LOS HIJOS:

UNA EXPERIENCIA PARA ACERCARNOS A DIOS

María Carolina Sánchez Silva

Bogotá, octubre de 2005,

Colombia

Existen algunos imaginarios colectivos que rondan por ahí como verdades incuestionables y que se oyen así: "la religión es para los curas y las monjas", "para hablar de Dios hay que ser religioso", "si el sacerdote lo dice es porque es así", "hay un camino más perfecto para llegar a Dios y ese es ser monja o cura". Todas estas frases siguen vigentes para muchos cristianos que aún esperan que alguien les explique cómo es eso de la religión y también para algunos padres y madres que esperan que sus hijos sean acercados a Dios por alguien más experimentado que ellos en este asunto percibido como inmensamente difícil.

Por otra parte, es la época de los papás inseguros. Ya no existe el autoritarismo de antaño en el cual las cosas eran claras y las normas simplemente se obedecían porque mi papá lo dice o porque me da miedo. Los padres de hoy les pedimos permiso a nuestros hijos, dudamos, no sabemos si los estamos traumatizando con nuestras normas, nos sentimos culpables de no estar con ellos y queremos resarcirlos no imponiéndoles demasiadas cargas.

También los niños de hoy están más metidos en el mundo, recibiendo toda clase de informaciones indiscriminadamente, aprendiendo a cuestionar más y a exigir ante unos papás inseguros y confundidos.

Ante este panorama, ¿qué podemos decir de la experiencia de Dios? ¿Qué queremos transmitir sobre ella? ¿Cómo se relaciona con la crianza de nuestros niños y qué papel juega en semejante misión? ¿También estamos inseguros en este campo de la enseñanza de Dios a los hijos?

Las siguientes son algunas reflexiones sobre el papel de los laicos como padres, como detentadores del privilegio de acercar los hijos a Dios y poseedores de las herramientas más poderosas para hacerlo.

 

 

Cómo se nos fue abriendo el camino

En el devenir de la Iglesia a través de los siglos el concepto de laico se fue definiendo en oposición al clero. Según este enfoque de la Iglesia, el clero se ocupaba de las cosas sagradas en contraposición al laico dedicado a las cosas temporales. Los laicos venían a ser algo así como la plebe cristiana, gobernada por el clero.

A pesar de esta percepción del laico, en toda Europa, a partir del siglo XIII, surgen multiplicidad de organizaciones autónomas de laicos, hombres y mujeres dedicados a la práctica de la caridad en las formas más diversas: hospitales, posadas para proteger peregrinos, constructores de vías y puentes etc., todas con el propósito de ayudar a los pobres, enfermos y débiles.

Sin embargo, con el transcurrir de los siglos se acentuó más la condición subalterna de los laicos y se hizo claro que la Iglesia era una sociedad desigual donde unos estaban hechos para gobernar y otros para ser gobernados. Unos eran pastores y otros, ovejas, que necesitaban ser guiadas y dirigidas desempeñando, por lo tanto, un papel pasivo y limitándose a obedecer.

Este modo de mirar las cosas cambió a partir del Concilio Vaticano II que les devuelve a los laicos su pertenencia plena y su honda significación para la vida de la Iglesia. En la nueva visión, la Iglesia se describe como pueblo de Dios, integrado por todos los bautizados, todos iguales en dignidad, todos responsables de ella. Es decir las diferencias entre los miembros de la Iglesia son sólo de orden funcional. El Concilio considera que la vocación laical es la de tratar los asuntos históricos y seculares ordenándolos según Dios, pero sobre todo es una vocación al apostolado que los laicos tienen el derecho y la obligación de realizar en el medio social y cultural en que se encuentren.

 

La religión, la religiosidad y la fe

J. Batista Libanio hace una diferenciación entre estos tres términos que ilumina nuestra pregunta sobre ¿cómo acercar a las familias a la experiencia de Dios? Nuestro presupuesto es que si acercamos a los padres a la experiencia de Dios, estamos automáticamente acercando a los hijos a la vivencia de la fe dentro de los medios que nos brinda nuestra Iglesia Católica.

