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La autoformación y el amor como motivación fundamental
Fuente: Instituto Sacerdos
Autor: Instituto Sacerdos
Formación como autoformación
Como vimos antes, el principal responsable de la formación es el mismo formando.
Se requiere, el apoyo y la guía de unos colaboradores, e incluso la ayuda de un
ambiente formativo. Pero es necesario afirmar que el proceso de formación es,
ante todo, un proceso de autoformación; más aún, que no hay verdadera
formación si no hay autoformación, es decir, si no se logra que el formando
trabaje en primera persona por su propia formación, movido por hondas
convicciones y con una clara actitud de sinceridad.
Posiblemente no sería difícil encontrar un amplio consenso sobre este punto.
Pero tal vez, aunque se suele dar por supuesto, no siempre se reflexiona
suficientemente sobre su importancia ni se sacan adecuadamente sus consecuencias
prácticas. Y sin embargo, es tal su incidencia sobre los resultados de la
formación, que podemos considerarlo un principio fundamental de la formación
sacerdotal.
El descuido de este principio puede llevar a un tremendo y rotundo engaño.
Quizás en el seminario no se presentan problemas especiales; los seminaristas
siguen con regularidad los horarios establecidos; los estudiantes toman apuntes
en las clases... Todo esto es muy bueno, y puede ser signo de que las cosas
marchan. Pero no basta. Hay que preguntarse, más allá de las apariencias: estos
seminaristas que cumplen sus deberes, asisten a misa y van sacando sus estudios,
¿se están, de verdad, formando?; ¿hacen todo eso porque están convencidos de
ello, o porque les están mirando?; ¿ponen en ello de verdad todo cuanto pueden,
o simplemente van tirando? Sólo cuando estemos seguros de que nuestros jóvenes
viven todo lo que les propone el centro de formación porque quieren formarse y
veamos que, con todas sus deficiencias normales, se esfuerzan sinceramente por
hacerlo lo mejor posible, podemos estar seguros de que nuestra labor formativa
está cumpliendo su objetivo.
Descuidar el principio de la autoformación es poner en serio peligro la
perseverancia futura de los candidatos al sacerdocio. Sin ella el seminario se
convierte en un terreno baldío, o, si hay un ambiente sano, en un invernadero.
La formación se reduce a un ficticio ambientalismo, en el que el seminarista
vive la disciplina, el estudio, el trabajo, la oración e incluso el apostolado,
arrastrado por la corriente y guiado por un horario de rutina. Al salir del
invernadero, desprovisto de auténticas convicciones hechas vida, corre el serio
riesgo de marchitarse al primer calor o en el primer invierno.
·
Autoconvicción
La autoformación implica, ante todo, la autoconvicción. El seminarista
debe querer formarse. Es necesario que quiera ser hombre de Dios, santo,
virtuoso; y por ello, quiera orar profundamente, vivir la vida de gracia, vencer
su egoísmo. Hay que lograr que desee firmemente ser un sacerdote preparado lo
mejor posible en el campo intelectual; y que por ello quiera estudiar, asimilar
todas las materias, ampliar su cultura. Es preciso que anhele ser un verdadero
apóstol, y por tanto aprovechar todo lo que favorece su formación pastoral. Debe
estar convencido de que tiene que modelar también su personalidad humana en
orden a su misión sacerdotal.
Esa convicción podrá echar raíces únicamente en una firme opción fundamental.
Opción, desde luego y ante todo, por Cristo; pero también una decisión
fundamental de corresponder a su llamada al sacerdocio.
Algunos seminaristas se pasan años sin definir claramente su opción por Cristo y
por su vocación, y van arrastrándola como si se tratara de un fardo incómodo que
les impide llenar sus más secretas aspiraciones. Con esta situación interior no
se puede realizar ningún trabajo constructivo. Sí, es lógico que haya un período
inicial en el que se medita delante de Dios la existencia o no de la vocación;
la firmeza en la decisión será un fruto, uno de los principales frutos, de sus
años de formación. Sin embargo, cuanto más decidido se encuentre en ella desde
el inicio, más sólido será su deseo de formarse. Por el contrario, vivir todo el
período de su formación para el sacerdocio en estado de indecisión implica un
grave peligro para la perseverancia en la vocación, e impide el progreso
efectivo en la propia formación.
