Ambas antiutopías son, en cierta medida,
aún vigentes, aunque en parte hayan sido superadas por los hechos.
El Estado, desde el mayo del 68 y, sobre todo, tras la caída del
muro de Berlín, parece que se bate en retirada ante el crecimiento
de otras estructuras que lo substituyen progresivamente.
Aquel que en la modernidad se erigía en
Dios Todopoderoso se revela ahora como un mero instrumento de la
razón pura que hay que reajustar. El poder se revela como algo que
no necesita del Estado para ejercer su violencia sobre el individuo,
sino que se metamorfosea fácilmente, convirtiéndose ora en los
grandes fraudes bursátiles, ora en la acción de determinados
grupúsculos mínimamente organizados que son capaces de cometer
atentados como el de las Torres Gemelas de Nueva York.
Chesterton, la esperanza
La solución parece lejana para un mundo
como el nuestro, con el que las antiutopías guardan un parecido
desasosegante. Y aquí es donde El Napoleón de Notting Hill,
de G. K. Chesterton, una obra escrita mucho antes que las otras dos,
en 1904, puede arrojar alguna luz decisiva a la hora de encontrar un
antídoto contra ese nihilismo que parece invadirlo todo.
Su acción está ambientada en el Londres
de 1984, en un mundo dominado por las grandes potencias y gobernado
por absurdas burocracias económicas. Inglaterra se parece mucho a la
Inglaterra de 1904, pero su afán democrático ha hecho que el
rey se escoja ahora a suertes entre los funcionarios.
Como nos dice el narrador: "La
democracia había muerto porque nadie tenía interés en que la clase
gobernante gobernase. Inglaterra se convirtió prácticamente
en un despotismo, pero no hereditario. Algún miembro de la clase
funcionarial era nombrado rey. A nadie le importaba cómo, a nadie le
importaba quién fuera. No era más que un secretario universal".
Muerto el rey, se proclama uno nuevo,
Auberon Quinn, un personaje dislocado, un romántico vencido por la
locura que va a fracturar con sus inesperadas leyes la preciada
normalidad de los londinenses. El resultado es lo que tanto le gustó
a Chesterton, poner el mundo al revés y, entre paradojas, saltos y
volatines, hacer confesar a sus personajes los secretos de la
modernidad.
Como dice el desnortado soberano:
"Paseando por una calle con el mejor puro del cosmos en la boca y
más borgoña en mi interior que el que hayas podido tomar en toda tu
vida, he deseado ver convertirse una farola en un elefante para
salvarme así del infierno de una existencia vacía. Hazme caso, mi
evolucionista Bowler: no des crédito a quien te diga que la
gente buscaba una señal y que creía en los milagros porque era
ignorante. No, creía en ellos porque era sabia, cochina y
vilmente sabia, demasiado sabia para tener la paciencia de comer,
dormir o calzarse las botas. Tengo la deliciosa sensación de
hallarme ante una nueva teoría del origen de la Cristiandad, de suyo
no poco absurda. Anda, toma un poco más de vino".
Amistad versus antiutopía
Chesterton huye de la antiutopía porque
sabe que es una hija de la utopía que ha perdido la esperanza de
conseguir la felicidad humana, por la que él siente devoción. Por
eso, parece decirles a Huxley y a Orwell: "Si, como dicen vuestros
pudientes amigos, no hay dioses y vivimos bajo cielos oscuros,
¿por qué iba a pelear un hombre sino por el lugar donde
conoció el Edén de la infancia y la brevedad celestial del primer
amor? Si no hay templos ni escrituras sagradas, ¿puede
haber algo sagrado aparte de la juventud del hombre?".
Así, recuperamos la esperanza con
Chesterton cuando, al final de la novela, dice: "No, no puede durar.
Algo ha de acabar con esta incomprensible indolencia, con este
incomprensible egoísmo ensoñador, con esta incomprensible soledad de
millones de individuos. Algo tiene que cambiarnos. ¿Por qué no damos
usted y yo el primer paso?".
Es decir, que no se crea una
realidad nueva pronunciando discursos y organizando proyectos
alternativos, sino viviendo una amistad verdadera entre hombres que
buscan la felicidad. Se trata de un antídoto sencillo, de
un antídoto que viene de antiguo y que no parte de la muerte de
Dios, sino de su resurrección.
Jorge Martínez Lucena
es profesor de la
Universidad
Abat Oliba