San Agustin

 

La fe y el símbolo de los apóstoles

 

 

          

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TESTIMONIO DEL MISMO AGUSTIN EN EL LIBRO DE LAS «REVISIONES» I, 17

 

LA FE Y EL SIMBOLO

 

Por el mismo tiempo, siendo presbítero, traté de La Fe y el Símbolo delante de los

obispos que me lo mandaban, cuando celebraban el Concilio plenario de todo el Africa

en Hipona la Real. La disertación a instancias solícitas de algunos de los que más

familiarmente me amaban, la reuní en un libro; en él se trata de esos temas, pero sin

ofrecer esa urdimbre de palabras que se entrega a los competentes para aprenderlas

de memoria. En este libro, al hablar de la resurrección de la carne, digo: Según la fe

cristiana, que no puede engañar, el cuerpo resucitará. A quien esto le parezca increíble,

es porque mira sólo a cómo es la carne ahora, pero no considera cómo será; pues en

el tiempo de la transformación angélica, ya no será carne y sangre, sino solamente

cuerpo (10,24), y lo demás que allí traté sobre la mutación de los cuerpos terrestres en

cuerpos celestes, puesto que dijo el Apóstol al hablar de eso: La carne y la sangre no

poseerán el reino de Dios. Quien lo tome así, como suena, estimando que el cuerpo

terreno, tal cual ahora lo tenemos, se cambia por la resurrección en cuerpo celeste, de

modo que no tendrá estos miembros, ni habrá sustancia de carne, sin duda que debe

corregirse, advertido por el Cuerpo del Señor, que después de la resurrección se

apareció para ser no solamente visto con los ojos en sus mismos miembros, sino

también para ser palpado con las manos, y además El mismo afirmó de palabra que

tenía carne, cuando les dice: Palpad y ved que un espíritu no tiene carne y huesos,

como vosotros veis que tengo yo. Por tanto, consta que el Apóstol ha afirmado que en

el reino de Dios existirá la sustancia de la carne. Y o bien designó con el nombre de

carne y sangre a los hombres que viven según la carne, o bien se refirió a la misma

corrupción de la carne, que ciertamente no existirá entonces. Realmente, cuando dijo:

La carne y la sangre no poseerán el reino de Dios, se entiende claramente qué quiso

decir al exponer lo que añadió a continuación: Ni la corrupción poseerá la incorrupción.

Todo el que lea el último libro de La ciudad de Dios comprobará que he disertado con

diligencia cuanto he podido sobre este tema difícil de persuadir para los paganos. El

libro comienza así: Quoniam scriptum est...

 

 

LA FE Y EL SIMBOLO DE LOS APOSTOLES  MOTIVO DE ESTA EXPOSICION

|C1

|p1 Está escrito y confirmado por la firmísima voluntad de la enseñanza apostólica que

el justo vive de la fe. Esta fe exige de nuestra parte el acatamiento del corazón y de la

lengua. En efecto, así dice el Apóstol: Es necesario creer de corazón para justificar y

confesar la fe con la boca para salvarse. Nos es muy conveniente recordar tanto la

justificación como la salvación, porque, aun cuando estamos destinados a reinar en la

justicia eterna, no podremos preservarnos de la malicia del tiempo presente si no nos

esforzamos por nuestra parte en la salvación del prójimo, profesando también con la

boca la fe que llevamos en el corazón <1>. Y debemos también mantener una piadosa

y prudente vigilancia que impida que la fe pueda ser alterada en ningún punto por las

fraudulentas sutilezas de los herejes.

 

La fe católica es dada a conocer a los fieles por medio del Símbolo, para que se

aprenda de memoria en la medida en que puede ser resumida en pocas palabras <2>.

De este modo, los que comienzas y están todavía como niños de pecho, tras haber

renacido en Cristo, y no han sido fortalecidos por el conocimiento y la explicación muy

detallada y espiritual de las Santas Escrituras, pueden resumir su fe en pocas palabras;

mientras que esta fe debe ser expuesta con muchas palabras a los más avanzados que

progresan en la doctrina divina sobre la base firme de la humildad y la caridad.

 

La mayor parte de los herejes han intentado ocultar su veneno bajo los mismos términos

sintéticos que componen el Símbolo. La divina misericordia se ha opuesto y se opone

a sus tentativas por medio de hombres espirituales que merecieron no sólo recibir y

creer la fe católica expresada según estas formas, sino también entenderla y conocerla

por la revelación de Dios <3>. Porque está escrito: Si no creéis, no entenderéis. La

exposición de la fe sirve para la defensa del Símbolo. Pero no porque tenga que ocupar

el lugar del Símbolo en la mente de quienes habiendo recibido la gracia divina, han de

aprenderlo y recitarlo de memoria, sino porque asegura al contenido del Símbolo una

más firme defensa respaldada por la autoridad católica contra las insidias de los herejes

<4>.

 

<1> San Agustín desarrolla la cita de Rom 10,10 aplicándola a la tarea apostólica de

todo cristiano. En el texto de San Pablo, Dios nos revela que la fe «del corazón», es

decir, el acto interior y sincero de fe, sirve para la justificación, es decir, para conseguir

el perdón de los pecados y alcanzar la gracia habitual. Pero, al mismo tiempo, es

necesario también manifestar externamente la propia fe profesándola con la boca. La

fe necesita declararse públicamente. A partir de esta afirmación, San Agustín se detiene

en los dos términos utilizados por la Sagrada Escritura: justificación y salvación. San

Pablo los utiliza casi como sinónimos, aunque en otros lugares señale el matiz propio de

cada uno: así, en Rom 10,9 y 10,13 (que es una cita de Jl 2,32) sólo habla de «será

salvo», mientras que en Rom 5,9-10 y 8,24 deja entrever que la justificación (dikaiosyne)

es el primer paso - la transformación interior - de la salvación (sotería). El Obispo de

Hipona establece, en cambio, una correspondencia más estricta: el acto interior de fe

corresponde al comienzo de la vida de la gracia (justificación), mientras que la profesión

externa de la misma fe le es necesaria para conseguir el fin último (salvación).

 

<2> Los Símbolos de la Fe, en efecto, surgieron por la necesidad de condensar en un

número reducido de fórmulas, de fácil memorización, el contenido de la fe. Su uso se

debe a la catequesis anterior al bautismo, en la cual se procuraba explicar, de modo

sintético, el sentido de los dos misterios del cristianismo: la Trinidad y la Encarnación.

Se reservaba, en cambio, para una catequesis sucesiva al bautismo o mistagógica, es

decir, «una vez celebrados los misterios», la explicación de los Sacramentos de la santa

misa y de las ceremonias sagradas.

 

<3> Las herejías surgieron, dice San Agustín, por una interpretación deliberadamente

equivocada de las fórmulas de los Símbolos de la Fe. En realidad, el problema del

origen de las herejías es más complejo, por lo menos desde el punto de vista histórico.

Pero no cabe duda de que todas las herejías quieren ser, más o menos explícitamente,

una «explicación racional» de un misterio; lo característico es que el o los herejes están

dispuestos a silenciar, omitir o negar los datos de fe que resultan incompatibles con su

explicación racional. Por otro lado, las herejías, lejos de oponerse abiertamente a la

doctrina ortodoxa, siempre se presentan como «interpretaciones» de los dogmas,

interpretaciones que quieren ser nuevas, más profundas y más actuales.

 

<4>Frente a las herejías se impone desarrollar la expositio fidei, es decir, la explicación

del verdadero sentido de las fórmulas dogmáticas. Esta explicación, sin embargo, no

suplanta el Símbolo, sino que está a su servicio: no es el Símbolo lo que debe ser

modificado para adaptarlo a una explicación, sino que es la explicación la que debe

mantenerse siempre respetuosa del Símbolo. Y el criterio de la explicación y defensa

del Símbolo es la «autoridad católica», es decir, la doctrina universal (en el tiempo y en

el espacio) de la Iglesia.

 

PRIMER ARTICULO: DIOS PADRE OMNIPOTENTE

 

|C2

|p2 Algunos han pretendido demostrar que Dios Padre no es omnipotente. No es que se

hayan atrevido a afirmarlo; Pero se ve claramente en sus enseñanazas que esto es lo

que piensan y creen. Así es, en efecto, porque cuando admiten la existencia de una

naturaleza de Dios todopoderoso no ha creado este mundo en el que ellos reconocen

un orden perfecto, están negando la omnipotencia de Dios y llegan a creer que Dios no

habría podido hacer el mundo sin utilizar para ello otra naturaleza anteriormente

existente y no hecha por El mismo. Se apoyan, al decir esto, en la consideración habitual

y vulgar de que los artesanos, los constructores y demás operarios, si no cuentan con

la ayuda de materiales dispuestos previamente, no pueden conseguir el objeto de su

arte. Del mismo modo, entienden que el autor del mundo no es omnipotente, ya que no

podría construir el mundo si no se sirviera como materia de algún elemento no fabricado

por El. Pero si están de acuerdo en que Dios Omnipotente es el autor del mundo,

necesariamente deben reconocer que lo que ha hecho, lo ha hecho de la nada.

Ciertamente, no puede existir nada que no tenga un Creador si este Creador es

Omnipotente. Incluso si El hace algo a partir de otra cosa, como hizo el hombre del

barro, no lo hace a partir de algo que El no haya hecho. Porque la tierra de donde

procede el barro Dios la había creado de la nada.

