19. Formación Humana: Desarrollo de las facultades II

Fuente: Instituto Sacerdos
Autor: Instituto Sacerdos

PREGUNTAS PARA ORIENTAR LA DISCUSIÓN EN EL FORO

Nota:
no es necesario responder a todas las preguntas, cada uno es libre en eso. Se sugiere responder sobre todo a aquellas en las que uno tenga alguna idea o experiencia interesante que pueda enriquecer a los demás, que es de lo que se trata. Incluso puede comentar una pregunta que corresponda a otro grupo, u otro asunto relacionado con el tema que estemos viendo.

Formadores
¿El esfuerzo de los formadores en este campo –formación de las pasiones, sentimientos, etc.– tiene realmente el enfoque positivo de encauzamiento y potenciación? ¿Cómo se refleja?

Seminaristas
En el programa y horario de tu seminario, ¿se da espacio al deporte y al trabajo físico y manual? ¿Colaboras con el mantenimiento, limpieza y decoro del seminario?
¿Crees que todo esto ayuda a tu formación?

Otros sacerdotes
¿Qué papel juegan los sentimientos en la vida del sacerdote? ¿Cómo encauzarlos?

Otros participantes
En los sistemas educativos actuales, ¿se da importancia a la formación de la memoria y de la imaginación? ¿Cuál es su utilidad?

 

19. Formación Humana: Desarrollo de las facultades II


Formación de las pasiones

La pasión es una tendencia que se desarrolla de modo superior al normal. Esto puede ocurrir tanto con las tendencias intelectivas, como en las sensitivas. Pasiones de la naturaleza sensible son, por ejemplo: la tendencia a alimentarse, al descanso, a la propia conservación, a la reproducción, etc.; y de naturaleza espiritual: la tendencia a la verdad, a la belleza, a la sana afirmación de sí.

Las pasiones no son, de por sí, negativas. Simplemente son fuerzas de mayor o menor intensidad.
Es por tanto erróneo pensar que la formación de las pasiones consiste en reprimirlas o suprimirlas. Más aún, sería contraproducente: su ímpetu natural, reprimido, podría sumergirse en el subconsciente, y desde ahí dar batalla sin ser advertido. Al contrario, el sentido de la formación de las pasiones es encauzar recta y firmemente su valioso potencial sublimándolo y dirigiéndolo, de modo que sean estímulo y fuerza para realizar grandes empresas.

Ahora bien, como sabemos, el pecado ha dejado al hombre en guerra civil interior. El desorden creado por él en su naturaleza hace que las fuerzas pasionales puedan empujar en direcciones contrarias a aquella que el sujeto trata de seguir consciente y libremente, según la recta razón y a la luz de la fe. Por ello, aunque las pasiones sean en sí fuerzas positivas, podemos hablar de una dirección positiva o negativa de sus impulsos, según vayan en armonía o contradigan el ideal de vida del individuo. Hay, pues, dos medidas a tomar, simultáneas y complementarias: fomentar lo positivo y rectificar lo negativo.

Es importante señalar con Santo Tomás, que nuestro influjo sobre las pasiones no es "despótico", sino "político". Las fuerzas pasionales tienden hacia su propio objeto siguiendo mecanismos automáticos. La voluntad no tiene un dominio directo sobre ellas. Por ello se requiere un trabajo indirecto, "político", a través de ciertos recursos que pueden apaciguar, "distraer" o reencauzar esas energías.

El primer y fundamental recurso es la polarización por un ideal. El amor profundo al propio ideal de vida hace que se polarice en torno a él toda la personalidad. No sólo la inteligencia y la voluntad, sino también las pasiones, entrarán en juego según la dirección unitaria de la persona.

Pero no basta con querer el ideal. Las pasiones pueden "rebelarse" en cualquier momento, dado su automatismo natural. Se requiere vigilancia y firmeza para evitar las causas de la pasión rebelde. La experiencia personal enseña a conocer algunas situaciones o circunstancias, externas o internas, que suelen estimular las tendencias naturales en direcciones desviadas.

En ocasiones puede ser muy útil poner en acción la pasión contraria a la que está "dando lata". Me doy cuenta de que me está dominando la desesperación. Quizás no es fácil controlarla directamente. Pero puedo poner en juego mi inteligencia o mi imaginación para encontrar estímulos que provoquen la pasión de la esperanza, que contrarrestará o incluso anulará las tendencias negativas.

