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Formación como transformación. Formación comunitaria y personalizada
Fuente: Instituto Sacerdos
Autor: Instituto Sacerdos
Formación como transformación
Supongamos que nuestro seminarista ha hecho su opción fundamental, y que, movido
sobre todo por su amor a Cristo —aunque sea un amor que aún deba madurar— quiere
sinceramente formarse. No basta. Debemos preguntarnos si nuestro sistema
formativo le está ayudando realmente a configurar su propia personalidad como
futuro sacerdote, hasta el punto de que lo que aprende, experimenta, y practica
llegue a ser vida de su vida. De otro modo, su paso por el seminario le tocaría
sólo por fuera, como toca el agua las piedras de un arroyo.
Cuando Dios llama a un hombre al sacerdocio no pretende únicamente que adquiera
unos conocimientos, llene un "currículum" y "ejerza" luego la función
sacerdotal. Ha pensado en él para que sea sacerdote, es decir, para que su mismo
ser se identifique con la persona de Cristo sacerdote, de modo que llegue a
poder afirmar como Pablo: «Ya no soy yo quien vivo, sino es Cristo quien vive en
mí» (Ga 2,20). No quiere de él un funcionario del culto, sino un apóstol que
transmita lo que lleva dentro y viva ya él en primera persona.
Por otra parte, sólo la real configuración sacerdotal del propio ser puede dar
al sacerdote la satisfacción profunda de vivir aquello que profesa. De otro modo
sentirá el sacerdocio como un caparazón postizo, que no le configura por dentro:
el sacramento se encarnará en una personalidad no dispuesta armónicamente para
él. No podrá por tanto sentirse humanamente realizado. Una formación así, que no
llega a cambiar el modo de ser y de vivir, dará muy pocas garantías de
perseverancia y frutos sacerdotales.
Formación es, pues, transformación. En realidad, como sucede con algunos otros,
se trata de un principio que vale para la formación en general. Porque, en
efecto, "formar" no es simplemente "informar", dar unas cuantas nociones. Es más
bien ayudar a que la persona adquiera una "forma". Cuando, al partir, la forma
que se intenta lograr no se posee ya, entonces la persona se tendrá que "trans-formar".
La formación sacerdotal debe lograr, pues, la efectiva transformación de los
seminaristas. Ante todo, transformación en Cristo sacerdote: que Cristo tome
forma en ellos (cf. Ga 4,19). Transformación de toda la personalidad del
candidato: su modo de pensar, sentir, amar, reaccionar, actuar, relacionarse con
los demás... Todo debe quedar configurado según el alto ideal del sacerdocio
católico. Los formadores deben estar atentos, para ver si los seminaristas van
asimilando, haciendo suyo y viviendo desde dentro todo lo que se les propone en
el período de formación.
Para lograr una verdadera formación convendrá tener presente el proceso dinámico
de la transformación personal. Si se trata de que el seminarista llegue a hacer
vida propia los contenidos de la formación, habrá que hacer que los valore
primero de tal modo que se conviertan en motivos de su acción; pero como se
trata de un ser inteligente y libre, no se conseguirá nada si primero no se le
ayuda a conocer y entender esos mismos contenidos.
Por tanto, lo primero será ayudarle a conocer. El hombre se guía por las ideas.
Los sentimientos desaparecen con la misma rapidez con que aparecieron. Las
presiones externas influyen sólo mientras están presentes. Es de primera
importancia plantear la formación como una iluminación de la inteligencia del
formando. Hay que ayudarle a profundizar en el conocimiento de Cristo, la
Iglesia, el sacerdocio, el sentido su propia vocación... Hay que explicarle el
porqué de las cosas: de una norma, de una práctica religiosa, de un estilo de
vida. Nunca hay que dar por supuesto que los seminaristas entienden ya el
sentido de lo que se les propone en su formación. Mucho menos hay que
imponérselo, sin responder a sus preguntas y aclarar sus dudas. Que entiendan,
por ejemplo, el porqué del celibato en la Iglesia católica, conozcan bien las
tendencias naturales de todo ser humano, y comprendan consiguientemente el
sentido de ciertas normas, prácticas o disposiciones que buscan ayudarles a
formarse para la donación total de su corazón célibe a Cristo por el Reino de
los cielos. Conviene abundar en la presentación de las nociones e ideas que
iluminan la vida y la formación sacerdotal en pláticas, reuniones de grupo,
homilías, clases, diálogos personales, etc. Conviene insistir cuanto haga falta,
para que los seminaristas lleguen a comprender de tal modo esas ideas que se
conviertan en su manera misma de ver y entender.
