Cardenal Sodano: El terrorismo
analizado a la luz de la resurrección de Cristo
Homilía del secretario de Estado en una misa por las víctimas de Madrid
CIUDAD DEL VATICANO, sábado, 17 abril 2004 (ZENIT.org).-
Los atentados del 11 de marzo de Madrid deben hacer reflexionar a los creyentes
sobre esa «mezcla explosiva de odio que puede encerrarse en el corazón del
hombre y que puede estallar cuando menos se piensa», considera el cardenal
Angelo Sodano.
El secretario de Estado vaticano, recuerda, por tanto, el deber de replantear a
«los hombres de nuestro tiempo los grandes valores morales, los únicos que
pueden dar una base segura a la sociedad humana. Tenemos el deber de recordar a
todos el primado de Dios en nuestra vida, del Dios que nos ha creado y que un
día nos juzgará».
Publicamos la homilía que el purpurado italiano pronunció en la Basílica de
Santa María la Mayor, en Roma, el 26 de marzo, en una misa por las víctimas de
los atentados de Madrid.
HOMILÍA DEL CARDENAL ANGELO SODANO
EN UNA MISA POR LAS VÍCTIMAS DE MADRID
Basílica de Santa María la Mayor
Viernes 26 de marzo de 2004
Señores cardenales y venerados concelebrantes;
distinguidas autoridades y señores embajadores;
queridos amigos españoles e italianos:
En el momento del dolor, la comunidad cristiana ha sentido la necesidad de
congregarse en oración en esta estupenda basílica romana, para testimoniar su
fe, para reavivar su esperanza y para encomendar a las manos misericordiosas del
Padre que está en el cielo a los hermanos y hermanas de Madrid víctimas de la
horrible matanza que perpetraron manos homicidas el pasado día 11 de marzo. Una
vez más Caín ha matado a Abel. Una vez más el odio del hombre ha causado la
muerte de personas inocentes.
Es el misterio del corazón humano, que puede pervertirse y llegar a amar más la
muerte que la vida, más las tinieblas que la luz. Nuestro poeta Giacomo Leopardi
amaba mucho las palabras misteriosas del evangelio de san Juan, con las que
Jesús, ante las grandes aberraciones de su tiempo, exclamó: «Vino la luz al
mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz» (Jn 3, 19). Nuestro
poeta quiso situar estas palabras al inicio de su conocida poesía «La Retama»,
la flor solitaria que veía brotar de la lava exterminadora del Vesubio.
Nuestra fe, sin embargo, nos prohíbe ser pesimistas. Después del Viernes santo
vino la Pascua de Resurrección. Nos lo ha recordado el evangelio que se ha
proclamado hoy. El ángel del Señor, situado a la entrada de su sepulcro, dijo a
las mujeres que buscaban a Jesús: «No temáis. (...) Ha resucitado, no está aquí»
(Mc 16, 6).
Esta es la fe que también hoy nos lleva a mirar al poder de Cristo. Él movió la
gran piedra del sepulcro, haciéndola rodar lejos. Él puede mover también el
corazón de los hombres más rebeldes; puede incluso abrir los ojos a los ciegos.
Por eso, hoy queremos invocar a Dios omnipotente y misericordioso, pidiéndole
que nos ayude en este momento de prueba, haciendo también que los corazones más
endurecidos comprendan cuál es el único camino que debe seguir quien se reconoce
como hijo del Padre que está en el cielo.
Ciertamente, todos nos hallamos afligidos por el fenómeno antihumano y
anticristiano del terrorismo. Todos nos sentimos preocupados por las
manifestaciones externas de esa depravación del espíritu humano. Pero lo que más
nos debe hacer reflexionar a los creyentes es la mezcla explosiva de odio que
puede encerrarse en el corazón del hombre y que puede estallar cuando menos se
piensa. Por tanto, tenemos el deber de seguir recordando a los hombres de
nuestro tiempo los grandes valores morales, los únicos que pueden dar una base
segura a la sociedad humana. Tenemos el deber de recordar a todos el primado de
Dios en nuestra vida, del Dios que nos ha creado y que un día nos juzgará.