Por ello, es labor prioritaria ayudarles a esclarecer ese punto y amar
profundamente su vocación sacerdotal: que la valoren como un don maravilloso del
amor de Jesucristo, que se entusiasmen sabiéndose elegidos, que vibren ante la
perspectiva de una vida entregada a Dios y a los hermanos, como sacerdotes de la
Iglesia católica. Habrá que echar mano de retiros, conferencias, homilías,
orientaciones personales... todo lo que ayude para conocer la belleza de la
vocación y avivar la conciencia de la responsabilidad de corresponder a la
llamada divina.
La profundización en la aceptación amorosa de la vocación sacerdotal llevará a
la necesaria estabilidad vocacional. Una estabilidad, sin embargo, que
hay que defender y apoyar constantemente. En efecto, no es del todo infrecuente
el caso de quien, aun después de haber tomado una decisión vocacional y haberse
entusiasmado sinceramente por ella, vuelve una y otra vez a ponerla en
entredicho. Un temperamento caviloso o inestable, o quizá la falta de
generosidad ante las dificultades, llevan a algunos a volver a plantearse el
tema de la vocación cada vez que se presenta un problema en cualquier campo:
obediencia, relaciones humanas, castidad, estudios... Es preciso, por tanto,
ayudar al formando a comprender «que los dones y la vocación de Dios son
irrevocables» (Rm 11,29), y que por lo tanto el tema de la vocación debe llegar
a ser para él algo "no negociable". Cuando se presenten problemas de cualquier
índole, es necesario ayudarle a distinguir entre "dificultad" y "falta de
vocación"; que entienda que tener dificultades en la obediencia, en la castidad,
en el estudio, en la vida de oración, en la fe, etc., no significa
necesariamente que Dios no le llama al sacerdocio. Generalmente se tratará de
obstáculos normales, que deben ser superados con esfuerzo generoso y paciente, y
que pueden incluso ayudar a que se refuerce el amor a Cristo y a la vocación.
·
Autoconocimiento
El candidato al sacerdocio que de veras quiere formarse, percibirá la necesidad
de conocerse bien a sí mismo. No se puede comenzar a trabajar en forma alocada y
ciega. Se requiere un conocimiento del fin y de la base de donde se parte para
conseguirlo. El fin está marcado por la identidad del sacerdocio católico. Pero
el punto de partida y la base sobre la que se ha de construir la personalidad
sacerdotal son propios de cada uno y su conocimiento requiere una seria labor de
introspección. Entran en juego aquí los dos primeros elementos de la conocida
tríada: Conócete, acéptate, supérate.
Ante todo, conocerse. Un conocimiento integral: temperamento, cualidades y
defectos, sensibilidad espiritual, capacidad intelectual, virtudes y vicios...
Un conocimiento profundo de sí mismo no se logra en un día, sino a lo largo de
todo el período formativo, y hasta durante toda la vida. Pero hay que enseñar al
formando, desde su entrada al centro de formación, a iniciar ese trabajo de
análisis de sí mismo. La reflexión continua sobre sus propias actuaciones,
reacciones y comportamientos; el examen de conciencia habitual; la preparación
del sacramento de la penitencia; el diálogo personal, formal o espontáneo, con
el formador, etc., deben llevarlo poco a poco a penetrar lúcidamente en su
"patio interior".
Al conocimiento debe ir unida la aceptación del propio yo, con sus elementos
positivos y negativos. El formando debe siempre recordar que Dios lo conoce y
ama así como es, y que no pensó en él para el sacerdocio por un error de
cálculo, sino porque sabía que en esa madera es posible tallar la figura de
Cristo sacerdote. Una actitud, pues, de realismo y optimismo, de profunda
humildad y santo orgullo.