Sólo así podrán ellos valorar lo que se les propone. El hombre actúa siempre en
favor de algún valor, haga lo que haga..., aun cuando parezca que no es así.
Puede darse el caso, por ejemplo, de un alumno que aún no ha captado el valor de
sus estudios sacerdotales. Pero estudia de todos modos. Sería inexacto pensar
que lo hace sin motivo. Actúa bajo la atracción de algún valor (que sea correcto
o no es otra cuestión). Podría ser el sentido del deber, el miedo a no pasar los
exámenes, el deseo de quedar bien ante sus formadores, el amor a Dios... Por eso
al formador no ha de bastarle ver lo que los alumnos hacen. Debe ir más allá
para descubrir qué motivos los mueven. Sólo entonces estará en una postura tal
que pueda ayudarlos a ir descubriendo los verdaderos valores que han de ser
cimiento de su formación.
No hay valoración sin la intelección del valor ínsito en una realidad. Pero, por
otra parte, no basta entender que algo vale; se requiere una apreciación del
valor como "valor para mí". Por tanto, la labor del formador consiste también en
ayudar a descubrir el valor de las cosas para cada uno, ayudar a valorar.
Valorar, para seguir con el mismo ejemplo, la donación total del propio corazón
a Jesucristo y la dedicación de toda la vida al servicio de los hermanos en la
vivencia del celibato; y valorar consiguientemente todos los elementos que
contribuyen a formar y proteger el corazón consagrado a Cristo. En este
esfuerzo, el medio más eficaz a disposición del formador es sin duda el propio
testimonio. Entendemos una verdad cuando nuestra mente la capta como tal;
apreciamos un valor cuando comprendemos que vale, y muchas veces comprendemos
que vale para nosotros al ver que otros lo valoran y lo viven.
Una vez que el seminarista ha entendido y valorado algo, es preciso ayudarle
para que lo pueda vivir. De nuevo, aunque sea el presupuesto fundamental, no
basta que la persona haya entendido y valorado. Cuando una persona tiene un
temperamento no-activo o cuando la vivencia del valor comporta sacrificios y
dificultades, puede correrse el riesgo de que todo quede en la teoría y el valor
pierda su fuerza de atracción. En ese caso, no se habría logrado la verdadera
transformación. Hay que invitar a la actuación de lo que se ha entendido y
valorado; hay que facilitar y guiar esa vivencia, hay que encauzarla y, en
ocasiones, exigirla. Que el seminarista -siguiendo nuestro ejemplo- actúe de
verdad conforme a las normas y disposiciones que habrán de ayudarle a formar su
corazón célibe; que ponga de hecho en práctica los medios que le ayudarán a
preservarlo.
La vivencia de algo que se ha entendido y valorado de verdad es, de por sí,
estable. Pero sabemos que el hombre tiende a ser, por naturaleza, inconstante.
Se requiere un apoyo permanente para perseverar en la práctica de los valores
interiorizados. También ayudas externas, claro, pero sobre todo apoyos que
nazcan desde dentro. Y en este sentido, se hace imprescindible la formación de
hábitos de vida. La repetición constante de una acción lleva a la formación de
esa "segunda naturaleza" que hace más fácil los actos subsiguientes y favorece
la estabilidad. ¡Qué importante es que los seminaristas salgan del centro de
formación pertrechados de una buena estructura de hábitos conformes a su
vocación sacerdotal: el hábito de la oración profunda y personal, el hábito del
aprovechamiento eficaz del tiempo, el hábito del estudio, el hábito de la guarda
del corazón y de los sentidos...! Qué importante, sobre todo, que salgan
convencidos de la necesidad de conservar y cultivar estos hábitos, ayudándose
también de medios externos como puede ser la dirección espiritual, la confesión
frecuente, el seguimiento de un horario en la propia vida, etc.
Parece interesante anotar, por último, que todos estos elementos del dinamismo
de transformación se entrecruzan e influyen mutuamente. Cuando una persona
valora profundamente una realidad la entiende más lúcida y profundamente; cuando
la practica se refuerza el aprecio de su valor y se comprende mejor. Y al
contrario, al dejar de vivir una realidad, se debilita fácilmente la estima que
se nutría por ella y se puede dejar incluso de entender lo que antes se veía
claramente. Habrá que trabajar entonces por reforzar siempre todos los elementos
de ese dinamismo.
Los diálogos con el director espiritual, los exámenes de conciencia, los retiros
y ejercicios espirituales, los programas de formación personal, etc., deben
tener siempre bien claro ese objetivo: la transformación vital. Sin
transformación no hay formación.
