9. Formación progresiva y permanente
Principios fundamentales de la formación sacerdotal. 9. Formación progresiva y permanente
I.
PREGUNTAS PARA ORIENTAR LA DISCUSIÓN EN EL FORO
1. Formadores.
Se sugieren algunos puntos para que compartan su experiencia formativa:
a.
Describe algún modo de aplicar la gradualidad de la formación de los
seminaristas ante situaciones concretas que te haya ayudado y pueda ser útil
a los demás.
b. Indica algunas características que deberá cumplir la intercomunicación
entre formadores para que permita que cada uno vaya construyendo sobre la
base del trabajo del otro, y sea al mismo tiempo en el en el más
absoluto respeto de la persona y de su conciencia.
c. Comenta alguna de las respuestas de otros participantes.
2.
Otros sacerdotes.
a.
¿Qué medios te han ayudado a hacer realidad la formación permanente en tu
vida sacerdotal? (por ejemplo, lectura, asistencia a cursos, dedicación de
un tiempo semanal al estudio, etc.)
b. ¿En qué áreas crees que es más importante actuar dicha formación?
c. Comenta alguna de las respuestas de otros participantes.
3.
Seminaristas.
a.
¿Percibes que la transformación es algo real en tu vida y en la de tus
compañeros, o es algo sólo presente en las charlas, discursos y documentos?
b. ¿Qué medio crees que ayuda más a una auténtica transformación interior en
Cristo?
c. ¿Cuál es la etapa (o etapas) en que es más patente la transformación?
d. Comenta alguna de las respuestas de otros participantes.
4.
Otros participantes.
a.
Si la formación progresiva es una ley de la pedagogía en general, ¿cuál es
la clave para aplicarla para aplicarla con éxito por parte del formador?
b. ¿En qué aspecto crees que es más deseable la formación permanente (en
dónde percibes más carencias)?
c. Comenta alguna de las respuestas de otros participantes.
II. 9. FORMACIÓN PROGRESIVA Y PERMANENTE
El realismo mencionado en el capítulo pasado, nos lleva al último principio
fundamental. Es un principio que ayuda a obviar dos posibles tentaciones en el
camino de la formación. No es raro, en efecto, que poco después de su entrada
al seminario o centro de formación, el joven aspirante al sacerdocio haga
progresos realmente notorios. Tiene seguramente una "madera" buena pero poco
trabajada, y a los primeros golpes de escoplo comienza a mostrar una silueta
nueva. Tanto él como sus formadores, pueden pensar que prácticamente está ya
todo hecho. Y entonces disminuye el esfuerzo y se frena el proceso de
transformación. Otros en cambio quisieran ver cambios más profundos, obtener
resultados inmediatos. Ante la lentitud del proceso de formación se desaniman,
disminuye el esfuerzo y se frena el proceso de formación. En realidad, esos
dos extremos se tocan. Las dos tentaciones provienen del olvido de que la
formación ha de ser, necesariamente, un proceso progresivo. Es necesario
comprender que la formación no es una meta, sino un camino, en el que siempre
se puede dar un paso más.
Formación progresiva
Es propia del hombre la tendencia al crecimiento continuo, incluso cuando el
organismo ha comenzado ya a declinar. Y en ese dinamismo natural se injerta la
llamada divina: «Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial» (Mt
5,48). Esta invitación del Señor se dirige a todo cristiano, pero los
sacerdotes están obligados de manera especial a alcanzar esta perfección ya
que, consagrados de manera nueva a Dios por el sacramento del orden, se
convierten en instrumentos vivos de Cristo, Sacerdote eterno.
Ahora bien, la persona humana, esencialmente finita, temporal e histórica, no
conseguirá nunca la perfección absoluta. Es obligado el paso por etapas de
crecimiento y de maduración. La llamada a la perfección es una invitación al
crecimiento progresivo, en pos de una meta que siempre estará más allá.
La formación progresiva entraña el concepto de la gradualidad. La formación es
un fruto que madura poco a poco, en el esfuerzo diario. No se alcanza de
repente o a saltos, sino paso a paso, como se suben las gradas del altar.
Normalmente no se dan progresos espectaculares; aunque la gracia de Dios puede
siempre obrar milagros. La educación de un aspirante al sacerdocio ha de tener
en cuenta esta gradualidad al proponer metas personales. Sería ilusorio que un
joven que está iniciando su formación pretendiera alcanzar inmediatamente la
plena madurez en su vida espiritual o en su preparación intelectual. El hábito
de oración, por ejemplo, sólo se consigue después de años de esfuerzo, y de
trabajo. La tentación de correr es fuerte tanto para el formando como para los
formadores. Pero es necesario respetar la naturaleza gradual del crecimiento
de la persona, y estar atentos a seguir el ritmo que Dios va marcando para
cada uno.