·
Autoformación
La autoaceptación no debe confundirse con la resignación derrotista o el
conformismo egoísta. Al contrario, el seminarista que de verdad quiere formarse
encuentra en el conocimiento de sus límites y posibilidades un fuerte y
permanente acicate. De ahí surge el deseo de realizar el tercer elemento de la
tríada: supérate.
Ese deseo se concreta en un claro sentido de responsabilidad, que permea
toda la vida y actividad del formando. No está esperando a que se lo manden para
ponerse a estudiar; no evita aquello que contradice su vocación porque se lo
prohíben, sino porque se siente responsable de ella; no cumple sus deberes
porque le están viendo, sino porque quiere corresponder a quien le mira siempre
con amor eterno. A la responsabilidad se une estrechamente la sinceridad,
que se traduce en coherencia de vida, nobleza y lealtad. El joven que quiere
formarse es el mismo solo y entre sus compañeros, en la calle y en el seminario,
ante su conciencia y ante sus formadores.
La autoconvicción en su formación le lleva, además, a una actitud positiva de
entusiasmo y de conquista. Quiere conquistarse a sí mismo para Cristo,
quiere superar todos sus defectos, quiere prepararse lo mejor posible. Esto le
llevará a un trabajo serio, efectivo, basado en propósitos y metas concretas de
acuerdo con lo que, gracias al conocimiento que tiene de sí, ve que necesita.
·
Autoformación no es auto-guía
Quizás a alguno la palabra "autoformación" podría sugerirle una visión
equivocada del proceso de formación: todo depende del formando y nada más que
del formando. Decir que él es el primer responsable y que sin su esfuerzo
personal y sincero no hay nada que hacer, no es decir que no necesita de apoyo y
guía en ese trabajo de su propia formación.
Un seminarista que concibiera su formación como un camino de total
independencia, de aislamiento o cerrazón, demostraría no haber entendido el
sentido de la autoformación. El sentido de responsabilidad del que hablamos le
llevará más bien a ponerse en las manos de aquellos que Dios, a través de la
Iglesia, ha designado para que le asistan y guíen en su preparación para el
sacerdocio.
El amor, motivación fundamental de la formación sacerdotal
La consideración del principio de la autoformación nos ha hecho ver que el éxito
de la formación dependerá, en definitiva, del deseo que el formando tenga de
formarse, de la fuerza con la cual quiera hacer propio el ideal de vida que la
vocación le presenta.
Ahora bien, el hombre se mueve siempre por motivos. Como veíamos antes,
el impulso hacia la acción nace de necesidades que piden ser satisfechas y
valores que piden ser poseídos, es decir, por un dinamismo motivacional. Nadie
escapa de esta realidad: todo acto de voluntad tiene un contenido y está
orientado hacia un fin, mediato o inmediato. También el dinamismo de la gracia
se injerta en esta estructura psicológica humana enriqueciéndola y
potenciándola.
Nadie deseará formarse, sobre todo cuando ello implique esfuerzo y sacrificio,
si no está profunda y seriamente motivado. Es verdad que pueden existir muchas y
muy diversas fuerzas motivadoras. Para unos el interés vendrá del dinero, para
otros de la fama, para otros del placer... Pero, ¿qué puede motivar
suficientemente a un candidato al sacerdocio para entregarse de lleno y
perseverantemente a su propia formación?
El camino sacerdotal es arduo. Como otras carreras universitarias, pide
dedicación, constancia y disciplina. Pero conlleva, además, una serie de
renuncias profundas a algunas realidades buenas y lícitas que el mundo puede
ofrecer: la compañía de una esposa, la formación de una familia, el ejercicio de
una profesión quizás muy atrayente, etc. La vida sacerdotal, y por tanto la
formación para ella, se desarrollan en un ámbito diverso, y consecuentemente,
por motivaciones diversas, por valores que nada tienen que ver con el mundo y
sus atractivos.