Es posible también encauzar las pasiones hacia objetos adecuados a ellas y a la vez conformes con las propias convicciones. En lugar de dejar que el odio se dirija hacia quien nos ha hecho un mal, podemos orientarlo contra el pecado; contra el pecado de odiar al prójimo, por ejemplo, facilitando incluso de ese modo la capacidad de perdonar. En vez de abandonarnos a la tristeza podemos usar esa tendencia para compenetrarnos con el sufrimiento redentor de Cristo, de modo que lleguemos a valorarlo tanto que sintamos la alegría profunda de sabernos amados por él hasta semejante extremo.

Hay que estar también muy atentos a controlar el crecimiento de las pasiones. Si dejamos que cualquier pasión se desarrolle desmesuradamente, puede llegar un momento en que tome ella las riendas de nuestra personalidad. Cuando se llega a ese estado, la persona se ve absorbida, ajetreada, totalmente focalizada por el impulso pasional en cuestión. Las demás pasiones, el cuerpo, y hasta la inteligencia y voluntad se encuentran sometidos a ella. Las consecuencias pueden ser desastrosas: comportamientos en diametral oposición a las convicciones y la opción de vida de la persona, e incluso, sobre todo si la fuerza pasional persiste en el tiempo, el desarrollo de una patología psicológica.

Otro recurso para educar nuestro mundo pasional es la reflexión sobre los móviles de la propia actuación. Mirar hacia dentro de vez en cuando y preguntarnos: estos pensamientos, esta reacción, este propósito que estoy a punto de hacer, ¿de dónde vienen? ¿de lo que mi razón ha visto como más conveniente y mi voluntad quiere libremente? ¿no me estoy dejando llevar, más bien, por impulsos pasionales?

Por último, cuando todas las medidas han sido insuficientes, puede ser muy sabio recurrir a una "congelación temporal": cuando nos damos cuenta de que la pasión se ha encendido en nuestro interior y nos empuja ciegamente en una dirección indebida, es conveniente no actuar, no tomar ninguna decisión importante en ese estado, esperar a que vuelva la calma.


Formación de los sentimientos

Se suele llamar sentimiento a un fenómeno psíquico de carácter subjetivo, producido por diversas causas (estados de ánimo vitales o pasajeros, reacciones inconscientes ante el medio ambiente, estado físico, acontecimientos, situaciones, etc.) y que impresiona favorable o desfavorablemente a la persona, excitando en ella diversos instintos y tendencias.

Saber cuáles son las diversas clases de sentimientos nos ayudará para conocernos en este punto. Un primer grupo son los sentimientos vitales. Nacen del conjunto de percepciones que tienen como objeto nuestro propio organismo y, según sean, confieren a la vida un sentido de bienestar o de malestar, de frescura o de pesadez. El humor es una resonancia de los sentimientos vitales que repercute en todas las esferas de la vida.

Un segundo tipo está formado por los sentimientos de la propia individualidad. Entre ellos tenemos el sentimiento del propio poder y del propio valor: de capacidad o inferioridad, de suficiencia o insuficiencia que se basa sobre la aprensión de la propia dignidad, dotes y cualidades; puede fundarse más sobre la propia opinión o más sobre la opinión de los demás.

Otros sentimientos surgen como reacción al mundo externo: el sufrimiento, la esperanza, la resignación, la desesperación. Por otra parte se dan los sentimientos corporales (hambre, sed, cansancio, etc.); los de índole psíquica como la tristeza que oprime, la alegría que exalta, la gratitud que conmueve, el amor que enternece, etc.

Es evidente que dentro de este cuadro de sentimientos debe existir una jerarquía y armonía. Jerarquía para que la vida del espíritu, y en general la del hombre, no sea caótica. Cuando se deja curso anárquico a los sentimientos la vida de las personas se hace caprichosa e imprevisible. Cuando los sentimientos corporales acaparan a la persona, el centro de su personalidad se traslada a la piel o al estómago. Y lo mismo podemos decir de los sentimientos meramente psíquicos: en cuanto son puramente sensitivos carecen de razón y mesura, no buscan sino desahogarse. Pero en ese desahogo pueden llevar a remolque toda la vida de la persona.