Los tres términos van juntos, se encuentran en una relación dinámica e inseparable, no se entiende el uno sin el otro.

La religión es un sistema de medios que tiene el poder de organizar tiempos, sitios, personas, doctrina para que los seres humanos vivan su sentido religioso y expresen su fe.

La religiosidad es una dimensión humana, es la capacidad de percibir el mundo de la religión. La religiosidad es una capacidad humana para vivir el sistema religioso.

La fe es aceptar la palabra revelada de Dios en Jesucristo que nos pide un compromiso de vida con los demás.

Si relacionamos los tres elementos podemos decir que la religión existe para satisfacer nuestra dimensión religiosa (religiosidad). A su vez nuestra condición religiosa que quiere trascender pide una religión en donde se pueda expresar y vivir. Y la fe es nuestra vivencia central que nos pide conversión y compromiso al estilo de Jesús. La fe no es organización de ritos, ni sensibilidad religiosa. La fe es lo central, lo que no cambia, lo que se mantiene a pesar de que entremos en crisis con la religión o con la religiosidad.

Ningún elemento se entiende sin el otro puesto que es difícil vivir la fe sin religión y la religión sin religiosidad y sin fe.

El tiempo postmoderno y neoliberal que estamos viviendo en el cual cada quien piensa lo que quiere y hace lo que quiere, y también, nuestra experiencia como laicos, papás y mamás, nos hace percibir que la familia ha perdido la creencia fundamental de la fe, su vivencia, y se siente poco satisfecha con lo que su religión le propone para desarrollarse como creyentes comprometidos con este mundo de hoy.

Creemos que nuestro camino como laicos apasionados y seducidos por Jesús puede ayudar a otros papás y mamás a acercarse al encuentro persona a persona con Jesús, centro de nuestra fe, y también, puede ayudar a crear nuevos caminos y formas que hagan de la vivencia de la fe en la religión católica, una nueva familia que se sienta escuchada y apoyada en la integración de su fe con la realidad.

Es más, queremos decir también que la fe en Jesucristo ilumina nuestras relaciones al interior de la familia y nos da la guía necesaria a la luz del Evangelio para criar a nuestros hijos en un mundo tan sin sentido y en donde todo es relativo, individual y subjetivo.

Los laicos, evangelizadores de sus hijos

"Jesús sabe que el hecho de la familia es decisivo en la experiencia y en la vida de los hombres y mujeres. Por eso, habla frecuentemente de las relaciones familiares como modelo para explicar lo que es Dios o el reinado de Dios en el mundo. Y así, las relaciones del esposo, padre, madre, hijo, novio, hermano, aparecen repetidas veces en boca de Jesús cuando habla del reinado de Dios, de lo que es Dios para los hombres, de lo que éstos tienen que ser ante Dios, o de lo que todos debemos ser, los unos para con los otros. Desde nuestras experiencias en la vida de familia podemos todos comprender, de alguna manera al menos, lo que deben ser nuestras experiencias ante Dios y ante los demás. La familia es fuente de vida y fuente de alegría por la vida que transmite. En ella está Dios. Es un espacio humano privilegiado donde nace, crece y se cultiva el amor. Y con el amor, la felicidad, la generosidad, la entrega de unas personas a otras, la responsabilidad ante las propias tareas y obligaciones, la piedad honda y sincera" (J. L. Caravias)

La familia es el espacio en donde los laicos han tenido el privilegio y la casi exclusividad de la evangelización en todos los tiempos. Dentro del ámbito familiar, en las más variadas circunstancias y en medio de la complejidad de las relaciones entre padres e hijos, los padres son los únicos que pueden transmitir a las futuras generaciones el mensaje cristiano. Ni los sacerdotes, ni las instituciones educativas tienen la fuerza poderosa que nace de la íntima relación de un niño con su madre o con su padre desde que nace y que le hace el transmisor natural, a veces inconsciente, de los valores, las creencias y las actitudes ante la vida.