La formación progresiva implica también la continuidad. No basta que haya un
progreso gradual durante un período. Es preciso que ese progreso continúe en
el tiempo. El trabajo de formación debe ser perseverante. La continuidad exige
también que haya un continuo diálogo entre los diversos formadores, de modo
que cada uno vaya construyendo sobre la base del trabajo del otro. Esta
intercomunicación se hace especialmente necesaria en los momentos en que, por
cualquier motivo, hay un cambio de formadores. Es ilógico pensar que cada
nuevo formador tenga que comenzar a ciegas, sin conocer lo que han hecho los
anteriores y sin saber cómo es el formando y qué camino formativo ha
recorrido. Todo esto, naturalmente, en el más absoluto respeto de la persona y
de su conciencia. Se debe procurar también que haya perfecta continuidad
progresiva entre las diversas "etapas" de formación que va recorriendo el
seminarista. Tanto los programas como la actuación práctica de los formadores
deben plantearse de modo que una etapa edifique sobre la base de la anterior y
prepare la siguiente.
Hablar de continuidad no significa pretender que haya siempre un progreso
lineal, perfectamente ascendente. En la historia de la humanidad y en las
pequeñas historias de cada hombre hay retrocesos, caídas, momentos de
detención de la marcha. Esto es parte de la condición finita del ser humano, y
es también consecuencia del pecado y de sus secuelas. De ahí la necesidad de
una actitud de esfuerzo, de búsqueda permanente de la propia superación, de
lucha contra el propio egoísmo, el desánimo, la rutina. En realidad es la
condición de todo hombre: «¿No es una milicia lo que hace el hombre sobre la
tierra?» (Jb 7,1). Será necesaria también, por otra parte, una buena dosis de
humildad y paciencia y la permanente disposición para levantarse después de
las caídas y reemprender el camino.
La constancia en la formación exige también un cierto orden. No se puede
lograr un progreso eficaz dando palos al aire. En cualquier campo de la
actividad humana, si se buscan resultados reales, se echa mano de un programa.
¿Por qué habría de descartarse ese medio en la tarea de la formación
sacerdotal? No hay que pensar exclusivamente en los programas generales
establecidos por los directores del seminario sino también en la programación
que el seminarista puede trazar para su formación personal. Programa para su
vida espiritual, con metas y medios específicos, que le estimulen y guíen en
su esfuerzo por eliminar sus defectos y adquirir las virtudes que él
personalmente más necesita; programa para su formación intelectual, según sus
capacidades, necesidades e intereses específicos, etc.
Formación permanente
Todos estos elementos ayudarán sin duda al seminarista en su progresiva
preparación para el sacerdocio. Sería un grave error, sin embargo, creer que
el día de la ordenación se ha llegado a la meta. La perfección evangélica y la
plena identificación con Cristo, lo recordábamos hace poco, son siempre un
ideal que está delante de nosotros y desde ahí nos llama a seguir progresando.
El día en que el candidato recibe el sacramento del orden Dios le invita a
emprender de nuevo el camino. Aquí entra en juego lo que la moderna pedagogía
llama formación permanente. Es estar al día en la realización plena de su
vocación sacerdotal, seguir creciendo en su amistad con Cristo, en su amor a
la Iglesia, en su celo pastoral, en su actitud de entrega generosa a los
demás. Es perseverar en el fervor. Es seguir capacitándose académicamente.
Esta capacitación es particularmente sentida en el ámbito de las profesiones
seculares debido a los continuos cambios a que está sometida la sociedad
actual, al progreso constante en las ciencias y la técnica. Un profesionista
que no se actualiza pierde prestigio y competencia dentro de su propio campo.
La situación del sacerdote es similar. Las ciencias teológicas y filosóficas
han seguido evolucionando después de sus últimos exámenes en el seminario; la
sociedad, la cultura, los hombres y mujeres a quienes se dirige su servicio
van también cambiando, a veces de modo vertiginoso; él mismo sigue madurando
física y espiritualmente. Tiene que "estar al día" a través de revistas,
cursillos, etc. Tan importante es esta formación permanente que podemos
considerarla como una de las "etapas de formación", la última, la más
prolongada. Volveremos sobre ella más adelante en este curso.
LECTURAS RECOMENDADAS
Se recomienda aprovechar esta pausa de Navidad, en la medida en que lo
permitan los compromisos pastorales, para repasar las normas o el programa
formativo aprobado para el propio país por la Conferencia Episcopal, y otros
documentos sobre la formación.
Ver bibliografía recomendada:
http://foros.catholic.net/viewtopic.php?t=50220&sid=0eabd767958eae658d74bdf16ff4594a