Finalmente, los sentimientos espirituales que representan el don más precioso de la sensibilidad humana: una simpatía afectiva o empatía con el bien y la virtud, suscitados en el alma por la presencia, o ausencia, del bien moral: gratitud, amistad, aprecio por la sinceridad, etc. Todo el desarrollo de nuestra psique debe colaborar en el desarrollo y fortalecimiento de tales sentimientos sin por ello atropellar a los demás que son también parte característica del hombre.

La formación de los sentimientos busca aprovechar su fuerza encauzándola al bien integral de la persona y al servicio de la misión confiada por Dios. Así los sentimientos enriquecen notablemente al formando y lo hacen capaz de experiencias humanas profundas, de acercamiento a Dios y a los hombres. Un primer paso indispensable consiste en reconocer que siempre está en nuestras manos la posibilidad de controlar, orientar y armonizar la propia personalidad, con toda su riqueza, haciéndola noble, fuerte y dueña de sí.

Pero para poder formarse en este campo -como segundo paso-, el formando ha de analizar y conocer los propios sentimientos, principalmente los predominantes, y ser consciente del grado de influencia que tienen en su comportamiento, pues el sentimentalismo puede causar graves estragos en la formación. Ordinariamente estos factores dependen del temperamento, por el cual se tiende a la alegría o a la tristeza, al optimismo o al pesimismo, a la exaltación o a la depresión. El formador ha de ayudar al formando a descubrir esta componente habitual de su temperamento, con sus potencialidades, sus aspectos positivos y negativos y sus implicaciones; a aceptarse serena, gozosa y agradecidamente, y a ejercitar una labor constante y positiva de control, armonía, equilibrio y progreso.

El medio principal de formación es el mismo que comentamos ya en el apartado anterior: fomentar lo positivo, rectificar lo negativo. Si el sentimiento ayuda, sea bienvenido; si entorpece, debilita, distrae, entonces la voluntad del formado deberá entrar en acción para fomentar el sentimiento opuesto, para centrar la atención en otra cosa, etc. A este propósito algo muy necesario para lograr el dominio y la formación de los sentimientos es educar la imaginación y no dejarla divagar inútilmente, pues las imágenes por su naturaleza llevan a la acción que representan y provocan los sentimientos correspondientes.

Este mismo mecanismo se puede poner al servicio de persona cuando ésta da paso y, en cierto sentido, fomenta los sentimientos que acompañan sus convicciones: entusiasmo por su vocación, fervor más sensible en su amor a Dios, compasión por los hombres, etc. Así los principios libremente escogidos dejan de ser algo frío e intelectual y pasan a ser, con mayor integralidad humana, convicciones operantes. A la atracción objetiva que el valor suscita se añade una carga subjetiva de resonancia.

Como resultado de este esfuerzo el formando adquiere una ecuanimidad estable que consiste en el predominio habitual de un estado de ánimo sereno, equidistante entre la alegría desorbitada y el abatimiento. Desde el punto de vista ascético, es habituarse a cumplir la voluntad de Dios, con el sostén de la voluntad, la fe, y el amor, en las diversas circunstancias de la vida. La orientación hacia este ideal irá creando una actitud habitual de sano optimismo sobrenatural capaz de transformar cualquier estado de ánimo en factor positivo. Todo es gracia para el corazón enamorado de Dios; o como dice San Pablo: «Para los que aman a Dios, todo contribuye al bien» (Rm 8,28). Quien ama su vocación y se identifica plenamente con ella llega a formar un estado de ánimo habitual positivo y fecundo.

La educación de los sentimientos está relacionada con la correcta formación de la sensibilidad como capacidad de reconocer y valorar la belleza de la naturaleza y de las obras de arte.


Formación de la imaginación

La imaginación es la facultad de la creatividad y de la originalidad. Nuestra época dominada por los medios de comunicación social, sobre todo el cine y la televisión, ha llegado a crear una verdadera "civilización de la imagen". Los hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, de esa civilización agradecerán todo lo que sea originalidad, inventiva y sensibilización en la predicación y los escritos del sacerdote. Retendrán mejor su mensaje si se le presenta envuelto en el ropaje agradable y variado que sólo una fecunda imaginación puede crear.