 

Y si el mismo cielo y la tierra, esto es, el mundo y todo lo que en él se encuentra, han

sido hechos de alguna materia, como está escrito: Tú que creaste el mundo de una

materia caótica - o bien, informe, como lo atestiguan otros manuscritos -, en manera

alguna hay que pensar que aquella materia de la que ha sido hecho el mundo - aunque

informe, o caótica, o de la manera que sea - haya podido ser por sí misma, como si

fuese coeterna y coexistente con Dios <5>. Pero cualquiera que fuese su modo de ser

y su posibilidad de recibir las formas de diferentes cosas, no las posee sino por Dios

Omnipotente, por cuyo beneficio tienen las cosas no sólo el ser formadas, sino también

el ser formables <6>. Entre el ser formado y el ser formable hay esta diferencia: que lo

formado ha recibido ya una forma, mientras que lo formable puede recibirla todavía.

Pero quien da a los seres su forma, les da igualmente el poder ser formados. Porque

de El y en El tienen todas las cosas su belleza perfecta e inmutable.

 

Esta es la razón por la que es uno mismo el que concede a cada ser no sólo el ser

hermoso, sino también el poder serlo. Por consiguiente, tenemos toda la razón al creer

que Dios ha hecho todas las cosas de la nada. Porque, incluso si el mundo ha sido

hecho a partir de una materia cualquiera, esta misma materia ha sido hecha, a su vez,

de la nada. De esta manera, por un don de Dios perfectamente ordenado, fue creado

 

primeramente un elemento capaz de recibir todas las formas y a partir del cual se

formasen, a su vez, todos los seres que han sido formados.

 

Hemos dicho esto para que nadie pueda creer que existe una contradicción en las

enseñanzas de las Sagradas Escrituras, donde se encuentra, por una parte, que Dios

ha hecho todas las cosas de la nada, y por otra, que el mundo ha sido hecho a partir de

una materia informe.

 

|p3 Así, pues, los que creemos en Dios Padre Omnipotente debemos afirmar que no hay

ninguna criatura que no haya sido creada por el Omnipotente.

 

SEGUNDO ARTICULO: EL VERBO HIJO DE DIOS

 

Y puesto que Dios ha creado todas las cosas por medio de la Palabra, y a la Palabra

se la llama Verdad, así como también Poder y Sabiduria de Dios y se le aplican muchos

otros nombres que descubren que nuestro Señor Jesucristo, en quien creemos, es

nuestro Liberador y Guía, y es el Hijo de Dios, y la Palabra, por la que han sido creadas

todas las cosas, sólo ha podido ser engendrada, a su vez, por aquel que las ha creado

por medio de ella.

 

<5> Se enfrenta aquí San Agustín con el dualismo, que opina que Dios creó el mundo

de una materia preexistente y eterna, no de la nada (ex nihilo). Los dualista citaban en

su favor el texto de Sab 11,18, donde se dice que «la diestra» de Dios, «de informe

materia (ex amorfoú bylés), había creado el mundo, con lo cual -según ellos - existiría

antes de la creación una materia informe que Dios moldearía. En realidad, el texto de

Sab admite muchas interpretaciones perfectamente ortodoxas, entre ellas, p. ej., que

allí se hablaría no de la creación propiamente dicha, sino de la ordenación del cosmos.

De todos modos, San Agustín va más allá de la controversia de tipo escriturístico y se

enfrenta con los supuestos metafísimos mismos del dualismo. Toda materia, sea del tipo

que sea, recibe su ser de Dios.

 

<6> Aquí, la intuición agustiniana supera el esquema platónico para alcanzar una noción

metafísica básica. Todo entre que no sea Dios (toda «cosa», dice San Agustín) recibe

de Dios no sólo el existir de hecho (acto), sino también el poder existir (potencia).

 

|C3

Por todo esto, creemos también en Jesucristo, Hijo Unigénito de Dios Padre, es decir,

único Señor nuestro.

 

No debemos concebir esta Palabra a imagen de nuestras palabras, que, pronunciadas

por nuestra boca y nuestra voz, vibran en el aire y no duran más que el instante que

suenan. Aquella Palabra, por el contrario, permanece inmutable, pues de ella se dice

cuanto se afirma acerca de la Sabiduría. Permanecienco en sí misma, renueva todas las

cosas. Se llama Palabra del Padre porque el Padre se da a conocer por medio de ella.

Del mismo modo que nuestras palabras tienen por efecto, cuando decimos la verdad,

el manifestar nuestra alma a quien nos escucha, y son signos que revelan los secretos

de nuestro corazón al entendimiento de la otra persona, así aquella Sabiduría que Dios

Padre engendró - puesto que manifiesta la intimidad del Padre a las almas que son

dignas de ello - es llamada muy oportunamente Palabra suya.

 

|p4 Pero entre nuestra intimidad y las palabras con las que nosotros nos esforzamos por

revelarla hay una gran diferencia. Porque nosotros no engendramos las palabras que

resuenan, sino que las producimos. Y para ello utilizamos como materia el cuerpo ya

existente. Sin embargo, hay una gran distancia entre nuestro interior y el cuerpo. Por el

contrario, Dios, al engenderar su Palabra, engendra lo que El mismo es; y no de la nada

ni de ninguna materia ya creada o formada, sino que de El mismo ha engendrado lo que

El mismo es.

 

En efecto, nosotros intentamos hacer lo mismo cuando hablamos - si tomamos

cuidadosamente en consideración el deseo de nuestra voluntad -, pero no cuando

mentimos, sino cuando decimos la verdad. Está claro que pretendemos mostrar nuestra

intimidad - en la medida en que sea posible - a la persona que nos escucha para que

penetre en ella y la conozca íntimamente. Es decir, queremos quedarnos en nosotros

mismos y, al mismo tiempo, sin salir de nosotros, producir un signo capaz de hacernos

conocer por el otro. Y así - en cuanto nos lo permiten nuestras posibilidades -,

queremos producir, partiendo de nuestra intimidad, como otra intimidad por medio de la

cual aquélla se manifiesta <7>.

 

Para conseguir esto nosotros empleamos las palabras, el tono mismo de la voz, las

expresiones de la cara, los gestos, industrias todas que sirven para dejar traslucir lo que

ocurre en nuestro interior. Sin embargo, no somos capaces de producirlo y, por tanto,

la intimidad del que habla no se revela completamente, y de ahí que quede lugar para

la mentira. Pero Dios Padre, que quería y podía revelarse con absoluta verdad a las

almas que habían de conocerle, engendró, para mostrarse a sí mismo, algo que es

idéntico a quien lo engendró. Se le llama también su Poder y Sabiduría, porque el Padre

ha hecho y ordenado todas las cosas por medio de El. Por eso se dice de El que se

extiende con fuerza del uno al otro confín, lo dispone todo con suavidad.

 

<7>San Agustín da aquí un primer esbozo de la que será la explicación clásica de la

teología trinitaria.

 

TERCER ARTICULO: DIOS CREA TODAS LAS COSAS POR MEDIO DE LA

PALABRA. LA PALABRA ES IGUAL AL PADRE

 

|C4

|p5 Por todo ello, el Hijo Unigénito de Dios no ha sido hecho por el Padre, porque, como

dice el evangelista, todas las cosas han sido hechas por El. Ni tampoco ha sido

engendrado en el tiempo, porque Dios, siendo eternamente sabio, tiene siempre consigo

su Sabiduría sempiterna; y tampoco es inferior al Padre, es decir, menor en algo,

porque también dice el Apóstol: Pues El, siendo por su propia existencia de rango divino,

no consideró como precioso tesoro el mantenerse igual a Dios.

 

Esta fe católica excluye también a aquellos que sostienen que el Hijo es la misma

persona que el Padre, porque dicha Palabra no podría estar en Dios si no es en Dios

Padre, y quien está solo no es igual a nadie. Quedan excluídos también los que dicen

que el Hijo es una criatura, aunque diferente de las otras <8>. En efecto, por muy

perfecta que consideren a esa criatura, siempre fue «producida» y «hecha». Porque en

latín «producir» es sinónimo de «crear», si bien el uso del latín permite emplear algunas

veces la palabra «crear» por «engendrar», mientras que en griego se distinguen.

Llamamos criatura a lo que ellos llaman                 , y puesto que queremos hablar sin

equívocos, no diremos crear, sino producir. Si, pues, el Hijo es criatura, por muy

eminente que sea, ha sido hecha. Nosotros, sin embargo, creemos en aquel por quien

se han hecho todas las cosas, no en aquel por quien han sido hechas las demás cosas.

Porque no podemos entender aquí la palabra «todo» sino como todo lo que ha sido

hecho <9>.

 

|p6 Pero, por cuanto la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros, la misma

Sabiduría que ha sido engendrada por Dios se ha dignado ser creada como hombre. Tal

es el sentido del texto: El Señor me ha creado en el principio de sus caminos <10>. En

efecto, el «principio de sus caminos» es la cabeza de la Iglesia, que es Cristo hecho

hombre, por el que se nos ha dado un ejemplo para nuestra vida. Este es el camino

cierto por el que llegamos a Dios.

 

Nosotros no podíamos volver a Dios sino por la humildad porque habíamos caído por

la soberbia, como se dijo a nuestros primeros padres: Probad y seréis como dioses.

Nuestro mismo Redentor se ha dignado mostrar en sí mismo un ejemplo de humildad,

camino por el que habíamos de volver: Pues El no consideró usurpación el ser igual a

Dios, sino que se vació a sí mismo tomando forma de siervo, hasta tal punto que, al

principio de sus caminos, fue creado como hombre el Verbo por el que todas las cosas

han sido hechas. Y por esto, como es Unigénito, no tiene hermanos; pero, en tanto que

es el primogénito, ha querido llamar hermano a todo aquel que, después de El y por su

primacía, renace a la gracia de Dios por la adopción como hijo, como enseña el

mandato apostólico <11>.

