LA GRACIA

 

 

1.    Noción, división y naturaleza de la gracia

El    tratado de la gracia dentro de la teología

Vamos a tratar los medios por los cuales Dios, por los méritos de Cristo, nos santifica.  Estos medios son la gracia que es la causa formal que realiza nuestra santificación y los sacramentos, que son la causa instrumental o los medios a través de los cuales nos llega nuestra salvación.

Dios, de modo gratuito, elevó al hombre al último fin sobrenatural, que es verle.  Este fin sobrenatural supera absolutamente toda capacidad natural de las criaturas.  Por ello, se afirma que Dios creó al hombre -y a los ángeles- como hijos de Dios, por infusión de la gracia y las virtudes, para que pudiera alcanzar este fin.

1.1.            Noción de gracia

Es un don sobrenatural concedido por Dios a las criaturas racionales en orden a la vida eterna.

Explicando brevemente la definición:

1)  La gracia es un don sobrenatural, es decir, que supera la esencia y todas las exigencias de cualquier criatura creada;

2)   Sólo la reciben las criaturas racionales o personas -ángeles y hombres- porque son las únicas capaces de participar de la vida divina;

3) Sólo Dios es la causa principal de esta comunicación de su vida;

4) Se da como un medio para conseguir el fin sobrenatural, es decir para conseguir la vida eterna o Cielo.

Se le llama gracia por ser absolutamente gratuita, Dios la da sin ningún mérito por parte del hombre en pecado y, porque hace a las personas gratas a Dios.

1.2.            División de la gracia

Aparte de otras maneras de clasificar los distintos tipos de gracia, es suficiente para nosotros conocer que la gracia es gracia actual y gracia habitual o santificante.

1.3.            Naturaleza de la gracia actual

La gracia actual es el movimiento o el cambio del alma causado por Dios, que eleva y complementa transitoriamente las potencias o facultades; del alma para conocer, querer y hacer actos sobrenaturales (sentencia cierta).

Por tanto, la gracia actual es un don que complementa y perfecciona las potencias del alma: el entendimiento, la voluntad, el apetito irascible y apetito concupiscible.

1.4.            Naturaleza de la gracia habitual

La gracia habitual es una cualidad creada, permanente y sobrenatural infundida por Dios en la esencia del alma (sentencia cierta).

La gracia habitual es un don creado.  La Iglesia afirma que la gracia es un don creado por Dios que se infunde en el hombre haciéndole pasar realmente de pecador ajusto.

La teología católica enseña que la gracia habitual es una cualidad de la esencia del alma, que se inhiere a ella como un hábito permanente.  Además es un hábito infuso; es decir, no es un hábito natural, que se puede adquirir mediante actos puramente naturales, sino que es totalmente sobrenatural, que sobrepasa toda capacidad simplemente natural.

En la Sagrada Escritura, la gracia es descrita como una cualidad sobrenatural permanente en el alma.  San Pablo escribe a su discípulo Timoteo: «no descuides la gracia (1 Tim 4, 14); «por esto te amonesto que hagas revivir la gracia de Dios que hay las manos» (2 Tim 1, 6).  Si la gracia se posee y puede revivir es permanece establemente en el alma del Insto, como una cualidad teología se llama hábito.

2.    Efectos de la gracia habitual

2.    l. Efectos formales o propios de la gracia habitual

Los efectos propios de la naturaleza de la gracia son:

1.           Participar de la naturaleza divina;

2.           Hacemos amigos e hijos de Dios;

3.           Templos del Espíritu Santo;

4.         Herederos de la felicidad celestial.

1º     La gracia santificante es una participación de la naturaleza divina, por la cual la       elevación sobrenatural resulta un nuevo nacimiento en Dios (de fe).

La Iglesia defiende esta verdad definiendo: «La sublimación y exaltación de la naturaleza humana al participar de la naturaleza divina» (DS 1921).

Los Santos Padres llaman a esta participación de la naturaleza divina «deificación», «unión con Dios».

En la Sagrada Escritura, la expresión «participación de la naturaleza divina» es de San Pedro (2 Ped 1, 4).

La razón dice, que así como en el orden natural todo ser es por participación del ser divino, es decir, porque Dios, creándole de la nada, ha dado el ser a todas las cosas, lo mismo debe suceder en el orden sobrenatural.  Y, como la gracia eleva a la criatura al orden sobrenatural esencialmente distinto al natural, porque nos capacita para conocer y amar a Dios en sí mismo, necesariamente se sigue, que la gracia sea como una nueva creación misteriosa, pero real participación de la naturaleza divina, como es en sí misma.