No hay un mundo nuevo sin hombres nuevos y en las manos de los laicos (esposos y padres), está el transmitir los valores fundamentales y la formación básica que ha de desembocar en hombres y mujeres que construyan una sociedad de acuerdo con los valores cristianos. En esta labor los padres no están solos; cuentan con la presencia y el apoyo de Dios que les revela, en el amor paternal y maternal, el amor incondicional del Padre por la humanidad. Es en la familia donde se entiende que no hay amor más grande que dar la vida por el otro, como están dispuestos a hacerlo los padres por sus hijos en todo momento. En el núcleo familiar, antes que en cualquier otra parte, se hace realidad ese amor incondicional que es la clave de la construcción del Reino.

Por otra parte, el trabajo de formar a los hijos no es sencillo. Podemos decir que existen dos aspectos esenciales en esta tarea: el primero y más importante es transmitir la experiencia de Dios; el segundo, imprescindible también, es dar a conocer las verdades de la fe, teniendo siempre como telón de fondo y punto de referencia, las dificultades y desafíos del mundo de hoy.

 

Transmitir la experiencia de Dios

Acerca del primero de estos puntos podemos decir que enseñar a conocer y a amar a Dios es, ante todo, enseñar a tener una experiencia de Dios. El niño debe sentir y experimentar que Dios existe, es real y cercano, convive con él y con sus padres, participa en sus decisiones, es alguien con quien se cuenta en todas las circunstancias. Ahora bien, esto únicamente puede experimentarlo a través de sus padres. Para el niño solo es absolutamente real aquello que lo es para sus padres. La importancia que conceda a Dios, la evidencia de la presencia divina en la vida cotidiana depende de la actitud de sus padres, de la forma como ellos transparenten una adecuada imagen de Dios.

Este hacer presente a Dios solo puede hacerse real en la vida cotidiana del niño. Al levantarse, al acostarse, durante sus juegos, en sus contactos con la realidad circundante, con las personas mayores, con otros niños. En todos esos momentos, los padres deben saber pronunciar la palabra adecuada, realizar el gesto oportuno para hacer presente y real a Dios. Es un asunto de creatividad y de oportunidad. Hay que saber aprovechar los momentos adecuados e inventarse las estrategias para que el mensaje sea asimilado por el niño no en un nivel intelectual, imposible para su edad, sino como una experiencia que se interioriza a un nivel tan profundo que llega a ser imborrable y, a partir de entonces, crece y se expande con la edad. La fe del adulto es el fruto maduro que surge de esta experiencia vivida en la infancia. Una fe que es fruto de la relación cálida, confiada y amorosa entre los padres y Dios, que el niño ha vivido y sentido durante toda su infancia y de la cual ha participado consiente e inconscientemente.

 

Enseñar una fe renovada y actual

Con respecto al segundo aspecto, hay que concientizarse de la necesidad de que los laicos padres y madres de familia actualicen sus conocimientos sobre las verdades centrales de la fe para que puedan dar a sus hijos las explicaciones adecuadas a los conocimientos que quieren transmitir. En épocas pasadas, se hablaba sin problemas de que un cristiano podía tener lo que se llamaba "la fe de carbonero" y que con ella bastaba. Hoy no es así. Empezando porque ya no hay "carboneros"; hasta el más humilde de los cristianos se encuentra hoy ante un televisor o ante el Internet desde donde recibe un bombardeo constante de informaciones y desinformaciones acerca de todas las materias, incluso religiosas, capaces de llenar de confusión a cualquiera.

