La Iglesia

1. La «verdad» sobre la Iglesia

 

  La Iglesia, realidad de fe
  La Iglesia y la fe en Jesús
  Las imágenes de la Iglesia 
  

 

La Iglesia, realidad de fe

Que la Iglesia es una realidad de fe lo expresa el lenguaje cristiano diciendo que la Iglesia es un misterio. De esta forma, se hace aparecer la Iglesia en su realidad más profunda, en su «verdad» más íntima, no sólo como una institución de este mundo —una sociedad organizada a través de códigos legales y de conducta— sino como una realidad «espiritual», querida por el propio Jesús en el mundo para seguir presente, por medio de ella, en la vida y en la historia de los hombres.

La Iglesia, pues, tiene una realidad compleja que sólo se alcanza y se entiende desde la fe, en la cual están unidos el elemento divino y el humano. Para expresar estas dos dimensiones inseparables de la Iglesia el Concilio Vaticano II la llamó «sacramento».

Así se afirma que su ser visible es una dimensión esencial de la Iglesia, pero al servicio —como signo e instrumento— de su dimensión espiritual. Por tanto:

La Iglesia es medio para hacer presente y difundir la salvación a todos los hombres, predicando la Buena noticia del Evangelio, administrando los sacramentos, haciéndose servidora de la humanidad.

Pero no se agota en su función. La Iglesia es más: está llena del Espíritu de Cristo resucitado y así es Jesús con nosotros (cf. Mt 28, 20) y en este sentido es la salvación que se manifiesta en el mundo.

Por tanto, la «verdad» de la Iglesia entronca con la «verdad» del Dios que confesamos en nuestra fe: el Dios Padre que nos ha dado a su Hijo para salvarnos con el don precioso del Espíritu Santo, que es su vida y su amor difundida en nosotros.

Y en este sentido:

No es correcta la alternativa "fe en Jesús, fe en la Iglesia", porque la Iglesia en su «verdad» más profunda sólo se explica y tiene sentido como realidad querida —más aún, regalada a la humanidad— por el mismo Señor Jesús. Por tanto la Iglesia es suya y no nuestra.

Ni la Iglesia puede asimilarse a cualquier sociedad o forma humana de organización, porque ella es más que la simple suma de sus miembros, que su organización, ritos o leyes. Ese ser más de la Iglesia es la comunión de los que, por la fe y el bautismo, están unidos con Cristo formando con él un solo cuerpo.

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La Iglesia y la fe en Jesús

No es extraño, hoy en día, encontrar personas que afirman ser creyentes, pero que tienen serias dificultades a la hora de aceptar como parte de su fe esa realidad llamada «Iglesia». De ahí que sea ya casi un eslogan el decir: «Jesús sí, Iglesia no».

Esto se debe a la idea de que la Iglesia actual no tiene nada que ver con la vida y el mensaje de Jesús, cuando no al firme convencimiento de que la Iglesia ha traicionado abiertamente el Evangelio, predicado por el Maestro de Nazaret. Así, por ejemplo, se dice:

—que Jesús fue pobre y estuvo siempre al lado de los más necesitados y marginados, mientras que la Iglesia, además de poseer incontables riquezas, ha buscado siempre el apoyo del poder y estar cerca de los ricos

—se ensalza a Jesús como un modelo de tolerancia, acogedor con todos fuera cual fuera su procedencia o sus ideas, mientras que la Iglesia —y en su historia, como con la Inquisición, lo ha hecho con crueldad— persigue y margina a los que no piensan como ella o se separan de sus pautas

—Jesús, en su evangelio, invita a todos para que le sigan libremente, sin imponerles más carga que la imitación de sus sentimientos y actitudes, especialmente la humildad y el amor; la Iglesia, en cambio, reclama para sí misma un adhesión total e impone la aceptación de un sistema de dogmas infalibles, a los que no se les ve demasiada conexión con la vida y los problemas actuales

—Jesús en su vida se mostró natural —incluso revolucionario para su tiempo— en el trato con las mujeres, la Iglesia, sin embargo, permanece anclada en una discriminación de la mujer, que se manifiesta en el negarle el acceso al sacerdocio, en igualdad de condiciones con los hombres

Esta es la visión que muchos contemporáneos nuestros, que muchos cristianos incluso, tienen de la Iglesia. Pero, en realidad, ¿el panorama es tan desolador? Si es realmente así ¿qué queda de la Iglesia?