2º      La gracia santificante santifica el alma (de fe).

La gracia realiza en el pecador un doble proceso, le borra el pecado y lo santifica de tal modo que «el hombre se convierte de injusto en Insto» (DS 1528).

          Al tratar la Justificación se verá con mayor detalle esta verdad.

3º      La gracia santificante nos hace amigos de Dios (de fe).

El Concilio de Trento, enseña que el hombre en gracia «se convierte... de enemigo a amigo» (DS 1528).  Y que los Justos «han sido hechos amigos y domésticos de Dios» (DS 1535).

La Sagrada Escritura habla ampliamente de la amistad con Dios. «Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que os mando... yo os digo amigos» (Jn 15, 14).

Se tiene amistad cuando hay algo común entre los amigos y, entre Dios y el hombre existe esta amistad; amistad que se fundamenta en la naturaleza divina de la que participarnos por la gracia.

4º      La gracia santificante nos constituye en hijos suyos por adopción y herederos del reino de Dios (de fe).

Según el Concilio de Trento la justificación es «paso... al estado de gracia y de adopción de hijos de Dios» (DS 1524).

Los Apóstoles atestiguan gozosamente la filiación divina: «Más a cuantos la recibieron les dio poder de llegar a ser hijos de Dios» (Jn 1, 12). «Ved qué amor nos ha mostrado el Padre, que seamos llamados hijos de Dios y los seamos» (1 Jn 3, l). «Habéis recibido el espíritu de adopción, por el que clamamos: ¡Abba! ¡Padre!  El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios y hijos también herederos» (Rom 8, 15-17). «Para que recibiéramos la adopción... de manera que ya no es siervo, sino hijo, y si hijo, heredero por la gracia de Dios» (Gal 4, 5-7).

Esta filiación divina participado se llama adoptiva. Ahora bien, esta adopción no es algo meramente extrínseca como la adopción humana, sino que hay una misteriosa y verdadera realidad intrínseca, que es la derivada de la participación de la naturaleza divina.

5º         La gracia santificante convierte al justo en Templo del Espíritu Santo y por la gracia, la Santísima Trinidad viene a inhabitar en el alma del Insto (sentencia cierta).

En la Sagrada Escritura está revelado. «¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? (1 Cor 3, 16). «¿O no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros, y habéis recibido de Dios?» (1 Cor 6, 19).  La presencia sobrenatural de Dios en el alma aunque se atribuye al Espíritu Santo es propia de las Tres Personas Divinas, porque es una operación «ad extra».

La especulación teológico enseña que existen modos comunes y naturales por los que Dios está presente en todas las cosas:

                       

              -              por esencia, en cuanto Dios da el ser a todas las cosas;

              -              por potencia, en cuanto su poder se extiende a todas ellas;

- por presencia, en cuanto todo está desnudo y abierto a sus ojos.

                        Para          las criaturas racionales, que tienen capacidad para conocer y amar a Dios,

existe además un modo especial de presencia, cuando le conocen y le aman, pues Dios se presenta como lo conocido en el cognoscente y el amado en el amante.

Y, por encima de estos modos naturales, está la presencia sobrenatural de la Santísima Trinidad en el alma del Insto, que es consecuencia de la gracia.

2.2.            Efectos que acompañan a la gracia habitual

Los efectos que no se derivan estrictamente de la misma naturaleza de la gracia, sino que la acompañan, son las virtudes infusas y los dones del Espíritu Santo.

1.º Las virtudes teologales fe, esperanza y caridad se infunden juntamente con la gracia en la Justificación (de fe).

Esta verdad de fe se propone explícitamente en el Concilio de Trento: «De ahí que, en la Justificación misma, juntamente con la remisión de los pecados, recibe el hombre las siguientes cosas que a la vez se le infunden, por Jesucristo, en quien es injertado: la fe, la esperanza y la caridad» (DS 1530).

San Pablo habla de las tres virtudes teologales: «Ahora permanecen estas tres cosas: la fe, la esperanza y la caridad» (1 Cor 13, 13).

siguientes cosas que a la vez se le infunden, por Jesucristo, en quien es injertado: la fe, la esperanza y la caridad» (DS 1530).

San Pablo habla de las tres virtudes teologales: «Ahora permanecen estas tres cosas: la fe, la esperanza y la caridad» (1 Cor 13, 13).