 

Luego el Hijo natural es el único que nació de la misma sustancia del Padre, siendo lo

que el Padre es: Dios de Dios, Luz de Luz. Nosotros no somos luz por naturaleza, sino

que somos iluminados por aquella Luz para que podamos brillar por la sabiduría.

Ciertamente, El era la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo.

 

Añadimos a la fe en las realidades eternas el plan salvífico que nuestro Señor se ha

dignado llevar a cabo y otorgarnos por nuestra salvación <12>. Así, en lo que se refiere

a que es el Hijo Unigénito de Dios, no puede decirse que fue, ya no es, y lo será, todavía

no es. Aquél es inmutable, sin condición de tiempo ni variación. Y considero que es ésta

la razón del nombre con que se manifestó a su siervo Moisés. Cuando le pregunta quién

ha de decir que le envía si el pueblo al que se dirige le desprecia, recibe como

respuesta: Yo soy el que es. Y también añade: Y esto derás a los hijos de Israel. El que

es me ha enviado a vosotros <13>.

 

|p7 De donde confió que a las almas espirituales les quede claro que no puede haber

ninguna naturaleza que se oponga a Dios. Pues si aquél es, y la frase anterior puede

decirse propiamente sólo a Dios (porque, en efecto, lo que verdaderamente es

permanece inmutable, pues lo que cambia fue algo que ya no es y será lo que todavía

no es), no hay nada que se oponga a Dios. Si se nos preguntase qué es lo contrario de

lo blanco responderíamos que lo negro. Si se nos preguntase qué es lo contrario de lo

caliente diríamos que lo frío. Si se nos preguntase qué es lo contrario de lo rápico

responderíamos que lo lento. Y lo mismo cualquier cosa parecida. Pero cuando se nos

preguntase lo opuesto de lo que es, correctamente responderíamos que lo que no es.

 

CUARTO ARTICULO: LA ENCARNACION DE LA PALABRA

 

|p8 Puesto que, como ya dije, esta Sabiduría inmutable de Dios ha asumido nuestra

naturaleza mutable a causa del plan salvífico realizado por la Bondad divina en vistas a

nuestra salvación y reparación. añadimos a nuestra fe los acontecimientos de salvación

que se han cumplido en el tiempo por causa de nosotros <14>. Creemos en el Hijo de

Dios, que ha nacido de la Virgen María por obra del Espíritu Santo, creemos que «es»

por el don de Dios, esto es, por el Espíritu Santo, por quien se nos ha concedido tan

gran humildad de tan gran Dios, que se ha dignado asumir un hombre completo en el

seno de una Virgen, habitar en un cuerpo materno intacto y dejarlo intacto al nacer.

 

En contra de este plan salvífico, los herejes han acechado de muchas maneras, pero

quien mantenga la fe católica y crea que un hombre completo fué asumido por el Verbo

de Dios (esto es, cuerpo, alma y espíritu), está suficientemente protegido frente a ellos

<15>. Y puesto que esta asunción se ha realizado para salvarnos, hay que tener cuidado

no sea que al creer que algún elemento de nuestro ser no ha sido comprendido en esa

asunción, creamos que no está destinado a la salvación. Pero, ya que el hombre no

difiere del animal - aparte de la forma de sus miembros, que varía según las distintas

especies de seres vivos -más que por su alma racional, que se llama también espíritu,

¿cómo será sana una fe que cree que la Sabiduría de Dios asumió lo que nosotros

tenemos de común con el animal, pero no aquello que se iluminado por la luz de la

Sabiduría y que es propio del hombre? <16>.

 

|p9 Hay que detestar también a los que niegan que Cristo nuestro Señor haya tenido a

María por madre en la tierra <17>. Porque este plan salvífico ha honrado a los dos

sexos - tanto al masculino como al femenino - y ha demostrado que Dios tiene cuidado

no sólo de quien asumió, sino también de aquella por quien asumió la naturaleza humana,

pues se hizo varón naciendo de una mujer. Y no nos obliga a despreciar a la Madre de

Cristo lo que El dijo: ¿Qué hay entre tú y yo, mujer? Todavía no ha llegado mi hora. Más

bien este texto nos llama la atención para que comprendamos que Jesús, en cuando

Dios, no tiene madre <18>. Pues en ese momento se disponía a manifestar la majestad

de su Persona, al convertir el agua en vino. Sin embargo, cuando fue crucificado, lo fue

en cuanto hombre. Y ésta era la hora que aún no había llegado cuando dijo: ¿Qué hay

entre tú y yo? Todavía no ha llegado mi hora; esto es, aquella en que te reconoceré.

Porque es entonces - como hombre crucificado - cuando reconoce a su madre según

la carne y la encomendó con todo cariño a su discípulo muy amado <19>.

 

No debe preocuparnos el hecho que, cuando le anunciaron que estaban a la puerta su

madre y sus hermanos, respondiera: ¿Quién es mi madre o quiénes son mis hermanos?,

sino que nuestras obligaciones nos enseñan que, si llevamos la palabra de Dios a

nuestros hermanos, no debemos hacer caso a nuestros padres cuando nos lo impiden.

Pero, además, si alguno creyera que El no tenía madre en la tierra porque dijo: ¿Quién

es mi madre?, necesariamente tendrá que negar que los apóstoloes tuvieran padres en

la tierra, por el hecho de que les ordenara: No llaméis padre a nadie sobre la tierra, pues

uno solo es nuestro Padre, que está en los cielos.

 

|p10 No haga vacilar nuestra fe el pensamiento de las entrañas femeninas, como si

hubiera que rechazar para nuestro Creador una generación semejante. Pues sólo

consideran vil esta generación quienes son ellos mismos viles. Porque hasta lo necio de

Dios es más sabio que los hombres, y todo es limpio para los limpios, dice con gran

verdad el Apóstol <20>. Los que piensan así, que consideren los rayos de nuestro sol,

al que no sólo alaban como criatura de Dios, sino que adoran como a Dios. Estos rayos

del son se difunden por todas partes a través de las más fétidas cloacas y los más

horribles lugares, y actúan allí según su naturaleza. Y, sin embargo, no se manchan con

ninguna porquería, aunque la luz visible está casi al mismo nivel de las suciedades

visibles. ¡Cuánto menos se podrá manchar la Palabra de Dios, que ni es corpórea ni

visible, a causa del cuerpo femenino donde asumió una carne humana con alma y

espiritu! La presencia de estos principios vitales no impide a la Majestad del Verbo

habitar en lo más íntimo, aislado de la fragilidad del cuerpo humano. De donde es

manifiesto que de ningún modo pudo mancharse la Palabra de Dios, a causa del cuerpo

humano, que no mancha ni a la misma alma humana. Pues el alma es manchada por el

cuerpo no cuando lo rige o vivifica, sino cuando es vencida por el deseo de sus bienes

mortales. Así, pues, si quieren evitar manchas al alma, que teman más bien estas

mentiras y sacrilegios.

 

<8> El interés de San Agustín se centra en el rechazo del arrianismo extremo. Los

arrianos más extremos, en efecto, afirmaban que el Hijo, o Palabra, era una «criatura»,

      , del Padre, aún concediendo que era la primera de todas las criaturas y la más

noble, muy superior a todas las demás. San Agustín replica que esto es imposible,

porque el evangelio según San Juan nos dice dos cosas (Jn 1,3): primera, que las cosas

han sido hechas por medio de la Palabra, es decir, que la Palabra es el instrumento de

la creación; segunda, que todo lo que ha sido hecho ha sido hecho por medio de la

Palabra. Luego la Palabra misma, puesto que no puede haber sido hecha por medio de

sí misma, porque de otra manera existiría antes de existir, lo que es contradictorio, la

Palabra, decíamos, no ha sido hecha en absoluto, es decir, no es una criatura. Por otro

lado, si la Palabra no es criatura, sino que es «igual al Padre» (Flp 2,6), no puede ser el

Padre, porque de nadie se dice que es «igual a sí mismo». La relación de igualdad

supone, en efecto, dos sujetos distintos que se comparan. Lo mismo afirma el prólogo

del evangelio según San Juan, que Agustín cita claramente, pero que tiene en la mente

cuando nos revela que «en el principio... la Palabra estaba junto a Dios Padre (apud

Deum)», nadie está «junto a» sí mismo.

 

<9> San Agustín juega aquí con dos palabras griegas y dos latinas. En griego existe el

verbo          («engendrar, concebir») mientras que «ser creado» es           (lit., «ser

fundado, ser puesto»), con lo cual entre «ser engendrado» y «ser creado» no hay

posibilidad de confusión. En latín, en cambio, hay cierta equivalencia entre gigni («ser

engendrado») y creari («ser creado»). Para evitar toda duda es mejor emplear el verbo

condi («ser producido», ser establecido») en lugar de creari. Con lo cual, mientras en

griego se dirá que el Hijo es          o         y no        del Padre, en latín se dirá que el Hijo

ha sido genitus non factus vel conditus.

 

<10> El texto de Prov 8,22 había sido uno de los puntos de apoyo de los arrianos,

porque, a primera vista, parecía afirmar que Dios Padre «creó» (       en el griego de la

versión de los LXX) el Hijo al comienzo de sus obras. Pero ya San Atanasio, y con él los

Padres latinos, habían puesto de relieve  que el «creavit»      era sinónimo de «fundavit»

y de «generavit»         y    . San Ambrosio, y después de él San Agustín, señalan otra

posible interpretación: el «creavit» se refiere a ka humanidad de Cristo, y el «comienzo

de sus obras», a la fundación de la Iglesia. San Jerónimo solucionará el problema

demostrando que la palabra originaria - qânâb - tuvo consigo la Sabiduría desde la

eternidad.

