XIX

 

LA VIRGEN

AGENTE DE

NUESTRA EDUCACIÓN

SOBRENATURAL

 

 

Lo que confiere encanto y gravedad a nuestra vida monástica es el contacto con Dios y la intimidad en que aquélla nos mantiene con Él. Toda nuestra conducta se ve por ello llena de recogimiento y de mesura: «Que vuestra mesura sea reconocida por todos los hombres. El Señor está cerca» (Flp 4,5). Y no solamente nos coloca en esta bendita intimidad, sino que nos propone como ley el crecer y progresar siempre en ella. Ayer pedíamos al sacerdote, en el seno de la familia monástica, que pudiéramos crecer sin cesar en Dios: «antes bien aproveche más y más en el Señor .» Es la ley del progreso y de la perfección.

Todo lo que compone nuestra vida de monjes parece obedecer a la intención de establecernos y hacernos progresar en esta intimidad con Dios: el retiro, la soledad, la discreta severidad de nuestra vida, nuestros estudios, nuestro trabajo, nuestro silencio, todo se ordena hacia este mismo fin. Incluso esta parte de nuestro trabajo cotidiano que obedece a un fin más alto, el de honrar y adorar a Dios: la santa Misa, el Oficio divino, la plegaria y la oración, los actos sobrenaturales diarios, estas oblaciones espirituales que ofrecemos a Dios, según la palabra de san Pedro , y que le son agradables por medio de Nuestro Señor Jesucristo; de todo este conjunto de actos que tiene por objeto honrar a Dios resulta una unión aún mayor con Él, una mayor intimidad. Su expresión se encuentra en todo momento en la liturgia. El alma está incesantemente en vilo, en espera, en preparación: «Que este auxilio divino, después de habernos purificado de nuestros pecados, nos prepare para las fiestas que se aproximan .» De manera que el monasterio se parece, cuando es bien comprendido, a un taller divino donde Dios moldea las almas y, a través de la santa Liturgia, a través del retorno de las festividades, de la asiduidad en proponernos las bellezas siempre nuevas del Señor y de su Madre, completa nuestra educación sobrenatural y grava en nosotros la impronta y la semejanza con Él: «A los que de antemano conoció, los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que fuera Él el primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8,29).

Además, la Escritura nos advierte que nuestros días están contados: «Me concediste un palmo de vida, mis días son nada ante ti» (Sal 38,6); que sólo recibiremos la impronta sobrenatural un número determinado de veces y que, en el curso de estos preparativos que separan una festividad de otra, «ad festa ventura nos præparent », vendrá la eternidad invitándonos a ver más de cerca aquello en que habremos creído.

El monasterio es el taller donde se realiza, bajo la mano de Dios y bajo la guía de la Iglesia, la obra de nuestra educación sobrenatural. Es aquí donde Dios forma y moldea, afina y cincela el corazón de cada uno de nosotros: «Él, que forma el corazón de cada uno» (Sal 32,15). Es preciso subrayar incluso que toda vida sobre la tierra, aun la más alta, adquiere este carácter de formación, de educación sobrenatural, de preparación a la eternidad. Incluso en sus más admirables elegidos, incluso en las almas colmadas desde muy temprano, este desvelo por Dios, este pensamiento de preparación permanece visible. Y por excepcional que nos parezca la grandeza sobrenatural de la Santísima Virgen, ella no escapó a esta ley. Aunque, según la palabra del Salmo y de los santos, los fundamentos y las bases de su maternal santidad reposan sobre los montes: «Su fundación sobre los santos montes» (Sal 87,1), y aunque la sola gracia de la Inmaculada Concepción la haya elevado por encima de toda pureza y de toda belleza sobrenatural, no es faltar a la dignidad de la Virgen mirar esta gracia incluso como una preparación. Así habla de ello la Iglesia: «Deus, qui per Immaculatam Virginis Conceptionem dignum Filiio tuo habitaculatam Virginis Conceptionem dignum Filio tuo habitaculum præparasti... ».

«Deus, qui virginalem aulam in qua habitares eligere dignatus es... .»

«omnipotens sempiterne Deus, qui gloriosae Virginis Mariæ corpus et animam, ut dignum Filii tui habitaculum effici mereretur, Spiritu Sancto cooperante, præparasti ... .»

Es fácil concebir que la intimidad única que debía tener con Dios exigía de Dios, osemos decirlo, una preparación sobrenatural, una educación sobrenatural más perfecta. La Santísima Virgen constituye un mundo aparte.

 

Frente a la condición de toda criatura, que es recibir de Dios, la de la Virgen era dar a Dios. El Hijo de Dios es su Hijo y, por tanto, su deudor. Por su libre consentimiento y por su cooperación maternal, ella asignó a Dios un lugar en su creación. Ella es doblemente su madre, como Madre y como Virgen. Él se ha formado con su sangre, se ha nutrido de su leche. La teología no permite que digamos que su formación intelectual, que la educación de su inteligencia y de su corazón le vienen de su madre, y nosotros no lo diremos, aunque el mismo Santo Tomás corrigiera su punto de vista sobre la cuestión de la ciencia experimental de Nuestro Señor Jesucristo, aunque el Señor consintiera en recibir algo del espectáculo de la creación, aunque el Señor quisiera, no solamente responder, en el Templo, a los doctores de la Ley, sino incluso interrogarlos.