Ante esta situación sólo queda la ineludible necesidad de que los padres enseñen claramente a sus hijos desde pequeños las verdades centrales que debe conocer un católico con claridad, de acuerdo con las explicaciones actuales de la teología, iluminadas por las luces que nos dio en buena hora el Concilio Vaticano II. Ya no hay excusa para transmitir conocimientos trasnochados y sin validez en el mundo actual. Le debemos a Dios el esfuerzo de presentar una imagen suya más verdadera, más real, más viva que aquella que muchos quieren imponernos en los medios de comunicación. No permanezcamos impasibles ante la deformación de la imagen de Dios.

De ahí la necesidad de que los padres busquen formas, que afortunadamente las hay, de actualizar sus conocimientos. Se ofrecen cursos, existen libros, hay grupos de cristianos interesados en estudiar la fe con una mirada nueva, con la mirada a la que estamos obligados los laicos del siglo XXI.

Se debe entonces establecer una nueva relación entre los laicos y el "clero". Debe ser un apoyo mutuo, pero sobretodo ayudarles a los sacerdotes a asumir su papel de animadores y acompañantes en la fe. Con esta propuesta no se quiere dejar de lado la figura del sacerdote o de la religiosa, porque caeríamos en el otro extremo, se trata de buscar perspectivas acordes a la formación actual.

 

 

Anticiparnos a sus dificultades futuras

Ocurre el caso de niños que reciben una buena formación religiosa pero al crecer pierden la fe. Es muy frecuente que el choque entre una concepción poco clara acerca de Dios y las dificultades del mundo actual, haga zozobrar una fe débil y sin fundamentos sólidos. Por eso, una educación religiosa eficaz debe darle al niño herramientas con las cuales enfrentar y superar sus dudas y, en general, los obstáculos que se interpongan en el camino de su fe. Ello quiere decir que debemos educar para el futuro, anticiparnos a sus dudas, comprender las dificultades a las que tendrán que enfrentarse y fortalecer aquellos aspectos en los cuales sabemos que tendrán mayores dificultades para salir adelante. Demos algunos ejemplos:

El niño debe saber armonizar las verdades de la fe con los conocimientos científicos. Estos son logros maravillosos del hombre. No existe conocimiento científico que pueda apartar de Dios, creador del universo y de todo cuanto en él existe. Todo lo que la ciencia descubra y pueda crear, si es verdadero tiene que estar de acuerdo con Dios porque Dios es la verdad. Por lo tanto si un conocimiento científico, verdadero y comprobado, nos aleja de Dios es porque no conocemos a Dios, porque no tenemos una adecuada formación religiosa y estamos tergiversando y falsificando la revelación.

Otro ejemplo lo constituye la falsa interpretación sobre la actuación de Dios en el mundo. Interpretar las catástrofes o el mal en el mundo como castigo de Dios o como algo querido por Dios aleja a los niños de una adecuada percepción de la realidad. Tampoco hay que confundir la voluntad de Dios con los resultados de la acción destructora del hombre en el mundo. Desde pequeño el niño debe saber que la forma de actuar de Dios no es el milagro permanente ni la acción tremendista y espectacular.

Nada tan valioso como educar a un niño en la verdad. Los problemas deben ser enfrentados como problemas: si hay cosas que no entendemos acerca de Dios, de su actuación en el mundo, deben presentarse así, como problemas. Y el niño debe aprender que es responsabilidad de todos, suya también, buscar una respuesta. Si al niño se le dice siempre la verdad, de acuerdo a su edad, en forma sencilla, nunca se sentirá desilusionado de sus padres, ni de las cosas que le enseñaron. Si se le incentiva a buscar la verdad en aquellas situaciones difíciles de su relación con Dios, nunca se desilusionará de Dios.

La crianza de los hijos: una experiencia para acercarnos a Dios

Como se desprende de las reflexiones anteriores, la misión que Dios nos ha encomendado como padres y madres, si la tomamos en serio, implica asumirla con toda radicalidad. Somos la autoridad ante nuestros hijos, somos el ejemplo, el testimonio del cual ellos obtienen las herramientas necesarias para ser y hacer para sí y para los demás.