 

<11> San Agustín sale al paso también de otra objeción arriana. De Cristo, la

Revelación nos dice que fue «el primogénito de toda criatura» (Col 1,15). Luego, si fue

el «primogénito», quiere decir que fue «engendrado» como las demás criaturas,

argumentaban los arrianos. El Obispo de Hipona les replica subrayando dos cosas: que

el Hijo es «primogénito» en el sentido de «Unigénito», no sólo porque ha sido

«engendrado» antes de las demás cosas, en efecto, han sido hechas por El y en El (Jn

1,3; Col 1,16). En segundo lugar, Cristo es el «primogénito» de todos los que reciben la

filiación adoptiva, por la gracia, porque Dios lo ha establecido, mediante la Encarnación,

Muerte y Resurrección, como «primogénito entre muchos hermanos» (Rom 8,29).

 

<12>El Santo Doctor distingue muy bien y, al mismo tiempo, articula de modo estrecho

la oikonomia (es decir, el plan salvífico que la Providencia divina lleva a cabo) y la

theología (es decir, las verdades eternas e inmutables de Dios). Entre los dos elementos

no hay oposición, porque Dios actúa en base a lo que es y revela su naturaleza en la

historia, pero tampoco hay identidad, porque Dios no se confunde con la historia frente

a la cual mantiene su trascendencia. Lo que permite explicar esta delicada relación entre

la eternidad e inmutabilidad divina, por un lado, y la intervención providencial en el

mundo, por otro, es precisamente el Verbo encarnado, que posee las dos naturalezas,

la eterna y la temporal, la divina y la humana, en la unidad de una sola y perfecta

subsistencia divina. Cristo, en cuanto Verbo encarnado, lleva a cabo el plan de nuestra

salvación y nos revela la intimidad misma de Dios. Por esto, en el Símbolo de la fe, al

hablar de la segunda Persona, se pasa de la consideración de la Trinidad (objeto propio

de la theología) a la consideración de la Encarnación (misterio central de la oikonomia).

 

<13> San Agustín no duda en atribuir a Cristo la propiedad formal de la esencia divina:

el Ser subsistente. Las cosas son temporales; ahora son, pero ya no son lo que fueron

ayer, y todavía no son lo que serán mañana. En cambio, el Hijo, es decir el Verbo,

cuando se manifestó a Moisés en el Sinaí dijo de sí mismo que El es el que «es». Nótese

que el obispo de Hipona, en continuidad con una larga tradición evangélica, atribuye la

revelación en la zarza ardiente al Verbo. Más tarde, en el De Trinitate, aclarará que las

revelaciones del AT deben ser atribuídas a las tres divinas personas al mismo tiempo,

aunque se puedan «apropiar», es decir, resulten más convenientes y más propias, a la

segunda Persona por ser precisamente la Palabra o Verbo del Padre.

 

<14> Terminado, por lo menos en un primer esbozo, el «ciclo» trinitario, San Agustín

pasa a exponer y explicar el «ciclo» cristológico, es decir, la serie de verdades relativas

a Cristo. El enfoque general queda bien delimitado: la encarnación es un «acontecimiento

de salvación», es decir, supone el pecado original y la situación general de alejamiento

de Dios por parte de la humanidad.

 

<15> La terminología agustiniana relativa a la Encarnación no es del todo rigurosa. En

realidad, no se puede decir que Dios «asumió a un hombre perfecto», sino que se tendría

que decir que asumió una «naturaleza humana perfecta» o bien que «fue un hombre

perfecto». En efecto, la expresión «asumió un hombre perfecto» podría hacer pensar en

una unión de tipo accidental o moral entre Dios, por un lado, y un hombre completo,

independiente y subsistente, por otro. Esta fue precisamente la herejía de los

nestorianos, condenada en el Concilio ecuménico de Efeso, en el 431. Pero San Agustín

dista mucho de los nestorianos. Lo que él quiere subrayar es la perfección de la

humanidad asumida por el Verbo: cuerpo, alma, inteligencia, voluntad, facultades. Lo

hace  contra los apolinarios, que sostenían, en cambio, que el Verbo asumió un «cuerpo

humano» sin alma o, al menos, sin inteligencia. En este sentido, el Obispo de Hipona, al

centrarse en el «perfecto», no distingue entre el hombre como persona y el hombre como

especie.

 

<16> El motivo soteriológico de la Encarnmación, desarrollado correctamente, lleva a

admitir que el Verbo asumio una humanidad perfecta. Si Dios, en efecto, quería salvar

a todo el hombre, tenía que asumir todo lo que el hombre es: cuerpo, alma,

entendimiento, voluntad. de otra manera no hubiera salvado al hombre, sino al «animal»

que está en el hombre.

 

<17> San Agustín se refiere aquí a los docetas. estos decían, en efecto, que Jesús,

como hombre, fué hijo de María, pero que Cristo, como  Dios-Hombre, de ninguna

manera se puede decir que fue hijo de María. María sería tan sólo o la madre del

hombre Jesús, que fue «adoptado» o «revestido» de la divinidad (ebionitas, fotinianos,

adopcionistas), o la madre del cuerpo de Cristo (arrianos, apolinaristas). En realidad,

si Jesús es «verdadero hombre», es también verdadero hijo de María; y siendo Jesús

una Persona divina, hay que afirmar que María es verdadera Madre de Dios.

 

<18> En Jesús, Verbo encarnado, se dan dos naturalezas en una sola persona. Luego,

si miramos a la persona, no podemos dudar de que Jesús es hijo de María, porque una

madre es madre de la persona. Pero, si miramos a las naturalezas, Cristo en cuanto

Dios, es decir, en base a su naturaleza divina, no tiene madre, y sí la tiene, en cambio,

en cuanto hombre.

 

<19> Cristo afirma solemnemente que María es su madre en el momento de la Pasión,

precisamente cuando la entrega como madre de los hombres de San Juan. La

maternidad divina de María se transforma de este modo en una maternidad universal:

María es madre de Cristo y de la Iglesia.

 

<20> Los docetas (de la palabra griega       «opinión, apariencia») pensaban que el

cuerpo de Cristo era sólo un cuerpo «aparente», porque consideraban vergonzoso que

Dios hubiera nacido de las entrañas de una mujer. En ellos, en el fondo, dominaba

todavía una visión dualista: la materia era algo malo, y el cuerpo humano un elemento

despreciable que se oponía radicalmente al espíritu. En realidad, contesta San Agustín,

nada de lo que Dios ha creado es malo.

 

QUINTO ARTICULO: MUERTE Y RESURRECCION DE CRISTO

 

|C5

|p11 Pero era poca humillación para nuestro Señor el nacer por nosotros, pues incluso

llegó a dignarse morir por los mortales, se humilló hecho sumiso hasta la muerte y

muerte de cruz, para que ninguno de nosotros, aunque pueda no tener miedo de la

muerte, se horrorice si recibe un género de muerte especialmente ignominioso

establecido por los hombres. Así, pues, creemos en aquel que fue crucificado y

sepultado bajo Poncio Pilato. Era necesario añadir el nombre del juez para dar a

conocer la fecha.

 

Cuando creemos en su sepultura, eso nos trae a la memoria el sepulcro nuevo, que

daría testimonio de que había resucitado a una vida nueva del mismo modo que había

nacido de un seno virginal. Pues así como ningún muerto fue sepultado en aquel

momento ni antes ni después, tampoco ningún mortal fue concebido en aquel seno ni

antes ni después.

 

|p12 Creemos también que resucitó de entre los muertos al tercer día. Primogénito entre

los hermanos que le habían de seguir, a los que llamó a la adopción de hijos de Dios y

se dignó hacerles partícipes y coherederos suyos.

 

SEXTO ARTICULO: LA ASCENSION A LOS CIELOS Y LA GLORIFICACION DE

CRISTO

 

|C6

|p13 Creemos que ha subido a los cielos, lugar de felicidad, que también nos prometió

a nosotros cuando dijo: Serán como ángeles en el cielo en aquella ciudad, que es madre

de todos nosotros. la Jerusalén eterna del cielo. Sin embargo, suele ofender a algunos

gentiles impíos o herejes el que creamos que el cuerpo terreno es llevado al cielo. A

menudo, los gentiles procuran usar contra nosotros los argumentos de los filósofos,

afirmando que es imposible que algo terreno esté en el cielo <21>. Y es que no conocen

nuestras Escrituras ni saben en qué sentido fue dicho: Se siembra un cuerpo animal y

surge un cuerpo espiritual. No se dice que el cuerpo se convierta en espíritu y se haga

espíritu: pues nuestro cuerpo, que llamamos animal, no se ha convertido en alma ni se

ha hecho alma. Por cuerpo animal se entiende que está de tal manera sometido al

espíritu, que es apto para la morada celestial, una vez que haya sido tansformado y que

toda la fragilidad y suciedad terrestres se hayan convertido en la pureza y estabilidad

celestes. Este es el cambio acerca del cual el Apóstol dice: Todos resucitaremos, pero

no todos seremos transformados <22>. Esta transformación no será a peor, sino a

mejor, como nos enseña cuando dice: También nosotros seremos transformados.

 

Pero investigar cómo y de qué manera está en el cielo el cuerpo del Señor es una

curiosidad superflua e inútil; basta con creer que está en el cielo. No es propio de

nuestra fragilidad discutir los secretos del cielo. Por el contrario, sí es propio de nuestra

fe reconocer la dignidad sublime y honrosísima del cuerpo del Señor.