En la Tradición, los Santos Padres tratan habitualmente de las virtudes de los Justos.  Así San Juan Crisóstomo comenta a propósito de los efectos del bautismo: «Tú tienes la fe, la esperanza y la caridad que permanecen» (Homilías sobre los Hechos de los apóstoles 40, 2).

La gracia realiza principalmente dos cosas en el alma: la perfecciona en su esencia o ser espiritual y, la perfecciona en orden a la acción.  La gracia habitual eleva la esencia del alma.  Pero para poder actuar sobrenaturalmente es necesario que las potencias del alma, que son las que permiten hacer algo, sean también elevadas al orden sobrenatural.  Esto es lo que hacen las virtudes, que hacen posible la realización de actos sobrenaturales.

Las virtudes teologales posibilitan al Insto tratar a Dios, como último fin.  Por la fe creemos que es verdadero lo que El ha revelado.  Por la esperanza esperamos alcanzar la bienaventuranza eterna.  Y, por la caridad amamos a Dios sobre todas las cosas por sí mismo y a nosotros y al prójimo por Dios.

2.º Con la gracia santificante se infunden también en el alma las virtudes morales (sentencia común).

Tanto el Concilio de Viena (1 31 1) como el Catecismo Romano se refieren en términos generales a la infusión de todas las virtudes.  En la Sagrada Escritura aparecen las diferentes virtudes que acompañan a la gracia: la ciencia, la abstinencia, la paciencia, la piedad, el amor «pues por el divino poder nos han sido otorgadas todas las cosas que tocan a la vida y a la piedad» (2 Ped 1, 3).

Las virtudes morales son la prudencia, la Justicia, la fortaleza y la templanza (1).

La razón teológico explica la necesidad de las virtudes morales por comparación con el orden natural.  El Insto, también, necesita hábitos sobrenaturales que le lleven no directamente al último fin (virtudes teologales) sino que le faciliten la utilización de los medios que llevan a 61 (virtudes morales).  En el orden natural sucede igual: el hombre no se limita a tener la humanidad, sino que hace cosas -pone medios- que le realizan humanamente.  Las virtudes morales ordenan la conducta al orden de la razón y de la Ley de Dios.

3.º Simultáneamente con la gracia santificante y las virtudes se infunden en el hombre los dones del Espíritu Santo (sentencia común).

El Antiguo Testamento dice: «Reposará sobre él el espíritu de Yahvé: espíritu de sabiduría e inteligencia, espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de ciencia y temor» (Is 11, 2).

Los dones son ciertos hábitos sobrenaturales que perfeccionan las potencias del alma, por las cuales éstas son movidas fácilmente por el Espíritu Santo.

Para comprender el diferente modo de actuación de las virtudes y los dones, clásicamente se ha puesto esta comparación: Las virtudes son como el hombre que va en barco a fuerza de remos y los dones cuando es el viento el que lo impulsa mediante las velas.  En un caso se requiere cierto esfuerzo humano y en el otro es directamente el Espíritu Santo quien mueve a las buenas obras.

Los dones sirven para realizar actos extraordinarios y heroicos.

Existen, además, otros dones del Espíritu Santo dados también gratuitamente, que se llaman carismas, y se dan para utilidad de los otros: don de lenguas, de profecías, de hacer milagros, etc. (2)

3.     Propiedades de la gracia habitual

1.º La gracia de Dios se da según diversos grados, y así es mayor en uno que en otro (de fe).

La doctrina de la Iglesia enseña que los grados de la gracia son desiguales en las personas: «según la medida en que el Espíritu Santo la reparte a cada uno como quiere» (1 Cor 12, 1 1) y según «la propia disposición y cooperación de cada uno» (DS 1528).  Y, esto es evidente, porque la gracia recibida puede aumentar por las buenas obras hechas a Dios.  Las buenas obras no sólo son fruto y signo de la Justificación, como enseñan los protestantes, sino que pueden aumentarla.

La Sagrada Escritura manifiesta la diversidad de la gracia recibida por cada uno. «Tenemos dones diferentes, según la gracia que nos fue dada» (Rom 12, 6). Y, en la parábola de los talentos (3) el Señor da «a uno cinco talentos, a otros dos, y a otro uno, a cada cual según su capacidad» (Mt 25, 15).  Y, al afirmar; «el justo justifíquese más y el santo santifíquese más» (Apoc 22, 1 1) está diciendo que la gracia puede aumentar, pues ella es la que santifica.