Llámense como se quiera los intercambios intelectuales que existieron entre la Madre y el Hijo, yo creo que el que no desdeñó interrogar a los doctores no creyó faltar a su ciencia infinita preguntando a la que sabía de eso mucho más que todos ellos juntos. Podemos imaginar a placer lo que fueron estas conversaciones, los misterios que evocaban, esta dicha de hablar con el Creador de la creación, con la Sabiduría infinita sobre la amplitud de sus proyectos. Descartando lo que sería incompatible con la infinita dignidad del Verbo Encarnado, los Santos nos han enseñado que era de las fuentes de la Virgen, puesto que era a su Madre únicamente, a su Madre Virgen, a la que Él debía su humanidad, de donde el Señor había sacado su compasión y su ternura por todos nosotros: «Él tuvo que asemejarse en todo a sus hermanos, para ser un Sumo Sacerdote misericordioso. Por eso no se avergüenza de llamarles hermanos» (Hb 2,17;11). Mas, si la riqueza sobrenatural de la Virgen no aprovechó a su Hijo, no hay ninguna duda de que tal riqueza fue constituida para nosotros. Y eso continúa siendo normal y conforme con las leyes del mundo sobrenatural.

Hagámoslo notar no sólo en el sentido en que la Santísima Virgen María es para nosotros un ejemplo cautivador, atrayente, imposible de contemplar asiduamente sin recoger algo de su belleza –estoy lejos de desdeñar este punto de vista, - pues, al fin y al cabo, esto no es más que una acción de presencia, sino en el sentido de que entre la Madre de Nuestro Señor Jesucristo y nosotros hay más. Ella no es Madre más que a este precio, y lo es. Este papel y esta formación que la incomparable grandeza de su Hijo le han impedido, quizás desempeñar a su lado, nuestra unión con Él y las necesidades de nuestras almas hacen que los ejerza con nosotros.Debemos, para hacerle honor, verla como el agente de nuestra educación sobrenatural. Esto sigue siendo perfectamente normal .

 

Abundan en nuestro tiempo explicaciones infantiles que se esfuerzan en disminuir los fenómenos de un orden superior explicándolos por ciertos equivalentes inferiores, o incluso reduciéndolos a elementos físicos susceptibles de reproducirlos, cuando no son más que sus condiciones. De esta forma es como se ha pretendido que la conciencia moral provenía totalmente del pan y agua y de los pequeños castigos de nuestra infancia. Quizás todo esto sea un coadyuvante; de hecho, prescribiendo el uso de las varas, san Benito concedió una eficacia parcial a los castigos físicos. Esto es cierto. Pero es verdad también que la conciencia moral no se despertaría con estos procedimientos si no existiera previamente, y que ella se desarrolla muy habitualmente fuera de los arrestos y de los malos tratos. Cuando éramos niños, era sobre todo la mirada y la actitud de nuestra madre la que despertaba en nosotros la distinción viva entre el bien y el mal. Amábamos, éramos amados, y comprendíamos por instinto, sin definir de forma abstracta el bien y el mal, que era necesario no enfadar a quien nos amaba, ni a quien amábamos.

Es ahí, en el orden sobrenatural, y en todo momento de nuestra vida, donde me parece que está el punto de apoyo de nuestra educación. No me digáis: «Nosotros ya somos mayores, ya podemos conducirnos solos.» Nunca nos hacemos mayores para Dios, ni para nuestra madre, ni para la Madre de Dios. Y como no existe cristianismo sin la Santísima Virgen «natus de Maria Virgine», eso significa que le falta siempre algo a toda vida sobrenatural donde el tierno amor por Ella no esté presente junto al amor de Dios. Por eso comprendo perfectamente el consejo del Padre Faber ...

 

Sobre un tema así, y en el espacio de una media hora, no podemos decirlo todo. Yo quisiera, para suplirlo, recomendar a todos la lectura de los capítulos 8 y 9 del Libro de los Proverbios, y del capítulo 24 del Eclesiastés.

No escapamos al carácter marial de estas páginas diciendo que se trata de una interpretación arreglada; que ellas se aplican al Verbo Encarnado, y que, sólo violentando su sentido, las aplica la Iglesia a la Santísima Virgen. Jamás me ha satisfecho esta respuesta, incluso cuando yo la hacía por mi cuenta. La Iglesia no hace juegos de palabras, ni la liturgia se divierte con retruécanos. Y cuando se trata de vidas que están, en el pensamiento de Dios y en la realidad, unidas como la vida del Señor y la vida de su Madre, unidas en un mismo decreto de predestinación, el sentido al que, con desdén, se califica de arreglado, es en sí, y debe ser para nosotros, una de las múltiples caras del sentido literal. Cuando la Sabiduría nos dice de Ella: «Yo soy la madre del amor perfecto, y del temor, y del conocimiento, y de la santa esperanza. En mí está toda la gracia del camino y de la verdad» (Si 24, 17), cuando nos dice sobre todo a nosotros, sacerdotes: «Venid, comed mi pan y bebed el vino que os he preparado» (Pr 9,5), decidme quién puede distinguir si es la Sabiduría encarnada o es la Santísima Virgen quien nos habla: «¡el pan amasado por mis virginales manos! ¡El vino aromatizado que es la Sangre del Hombre-Dios! »

¡No celebremos nunca la Misa sin que brote del fondo de nuestra alma un gran agradecimiento hacia la que nos ha dado a nuestra Víctima!

 

«MISSUS EST» 1917.