Y la cosa va más allá, tener un hijo o una hija en los brazos, no solo es desde el primer momento un milagro de la vida que Dios nos regala en abundancia, sino también la oportunidad que Dios nos da para ser mejores cristianos. ¿Queremos darles a nuestros hijos lo mejor? ¿Queremos que sean felices? Ellos no se llevarán lo mejor de nosotros si nosotros no dejamos que Dios entre en nuestra vida y nos dé la fuerza y el deseo de ser mejores personas para ellos.

En la experiencia de ser papás y mamás rápidamente comprobamos que nuestras cantaletas son poco efectivas, nuestros discursos poco llegan al corazón de nuestros hijos, pero nuestro ejemplo arrasa con todo, cala hondo. ¿Cómo enseñarles a nuestros hijos acerca de Dios si ellos ven que Él no es el centro de nuestras vidas, si no hace parte de nuestra cotidianidad? ¿Cómo van a aprender a vivir según Dios si hablamos mal de los demás y decimos mentiras, si enseñamos desprendimiento pero solo pensamos en acumular y nos llenamos de cosas, si no oramos en familia?

En la base de este compromiso de transmitir la fe está la relación de pareja. Son efectivas las semillas de fe que quedan en nuestros hijos cuando el amor al estilo de Jesús es una realidad que se intenta vivir todos los días y sin descanso en la pareja. La pareja es la comunidad fundante de aquella más amplia que es la familia. Vivir en cercanía con el otro, vivir bajo un mismo techo y compartiéndolo todo no es tarea fácil, pero sí es la oportunidad más concreta y más real para poner en práctica el amor de Jesús. El amor de Jesús sólo se hace realidad en comunidades pequeñas que caminando juntas, conformamos la gran Iglesia.

Que los hijos vean cómo sus padres se aman, no sin conflictos, es maravilloso. Que los hijos vean que sus padres son pareja, hacen frente unido así no piensen igual, sepan conciliar sus diferencias, sepan tratarse con cariño aceptándose el uno al otro, es el mejor espejo que se pueden llevar para plantear sus relaciones. Amarse en pareja al estilo de Jesús, es saber que a pesar de los problemas, las circunstancias difíciles y las diferencias, lo fundamental no se pone en juego: ese amor incondicional de apostarle a vivir con el otro amándolo en su singularidad y sabiendo que el otro es un regalo de Dios para la propia vida.

Porque no se pone en juego el amor fundamental es que se puede disentir, porque toda discusión puede acabar con una palabra o un gesto maravilloso que lo borra todo, es como se sabe que el otro sigue queriéndome y apostando a lo que estamos construyendo. Esta es la seguridad que los hijos necesitan para poder creer y para desplegar su fe en un Dios que es quien hace posible este tipo de amor.

Estar comprometidos con la comunidad de la familia como una prioridad implica para la pareja y para cada papá y cada mamá una minuciosa labor de discernimiento para saber en cada momento cómo quiere Dios que criemos con su amor. El verdadero, en el que creemos.

A veces nos desviamos y pensamos que el amor a los hijos es solo decirles frases cariñosas, o estar pendientes de ellos indicándoles qué hacer, qué decir, qué sentir, o a veces podemos pensar que es comprarles todo lo que se les antoja o incluso brindarles toda clase de oportunidades.

"El amor que verdaderamente les llega a los hijos se da cuando hay un profundo interés por ellos y un verdadero compromiso con su crianza. Se expresa cuando vemos y consideramos a nuestros hijos como algo muy especial, cuando disfrutar de su compañía es más importante que cualquier otra actividad, cuando les tratamos con tanto respeto y consideración como a nuestros más queridos amigos, cuando les escuchamos con mucha atención e interés, cuando les apoyamos en las dificultades y aceptamos sus fracasos o errores sin discriminarlos por haber fallado. Es un amor incondicional que incluye caricias y demostraciones afectivas, exige paciencia y tolerancia, requiere calidad y cantidad de tiempo y, por supuesto, darle más importancia a las personas que a los deberes y las cosas" (A. Marulanda, 2001).