Un motivo fuerte podría ser el deseo egoísta de la propia realización, buscada
quizás incluso en la renuncia a otros bienes. Pero, en realidad, el que se
prepara para el sacerdocio ha sido llamado a una misión de servicio que le
exigirá olvido de sí y de los propios intereses. Más aún, el progreso en la
formación, principalmente en la vida espiritual, está intrínsecamente ligado a
un esfuerzo ascético que se contrapone a la tendencia egocéntrica a la
autocomplacencia.
Ordinariamente, en un primer momento, la percepción de la vocación lleva en sí
misma una carga motivacional emotiva bastante fuerte. El joven que se acerca a
una convivencia vocacional o que visita por algún tiempo el seminario lo hace
movido por un atractivo interior, por un impulso que lo hará capaz,
eventualmente, de romper con su vida pasada y de abrazar un nuevo estilo de
vida. Esta fuerza emotiva inicial puede o no permanecer con el pasar del tiempo.
Para todo sacerdote resulta provechoso recordar el momento en que percibió por
primera vez la voz de Dios, para volver a sentir su atractivo. Pero esta fuerza,
sin más, no puede ser la motivación central y permanente de toda una vida. Los
sentimientos van y vienen, aun los que acompañan profundas convicciones
naturales o sobrenaturales.
El interés por una formación integral para ayudar a la Iglesia en sus
necesidades, la aspiración de servir a los demás con desinterés y donación
sincera, la búsqueda rectamente motivada de la santidad personal... son todos
motivos válidos que pueden llegar a ser particularmente eficaces para algunos.
Pero en definitiva no podrán ser en sí mismos móviles suficientemente capaces de
polarizar toda la existencia y de darle un sentido profundo y pleno.
La única fuerza definitiva es la del amor. Él determina el "peso" de una
persona: amor meus, pondus meum: eo feror quocumque feror (San Agustín,
Confesiones, XIII, 10). El amor hace al hombre capaz de sacrificios, de
privaciones de otro modo inexplicables, de grandes realizaciones, de donación
total y desinteresada. El hombre tiene necesidad profunda de amar y de ser
amado. El hombre no puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo un ser
incomprensible, su vida carece de sentido si no se le revela el amor, si no se
encuentra con el amor, si no lo experimenta y no lo hace suyo, si no participa
de él vivamente (Juan Pablo II, Redemptor Hominis, 10). En el amor
encuentra el sentido de su existencia, aquello que polariza y orienta todos sus
anhelos, actividades y comportamientos.
El joven llamado al sacerdocio no deja de ser hombre. Su vocación no ha cambiado
las leyes de su naturaleza. Necesita también el amor. Más aún, ha sido llamado
al amor, a amar más, a amar a más personas, a amar mejor. Nunca podremos
pretender que se entregue con firmeza y constancia a la tarea de su formación,
si no vibra en su pecho el entusiasmo del amor.
No de un amor cualquiera o a cualquiera. El único amor capaz de polarizar de
veras su vida, en su vocación sacerdotal, es el amor a Jesucristo, su Señor.
En el fondo, ésa es la esencia de su vocación: su identificación amorosa y vital
con Cristo sacerdote. Jesucristo le ha llamado por amor y para pedirle su amor.
A todos sus sacerdotes les repite el ruego íntimo que hizo en el cenáculo a los
primeros: «Permaneced en mi amor» (Jn 15,9). Les pide un amor total y exclusivo:
los ha elegido para que estén con él (cf. Mc 3,14), les aclara desde el
principio que quien no sea capaz de darse a él por encima de padre, madre... y
hasta de su propia vida, no puede ser su discípulo (cf. Lc14,26).
Esa llamada al amor de Cristo entraña también la vocación a amar a los
hombres. Amarlos, no de cualquier modo, sino como él los ha amado (cf. Jn
13,34).