 

<21> La dificultad que los paganos oponen a la Ascensión del señor a los cielos es que

el cuerpo de Cristo, por ser material, debería encontrarse en la parte del mundo

reservada a la materia. La verdad es que el cuerpo glorioso de nuestro Señor es un

cuerpo espiritual, es decir, perfectamente sometido a los movimientos del alma. Así que,

si el alma de Cristo se reunió con Dios Padre obedeciendo a un movimiento de amor, el

cuerpo no hizo más que seguirla. Y sobra decir que, al hablar de «cielo», hay que

renunciar a toda imaginación material y astronómica. El «cielo» es aquí la morada de

Dios, el lugar de su presencia, la visión gloriosa de su esencia.

 

<22> Agustín cita aquí este versículo de la epístola a los Corintios, según la lectura

corriente en el mundo latino y que está apoyada en la serie de códigos de la llamada

«recensión occidental». San Jerónimo mantuvo la misma lectura en la Vulgata. Sin

embargo, los mejores y más numerosos códigos griegos traen una frase algo distinta:

«no todos moriremos (koimethesómetha), pero todos seremos transformados

(allagesómetha). Pero la diferencia es más bien de apariencia si se atiende al sentido.

Ambas expresiones quieren decir que los muertos resucitarán (todos resucitaremos =

Ag: todos seremos «transformados» = gr.) y que no todos recibirán la gloria (no todos

seremos «transformados» en la gloria = Ag.: no todos «moriremos» definitivamente, pero

algunos sí = gr.). Para esclarecer la entrevesada cuestión hay que tener en cuenta que

el verbo allasso puede indicar tanto una transformación cualquiera como la

transformación de la gloria.

 

A LA DERECHA DEL PADRE

 

|C7

|p14 Creemos también que está sentado a la derecha del Padre. No es que haya que

imaginarse al Padre como limitado por una forma humana, de tal modo que aparezcan

ante nosotros una derecha y una izquierda <23>. Y, por lo mismo, tampoco hay que

creer que dobla las rodillas cuando se dice que está sentado. No vayamos a caer en

aquel sacrilegio que execró el Apóstol al condenar a aquellos que cambiaron la gloria del

Dios incorruptible en una semejanza de hombre corruptible. Si ya es sacrílego para un

cristiano colocar tales imágenes de Dios en un templo, mucho más sacrílego será

tenerlas en el corazón donde se halla el verdadero templo de Dios, cuando se encuentra

limpio del error de la concupiscencia terrena. Al decir a la derecha hay que entender lo

siguiente: en la suma felicidad, donde están la justicia, la paz y la alegría. Del mismo

modo se dice que los cabritos son puestos a la izquierda, esto es, en la miseria, llenos

de penas y tormentos por sus pecados. Así, pues, estar sentado, cuando se dice de

Dios, no significa la posición de los miembros, sino la potestad de juzgar que nunca falta

a su majestad, porque siempre otorga a cada uno según sus merecimientos, aunque en

el Juicio Final el Hijo Unigénito de Dios haya de manifestarse con absoluta claridad como

Juez de vivos y muertos.

 

<23> Cuando se dice que Cristo «está sentado a la derecha de Dios Padre», lo que se

quiere decir es que goza de igual dignidad que el Padre. La afirmación de que Cristo

alcanzó esta dignidad equivale a decir que es Rey universal y Juez supremo.

 

SEPTIMO ARTICULO: EL JUICIO FINAL

 

|C8

|p15 Creemos, por último, que vendrá de allí en el tiempo oportuno y juzgará a los vivos

y a los muertos. Con estos nombres puede que quiera indicar a los justos y a los

pecadores, o también que sean llamados vivos los que se encuentren en la tierra, antes

de haber muerto, y muertos por contrario, los que resuciten a su llegada <24>.

 

Este plan de salvación en el tiempo no sólo es, como su generación eterna en tanto que

Dios, sino que también fue y será. En efecto, nuestro Señor estuvo en la tierra, está

ahora en el cielo, y será en la gloria Juez de vivos y muertos. Así, pues, vendrá como

ascendió a los cielos, según lo muestra la autoridad de los Hechos de los Apóstoles. Se

habla también de este plan salvífico en el Apocalipsis, donde está escrito: Esto dice el

que es, fue y será.

 

<24> San Agustín plantea una doble posible interpretación del séptimo artículo del

Símbolo. Los «vivos» y los «muertos» pueden ser, según el sentido espiritual, muy

frecuente en los escritos de San Juan (cf. Jn 5,24; 1 Jn 3,34; 5,12; 5,36; Ap 3,1), los

que siguen a Cristo, que es la vida, o los pecadores. Pero también pueden ser los que

vivirán cuando Cristo viniere por segunda vez, como dice San Pablo: 1 Tes 4,15-17.

 

OCTAVO ARTICULO: EL ESPIRITU SANTO

 

|C9

|p16 Así, pues, anunciada y confiada a nuestra fe la generación divina de nuestro Señor

y su plan de salvación de los hombres, se añade a nuestra confesión, para completar

la fe que tenemos de Dios, el Espíritu Santo de naturaleza no inferior al Padre y al Hijo,

sino, por decirlo así, consustancial y coeterno, porque esa Trinidad es un solo Dios

<25>. No de modo que el Padre sea la misma persona que el Hijo y el Espíritu Santo,

sino que el Padre es el Padre, y el Hijo es el Hijo, y el Espíritu Santo es el Espíritu

Santo, y esa Trinidad es un solo Dios, como está esecrito: Escucha, Israel, el Señor tu

Dios es un solo Dios. Sin embargo, si se nos pregunta sobre cada una de las personas

y se nos dice: El Padre, ¿es Dios? Responderemos: es Dios. Si se nos pregunta si el

Hijo es Dios, responderemos lo mismo. Si tal pregunta fuese acerca del Espíritu Santo,

debemos responder que no es otra cosa que Dios; cuidando sobremanera de no

interpretarlo del modo en que se dijo de los hombres: Sois dioses <26>. en efecto, no

son dioses por naturaleza los que han sido hechos y creados del Padre, por el Hijo,

mediante el don del Espíritu Santo. En efecto, se designa esta misma Trinidad cuando

dice el Apóstol: de El, por El y en El son todas las cosas. Por consiguiente, aunque

respondamos al que nos pregunta sobre cada uno, que es Dios aquel de quien se

pregunta: ya sea el Padre, ya sea el Hijo, ya sea el Espíritu Santo; sin embargo, nadie

pensará que nosotros adoramos a tres dioses.

 

|p17 Y no es sorprendente que se digan estas cosas sobre la naturaleza inefable de

Dios, puesto que incluso en las cosas que vemos con nuestros ojos corporales y que

distinguimos con el sentido corporal sucede algo semejante. Así, pues, al que nos

pregunta sobre la fuente no le podemos contestar que es el río, ni cuando nos preguntan

sobre el río podemos llamarlo fuente; y, a su vez, a la bebida que proviene del río que

mana de la fuente no podemos llamarla ni río ni fuente; sin embargo, acerca de estas

tres cosas hablamos siempre de agua, y cuando se pregunta sobre cada una,

respondemos siempre que es agua. En efecto, si pregunto si el agua está en la fuente,

se responderá que sí; y si preguntamos si el agua está en el río, no se responderá otra

cosa; y acerca de aquella bebida, la respuesta no podrá ser otra; y, sin embargo, no

decimos que sean tres aguas, sino una sola. Ahora bien: se ha de cuidar que nadie

entienda la sustancia inefable de aquella majestad como una fuente visible y corpórea

o como el río o la bebida. Pues respecto a estas cosas sucede que el agua que ahora

está en la fuente, sale al río y no permanece en sí misma, y cuando pasa del río o de

la fuente a la bebida, no permanece allí donde es tomada. Así, pues, puede suceder que

la misma agua se refiera ya al nombre de la fuente, ya al del río, ya al de la bebida;

mientras que en aquella Trinidad ya dijimos que no puede suceder que el Padre sea unas

veces el Hijo y otras el Espíritu Santo <27>. Igual que en un árbol la raíz no es sino la

raíz, y el tronco no es otra cosa que el tronco, ni podemos decir que las ramas son sino

ramas. En efecto, lo que se llama raíz no puede ser llamado tronco ni ramas; ni la

madera que pertenece a la raíz puede estar ahora en la raíz y luego, por algún cambio,

en el tronco, y después en las ramas, sino tan sólo en la raíz; aunque aquella regla del

nombre permanece, de modo que la raíz es madera, el tronco es madera y las ramas

son madera; y, sin embargo, no se dice que sean tres maderas, sino una sola. Pero, a

lo mejor, estas maderas pueden tener alguna diferencia, de tal manera que puede

hablarse de tres maderas distintas, sin que sea un absurdo, a causa de la distinta

consistencia que tienen. En cambio, todos admiten que si de una sola fuente se llenan

tres copas, se puede hablar de tres copas, pero no de tres aguas, sino solamente de

una única agua, aunque, interrogado por separado sobre cada una de las copas,

respondas que en cualquiera de ellas hay agua, a pesar de que no se haya producido

ningún trasvase, como en el ejemplo de la fuente y el río.

 

Pero hemos puesto estos ejemplos materiales no porque tengan semejanza con aquella

naturaleza divina, sino por la unidad de las cosas visibles, para que se comprenda que

puede suceder que tres cosas posean un solo y único nombre no sólo aisladamente,

sino también al mismo tiempo, y también para que nadie se extrañe ni considere absurdo

que llamemos Dios al Padre, Dios al Hijo y Dios al Espíritu Santo y, sin embargo, no

haya tres dioses en esta Trinidad, sino un único Dios y una única sustancia.

