Generación esperanza

Juan Yzuel Sanz

“No andéis buscando qué comeréis
ni qué beberéis, ni estéis ansiosos.
Porque son los paganos
quienes buscan estas cosas con afán.
Como vuestro Padre ya sabe que las necesitáis,
buscad su Reino y se os darán por añadidura.
No temáis, pequeño rebaño,
porque vuestro Padre se ha complacido
en daros el Reino.”

Lucas 12, 29-32

  

Basta escuchar unos cuantos días las noticias en los diferentes medios de comunicación para constatar que, después de siglos y siglos de historia, parece que estamos condenados irremediablemente a repetir los mismos errores, enzarzarnos en las mismas viejas peleas tribales, dejarnos guiar por los más bajos instintos. Una parte de la humanidad vive encerrada en su egoísmo, ignorando que la inmensa mayoría de la población mundial carece de los más elementales recursos para sobrevivir. La poesía de León Felipe (¡Qué pena que este camino fuera de muchísimas leguas...!) parece dar la razón al pesimismo. No es de extrañar que este año 2004, que estamos terminando, la Esperanza ha sido un tema de reflexión en diversos acontecimientos eclesiales, como el encuentro del apostolado seglar, en cuya reflexión hemos basado esta introducción.

muchos hombres y mujeres
se sienten desorientados,
inseguros
y sin esperanza
 

Sabemos, por otro lado, que donde hay sombras hay luces. De vez en cuando surgen pequeños destellos de luz: pueblos que se levantan en masa gritando no a la guerra, personas anónimas que hacen actos heroicos, movimientos que se alzan contra los sistemas políticos y económicos que olvidan o excluyen a gran parte de la población, personas humildes que comparten lo poco que tienen con los que son aún más pobres, padres y madres que encienden junto a la cuna del niño enfermo la vela de la esperanza cada noche, comunidades que rompen prejuicios y estereotipos para descubrir al “otro” que había sido considerado enemigo y tender puentes de diálogo y fraternidad, científicos que se dejan la vida persiguiendo una solución al cáncer, a la malaria, al sida... Todos ellos son chispas de la Esperanza que necesita la humanidad.

La era de la inseguridad

La época que estamos viviendo resulta desconcertante y sorprendente. Por una parte vivimos admirados del avance de la ciencia y la tecnología; por otra, experimentamos la imposibilidad de luchar contra un sistema que nos domina y que, junto al progreso que genera, produce injusticias, guerras, desigualdades y pobreza. El resultado de esta realidad es que muchos hombres y mujeres se sienten desorientados, inseguros y sin esperanza.
       También muchos cristianos están sumidos en este desánimo. No en vano, esta desesperanza es provocada por el descontento con la situación de la Iglesia actual, falta de profetismo y víctima del involucionismo.

Algunas consecuencias

Este desánimo genera miedo a afrontar el futuro e imposibilita a tomar decisiones definitivas, de por vida. Consecuencias de este estado de cosas es centrarse en lo que se conoce y se percibe como “seguro” y estable. Así, el egocentrismo encierra en sí mismos a las personas y los grupos, reaparecen conflictos étnicos y actitudes racistas y xenófobas, se acrecienta la competitividad en el trabajo –sobre todo entre los muchos que tienen contratos precarios-, se atrincheran los esposos en sus propias visiones de la realidad hasta llegar a la ruptura, se extiende como una plaga la indiferencia y la falta de compromiso social, político, ético, religioso,...

Falsas esperanzas

Pero el ser humano no puede vivir sin esperanza y sigue aferrándose a todo aquello que le prometa futuro, saciándose con realidades efímeras y frágiles. Así, confía en una esperanza tecnológica, en coches que prometen la inmortalidad a quienes los conducen; en una esperanza reducida, convertida en anhelos y deseos de tener; en una esperanza materialista, con toda su pléyade de seguros de vida, fondos de pensiones e inversiones garantizadas; en una es un esperanza pasiva, que anhela seguridad y confianza en quien ostenta el poder; en una esperanza cerrada a la trascendencia, incapaz de saciar la sed de felicidad que el hombre y la mujer del siglo XXI continúan sintiendo dentro de sí mismos.

Edificar sobre arena

La fuente de esta pérdida de esperanza está en el intento de considerar al ser humano como centro absoluto de la realidad, haciendo que ocupe el lugar de Dios. Los humanismos ateos han llevado al olvido de Dios y, con él, al abandono del hombre, cuya dignidad suprema le viene de su Creador. El individualismo más feroz lleva a relativizar todo principio y conducta moral y a valorar en exceso lo útil y agradable sobre lo bueno, lo justo y lo verdadero. Se ha edificado el mundo sobre la frágil arena del ser humano, y cuando llegan los vientos y las tormentas se caen las débiles torres como castillos de naipes.

Jesucristo, nuestra esperanza

Nuestra esperanza se fundamenta en Cristo, principio y fin de toda realidad. La esperanza cristiana es una esperanza humana abierta a Dios y garantizada por Dios. Como acto humano es confianza humilde y segura en que Dios no va a frustrar sus promesas inscritas en el corazón del hombre (1 Jn 3, 1-3). La fuerza y razón de la esperanza cristiana radica en el acto amoroso y confiado de cada ser humano ante las promesas de Dios, que no defrauda (Mt 6, 25-34).

 Vivir la esperanza cristiana es abandonarse en las manos del Padre, acoger el futuro como un don de Dios y responder amorosamente al Dios que nos ama. San Pablo sintetiza el contenido de la vida cristiana en la fe en la resurrección de Cristo, la esperanza en la salvación futura y en amor como Cristo, que ha cumplido y realizado su amor en servicio de todos (Rom 5, 5-11; 8, 31-39)


Vivir la esperanza cristiana
es abandonarse
en las manos del Padre
 

 La esperanza que nos viene de Cristo no es meramente personal, sino esencialmente comunitaria, pertenece a la totalidad de la Iglesia (Ef 4, 4-6) Es una esperanza crítica con las situaciones de injusticia, pero también activa promotora de toda utopía y proyecto que genera cambios. La esperanza nos da la certeza de que nuestro compromiso, cuando es fiel al de Cristo, tiene una meta realizable y no es una ilusión alienante. La esperanza nos capacita para afrontar con humildad y sin arrogancia, como Jesús, las frustraciones, los retrocesos y los fracasos; nos fortalece en nuestro luchar pues se fundamenta en Cristo y no en la autosuficiencia humana; nos lanza a creer que lo que, ahora y para nosotros, parece difícil o imposible, es posible para Dios.

La Iglesia del siglo XXI, como en tantos otros momentos de la historia, es llamada a ser una "generación de esperanza". En un tiempo donde nos cuesta encontrar razones para esperar, aquellos que depositamos nuestra confianza en Dios tenemos más que nunca el deber de justificar nuestra esperanza delante de quienes nos piden cuentas (1 Pedro 3, 15). En la Carta de Taizé de 2003, el hermano Roger nos recordaba: «La fuente de la esperanza está en Dios que solo puede amar y que nos busca incansablemente.» Salgamos, pues, a su encuentro.