Por lo demás, una imaginación bien cultivada es también una mina inagotable de iniciativas en el trabajo apostólico y en todas las dimensiones de la vida.

Aquí también, una tarea de la educación de la imaginación es su desarrollo y potenciación, y otra su encauzamiento. Habrá quien tenga una imaginación pobre y chata. Convendrá que trabaje para agudizarla, en la medida de lo posible. Pueden servir, en este sentido, tanto los ejercicios para potenciar la capacidad expresiva de la persona (oral y escrita), como la lectura de autores especialmente imaginativos que puede encender una chispa en quienes más carecen de esa cualidad.

Otros en cambio tendrán una imaginación tan desarrollada que llega a ser un problema. De nuevo, lo que interesa es encauzar ese caudal, para que la imaginación deje de ser "la loca de la casa", como la llamaba Santa Teresa de Jesús, y se convierta en humilde y eficiente servidora de la persona y de su misión apostólica. Eso significa que en ocasiones habrá que pedirle a la imaginación, y hasta obligarla, a que se calle y deje de dar lata. Pero significa sobre todo que habrá que invitarla a colaborar con la inteligencia y la voluntad, fijándose en los objetos que esas facultades tienen delante. De ese modo, por ejemplo, en lugar de irse de viaje durante el estudio o la oración contribuirá a que la mente penetre más agudamente los conceptos que trata de entender o que el espíritu se compenetre más vivamente con el objeto de su meditación.


Formación de la memoria

Por las fluctuaciones propias de las distintas generaciones y culturas esta facultad ha sido en ocasiones sobrevalorada, en ocasiones menospreciada. Hoy día nuestra cultura no favorece demasiado su formación, pero no por eso ha perdido importancia o valor.

La memoria, talento y don de Dios, puede llegar a ser un precioso tesoro de conocimientos y experiencias. Hará las veces de un secretario preciso y ágil que presenta al instante el dato solicitado y archiva ordenadamente cuanto se confía a su custodia para extraer de su rico caudal, como el escriba del Evangelio, cosas nuevas y antiguas (cf. Mt 13,52).

El camino de la formación de la memoria es arduo y lento. Tiene el sabor amargo que toda ascensión deja inicialmente en la boca y en el corazón del alpinista bisoño. Requiere la disciplina de la concentración, del método inteligente, de la constancia en la ración cotidiana.

No se trata de sustituir con ella a la comprensión o la reflexión, sino de enriquecer el bagaje y la capacidad intelectual. Muchas veces resulta verdaderamente útil tener presentes datos importantes como, por ejemplo, las palabras exactas de ciertas definiciones filosóficas o teológicas que han llegado a ser clásicas. Para un sacerdote es interesante poder citar versículos o pasajes del Evangelio sin necesidad de recurrir al texto. En ocasiones también será valioso poder disponer inmediatamente de algunas sentencias de autores universales, fechas de sucesos históricos relevantes, nombres de personas que algún día encontramos, etc. Esto será posible si con frecuencia, cuando el estudiante se cruza con estos datos, hace una breve pausa para confiarlos a su memoria y de cuando en cuando controla si en verdad los ha retenido.


Formación física

La vida espiritual, la práctica constante de las virtudes, la formación intelectual, el ritmo de vida de un seminario o de un centro de formación sacerdotal son exigentes. Se requieren actividades deportivas y recreativas que ayuden a recuperar fuerzas físicas y psíquicas, a conservar y fortalecer la buena salud, y que estimulen la sana convivencia. Lo afirma el Vaticano II, hablando en general de la educación en nuestros días: El deporte ayuda a conservar el equilibrio espiritual... y a establecer relaciones fraternas. (GS 61)

Además, estas actividades ofrecen magníficas oportunidades de conocimiento propio, de formación y de ejercicio de múltiples facultades y virtudes: la diligencia, el esfuerzo y sana tensión de la voluntad, la generosidad, la apertura caritativa hacia los demás.