Respecto a que la gracia de Dios se da en diversos grados, aunque la razón nos enseña que la gracia que nos santifica, no puede ser mayor o menor por el fin a que se ordena, pues toda gracia santificante lleva a que el hombre se una a Dios, puede sin embargo recibirse en más o menos por parte del sujeto que la recibe en razón de la diferente preparación del hombre que la recibe.

   Los medios ordinarios por los cuales Dios quiere que aumente la gracia son las buenas obras, especialmente la recepción de los Sacramentos.

        2.º El pecado mortal hace perder el estado de gracia (de fe).

La Iglesia en el Concilio de Viena, condenó la siguiente proposición: «El hombre en la vida presente puede adquirir tal y tan grande grado de perfección, que se vuelva absolutamente impecable» (DS 891).  Y, ante Lutero que afirmaba la coexistencia de la gracia y del pecado el Concilio de Trento reafirmó la doctrina de que no puede estar el hombre en pecado y en gracia a la vez.

Abundan en la Sagrada Escritura los ejemplos de la pérdida de la amistad de Dios por el pecado (ángeles caídos, Adán y Eva, David, Salomón, Judas, etc.). San Pablo enumera una serie de pecados graves que hacen perder el Reino de Dios: «¿No sabéis que los injustos no poseerán el Reino de Dios.  No os engañéis: ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los sodomitas, ni los ladrones, ni los avaros, ni los ebrios, ni los maldicientes, ni los rapaces poseerán el Reino de Dios» (1 Cor 6, 9-10).

                       

La Tradición confirma esta doctrina distinguiendo entre el pecado mortal y el pecado venial.  El pecado mortal es llamado así porque lleva a la muerte del alma, pues el hombre se aparta totalmente de Dios.  El pecado venial es sólo un desorden respecto a los medios, pero no en relación al fin.  El pecado mortal y el pecado venial se comparan entre sí como la muerte y la enfermedad.

          El hombre, libremente puede elegir el mal en vez del bien y con ello se aparta de la amistad de Dios y de la vida de la gracia.  Por eso la esencia del pecado es la aversión a Dios y la conversión a las criaturas.  Para que haya pecado mortal no es necesario querer ofender directamente a Dios, basta que se quiera a una criatura de modo que se anteponga a Dios.

     3.º El hombre no puede conocer con certeza si se encuentra en estado de gracia (de fe),salvo especial revelación divina(sentencia próxima a la fe), pero puede tener una certeza moral a través de algunos signos (sentencia cierta).

El Concilio de Trento negó la tesis de los protestantes que afirmaban la certeza de la Justificación a los que por la «sola fe» creen en la Escritura. «Nadie puede saber con certeza de fe, en la que no puede caber error, que ha conseguido la gracia de Dios» (DS 1533).

En la Revelación se nos muestra la inseguridad de la salvación porque no depende de uno mismo sino de Dios y los caminos de Dios son inescrutables.  San Pablo afirma «cierto que de nada me arguye la conciencia, más no por eso me creo justificado; quien me juzga es el Señor» (1 Cor 4, 4); «con temor y temblor trabajad por vuestra salud» (Fil 2, 12).

Los Santos Padres enseñan esta doctrina, como San Gregorio Magno (4) cuando escribe: «no debes estar seguro de haber salido de tus pecados... todos los días debes lavar con lágrimas tus culpas» (Carta,7).

La razón teológico hace ver que es compatible la firme promesa de que, en virtud de los méritos de Cristo, los Sacramentos confieran eficazmente la gracia con la incertidumbre de nuestra salvación; pues, aunque la gracia se produce sacramentalmente, el hombre, con sus pecados, puede poner obstáculos y no recibirla.

            Además, al no existir en la naturaleza del hombre ninguna disposición natural para su salvación, tampoco puede haber en el hombre ninguna causa natural que le haga conocer su estado de gracia.  Y, finalmente, esta incertidumbre favorece en gran medida la vida de piedad.  Si hubiera una total certeza de la salvación, el Insto fácilmente descuidaría la vida interior y podría pecar de presunción.  Esta incertidumbre, no es un obstáculo, para que por una especial revelación de Dios, un hombre Insto pueda conocer -pero siempre como una conjetura- su salvación.  Decimos, como una conjetura, pues si hubiera total certeza significaría que el Insto ya no puede cambiar y, en definitiva, que Dios ha quitado la libertad al hombre.