Por tanto, si el joven seminarista ha sido llamado a amar a Cristo e
identificarse con él para participar de su sacerdocio en favor de los hombres
¿qué otra motivación podrá impulsarle genuina y vigorosamente a transformarse en
él, a formarse sacerdote de su Señor? Naturalmente, puede haber muchos resortes
motivacionales que respalden la fuerza del amor a Cristo, según las
circunstancias por las que pasa el seminarista en cada momento. El buen formador
sabe aprovecharlas con tacto y finura pedagógicos. Pero no pueden ser ellas la
base de la formación. Sólo el amor a Cristo y al hombre es capaz de dar sentido
a la renuncia, al esfuerzo, a la ascesis, a la disciplina que entraña la
formación sacerdotal. Sólo él es capaz de hacer que el candidato al sacerdocio
tome responsable y activamente las riendas de su propia formación.
Sin ese amor, la vida de formación se hará cuesta arriba, el celibato
insoportable, la obediencia ridícula. Sin ese amor, el seminarista aguantará
quizás los programas formativos y soportará pasivamente los consejos de sus
formadores; pero no buscará hacerlos suyos. Sus tendencias dispersivas le
llevarán a eludir el esfuerzo, a cumplir simplemente con el deber de oración, a
evadir el estudio, o quizá a convertir el estudio en una evasión. Lo sabemos, la
formación al sacerdocio no es fácil. Sin ese amor estará siempre al acecho la
perspectiva del abandono. Son continuas las tentaciones que invitan a optar por
un estilo de vida más fácil, más conforme al mundo, a las pasiones desordenadas.
Consideremos, además, que el paso al sacerdocio implica una opción irreversible.
Se es sacerdote in aeternum. Quien da este paso debe estar dispuesto a
desempeñar siempre el ministerio sacerdotal... apacentando el rebaño del Señor
(Pontifical Romano). Para ello debe haber encontrado con certeza en el amor a
Cristo el sentido de su vida, y estar seguro —en la medida humanamente posible—
de que es capaz de perseverar, de seguir adelante sin desfallecer. Debe haber
encontrado ya la motivación duradera capaz de satisfacer todos sus anhelos, de
por vida. Seguir adelante sin haber logrado este amor es arriesgarse a pasar los
años futuros en la insatisfacción, en la duda, en la búsqueda de compensaciones
al margen de la condición sacerdotal, de sucedáneos que puedan llenar el vacío
de una vida consagrada al amor, pero vivida sin amor. Los fracasos estrepitosos
en las vidas sacerdotales se dan cuando éstas no se construyeron sobre un amor
sincero, leal y duradero a Cristo.
Es obvio que el amor a Cristo y a la humanidad constituye una meta de la
formación sacerdotal. No podemos pretender que quien entra en el seminario o
centro de formación lo haya desarrollado ya en su plenitud. Más bien para ello
viene al seminario. Es, entonces, objetivo de la formación, pero también su
punto de partida y su motivación fundamental. Esto significa que todo el sistema
formativo y toda la actuación de los formadores debe considerar el amor a
Jesucristo como motor y fuerza con la cual puede ser alcanzado ése y todos los
objetivos, primarios y secundarios de la formación.
En este sentido, podríamos decir que no sólo la espiritualidad, sino toda la
formación sacerdotal, debería ser cristocéntrica. Los programas de actividades,
las orientaciones de los formadores y hasta el ambiente mismo del seminario,
lograrán su objetivo plenamente si tienen a Cristo como centro, modelo y
criterio. Si algo, en la formación del sacerdote, estuviera desligado de Cristo,
carecería de sentido, sería vacío e inútil. Sería mejor prescindir de aquellos
aspectos de su formación que no tuvieran en él su razón última.
Preguntas para el foro
1. ¿Qué se entiende por “autoformación”? ¿está de acuerdo con este principio?
2. ¿Cómo lograr que el seminarista pase de una motivación inicial, tal vez más
superficial, a una motivación más fuerte y profunda? ¿Se puede dar el caso de
que un seminarista pase años movido, no por el amor, sino por otros intereses?