Por otra parte, los alumnos aspirantes al sacerdocio serán en su mayoría jóvenes que necesitan vitalmente el deporte para su sano desarrollo físico y su equilibrio psicológico. Esto no quiere decir que todos deban necesariamente ser deportistas, pero cierto ejercicio físico como la participación en algún juego comunitario, el caminar, el realizar excursiones al campo o a la montaña, hace bien a todos. Sería extraño que un joven rehuyera todo deporte, ejercicio físico o trabajo que suponga sudor y fatiga: indicaría quizá un personalidad perezosa, un estado enfermizo o una tendencia al encerramiento en sí mismo.

Se necesitan, por tanto, tiempos, espacios y actividades para desarrollar esta faceta de la formación. Los programas del seminario no pueden olvidarlo.

El ejercicio corporal sobre todo practicado en los deportes resulta ser un excelente medio de conocimiento personal, de apertura, de donación a los demás, y de formación.

Hablar de formación física no sólo se refiere al deporte, sino también a la necesidad de ejercitar de vez en cuando algún trabajo manual que requiera esfuerzo físico.

El trabajo es una faceta a imitar de la vida de Cristo, que contribuye a formar el carácter, a robustecer la voluntad, a ejercitar en la laboriosidad, a descubrir nuevas habilidades, a conocer más de cerca las condiciones, trabajos y fatigas de muchas personas y así comprenderlas mejor. Ayuda también a vencer la inclinación a la comodidad, a vivir el espíritu de pobreza con mayor autenticidad.

Por último consideremos que tanto el juego como el trabajo físico integra a los miembros de la comunidad entre sí y con el centro formativo, y contribuyen a dar a la comunidad un auténtico aire de familia y a considerar el centro como el propio hogar.



LECTURAS RECOMENDADAS
Se recomienda la lectura de este apartado sobre “Formación humana” en el Plan de Formación sacerdotal del propio país. Aquí se presenta a modo de ejemplo el caso de España.

DEL PLAN DE FORMACIÓN SACERDOTAL PARA LOS SEMINARIOS MAYORES
Conferencia Episcopal Española


1. La formación humana

48. La formación humana del futuro sacerdote viene exigida tanto por la necesaria
asimilación de las virtudes propias del hombre, que debe realizar todo cristiano en cuanto
tal, como por la madurez humana, que exige el propio ministerio al que está llamado.
49. El Señor Jesús, haciéndose hombre139, y siendo igual a nosotros en todo menos en
el pecado140, se constituye en modelo y fuente de la plenitud humana141. El don de la vida
cristiana no destruye ni anula la naturaleza humana, sino que la eleva y perfecciona
conduciéndola a su plenitud142. La consecución y práctica de las virtudes propias del
hombre, que corresponde a todo cristiano, compromete especialmente al presbítero y, por
tanto, al seminarista143. «El presbítero, en efecto, llamado a ser imagen viva de Jesucristo
Cabeza y Pastor, debe procurar reflejar en sí mismo la perfección humana que brilla en el
Hijo de Dios hecho hombre»144.

50. El don del presbiterado y su ejercicio no es algo que se sobrepone de manera
extrínseca a la condición humana y cristiana del seminarista. Más bien, el presbiterado
reclama en él una determinada personalidad humana, cuyas características vienen exigidas,
tanto por la necesidad de que su respuesta a la vocación sea realmente personal y libre,
como por el servicio específico y el lugar peculiar en la Iglesia que la ordenación confiere a
quien la recibe. Así, es responsabilidad del Seminario favorecer y garantizar en los
candidatos al ministerio presbiteral, una personalidad equilibrada y madura, correctamente
articulada con la vocación al ministerio presbiteral145. La identificación de la persona del
seminarista con el ser y ministerio del presbítero diocesano secular es un quehacer esencial
del Seminario.

51. Todos los cristianos son llamados a participar de la santidad de Dios146. El
presbiterado no es la única forma de responder a esa llamada. Puede haber personas que
crean tener vocación y, sin embargo, para ellas el presbiterado no sea la forma más
adecuada de vida cristiana debido a que la estructura de su personalidad no se adecúa a las
exigencias requeridas por el ministerio presbiteral. Por ello es imprescindible un
discernimiento sobre las aptitudes humanas del vocacionado, tanto antes de su
incorporación al Seminario147 como a lo largo de todo el proceso formativo148.

