al hombre a conseguir un mundo cada vez más justo y humano, en paz y transfigurado por el amor.

No en balde el Concilio Vaticano II cuando habló de la Iglesia como «sacramento de salvación», la llamó «sacramento de la unidad del género humano», porque todos son llamados a ella, no sólo para encontrarse con Dios, sino también para reunirse en una humanidad nueva, según su proyecto de salvación.

Nada humano, pues, le es ajeno a la Iglesia. Y, en este sentido, no sólo aporta al mundo actual los valores del Evangelio, sino que ella misma recibe también del mundo importantes ayudas para realizar su misión. 

Así, en su misión de anunciar el mensaje de Cristo, para ir edificando en Reino de Dios en el mundo, la Iglesia se sirve del lenguaje, de los conceptos, de la cultura de los diversos pueblos, en los que se encuentra presente. Por eso, se convierte también en promotora de la cultura, fomentando las riquezas, las capacidades y las costumbres de los pueblos en los que tienen de bueno y purificándolas de lo que tienen de opuesto a la dignidad humana.

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Iglesia universal e Iglesias particulares

La Iglesia trasciende el tiempo, pues la salvación que anuncia y comunica sólo llegará a su plenitud en la reunión de todos los hombres en el Reino de Dios. Ahora bien, para cumplir su misión de semilla de ese Reino en el mundo, vive en el espacio y en el tiempo.

Esta es la razón por la cual la Iglesia realiza su esencia —su «verdad»— de acuerdo con las formas de vida, tradiciones, concepciones culturales y circunstancias de cada lugar donde se encuentra. De esta forma nuestra experiencia de la Iglesia se concreta en la vivencia que tenemos de la Iglesia en la que vivimos y celebramos nuestra fe. Así la Iglesia es siempre y al mismo tiempo Iglesia universal e Iglesias particulares.

Las Iglesia particulares no son una especie de sectores o distritos administrativos, cuya federación produce la Iglesia universal, como podrían serlo las regiones o comunidades de un Estado o país. Es más bien, al contrario: no es lo particular lo que crea lo universal, es la única Iglesia de Cristo la que se realiza y actúa de forma particular en una determinada situación geográfica, cultural e histórica. Por eso mismo, una Iglesia particular no puede existir aislada de las demás, sino en comunión con todas ellas, porque, de lo contrario, dejaría de ser representación de la única Iglesia de Cristo.

La Iglesia particular es, por tanto, verdadera Iglesia de Cristo, es pueblo de Dios que camina en un lugar determinado, que se congrega por el anuncio del Evangelio y la celebración de la Eucaristía y que está confiado al cuidado y gobierno de un obispo (la diócesis) y unos presbíteros (las parroquias). En nuestra diócesis y en nuestra parroquia es donde los cristianos podemos experimentar de un modo más inmediato en el Espíritu santo la acción salvadora de Cristo en su Iglesia: donde escuchamos su palabra, enseñada con autoridad por los sucesores de los apóstoles y sus colaboradores, confesamos la misma fe, participamos de la fracción del pan, recibimos la vida nueva del bautismo y el perdón de los pecados, oramos, etc.

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