9. Formación progresiva y permanente

Principios fundamentales de la formación sacerdotal. 9. Formación progresiva y permanente

 

I. PREGUNTAS PARA ORIENTAR LA DISCUSIÓN EN EL FORO

1. Formadores.
Se sugieren algunos puntos para que compartan su experiencia formativa:
 

2. Otros sacerdotes.
 

3. Seminaristas.
 

4. Otros participantes.
 


II. 9. FORMACIÓN PROGRESIVA Y PERMANENTE

El realismo mencionado en el capítulo pasado, nos lleva al último principio fundamental. Es un principio que ayuda a obviar dos posibles tentaciones en el camino de la formación. No es raro, en efecto, que poco después de su entrada al seminario o centro de formación, el joven aspirante al sacerdocio haga progresos realmente notorios. Tiene seguramente una "madera" buena pero poco trabajada, y a los primeros golpes de escoplo comienza a mostrar una silueta nueva. Tanto él como sus formadores, pueden pensar que prácticamente está ya todo hecho. Y entonces disminuye el esfuerzo y se frena el proceso de transformación. Otros en cambio quisieran ver cambios más profundos, obtener resultados inmediatos. Ante la lentitud del proceso de formación se desaniman, disminuye el esfuerzo y se frena el proceso de formación. En realidad, esos dos extremos se tocan. Las dos tentaciones provienen del olvido de que la formación ha de ser, necesariamente, un proceso progresivo. Es necesario comprender que la formación no es una meta, sino un camino, en el que siempre se puede dar un paso más.


Formación progresiva

Es propia del hombre la tendencia al crecimiento continuo, incluso cuando el organismo ha comenzado ya a declinar. Y en ese dinamismo natural se injerta la llamada divina: «Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial» (Mt 5,48). Esta invitación del Señor se dirige a todo cristiano, pero los sacerdotes están obligados de manera especial a alcanzar esta perfección ya que, consagrados de manera nueva a Dios por el sacramento del orden, se convierten en instrumentos vivos de Cristo, Sacerdote eterno.

Ahora bien, la persona humana, esencialmente finita, temporal e histórica, no conseguirá nunca la perfección absoluta. Es obligado el paso por etapas de crecimiento y de maduración. La llamada a la perfección es una invitación al crecimiento progresivo, en pos de una meta que siempre estará más allá.

La formación progresiva entraña el concepto de la gradualidad. La formación es un fruto que madura poco a poco, en el esfuerzo diario. No se alcanza de repente o a saltos, sino paso a paso, como se suben las gradas del altar. Normalmente no se dan progresos espectaculares; aunque la gracia de Dios puede siempre obrar milagros. La educación de un aspirante al sacerdocio ha de tener en cuenta esta gradualidad al proponer metas personales. Sería ilusorio que un joven que está iniciando su formación pretendiera alcanzar inmediatamente la plena madurez en su vida espiritual o en su preparación intelectual. El hábito de oración, por ejemplo, sólo se consigue después de años de esfuerzo, y de trabajo. La tentación de correr es fuerte tanto para el formando como para los formadores. Pero es necesario respetar la naturaleza gradual del crecimiento de la persona, y estar atentos a seguir el ritmo que Dios va marcando para cada uno.

La formación progresiva implica también la continuidad. No basta que haya un progreso gradual durante un período. Es preciso que ese progreso continúe en el tiempo. El trabajo de formación debe ser perseverante. La continuidad exige también que haya un continuo diálogo entre los diversos formadores, de modo que cada uno vaya construyendo sobre la base del trabajo del otro. Esta intercomunicación se hace especialmente necesaria en los momentos en que, por cualquier motivo, hay un cambio de formadores. Es ilógico pensar que cada nuevo formador tenga que comenzar a ciegas, sin conocer lo que han hecho los anteriores y sin saber cómo es el formando y qué camino formativo ha recorrido. Todo esto, naturalmente, en el más absoluto respeto de la persona y de su conciencia. Se debe procurar también que haya perfecta continuidad progresiva entre las diversas "etapas" de formación que va recorriendo el seminarista. Tanto los programas como la actuación práctica de los formadores deben plantearse de modo que una etapa edifique sobre la base de la anterior y prepare la siguiente.

Hablar de continuidad no significa pretender que haya siempre un progreso lineal, perfectamente ascendente. En la historia de la humanidad y en las pequeñas historias de cada hombre hay retrocesos, caídas, momentos de detención de la marcha. Esto es parte de la condición finita del ser humano, y es también consecuencia del pecado y de sus secuelas. De ahí la necesidad de una actitud de esfuerzo, de búsqueda permanente de la propia superación, de lucha contra el propio egoísmo, el desánimo, la rutina. En realidad es la condición de todo hombre: «¿No es una milicia lo que hace el hombre sobre la tierra?» (Jb 7,1). Será necesaria también, por otra parte, una buena dosis de humildad y paciencia y la permanente disposición para levantarse después de las caídas y reemprender el camino.

La constancia en la formación exige también un cierto orden. No se puede lograr un progreso eficaz dando palos al aire. En cualquier campo de la actividad humana, si se buscan resultados reales, se echa mano de un programa. ¿Por qué habría de descartarse ese medio en la tarea de la formación sacerdotal? No hay que pensar exclusivamente en los programas generales establecidos por los directores del seminario sino también en la programación que el seminarista puede trazar para su formación personal. Programa para su vida espiritual, con metas y medios específicos, que le estimulen y guíen en su esfuerzo por eliminar sus defectos y adquirir las virtudes que él personalmente más necesita; programa para su formación intelectual, según sus capacidades, necesidades e intereses específicos, etc.


Formación permanente

Todos estos elementos ayudarán sin duda al seminarista en su progresiva preparación para el sacerdocio. Sería un grave error, sin embargo, creer que el día de la ordenación se ha llegado a la meta. La perfección evangélica y la plena identificación con Cristo, lo recordábamos hace poco, son siempre un ideal que está delante de nosotros y desde ahí nos llama a seguir progresando. El día en que el candidato recibe el sacramento del orden Dios le invita a emprender de nuevo el camino. Aquí entra en juego lo que la moderna pedagogía llama formación permanente. Es estar al día en la realización plena de su vocación sacerdotal, seguir creciendo en su amistad con Cristo, en su amor a la Iglesia, en su celo pastoral, en su actitud de entrega generosa a los demás. Es perseverar en el fervor. Es seguir capacitándose académicamente.

Esta capacitación es particularmente sentida en el ámbito de las profesiones seculares debido a los continuos cambios a que está sometida la sociedad actual, al progreso constante en las ciencias y la técnica. Un profesionista que no se actualiza pierde prestigio y competencia dentro de su propio campo. La situación del sacerdote es similar. Las ciencias teológicas y filosóficas han seguido evolucionando después de sus últimos exámenes en el seminario; la sociedad, la cultura, los hombres y mujeres a quienes se dirige su servicio van también cambiando, a veces de modo vertiginoso; él mismo sigue madurando física y espiritualmente. Tiene que "estar al día" a través de revistas, cursillos, etc. Tan importante es esta formación permanente que podemos considerarla como una de las "etapas de formación", la última, la más prolongada. Volveremos sobre ella más adelante en este curso.


LECTURAS RECOMENDADAS

Se recomienda aprovechar esta pausa de Navidad, en la medida en que lo permitan los compromisos pastorales, para repasar las normas o el programa formativo aprobado para el propio país por la Conferencia Episcopal, y otros documentos sobre la formación.

Ver bibliografía recomendada:
http://foros.catholic.net/viewtopic.php?t=50220&sid=0eabd767958eae658d74bdf16ff4594a