En la primera lectura, el apóstol san Juan nos ha hablado de su visión de una
tierra nueva, diciendo: «Esta es la morada de Dios con los hombres» (Ap 21, 3).
Esa morada definitiva con Dios se hará realidad en la otra vida, pero ya desde
ahora la tierra debe comenzar a ser la morada de Dios; de lo contrario, será
únicamente la tierra del odio y de la muerte.
A menudo se acusa a nuestro Occidente de «descreído y corrupto». La acusación
parece injusta si consideramos los heroísmos de santidad que han florecido aquí
y el grado de civilización que en varias épocas se ha desarrollado. Sin embargo,
hoy los hombres, pagados de sí mismos, pueden dar la impresión de vivir como si
Dios no existiese. Por eso, los hombres de hoy deben volver a mirarlo a él. El
Señor nos ha recordado en la segunda lectura: «Yo soy el alfa y la omega, el
principio y el fin» (Ap 21, 6). Así pues, a él deben volver todos los hombres,
para recobrar el sentido de la existencia, de la vida y de la muerte.
Esta fe se convierte para nosotros en fuente de oración apremiante. En el salmo
responsorial hemos cantado: «En ti espero, Señor, Dios de vivos» y hemos hecho
nuestra la hermosa oración del salmo 129: «De profundis clamavi ad te, Domine;
Domine, exaudi vocem meam», «Desde lo hondo a ti grito, Señor; Señor, escucha mi
voz».
Es un salmo que han cantado generaciones de fieles en nuestras parroquias en los
momentos de dolor por la muerte de un ser querido. Es un salmo que hoy brota de
nuestro corazón para expresar toda nuestra esperanza cristiana, esperanza en la
ayuda del Señor durante la vida presente y esperanza de una paz definitiva en la
patria celestial.
Esta es la esperanza que nos fortalece incluso en las pruebas más duras de
nuestra peregrinación terrena. En efecto, sobre nosotros vela siempre la
Providencia de Dios, del Dios que, como escribía nuestro gran Alessandro Manzoni:
«Nunca turba la alegría de sus hijos, si no es para prepararles una más cierta y
más grande». Incluso en los momentos más tenebrosos de la historia, el cristiano
puede repetir siempre las palabras del «Te Deum»: «In te, Domine, speravi; non
confundar in aeternum», «En ti espero, Señor; no quede confundido para siempre».
Desde luego, la confianza en Dios no nos exime de nuestro compromiso personal de
trabajar para alejar los males que afligen a nuestra sociedad. Al respecto, la
sabiduría de los antiguos españoles nos ha dejado el conocido proverbio que nos
propone el ejemplo de quienes trabajan «a Dios rogando y con el mazo dando», es
decir, el ejemplo del herrero que está forjando su hierro, y que, a la vez que
ora a Dios, no deja de usar su martillo para obtener la obra que pretende
realizar. Por lo demás, esta es la traducción popular del principio que nos dejó
un gran santo español, san Ignacio de Loyola: «Confiar en Dios como si todo
dependiera de él; y al mismo tiempo trabajar como si todo dependiera de
nosotros».
Hermanos y hermanas en el Señor, Cristo nos dijo: «Confiad, yo he vencido al
mundo» (Jn 16, 33). «Yo estoy con vosotros hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20).
«Las puertas del infierno no prevalecerán» (cf. Mt 16, 18).
Son palabras de Dios. Son palabras que ningún hombre podrá jamás borrar. Con
esta íntima certeza, miremos serenos al futuro, sin dejar de orar y trabajar por
un mundo mejor. Ciertamente, en el mundo hay quienes hablan de violencia y de
muerte. Pero, juntamente con el Papa, nosotros queremos gritar al mundo: «¡El
amor es más fuerte que la muerte! ¡El amor triunfará!».