En realidad, todas estas «acusaciones» nos dicen dos aspectos importantes de la «verdad» de la Iglesia:

* En primer lugar, que la Iglesia está tan metida en la vida y en la historia de los hombres, como servidora suya y compañera en su camino, que muchas veces a lo largo de los siglos —es verdad— sus miembros han podido contagiarse de sus errores y han sido infieles al Evangelio. Esto no quiere decir más que sólo el Señor es santo, bueno y perfecto.

* En segundo lugar —y más importante— que, con todo, el juicio más exacto sobre la Iglesia escapa al análisis de lo meramente histórico y sociológico. Si es simplemente así y puesto que tanto falla ¿cómo es que qué sigue estando ahí? Esto nos hace intuir que quizá la «verdad» sobre la Iglesia escapa a la crítica de su actividad, está más allá… es una realidad de fe.

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Las imágenes de la Iglesia

La especial relación de la Iglesia con el misterio de Dios y de su voluntad salvadora no se puede expresar en un solo concepto. Por eso, en la tradición bíblica y patrística se han empleado gran cantidad de imágenes para expresar esta «verdad» de la Iglesia. Entre ellas destacan especialmente tres, en las que se pone de relieve el carácter trinitario del misterio de la Iglesia.

La Iglesia es el pueblo de Dios

Esta imagen hunde sus raíces en el Antiguo Testamento. Israel aparece allí como el pueblo elegido por Dios como destinatario de su salvación:

“Yo pondré mi morada en medio de vosotros y nunca os rechazaré. Viviré en medio de vosotros; seré vuestro Dios y vosotros seréis mi pueblo”

Lv 26, 11-12

Al describir a la Iglesia con esta imagen se pone de relieve que la salvación no se otorga individualmente a cada uno, sino a una comunidad, en la que el individuo es recibido para participar personalmente en esa salvación. Por tanto, el pueblo —como también la familia— precede al individuo y esto ocurre también en la Iglesia: todos, antes de cualquier distinción (sacerdotes, laicos, religiosos…), somos el pueblo de Dios.

Sin embargo, la Iglesia no es un pueblo en sentido común, es decir, una comunidad unida por un origen, historia o cultura comunes. Al decir que es el pueblo de Dios, se afirma que es el pueblo que Dios elige y llama entre todos los pueblos y con el cual establece una Alianza.

Es un pueblo universal (abierto a todos los pueblos, razas y culturas) y santo (propiedad de Dios). Por eso, no se pertenece a él por nacimiento, sino por la fe y el bautismo. De esta forma, cuando el pueblo de Dios (la Iglesia) se reúne no lo hace como una asamblea política, que delibera o decide sobre asuntos comunes, sino que es convocada por Dios para escuchar su Palabra y proclamar sus maravillas. Esto es, precisamente, lo que significa la palabra Iglesia.

Esta imagen de la Iglesia pueblo de Dios, además, pone de relieve el carácter peregrino de la Iglesia. Este pueblo camina en la historia de los hombres y todavía no ha llegado a su plenitud, ya que su vocación es acoger en su seno a toda la humanidad. Por eso, sólo se consumará cuando —como dice san Pablo— Dios sea todo en todas las cosas.

La Iglesia, cuerpo de Cristo

San Pablo utiliza esta comparación, muy corriente en su tiempo, para aplicarla a la Iglesia. Con ella quiere resaltar que ésta es un cuerpo en y con muchos miembros distintos, ninguno de los cuales puede subsistir por separado, sino que todos se necesitan unos a otros y todos dependen de los demás y sufren y se alegran con los demás (1Co 12, 26).

Sin embargo, así expresado, no se acaba de ver el misterio de la Iglesia, pues parece no diferenciarse en nada de una sociedad humana que nace y existe por colaboración de sus miembros. Por eso san Pablo no dice exactamente que como el cuerpo, así es también la Iglesia, sino: así es también Cristo (1Co 12, 12).