Formar a nuestros hijos para que vean el mensaje de Jesús totalmente implicado en la vida misma es capacitarlos para que obren como Dios quiere en cada momento de la vida. Que ellos puedan hacer lo correcto, aunque nadie los vea, que puedan decir la verdad aunque no les convenga, que puedan superar las penas saliendo enriquecidos y sosteniendo la esperanza.

Hay que discernir siempre, pues a veces, ponemos el acento más en que los hijos se sientan bien y no en que sean buenas personas. Este carácter que queremos para nuestros hijos se establece con el ejemplo y se forma como resultado de las lecciones que nos da la vida. La tolerancia, la generosidad, la compasión, la perseverancia, la valentía, no se desarrollan en la abundancia sino en la moderación, y no se enriquecen en las diversiones sino en las dificultades. En efecto, es cuando no tenemos lo suficiente cuando más gozamos lo que recibimos, es cuando nos esforzamos cuando más apreciamos lo que logramos. De nada les servirán a nuestros hijos los grandes conocimientos, los títulos y una gran autoestima, si no tenemos el carácter para ponerlos al servicio de lo que nos hace plenamente humanos y felices: la satisfacción de hacer el bien y de obrar en forma correcta, como nos lo enseñó Jesús.

Y el reto no se queda allí para dentro, como dice Caravias, la verdadera familia cristiana enseña a vivir en profundidad el amor mutuo, pero rompiendo los muros en que instintivamente tiende a encerrarse ese amor. Será tanto más cristiana la familia cuanto más vaya dejando de ser exclusiva, cuanto más vaya queriendo como verdaderos hermanos a los que no lo son. A los prójimos hay que hacerlos cada vez más próximos; mirándolos a ellos hay que ver a Jesús.

 

Creemos que como padres, laicos y laicas, papás y mamás, parejas, tenemos el compromiso dentro de la Iglesia de formar a otros padres en la teología actual, de conformar grupos de apoyo que den herramientas más claras a los papás y mamás, para acercar a sus hijos a la experiencia de Dios, hecho que no se da si no se está viviendo en carne propia al resucitado.

Es Dios mismo encarnado en nuestros hijos quien nos invita a experimentarlo de manera más radical cuando somos pareja y padres. ¡¡¡Qué medio más maravilloso y qué tarea tan apasionante ha escogido para acercarnos a él!!!

Dios se manifiesta a través de nuestros hijos invitándonos a seguirlo, a ser coherentes y radicales, y a no dudar ni tener temor de hablar de Dios a nuestros hijos. Él mismo es el más interesado en hacernos mejores personas como padres y como hijos. Es por eso que ya no tendremos más temor de anunciarlo, tanto cuando son pequeños como cuando son grandes. Queremos que se queden con nuestra más preciada herencia: la fortuna de tener fe en el Dios de Jesús, misericordioso, acompañante de camino, creador incansable y amante de todas las personas sin excepción.

 

 

 

BIBLIOGRAFÍA

 

Bingemer, María Clara, Identidad del laico. En caravias Jose Luis. Recopilaciones en el CD Fe y Vida.

Caravias José Luis, "Matrimonio y familia a la luz de la Biblia". Recopilaciones en CD Fe y vida.

Mosser Antonio o.f.m. "Fe cristiana, sexualidad y familia". Recopilación en CD Fe y Vida

Marulanda Angela, "Creciendo con nuestros hijos". 1998

Libanio joao Batista, "Vivir la fe en los comienzos del tercer milenio". Curso oct. 2005. CIRE. Bogotá Colombia

Silva de Sánchez María Teresa, "Cómo hablar de Dios a los hijos". Indoamerican Press service. 1995.