También, lógicamente, el hombre puede pensar que está en el camino de la salvación por una serie de signos externos: la tranquilidad y agrado del alma en las cosas de Dios, la caridad hacia el prójimo, la seguridad que da la vida de entrega a Dios, etc.

4.       Gracia y virtudes humanas

En determinadas circunstancias, la madurez humana puede ser algo más que una simple conveniencia o disposición para la madurez sobrenatural.  Una vida interior que se apoya en una tarea secular, como el trabajo profesional, de modo que ésta venga a ser la materia de santificación, el lugar donde se ejercitan y vigorizan las virtudes cristianas; una vida sobrenatural que se desarrolla tomando ocasión de las cosas del mundo, con el afán de encaminarlas a su Creador y Redentor; una vida de entrega a Dios, que busca la santidad propia y la de las demás almas, con las que se relaciona por motivos normalmente profesionales, sociales, económicos, de amistad...; una vida interior así exige indiscutiblemente la madurez humana necesaria para poder desarrollar con competencia y con perfección ese trabajo profesional, utilizar con medida y equilibrio las cosas terrenas, iniciar, sostener y mejorar las relaciones humanas.

Es necesario ser humanamente maduros, adultos; de lo contrario, difícilmente se consigue la madurez sobrenatural que la santificación exige.

Para llegar a estar humanamente hecho es necesaria la triple madurez de Inicio, de la afectividad y en la acción.

Madurez de Inicio para no dejarse arrastrar por los ensueños, ni por «eslogans» o modas; para tener plena conciencia de las propias capacidades y limitaciones, de los deberes y de la misión en el mundo, y de los medios para llevarla a término.

Madurez en la afectividad para saber canalizar las inclinaciones naturales al servicio de la totalidad de la persona; conceder a la voluntad su papel rector, libre y responsable, afrontar las consecuencias que se deriven de las propias decisiones.

Madurez en la acción con una conducta clara, coherente, que los demás puedan comprender.

Todo esto, sin embargo, no se adquiere de un modo espontáneo: es necesaria una labor de formación, que en parte cumple la sociedad-familiar, civil, religiosa-, pero que requiere también una plena cooperación personal:

En primer término, el deseo explícito de ser persona madura.

Después, el afán de aprender, de servirse de la experiencia de los mayores; la precaución de preguntar, cuando no se entienden las cosas, y pedir consejo a quien puede darlo.

Paralelamente, el fomento de la responsabilidad personal, de la lealtad, la sinceridad, la reciedumbre y las demás virtudes humanas, que son como los pilares de una voluntad fuerte y decidida.

Sobre estas virtudes humanas se asientan las virtudes morales.  A más virtudes humanas, más facilidad para obrar sobrenaturalmente bien.

5.     Necesidad de la gracia

Frente al optimismo naturalista de Pelagio y al pesimismo de Lutero, la Iglesia enseña la necesidad de la gracia interna.

La Iglesia Católica enseña que el hombre, aún en estado de pecado, puede conocer la verdad y querer el bien; es decir, hacer obras buenas.  Ahora bien, estas obras naturalmente buenas no son meritorias por no tener la gracia interna, pero sirven para prepararse a recibirla.

Notas

(1)     Las virtudes morales.

Las virtudes morales son numerosas; tantas cuantas son nuestras facultades y apetitos naturales.  Pero se pueden reducir a cuatro principales, que son como el fundamento de todas las demás, y por eso se llaman cardinales: Prudencia, Justicia, fortaleza y templanza.

1. La prudencia, en el cristiano, ordena el entendimiento para elegir y adoptar en cada circunstancia los medios adecuados para obrar bien en orden al último fin.

2. La Justicia ordena la voluntad para dar a cada uno lo que le es debido; ya, por estricto derecho entre los particulares -Justicia conmutativa-, ya lo que cada uno debe a la sociedad según las exigencias del bien común determinado por la ley -Justicia legal-, ya lo que la sociedad debe a cada uno de sus miembros en beneficios y cargos -Justicia distributivo-, y la justicia social, que comprende y regula todo aquello que tanto la sociedad como los particulares deben a los demás por razón de su dignidad humana y como miembros de la misma sociedad.

En el concepto de Justicia se comprenden también: la virtud de la Religión, por la que damos a Dios el culto que le debemos por ser nuestro Creador y Señor; la virtud de la piedad, por la que damos a nuestros padres y superiores el honor y la ayuda que les debemos por nuestra especial dependencia de ellos; y la virtud de la obediencia, por la que debemos aceptar y cumplir los preceptos de quienes ejercen autoridad recibida de Dios.