Formación comunitaria y personalizada
La formación de la que venimos hablando se refiere, evidentemente, a la
transformación de la persona, de cada individuo particular. Y sin embargo, se
alude frecuentemente al "seminario" o "centro de formación". Se entiende que no
se trata simplemente del edificio que acoge a quienes aspiran al sacerdocio. Es
mucho más; es, sobre todo, una comunidad eclesial que vive unida por el ideal de
la formación para el sacerdocio, como servicio a la Iglesia y al mundo. Una
comunidad importante para la eficacia real de la formación del futuro sacerdote.
En ocasiones excepcionales puede darse el caso de que algún seminarista deba ser
formado bajo la tutela de algún sacerdote, sin la posibilidad de asistir a un
centro de formación específico. Sin embargo, fuera de estos casos, la vocación
debe ir madurando en un clima de apertura y de relación dialogal con otras
personas que participan del mismo ideal.
Formación comunitaria
Toda la vida cristiana está impregnada del sentido comunitario. En el Antiguo
Testamento las acciones salvíficas de Dios se dirigieron casi siempre al pueblo
en cuanto tal: desde la vocación de Abrahán (cf. Gn 12,2), hasta las últimas
renovaciones de su alianza, a través de los profetas (cf. Za 8,8). Jesús mismo,
enviado como salvación del pueblo (cf. Mt 1,21), reúne un grupo de seguidores
para formarlos en común. Cuando el Nuevo Testamento nos habla del grupo de los
"doce" (cf. Mc 3,14; Jn 6,70-71; Jn 20,24; 1 Co 15,5; Hch 6,2) es evidente que
se trata de algo más que la mera suma de doce personas: es una verdadera
comunidad de vida en torno al Maestro.
Por otra parte, el sacerdocio tiene sentido únicamente dentro de la Iglesia en
cuanto pueblo de Dios, comunidad de creyentes. Es importante que quien se
prepara a recibirlo y vivirlo se impregne profundamente del sentido de
"comunión", que no es una mera categoría teológica, sino una realidad vital. Más
aún, en cuanto pastor, el sacerdote deberá ser guía y fermento de una comunidad,
por ejemplo de una comunidad parroquial. Difícilmente podrá transmitir el
sentido comunitario a sus fieles si él no lo ha experimentado antes en primera
persona. Esa experiencia será también decisiva para los presbíteros que adoptan,
cada vez más frecuentemente, algún modo de vida en común, conforme a lo que
recomendó el Vaticano II.
La vida comunitaria aporta, además, elementos de vital importancia en la
formación del verdadero sacerdote, llamado a servir y no a ser servido. Favorece
el diálogo y la apertura a los demás; ayuda a conocer y comprender las
necesidades de los demás; enseña a partir y compartir los bienes materiales o
espirituales; invita a salir de sí mismo, a servir, a donarse gratuitamente. Y,
finalmente, el apoyo de un ambiente sano, el testimonio de los compañeros, el
estímulo de los formadores, pueden ser decisivos para la perseverancia en el
camino emprendido, y sostener el esfuerzo personal en el trabajo por lograr la
necesaria formación.
Formación sacerdotal como formación comunitaria. Esto entraña que se tracen unos
planes educativos globales, en los cuales se establezcan algunas actividades
comunitarias que favorezcan la formación de cada uno de los seminaristas en
cuanto individuo y en cuanto miembro de una comunidad. Implica también que se
debe tratar de crear un ambiente comunitario que ayude y estimule a cada uno en
su esfuerzo formativo; un ambiente de armonía, de sintonía en torno al mismo
ideal, de apertura, alegría, responsabilidad... Para ello, los formadores habrán
de procurar que todos los formandos se integren plenamente en el grupo o
comunidad. El hecho de que alguno se sienta aislado y viva su vida al margen de
los demás, no sólo hace que él no se beneficie de las aportaciones de la
comunidad, sino que afecta también negativamente a la comunidad misma,
disminuyendo su cohesión y armonía.
Formación personalizada
Formación comunitaria no es formación masificada. La formación debe ser, al
contrario, personalizada. Sólo así se pueden superar los riesgos de la
masificación, la despersonalización, el uniformismo y el anonimato. Si bien es
verdad que se busca una cierta unidad en la formación de los presbíteros y que
será inevitable cierto estilo parecido entre los sacerdotes formados en el mismo
seminario, ello no significa sin embargo que se haya de aplicar sin más un mismo
molde educativo a todos los formandos.