 

|p18 Y, más aún, hombres sabios y espirituales trataron del Padre y del Hijo en muchos

libros en los que mostraron a los hombres, en cuanto podían y como podían, que el

Padre y el Hijo no eran una sola persona, sino una sola cosa; e intentaron manifestar qué

es propiamente el Padre y qué el Hijo: en aquél es el que engendra y éste el

engendrado; aquél no proviene del Hijo, éste procede del Padre; aquél es principio de

éste, por lo que se llama cabeza de Cristo, aunque Cristo es también principio, pero no

del Padre; aquél, en verdad, es imagen de éste, en nada desemejante y absolutamente

igual y sin diferencia. Pero esto es tratado más extensamente por quienes quieren

explicar, no tan brevemente como nosotros, toda la profesión de la fe cristiana. Así,

pues, el Hijo, en cuanto es Hijo, ha recibido del Padre el ser, mientras que el Padre no

ha recibido el ser del Hijo; y en cuanto hombre mudable, esto es, en cuanto creatura que

ha de cambiar a mejor, el Hijo recibió el ser del Padre por una misericordia inefable

como una consesión temporal.

 

Acerca del Hijo se encuentran en las Escrituras muchas cosas, dichas de tal manera que

han introducido a error a las mentes impías de los herejes, más deseosos de opinar que

de saber, de modo que pensaban que el Hijo no es igual al Padre ni de la misma

sustancia, apoyados en aquellas frases: El Padre es más grande que Yo y la cabeza de

la mujer es el varón, la cabeza del varón es Cristo, pero la cabeza de Cristo es Dios, y

entonces El mismo estará sometido a aquel que sometió a sí todas las cosas, y Voy a

mi Dios y a nuestro Dios, y algunas otras de esta naturaleza.

 

 

Todo esto no ha sido escrito para significar una desigualdad de naturaleza y de

sustancia, porque no pueden ser falsas aquellas otras frases: El Padre y yo somos una

sola cosa, y El que me ve  a mí, ve al Padre, y el Verbo era Dios; el Hijo no ha sido

hecho, puesto que todas las cosas han sido hechas por El mismo, y no tuvo por

usurpación ser igual a Dios, y otros dichos semejantes.

 

Aquellas versiones han sido escritas, más bien, en parte refiriéndose a las operaciones

de la naturaleza asumida, y así se dice que se anonadó a sí mismo, no porque la

Sabiduría haya sufrido una transformación, puesto que es completamente inmutable,

sino porque quiso manifestarse a los hombres de modo tan humilde; en parte, como

digo, han sido escritas refiriéndose a las operaciones de la naturaleza humana aquellas

expresiones que los herejes interpretan calumniosamente; y en parte porque el Hijo debe

al Padre lo que es, incluso el hecho de ser igual y lo mismo que el Padre; El Padre, en

cambio, no debe a nadie lo que es <28>.

 

|p19 Por otro lado, los doctos y grandes tratadistas de las divinas Escrituras aún no han

debatido acerca del Espíritu Santo tan extensa y diligentemente que pueda ser

comprendido con facilidad lo que es propio de El. Por tanto, de El podemos decir que

no es ni el Hijo ni el Padre, sino solamente el Espíritu Santo. Pero ellos proclaman que

es un don de Dios para que no creamos que Dios da un don inferior a sí mismo.

Proclaman también que el Espíritu Santo no ha sido engendrado del Padre como del

Hijo, pues Cristo es, en efecto, único; ni procede del Hijo, como si fuera nieto del Padre

supremo; pero lo que es no lo debe a nadie sino al Padre, de quien provienen todas las

cosas, para no establecer dos principios sin principio, cosa que es totalmente falsa y

absurda y que no es propia de la fe católica, sino del error de ciertos herejes <29>.

Otros, por su parte, han llegado a creer que el Espíritu Santo es la misma comunión y,

por decirlo así, deidad del Padre y del Hijo, a la que los griegos llaman        ; y así como

el Padre es Dios y el Hijo es Dios, la misma divinidad por la que están unidos, uno

engendrando al Hijo y el otro estando unido al Padre, iguala al engendrado con aquel que

le engendra; y esta divinidad, que quieren que sea concebida como amor y caridad

mutuos, dicen que se llamó Espíritu Santo. Defienden esta opinión con muchos

documentos de las Escrituras, por ejemplo, con aquel texto que dice: porque la caridad

de Dios ha sido derramada en muchos corazones por medio del Espíritu Santo, que nos

ha sido dado, o bien con otros testimonios semejantes; y por el mismo hecho de que nos

reconciliemos con Dios por medio del Espíritu Santo (por lo que también es llamado don

de Dios), piensan que es bastante claro que el Espíritu Santo es el amor de Dios, pues

no nos reconciliamos con Dios sino por el amor, por el que también somos llamados

hijos, de modo que ya no estamos bajo el temor como los esclavos, porque el amor

consumado aleja el temor, y recibimos el espíritu de libertad por el cual clamamos

¡Abba! ¡Padre! Y como, una vez reconciliados y llamados a la amistad por el amor,

podremos conocer todos los secretos de Dios, por esto se dice del Espíritu Santo: El

os conducirá a toda verdad. Y por esto, la seguridad para predicar la verdad, de la que

los apóstoles se llenaron con su llegada, es atribuída con razón al amor, porque la

inseguridad se añade al temor, al que excluye la perfección del amor. Por eso también

se llama don de Dios, porque nadie goza de aquello que conoce a no ser que también

lo ame. Pero gozar de la sabiduría de Dios no es otra cosa que estar unido a El por el

amor, y nadie permanece en aquello que percibe sino por el amor, y por esto el Espíritu

se llama Santo, porque todo lo que es ratificado, es ratificado de modo permanente, y

no hay duda de que la palabra santidad proviene de ratificar <30>. Pero los defensores

de esta opinión se sirven sobre todo de este testimonio escrito: lo que ha nacido de la

carne, carne es; y lo que ha nacido del espíritu, espíritu es, porque Dios es Espíritu.

Aquí se habla, en efecto, de nuestra regeneración, pero no de la carne según Adán, sino

del Espíritu Santo según Cristo.

 

Por todo lo cual, ellos señalan que si en este texto se hace mención del Espíritu Santo

al decir que Dios es Espíritu, no se ha dicho que el Espíritu es Dios, sino que Dios es

Espíritu, dando a entender con esta palabra que se llama Dios a la misma deidad del

Padre y del Hijo, que es el Espíritu Santo. A esto se añade otro testimonio por el que

el apóstol Juan dice que Dios es amor. En efecto, tampoco dice aquí: el amor es Dios,

sino Dios es amor, para que la misma deidad sea entendida como amor <31>.

 

El hecho de que en aquella enumeración de cosas conexas entre sí, cuando dice: todas

las cosas son vuestras, pero vosotros sois de Cristo y Cristo de Dios, y: la cabeza de

la mujer es el varón, y la cabeza del varón, Cristo, pero la cabeza de Cristo es Dios, no

se hace ninguna mención del Espíritu Santo, dicen que es debido a que la misma causa

de la conexión no puede ser enumerada en la serie de cosas conexas. Por consiguiente,

los que leen con mucha atención, creen reconocer a la misma Trinidad también en aquel

texto donde se dice: porque de El y por El y en El son todas las cosas. De El, como de

aquel que no debe a nadie lo que es; por El, como por el mediador; en El, como en

aquel que contiene, esto es, que junta con unión copulativa.

 

|p20 Contradicen esta opinión los que creen que esa comunión que llamamos deidad o

 

amor o caridad, no es una sustancia; al contrario, quieren que el Espíritu Santo les sea

explicado según una sustancia, sin entender que no hubiera podido decirse de otro modo

Dios es amor si el amor no fuese sustancia. En realidad, se guían por la condición de

las cosas temporales; porque cuando dos cuerpos se unen en cópula, de manera que

están yuxtapuestos mutuamente, la misma copulación no es el cuerpo, puesto que,

separados los cuerpos que habían estado copulados, no queda cópula alguna ni hay que

entenderla como si se hubiese ido o emigrado, como los mismos cuerpos. Que éstos

limpien su corazón cuando puedan para poder ver que en la sustancia de Dios no se da

que allí una cosa sea la sustancia, otra lo que se añade a la sustancia sin ser sustancia;

sino que todo lo que  allí puede entenderse es sustancia. Todo esto fácilmente puede

decirse que es verdadero, y puede ser creído; en cambio, no pueden contemplarlo en

absoluto como no vivan con purezas de corazón.

 

En consecuencia, tanto si esta opinión es verdadera como si la verdad es distinta, se ha

de tener una fe inquebrantable, de modo que llamamos Dios al Padre, Dios al Hijo y Dios

al Espíritu Santo; y no digamos que hay tres dioses, sino que esta Trinidad es un único

Dios y que no son distintos según la naturaleza, sino que tienen la misma sustancia; y

no digamos que el Padre unas veces es el Hijo y otras el Espíritu Santo, sino que el

Padre siempre es Padre, y el Hijo siempre es Hijo, y el Espíritu Santo siempre es

Espíritu Santo. Y no afirmemos a la ligera algo sobre las cosas invisibles como

sabedores, sino como creyentes, porque no se pueden ver sino con un corazón

purificado., Y el que ve estas verdades en esta vida, parcialmente y en enigma, como

se ha dicho, no puede lograr que las vea también la persona con quien habla si está

frenada por la impureza del corazón. Bienaventurados, en cambio, los limpios de

corazón, porque ellos verán a Dios. Esta es la fe sobre Dios Creador y Salvador

nuestro.

 

|p21 Pero, puesto que no sólo nos ha sido exigido el amor a Dios cuando se ha dicho:

amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente, sino

también al prójimo, pues dice: amarás a tu prójimo como a ti mismo; si esta fe no

comprende la reunión y sociedad de los hombres en la que actúa la caridad fraterna, es

poco fructífera.

