¿Fecundación igual a procreación?
Ricardo Sada Fernández
¿Cuáles son las implicaciones morales de la fecundación in vitro a la luz del quinto mand
El 25 de julio de 1978 vio la luz del mundo en la clínica Oldham de Londres,
tras un parto cesáreo, Louise Brown, el primer ser humano fecundado en
probeta. Pocos meses después nace en Australia por el mismo método otra niña;
en mayo de 1981 nace Amandine -el primer caso en Francia-, y en diciembre del
mismo año tiene lugar un hecho similar en Estados Unidos. Desde entonces, el
método de la fecundación del óvulo humano y de la posterior transferencia de
ese óvulo fecundado al útero de la madre (FIVET= Fecundación in vitro con
embryo transfer) ha originado ya millares de nacimientos.
En un primer momento podríamos pensar que se trata de un gozoso acontecimiento
para la humanidad: sería ésta la solución para algunos matrimonios incapaces
de procrear por métodos naturales. Pero las implicaciones morales,
psicológicas, sociales y legales nos vendrán a decir que en realidad se trata
de una de las mayores aberraciones que se han llevado a cabo en la historia de
la humanidad. Veamos por qué.
La FIVET implica de hecho, en varias de sus fases y bajo diversas modalidades,
la muerte de embriones humanos. Esa pérdida de vidas humanas se produce tanto
en los primeros momentos del embrión, como cuando se transfiere, pero no se
llega a implantar, en el útero de la mujer. Deliberadamente el equipo médico
lo aborta si ese embrión se ha producido con malformaciones. Sabemos que la
vida humana no puede ser objeto de experimentación (como si se tratara de
ratones de hámster) para el progreso de la medicina ni para el beneficio de
terceras personas. Este principio moral se extiende a toda la vida humana
inocente a partir del mismo instante en que comienza.
Al principio, la FIVET se presentó como una técnica para solucionar los casos
límites de infertilidad. Buscando no herir la sensibilidad de la gente, se
hablaba sólo de FIVET homóloga (es decir, usando sólo gametos de los esposos
para la fecundación in vitro e implantando el embrión en el útero de la
esposa) -que tampoco es lícita moralmente-, pero ahora se usa
indiscriminadamente todo tipo de combinaciones entre gametos del marido o del
donante, el óvulo de la esposa o de la donante, implantación en el útero de la
madre o el recurso a una “madre alquiler” (en total, si tenemos tiempo de
contar, nos saldrían ocho posibles combinaciones). Junto a ello, se plantea el
gran desorden moral de los métodos utilizados para las fases previas de la
fecundación (por ejemplo, la masturbación, e incluso prácticas aberrantes como
unir -destruyéndolos a continuación- gametos masculinos con óvulos de hámster,
para determinar si la infertilidad se debe al hombre o a la mujer).
Naturalmente se siguen de esas prácticas tres formas de manipulación biológica
o genética que no alcanzarían a imaginar hace unas décadas los autores de
ciencia-ficción o los médicos de Hitler: no sólo, como dijimos, intentos de
fecundación entre gametos humanos y animales (¿un hombre lobo real?), o
gestación de embriones en úteros de animales (¿a alguien le agradaría haber
sido llevado y parido por una yegua o una chimpancé?), sino también las
intervenciones sobre el patrimonio cromosómico con el fin de seleccionar
ciertas cualidades que los padres desearían ver en sus hijos (o los monstruos
incontrolables que se originarían por fallas técnicas).
Veintidós años antes de que naciera Louise Brown, el Papa Pío XII alzó su voz
para frenar esos intentos que apenas iniciaban. Dijo entonces: “Respecto a los
intentos de fecundación in vitro, nos basta observar que se los debe excluir
como inmorales y absolutamente ilícitos” (Discurso, 19-V-1956). Y desde
entonces, como lo que está en juego es la dignidad e inviolabilidad de la vida
humana, la Iglesia no ha callado su voz. Juan Pablo II fue concluyente:
“Condeno del modo más explícito y formal las manipulaciones experimentales del
embrión humano, porque el ser humano, desde su concepción hasta la muerte,
nunca puede ser instrumentalizado para ningún fin” (Discurso, 23-X-1982). Y,
como esta aberración no ha hecho más que proliferar abundantemente en los
cinco continentes, el Magisterio emitió un documento concluyente el 22 de
febrero de 1987: “Donum vitae, sobre el respeto de la vida humana naciente y
la dignidad de la procreación”.
“De acuerdo”, podría decirnos un médico progresista con restos de sentido
común, “pero dentro de poco las técnicas estarán a tal grado perfeccionadas
que ya no se perderán los embriones ni se producirán malformaciones en ellos.
Entonces sí la moral no tendrá nada que objetar al FIVET”. Suponiendo que lo
anterior se llegara a dar, Dios (no la Iglesia) aún seguiría condenando tal
práctica. Veamos la razón.
El hombre es la única criatura de este mundo a la que Dios quiere por sí
mismo. Es tal su dignidad que llega a la existencia gracias al acto creador de
Dios que infunde un alma espiritual e inmortal al cuerpo concebido por los
padres. El amor divino concurre al amor humano de modo que éste es elevado al
orden mismo de la creación. Por eso se habla de pro-creación. La sexualidad
humana se distingue de la sexualidad animal en que no sólo se ordena a la
trasmisión de la vida, sino también al amor. La unión sexual en el hombre es
la expresión de una previa unión afectiva y espiritual, por la que el hombre y
la mujer se entregan mutuamente de modo total, exclusivo y definitivo. La
donación física sería falsa y egoísta si no respondiera a una previa donación
afectiva y espiritual, de la que se excluye todo tipo de reserva presente o
futura, y por la que el hombre y la mujer -antes de ser una sola carne, como
dice crudamente el libro del Génesis- son un solo espíritu, un solo corazón,
una sola vida, un solo destino.
Así pues, la procreación y la unión conyugal son dos bienes que funden sus
raíces en el valor de la persona. La inseparabilidad de estos dos aspectos
pertenece a la ley natural y al orden moral revelado por Dios: “En el acto
conyugal no es lícito separar artificialmente el significado unitivo del
significado procreador, porque uno y otro pertenecen a la verdad íntima del
acto conyugal: uno se realiza juntamente con el otro y, en cierto sentido el
uno a través del otro” (Juan Pablo II, Alocución, 22-VIII-84).
En la fecundación in vitro el acto que origina la vida humana no es el acto de
amor conyugal, no procede de la unión psicológica y espiritual de las dos
personas sino que depende de los operadores técnicos. El niño que va a nacer
ha de ser respetado y reconocido como igual en dignidad personal a aquellos
que le dan la vida, ya que ha de ser fruto de la auténtica donación de sus
padres y no producto de la tecnología científica, objeto de producción y
adquisición, sujeto al control de calidad, al uso o al rechazo.