Si es cierto que Dios ama y salva a un pueblo, también lo es que cuando busca
colaboradores no llama a masas, sino a personas concretas. El Dios de la Antigua
Alianza llamaba a cada uno por su nombre, como a Moisés (cf. Ex 33,12; 3,17).
Jesús escogió personalmente a sus apóstoles y personalmente les invitó:
«Sígueme» (Jn 1,43). Los reunió en un grupo, es cierto; pero trató a cada uno de
ellos de modo personal, específico. Maravilla contemplar la amplia gama de
temperamentos que presenta el grupo de los apóstoles, y cómo Jesucristo sabe
adaptarse perfectamente a cada uno de ellos. A tres de ellos los lleva aparte
consigo en momentos especiales (cf. Mt 17,2; Mt 26,37); a Simón, el impulsivo
sinceramente enamorado, lo trata de modo diverso que a Felipe o a Juan; más aún,
para cada uno tiene un plan diverso, personalísimo: cuando Pedro pregunta sobre
el destino de Juan, el Maestro le responde: «Si quiero que se quede hasta que yo
venga, ¿qué te importa? Tú sígueme» (Jn 21,20-22).
La vocación, por otra parte, aunque procede del libérrimo amor de Dios y es
totalmente gratuita, se realiza también en función de la misión que Dios
confiará al hombre. Así, en continuidad con la vocación, la misión es del mismo
modo estrictamente personal e intransferible. Por ello, la respuesta del hombre
ha de ser también libre y personal; y personal tendrá que ser el camino de su
realización.
La formación sacerdotal, consiguientemente, deberá tener en cuenta a cada
persona en singular. Cada hombre como individuo es único e irrepetible. Cada uno
de los jóvenes que ingresan en el seminario está marcado por su psicología, sus
cualidades y defectos, su formación, su historia personal, el ambiente familiar
y social en que ha vivido... El formador debe tener siempre en cuenta todas esas
diferencias. No puede aplicar a todos el mismo rasero. La pedagogía nos enseña,
además, que la atención personal estimula y promueve eficazmente el esfuerzo de
autosuperación, y que, por el contrario, la persona se abandona fácilmente
cuando se siente tratada como un número anónimo perdido en la masa.
Formación personalizada significa, ante todo, que los formadores, desde el
rector hasta los profesores, pasando por el director espiritual, se esfuerzan
por conocer personalmente a cada uno de los seminaristas. Lejanos están los
tiempos en que el rector llegaba a conocer con dificultad los nombres de los
alumnos. La relación entre formadores y formandos se ha ido situando cada vez
más, gracias a Dios, en un plano de cercanía y cordialidad. Es el único camino.
No basta conocer; el buen formador se interesa también personalmente por cada
uno, por sus necesidades y problemas, por sus gustos y sus proyectos. Y ese
interés le lleva, en tercer lugar, a seguirle de cerca, a analizar con esmero su
situación, su progreso real en los diversos aspectos de su formación y hacerle
sentir su compañía cercana y disponible. Finalmente, se hace necesaria la
adaptación a cada uno de los principios y directrices generales de la formación
según la índole y situación de cada persona. Son necesarios los programas
globales, pero hay que estar atentos a no absolutizarlos. Si un joven puede
adquirir una formación más elevada, por ejemplo en el campo académico, que lo
que piden los programas, no sólo es conveniente sino, hasta cierto punto,
necesario que la adquiera. De igual modo, será necesario adaptar la formación
espiritual y apostólica a los diversos temperamentos, al grado de madurez
adquirido, a la situación actual de cada uno. Esa adaptación exige en el
formador una buena dosis de flexibilidad y de prudencia para salvar lo esencial
mientras se permite, si es necesario, cambiar algo accidental, buscando siempre
el bien del formando.
Formación comunitaria y personalizada
Formación comunitaria y personalizada. A veces puede parecer que son dos
términos contrapuestos. Si se piensa así, significa que no se ha entendido
ninguno de los dos. Porque, si lo analizamos a fondo, comprenderemos que no hay
verdadero desarrollo y verdadera realización de la persona si no es en la
apertura dialogal y en la convivencia cordial con los demás; y que no existe
verdadera comunidad de personas si cada uno de sus miembros no se realiza a sí
mismo en cuanto persona.
Preguntas para el foro:
- Si la formación debe ser transformación y ésta se puede medir por los hábitos,
¿cuáles serían los tres hábitos más indispensables que el seminarista debe
formar para su futura vida sacerdotal?
- ¿Es posible lograr la formación personalizada en los seminarios con muchos
alumnos? ¿no se escapa de las manos de los formadores el mismo ambiente
comunitario? ¿cómo lograrlo en estas circunstancias?