 

<25> En el tema de la fe en la Trinidad, lo primero que ha de ser creído, es la perfecta

consustancialidad entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. San Agustín elimina, por

tanto, el primer peligro: el subordinacionismo. Porque los subordinacionistas entienden

que las tres Personas divinas están escalonadas según un orden de perfección. El Padre

es para ellos el más perfecto, porque es «principio sin principio»; el Hijo viene en seguida

después, porque es «primogénito» y «principio de un solo principio»; el Espíritu Santo, por

fin, está por encima de las creaturas, pero tiene su principio del Padre por medio del

Hijo, con lo cual no es principio sin principio. El error subordinacionista, llevado a sus

últimas consecuencias, había provocado la herejía de los macedonianos (seguidores de

Macedonio), que afirmaban que el Espíritu Santo era una criatura no consustancial ni

coeterna con el Padre y el Hijo. El primer Concilio ecuménico de Constantinopla había

rechazado esta doctrina afirmando que el Espíritu Santo «recibe una misma adoración

y gloria» con el Padre y el Hijo. Cf. nota 11 de la Introducción.

 

<26> San Agustín señala que la verdadera doctrina acerca de la Trinidad se aleja de

dos errores opuestos. Por un lado, el Hijo y el Espíritu Santo no son una sola Persona,

sino un único Dios. Con esto se opone al llamado «modalismo» (Padre, Hijo y Espíritu

Santo serían tres «modos» de manifestarse de Dios) o «sabelianismo» (Sabelio fue un

destacado defensor de esta herejía). Por otro lado, el Hijo y el Espíritu Santo son

verdaderamente Dios, y no son «dios» así como se dice de un hombre que posee la

gracia habitual: son Dios por esencia y no por participación. Mas aún: no son «otros»

dioses, sino el mismo y único Dios. Cf nota 10 de la Introducción.

 

<27> Las comparaciones que San Agustín utiliza no pueden ser tomadas demasiado a

la letra. Nos ayudan a comprender que la unidad entre el Padre, el Hijo y el Espíritu

Santo es una unidad profundísima: una unidad que ha de ser llamada sustancial y

numérica. Así como una sola e idéntica es el agua que mana de una fuente, corre en un

río y se recoge en un vaso como bebida. Pero mientras la misma agua está en la fuente,

en el río y el vaso sucesivamente, es decir, en tiempos distintos, Padre, Hijo y Espíritu

Santo son Dios al mismo tiempo y co-eternamente. Nosotros, en efecto, sólo podemos

describir una unidad entre sujetos realmente distintos si estos sujetos participan o

poseen la misma naturaleza y si son tres situaciones sucesivas de la misma sustancia.

Un ejemplo de lo primero es el tronco, la raíz y las ramas de un árbol (que son todos de

madera y forman un solo árbol); un ejemplo de lo segundo es el agua, que brota de un

manantial, corre como río y termina en una copa. Pero nada de esto se puede dar en

Dios, porque en El no hay partes que se unen en un todo ni hay partes sucesivas. El

Padre es perfecto Dios y es todo Dios, así el Hijo y así el Espíritu Santo.

 

<28> San Agustín señala con acierto cuál es el único elemento que nos permite

distinguir el Padre del Hijo, y los dos del Espíritu Santo. Son las relaciones de oposición

que derivan de las procesiones de origen. El Padre no es el Hijo únicamente porque el

Hijo «es engendrado» por el Padre, y el Espíritu Santo no es el Padre ni el Hijo porque

es «expirado» por los dos. Asimismo, el Espíritu Santo, aun procediendo «del Padre», no

es el Hijo, porque el Hijo procede como «engendrado» y el Espíritu Santo procede como

«don».

 

<29> No sabemos quiénes son estos «ciertos herejes»: cabe pensar, en general, en

algunas desviaciones di-teístas, que afirmaban que el Espíritu Santo tenía dos principios

distintos: el Padre y el Hijo. La verdadera doctrina, en cambio, siempre afirmó que el

Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo como de un único principio.

 

<30> Juego de palabras entre sanctum («santo») y sancitum («ratificado»).

 

<31> En la presente exposición del misterio de la Santísima Trinidad, San Agustín se

apoya en los tres conceptos de Padre, Hijo y Amor, utilizando para la tercera Persona

los tres nombres: Espíritu Santo, Don y Amor. Más tarde, el Obispo de Hipona

perfeccionará su teología trinitaria y hablará, por un lado, de las operaciones inmanentes

de la criatura racional (Ser, entender y vivir: De Trin., VI 10,11; Memoria, entendimiento

y voluntad: De Trin., X 11,17; Mente, conocimiento y amor: De trin., IX 2,2), y por otro

lado, del lazo que une el sujeto que ama con el objeto amado (el amante, lo amado y el

amor: De Trin., XV 1,5). En nuestro texto, la exposición queda todavía una especie de

tanteo. De todos modos, San Agustín no deja de tener preciosas intuiciones. En primer

lugar, queda muy claro que el Espíritu Santo une al Padre y al Hijo con un vínculo

sustancial que coincide con la misma deidad (la        de los griegos); luego, que el

Espíritu Santo es un vínculo de amor, y, en tercer lugar, que es Amor subsistente. El

enfoque agustiniano tiene la ventaja de presentarnos la procesión de origen del Espíritu

Santo de modo muy sencillo y muy connatural con nuestra experiencia psicológica. Pero,

vale la pena señalarlo, oculta un peligro, porque parece que el amor del Padre al Hijo y

el amor de Hijo al Padre no constituyen una única operación, sino dos distintas, cuando,

en cambio, la expiración de la tercera Persona es una u única.

 

NOVENO ARTICULO: LA IGLESIA CATOLICA

 

|C10 Creemos también en la Santa Iglesia, que, por cierto, es la católica. Pues también

los herejes y los cismáticos llaman iglesias a sus congregaciones. Pero los herejes,

creyendo cosas falsas acerca de Dios, violan la misma fe; los cismáticos, por sus

separaciones inicuas, rompen con la caridad fraterna, aunque creen lo que nosotros

también creemos. Por lo cual, los herejes no pertenecen a la Iglesia católica, ya que

ama a Dios, ni tampoco los cismáticos, porque también ama al prójimo.

 

Y, por tanto, la Iglesia perdona con facilidad los pecados del prójimo, porque pide que

le perdone sus pecados aquel que nos reconcilió consigo borrando todos los pecados

pasados y llamándonos a una nueva vida. Y hasta que no alcancemos esta vida perfecta

no podemos estar sin pecados; por esto es interesante saber cuáles son.

 

DECIMO ARTICULO: LA REMISION DE LOS PECADOS

 

|p22 Pero ahora no es el momento de tratar de la diferencia de los pecados, sino que

se ha de creer sin vacilación que de ningún modo se nos perdonará lo que pecamos si

somos inflexibles a la hora de perdonar los pecados. Así, pues, creemos también en la

remisión de los pecados.

 

UNDECIMO Y DUODECIMO ARTICULOS: LA RESURRECCION DE LA CARNE Y LA

VIDA ETERNA

 

|p23 Y como son tres los elementos de los que el hombre está constituído: espíritu,

alma y cuerpo (que a veces se nombran como dos, porque, a menudo, el alma es

nombrada juntamente con el espíritu; y, en efecto, la parte racional del alma, que los

animales no poseen, se llama espíritu), así lo propio y principal de nosotros es el

espíritu; luego, la vida por la que somos unidos al cuerpo se llama alma, y, finalmente,

el mismo cuerpo es la parte más íntima de nosotros, porque es visible <32>.

 

Pero toda esta creatura gime y sufre dolores de parto hasta ahora. El espíritu, sin

embargo, ha dado las primicias porque creyó en Dios y es ya espíritu de buena voluntad.

Este espíritu es llamado también mente, acerca de quien dice el Apóstol: con mi mente

sirvo a la ley de Dios. Igualmente dice en otro lugar: tengo a Dios como testigo, al cual

sirvo en mi espíritu. El alma, en cambio, cuando todavía desea los bienes carnales y

resiste al espíritu, es llamada carne no por naturaleza, sino por el hábito de los pecados.

De donde se dice: Con mi mente sirvo a la Ley de Dios, pero por la carne a la ley del

pecado. Este hábito se ha transformado en naturaleza según la generación mortal por

el pecado del primer hombre. Y por esto se ha escrito: también en otro tiempo fuimos

por naturaleza hijos de la ira, esto es, del castigo por el cual se ha hecho que sirvamos

a la ley del pecado. La naturaleza del alma es perfecta cuando está sometida al espíritu

y cuando le sigue en su seguimiento de Dios. Por esto, el hombre animal no percibe las

cosas que son propias del espíritu de Dios.

 

Pero, por otro lado, el alma no se somete tan pronto al espíritu para hacer las buenas

obras, como el espíritu a Dios para la verdadera fe y la buena voluntad, sino que, a

veces, su impulso se demora más porque corre hacia lo carnal y temporal. Pero puesto

que ella misma es purificada recobrando la firmeza de su naturaleza por el dominio del

espíritu - que es su cabeza, cuya cabeza, a su vez, es Cristo -, no hemos de

desesperar de que también el cuerpo sea devuelto a su propia naturaleza. Pero no

ciertamente con tanta rapidez como el alma, así como tampoco el alma tan rápidamente

como el espíritu, sino en el momento oportuno, con la última trompeta, cuando los

muertos resucitarán incorruptibles y nosotros seremos transformados <33>.