3.            La fortaleza ordena las pasiones cuando nos retraen de aquello que dicta la razón.  A ella se refieren la paciencia, la mansedumbre y la perseverancia.

4.            La templanza ordena asimismo las pasiones cuando nos impelen a desear cosas contra la regla de la razón o de la Ley de Dios.  En ella se comprenden la humildad, la sobriedad y la castidad.

(2)     Dones del Espíritu Santo.

El Espíritu Santo nos enriquece con unos dones, por los que obra en nosotros con inspiraciones, luces y ayudas divinas, que facilitan y perfeccionan el esfuerzo de las virtudes, y nos hacen más dóciles y prontos para obrar el bien.

Estos dones son los que el profeta Isaías menciona cuando vaticina la venida del Mesías y dice de Él: «Reposará sobre Él el Espíritu del Señor; espíritu de sabiduría y de inteligencia; espíritu de consejo y de fortaleza; espíritu de ciencia y de piedad; espíritu de temor de Dios» (Is 2. 2).

El don de sabiduría nos hace gustar las cosas divinas.  El de inteligencia nos hace penetrar más en las verdades de la fe.  El de consejo nos guía en los casos difíciles para elegir lo mejor.  El de fortaleza robustece la virtud del mismo nombre y nos lleva hasta el heroísmo.  El de ciencia nos muestra el orden de todas las cosas hacia Dios.  El de piedad nos hace sentimos hijos de Dios.  Y el de temor de Dios nos lleva a vencer el amor ¡lícito de aquellas cosas que nos apartan de Él.

(3)   Parábola de los talentos

«Porque es como si uno al emprender un viaje llama a sus siervos y les entrega su hacienda, dando a uno cinco talentos, a otro dos y a otro uno, a cada cual según su capacidad, y se va.  Luego, el que había recibido cinco talentos se fue y negoció con ellos y ganó otros cinco.  Asimismo el de los dos ganó otros dos.  Pero el que había recibido uno se fue, hizo un hoyo en la tierra y escondió el dinero de su amo.  Pasado mucho tiempo, vuelve el amo de aquellos siervos y les toma cuentas, y llegando el que había recibido los cinco talentos, presentó otros cinco, diciendo: Señor, tú me has dado cinco talentos; mira, pues, otros cinco que he ganado.

Y su amo le dice: Muy bien, siervo bueno y fiel; has sido fiel en lo poco; te constituiré sobre lo mucho; entra en el gozo de tu señor.  Llegó el de los dos talentos y dijo: Señor, dos talentos me has dado; mira otros dos que he ganado.  Díjole su amo: Muy bien, siervo bueno y fiel; has sido fiel en lo poco; te constituiré sobre lo mucho; entra en el gozo de tu señor.  Se acercó también el que había recibido un solo talento y dijo: Señor, tuve cuenta que eres hombre duro, que quieres cosechar donde no sembraste y recoger donde no esparciste, y temiendo, me fui y escondí tu talento en la tierra; aquí lo tienes.  Respondi6le su amo: Siervo malo y haragán, ¿conque sabías que yo quiero cosechar donde no sembré y recoger donde no esparcí?.  Debías, pues, haber entregado mi denario a los banqueros, para que a mi vuelta recibiese lo mío con los intereses.  Quitadle el talento y dádselo al que tiene diez, porque al que tiene se le dará y abundará; pero a quien no tiene, aun lo que tiene se le quitará, y a ese siervo inútil echadle a las tinieblas exteriores; allí habrá llanto y crujir de dientes.» (Mt 25, 14-30)

(4)     San Gregorio I Magno: 3 de septiembre.

San Gregorio nació en Roma hacia el año 540.  Desempeñó diversos cargos públicos, y llegó a ser Prefecto de Roma o dicho de otro modo, la máxima autoridad civil del Imperio Romano de Occidente, ya en franca descomposición.  El día 3 de septiembre del año 590 fue elegido Sumo Pontífice de la Iglesia Católica, la única que existía.  Ejerció su Magisterio Supremo como un verdadero Buen Pastor, tanto en su modo de gobernar, como en su ayuda a los pobres, en la propagación de la fe -fue él quien envió a San Agustín de Canterbury a evangelizar Inglaterra-, como en la consolidación de la fe.  Murió el día 12 de marzo del año 604.