Así pues, esta imagen pone de relieve la vinculación de la Iglesia con Jesucristo: por él, en él y desde él es todo lo que es. De Cristo recibe la Iglesia el impulso para realizar en el mundo su triple función profética, sacerdotal y pastoral. Esto es lo que quiere decir cuando afirma en sus cartas a los Colosenses y a los Efesios: Cristo es la cabeza del cuerpo, de la Iglesia (Col 1, 18; Ef 1, 22-23).

Por tanto, con esta imagen se dice mucho más que la simple comparación de la Iglesia con el cuerpo. Se afirma que la Iglesia ¡es! Jesucristo en su cuerpo.

Ahora bien, esto no quiere decir que Jesús y la Iglesia son una misma cosa: es verdad que están íntima e inseparablemente unidos, pero Jesucristo es cabeza y Señor de la Iglesia y ella está subordinada a él y vive por la gracia y el amor de su Señor, el cual es su principio vital y rector.

Incorporados a este cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, participamos de su misma vida, que se nos comunica por los sacramentos, especialmente por el Bautismo (que nos une a la Pascua de Jesús) y la Eucaristía (que nos une en un mismo cuerpo a los que participamos de un mismo pan, que es el cuerpo de Cristo).

Finalmente, hay que tener en cuenta, también, que esta unidad del cuerpo no ha suprimido la diversidad de los miembros:

“Si todo el cuerpo fuera ojo, ¿cómo podría oír? Y si todo fuera oído, ¿cómo podría oler? Con razón Dios ha dispuesto cada uno de los miembros en el cuerpo como le pareció conveniente”

 1Co 12, 17-18

Al contrario, el Espíritu del Señor estimula y suscita diversidad de funciones para la edificación del cuerpo en el amor y en la comunión de todos.

La Iglesia, templo del Espíritu Santo

Para el mundo antiguo el templo era la casa de Dios, el lugar privilegiado de la presencia activa de la divinidad. Sin embargo, si algo caracteriza a Israel entre todas las demás naciones es el no tener templo durante mucho tiempo de su historia. La razón era porque Dios estaba presente en medio de su pueblo en su caminar por el desierto hacia la tierra prometida. De esta forma el mismo pueblo, Israel, aparece convertido en templo de Dios. El Nuevo Testamento hereda esta idea genial y Jesús, en lugar de señalar un espacio geográfico concreto como lugar de la presencia de Dios, habla de adorar al Padre en espíritu y verdad (Jn 4, 23-24) y anuncia su propio cuerpo resucitado como el verdadero templo de Dios (Jn 2, 19-22). Y así, en el libro del Apocalipsis, se nos dice que, al final de los tiempos, en la nueva Jerusalén no habrá templo porque es su templo el Señor y el Cordero (Ap 21, 22)

Pues bien, mientras dura la historia de este mundo, el cuerpo resucitado de Cristo se hace visible en la Iglesia, que está unida a él, la vivifica con su Espíritu y por medio de ella no cesa de obrar con poder entre nosotros.

Por eso, la Iglesia es templo del Espíritu Santo: no un templo de piedras muertas —como un edificio terrestre—, sino un edificio espiritual que se edifica con piedras vivas, los cristianos, y cuya piedra angular es Cristo.

Esta magnífica intuición se la debemos al apóstol san Pedro en su primera carta:

“Acercándoos a Cristo, piedra viva rechazada por los hombres, pero escogida y preciosa para Dios, también vosotros, como piedras vivas, vais construyendo un templo espiritual…”

1Pe 2, 4-5

Así pues, el Espíritu Santo habita en la Iglesia, actuando en ella de múltiples formas:

En definitiva, el Espíritu Santo no sólo habita en la Iglesia, sino también anima este cuerpo como si fuera su alma. En palabras de san Agustín:

“Lo que nuestro espíritu, es decir, nuestra alma, es para nuestros miembros, eso mismo es el Espíritu Santo para los miembros de Cristo, para el cuerpo de Cristo que es la Iglesia.”

(Sermón 267, 4)

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