 

Y, por esto, creemos también en la resurección de la carne, no sólo porque es renovada

el alma que ahora es llamada carne a causa de las inclinaciones carnales, sino que

también lo será esta carne visible, que es carne por naturaleza - cuyo nombre se aplica

al alma no por su naturaleza, sino a causa de las inclinaciones carnales -. Por

consiguiente, debemos creer sin duda que este cuerpo visible, que propiamente es

llamado carne, resucitará <34>. En efecto, el apóstol Pablo parece casi señalarlo con

el dedo, cuando dice: es necesario que esto corruptible se vista de incorrupción, pues

cuando dice esto casi  dirige el dedo hacia el cuerpo, porque lo visible puede ser

señalado con el dedo. Aunque también el alma se puede llamar corruptible, pues ella

misma está corrompida por los vicios de las costumbres. Y cuando se lee que este

mortal se viste de imortalidad, designa la misma carne visible, porque por decirlo así,

el dedo está extendido continuamente hacia ella. En efecto, así como el alma es

corruptible a causa de los vicios de las costrumbres, así también puede llamarse mortal.

La muerte del alma es apostatar de Dios: éste fue su primer pecado en el paraíso,

como está descrito en las Sagradas Escrituras.

 

|p24 Así, pues, según la fe cristiana, que no puede engañar, el cuerpo resucitará. A

quien esto le parezca increíble es porque mira sólo a cómo es la carne ahora, pero no

considera cómo será: pues en el tiempo de la transformación angélica, ya no será carne

y sangre, sino solamente cuerpo.

 

En efecto, cuando el Apóstol habla de la carne dice: una es la carne del ganado, otra

la de los pájaros, otra la de los peces, otra la de las serpientes, y hay cuerpos celestes

y cuerpos terrestres; no dijo: y una carne celeste, sino que dijo: y hay cuerpos celestes

y cuerpos terrestres. Pues toda carne es también cuerpo, pero no todo cuerpo es

también carne: y ello primero en las cosas terrestres, porque la madera es un cuerpo,

pero no es carne, mientras que el cuerpo del hombre y del animal son también carne;

en las cosas celestes, en cambio, no hay ninguna carne, sino cuerpos simples y

luminosos, que el Apóstol llama espiriturales y algunos llaman etéreos. Por esto, no

contradice a la resurrección de la carne aquello que dice: la carne y la sangre no

poseerán el reino de Dios, sino que proclama cómo será lo que ahora es carne y sangre.

 

Los que no creen que esta carne puede ser transformada en tal naturaleza han de ser

llevados a la fe paso a paso. Pues si les preguntas si la tierra puede convertirse en

agua, no les parece increíble a causa de la proximidad. Si de nuevo les preguntas si el

agua puede convertirse en aire, responderán que esto tampoco es absurdo, pues están

próximos. Y si les preguntas si el aire puede convertirse en un cuerpo etéreo, esto es,

celeste, ya les persuadirá la misma proximidad. Por consiguiente, tu oyente admite que

paso a paso se puede conseguir que la tierra se convierta en un cuerpo etéreo. ¿Por

qué, entonces, no cree que  con la intervención de la voluntad de Dios - por la que el

cuerpo humano pudo andar sobre las aguas -, esto puede ser hecho muy rápidamente,

como se ha dicho, en un abrir y cerrar de ojos, sin pasos semejantes, tal como el humo

generalmente se convierte en llama con una rapidez asombrosa? Por un lado, nuestra

carne proviene ciertamente de la tierra; por otro lado, los filósofos, con cuyos

argumentos se rechaza muy a menudo la resurrección de la carne, pues afirman que

ningún cuerpo terrestre puede estar en el cielo, admiten, sin embargo, que cualquier

cuerpo puede convertirse en otro cuerpo <35>.

 

Hecha esta resurrección del cuerpo, y librados de la condición temporal, gozaremos de

la vida eterna en un amor inefable y una estabilidad sin corrupción. entonces se realizará

aquello que ha sido escrito: la muerte ha sido absorbida por la victoria. ¿Dónde está, oh

muerte, tu aguijón? ¿Dónde está, oh muerte, tu poder?

 

|p25 Esta es la fe que debe resumirse en pocas palabras y que se entrega a los nuevos

cristianos en el Símbolo. Estas pocas palabras son conocidas por los fieles para que,

creyendo, se sometan a Dios; sometidos, vivan rectamente; viviendo rectamente,

purifiquen su corazón; y purificando su corazón, comprendan lo que creen.

 

<32> San Agustín vacila entre una concepción antropológica tripartita, de proveniencia

platónico-estoica, y una tripartita de culto aristotélico. Para los representantes de la

primera opinión, el hombre está construido por tres elementos: el cuerpo, el alma, (que

es aquí el principio formal de la vida y de la sensibilidad) y el espíritu (    o alma racional,

propia del hombre que, para los estoicos, es una parte del        o     ; cósmico). Para

los aristotélicos, en cambio, el     (o espíritu, o alma racional) es ya directamente la

forma sustancial del cuerpo, sin necesidad de una forma intermedia (     o alma sensible

y vegetativa). Los pensadores cristianos, desde Orígenes hasta la escolástica, han

apoyado una u otra concepción, según les parecía más conforme con la Revelación. Al

final, en la escolástica, y sobre todo con Santo Tomás, acabó por imponerse la

antropología de Aristóteles, ampliada y perfeccionada, que también el Magisterio aprobó

y sancionó, en la versión tomista, en el Concilio IV de Letrán y en el de Vienne. Pero,

sea cual fuere la visión antropológica seguida, lo importante es que San Agustín defiende

dos nociones: en primer lugar, la individualidad, personalidad e inmortalidad del   

humano, y, en segundo lugar, que el pecado original ha producido un desorden en el

hombre, haciendo que el alma sensible y vegetativa se levante contra el espíritu. De aquí

que se entienda el porqué San Pablo habla de hombres espiriturales (            ) y de

hombres «animales» (       ; cf., 1 Cor 2,14-15) conmo de algo opuesto y en lucha entre

sí, y como también describe la lucha que ve en sí mismo (Rom 7,20) diciendo que «con

la mente» vot sirve a la Ley de Dios y con la «carne» sirve a la ley del pecado.

 

<33> Así como el desorden producido por el pecado original alejó el alma sensible del

espíritu, haciendo que se adhiriera al cuerpo, así la reparación de Cristo, que atrae

hacia sí al espíritu, hará que antes el alma y el cuerpo sean dóciles a los dictados de la

mente. Esta es la última explicación de la resurección. El espíritu humano, en efecto, no

resucita, porque es inmortal. Si resucitan, en cambio, el alma y el cuerpo, porque tienden

a reunirse con Dios a través del espíritu.

 

<34> San Agustín identifica, empleando la terminología de la Sagrada Escritura, los

términos «cuerpo» (      ) y «carne» (    ) y extiende la noción de carne también al alma

sensible. Con lo cual nos dice que mientras antes del pecado original, por un don divino,

el espíritu comunicaba su inmortalidad al alma y a la carne, ahora, en cambio, por el

desorden del pecado, la carne ha comunicado su corruptibilidad al alma (pero no al

espíritu). Por esto se puede hablar, sin diferencia, de la «resurección de la carne», de

la «resurección de los cuerpos» y de la «resurección de los muertos». Pero más adelante

señalará un matiz muy importante: mientras «carne» indica la materia del cuerpo humano

y de los cuerpos animales, la palabra «cuerpo» es más general, porque puede referirse

a materiales que no son carnales. Estas vacilaciones terminológicas, que llevan consigo

también cierta falta de claridad en los conceptos, se disiparon cuando Santo Tomás

aclaró que la forma sustancial (alma) no admite otras formas sustanciales: el alma

sensible en el hombre no existe, su alma racional desarrolla también laa funciones de la

sensible.

 

<35> La idea central de San Agustín en este apartado de su explicación, que resulta un

tanto confuso, en que nuestro cuerpo, en la resureccion final, será transformado. Ya no

será «carne» y «sangre» sino sencillamente un «cuerpo», porque San Pablo dice que la

carne y la sangre no poseerán el reino de Dios. Esa manifestación,añade el Obispo de

Hipona, no es increíble, porque nosotros podemos ver cómo los cuerpos materiales (la

«tierra») se convierten gradualmente en etéreos. El razonamiento de San Agustín nos

llevaría en forma lógica, sin embargo, a pensar que en la resurección nuestro cuerpo se

transformaría en un cuerpo etéreo o celestial. Esto es falso y deriva de una

interpretación demasiado estricta del texto de 1 Cor 15,50. El mismo San Agustín se dió

cuenta de ello y en las Revisiones así lo explicó (1,17): «Todo el que tome el texto de

San Pablo en el sentido de que el cuerpo terreno, que ahora poseemos, se

transformará, cuando la resurrección, en un cuerpo celestial, de tal modo que existirán

ya ni estos miembros ni la sustancia de la carne, debe ser corregido sin vacilación. Se

le debe recordar el cuerpo del Señor que apareció, después de la resurección, con sus

propios miembros y que no sólo pudo ser visto, sino también tocado con mano; hasta

el punto que El mismo afirmó que tenía carne, al decir: tocad y ved, porque un espíritu

no tiene carne y huesos, como veis que tengo yo (Lc 24, 39). Por tanto, es seguro que

el Apóstol no negó que la sustancia de la carne pudiera entrar en el reino de Dios, sino

que o dió el nombre de `carne y sangre' a los hombres que viven según la carne, o bien

llamó así la corrupción de la carne, que desaparecerá totalmente en aquel día. Porque

al decir la carne y la sangre no poseerán el reino de Dios (1 Cor 15,50) se entiende muy

bien que añadiera inmediatamente, casi para explicar tal afirmación, ni la corrupción

poseerá la incorruptibilidad.