1. Objetivos de la formación humana

52. En todo el proceso de maduración humana del seminarista han de aplicarse las
normas de la educación cristiana en la que se integren en todo momento y circunstancia las
aportaciones de la psicología y pedagogía discernidas debidamente con criterios
cristianos149. Se procurará contar con expertos en estas materias para que orienten en la
labor educativa del Seminario150.

53. La madurez humana es una realidad compleja y no siempre resulta sencillo precisar
su contenido. No obstante se suele considerar maduro el hombre que presenta, entre otras,
las siguientes características: equilibrio y armonía en la integración de tendencias y
valores151, suficiente estabilidad psicológica y afectiva152, capacidad para tomar decisiones
prudentes153, rectitud y objetividad en el modo de juzgar los acontecimientos y las personas,
dominio del propio carácter, fortaleza de espíritu, constancia, normal interiorización de las
virtudes más apreciadas en la convivencia humana y aptitudes de sociabilidad que permitan
relacionarse con los hombres154.

54. Los principales valores y virtudes humanas que han de cultivar los futuros
presbíteros son, entre otros, los siguientes: la sinceridad y el amor a la verdad, la fidelidad a
la palabra dada; el equilibrio emocional y afectivo; la capacidad de diálogo y comunicación,
de perdonar y saber rehacer las relaciones, de colaboración, silencio y soledad, de
animación; la aceptación de personas y modos de pensar distintos; la humildad, como
aceptación de los propios límites y moderación de las aspiraciones; el sentido de la amistad,
de la justicia; la responsabilidad y el uso recto de la libertad; el espíritu de servicio y de
disponibilidad; el desprendimiento y la comunicación de bienes; la laboriosidad, creatividad e
iniciativa en la acción; la austeridad; la firmeza y la constancia; la moderación en vestir y
presentarse, en el hablar y actuar. Todo aquello, en fin, que favorezca que los futuros
presbíteros lleguen a ser verdaderos signos y «artífices de comunión»155.

55. Uno de los objetivos más importantes de la formación humana consiste en que el
seminarista vaya adquiriendo, mediante el encuentro transparente consigo mismo, con los
formadores y con la comunidad, un conocimiento ajustado de su propia persona. Mucho
contribuye a ello llegar a conocer la estructura y los aspectos más influyentes de la propia
personalidad, así como los criterios en los que se asientan las motivaciones y los
comportamientos; e, igualmente, discernir el papel que desempeñan, en la estructura de la
personalidad, la historia personal, la vida familiar y las vicisitudes sociopolíticas, económicas
y culturales de la región o nacionalidad a la que pertenece. Cuando se alcanza este
conocimiento es posible desarrollar las propias virtudes y corregir las limitaciones.

56. Conseguir una madurez humana requiere que el seminarista eduque y adquiera
una racionalidad analítica, crítica y constructiva. El Seminario debe favorecer el nacimiento
de una actitud básica de apertura a la realidad, que ayude tanto a aprender y a asimilar
como a modificar, si es preciso, las propias convicciones personales. Igualmente ha de
capacitar al seminarista para que pueda realizar análisis rigurosos de la realidad, así como a
elaborar síntesis. Es importante cultivar la creatividad, el rigor y el orden mental, la
exposición oral y escrita del resultado de sus reflexiones, el deporte y el interés y
conocimiento de la cultura.

57. En favor de los destinatarios de su misión, a fin de que el futuro presbítero llegue a
ser puente y no obstáculo para el encuentro con Jesucristo156, deberá aprender a conocer
en profundidad al hombre concreto, intuir sus valores y dificultades y facilitar su acceso a la
fe. Así habrá de educar y cultivar el aprecio por los valores éticos «que gozan de mayor
estima entre los hombres y avalan al ministro de Cristo»157. Conviene resaltar la debida
importancia que se ha de ir dando al ejercicio de la libertad con responsabilidad, al fomento
del sentido de la justicia, a la concepción de la legítima autoridad como servicio, al
establecimiento con ella de unas relaciones consecuentes con esta concepción, a
desarrollar una actitud de disponibilidad y fidelidad a los compromisos. En cualquier caso la
formación del seminarista ha de garantizar una sensibilidad ética capaz de sintonizar con las
nobles aspiraciones humanas.

58. Una personalidad madura requiere, como ámbito ineludible de crecimiento, la
relación con los demás. Desarrollar el sentido social y comunitario del seminarista e
integrarlo en su proceso de maduración personal es una tarea fundamental. Ello exige que
el seminarista participe efectivamente en «los gozos y las esperanzas, las tristezas y las
angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos
sufren»158. Demanda igualmente un lúcido y crítico amor a las raíces socio-históricas de la
cultura en que vive, siendo consciente de que el amor sereno a su pueblo ha de ser
condición para poder amar y servir a pueblos y culturas distintos del suyo159. Madurar el
sentido comunitario y social exige educar la capacidad de diálogo160 y favorecer un tipo de
relaciones interpersonales gratificantes, compartir los bienes, trabajar en equipo, luchar
contra el propio egoísmo y abrirse sinceramente al otro. La formación del sentido
comunitario y social ayuda a descubrir el valor del ministerio presbiteral en nuestra sociedad
y favorece la formación de un estilo de vida realmente participativo y corresponsable.

59. En todo el proceso de maduración de los candidatos al sacerdocio merece una
atención especial la educación de la afectividad y de la sexualidad161 porque, como
presbíteros, están llamados a vivir el celibato presbiteral162. Esta preparación debe
garantizar aquella madurez afectiva que nace del convencimiento del puesto central del
amor, como fuerza personal y englobante, en la existencia humana y cristiana163. Desde el
amor así entendido adquieren todo su valor el cuerpo humano, la sexualidad, la virtud de la
castidad y el mismo celibato.
En efecto, el celibato se asienta sobre la elección de una relación personal más íntima y
completa del presbítero con Cristo y la Iglesia en beneficio de toda la humanidad164, y no
supone una violencia a la naturaleza humana ni consiste simplemente en la mera opción
que proporciona una mayor agilidad y eficacia pastoral, sino que es precisamente un cauce
singular de realización del amor.
Así, por un lado, la madurez afectiva y sexual supondrá la superación de formas de
autoerotismo y la capacidad probada de autocontrol165. Quien no tuviera una afectividad y
sexualidad bien integrada en su propia personalidad, bajo todos sus aspectos166, no podría
acceder a la ordenación sacerdotal que comporta la libre aceptación del celibato. Por otro
lado, esta madurez vendrá favorecida por el cultivo de toda relación positiva y cordial, de
amistad, de diálogo y colaboración con los compañeros de la comunidad y con cualquier
persona en el ámbito pastoral. En ese mismo trato, quien está llamado al amor célibe deberá
saber detectar y superar aquellas formas de relación particular o exclusiva que «impiden la
libertad del corazón y la universalidad del amor»167.

2. Medios para la formación humana

60. Son medios fundamentales para la formación humana, entre otros, los siguientes:
_ el proyecto personal de vida de cada seminarista de acuerdo con el proyecto formativo
de la comunidad del Seminario;
_ la educación en la libertad y en la responsabilidad;
_ la meditación y el examen de conciencia;
_ una vida sobria, austera y disciplinada que se programa y revisa con transparencia;
_ el intercambio y comunicación en la misma vida comunitaria del Seminario;
_ el discernimiento periódico y progresivo en diálogo con los formadores168;
_ la integración y participación en distintos ámbitos de la vida comunitaria eclesial y
social;
_ la atención adecuada a la salud y al desarrollo físico: deporte, descanso,
esparcimiento, etc.

NOTAS
140 Cf. Flp 2,7; Heb 2,17; 4,15.
141 Cf. Jn 1,16.
142 Cf. RFIS 51.
143 Cf. RFIS 51; PO 3.
144 PDV 43.
145 Cf. OT 11.
146 Cf. Mt 5,48.
147 Cf. RFIS 39; n. 180-183 de este Plan de Formación.
148 Cf. OT 6; RFIS 40.
149 Cf. OT 11; CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA, Directrices sobre la preparación de los formadores en los Seminarios [DPFS] 58.
150 Cf. n. 255 de este Plan de Formación.
151 Cf. CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA, Orientaciones para la educación en el celibato sacerdotal [OECS] 18; CONC. VAT. II, Decl. Gravissimum educationis [GE] 1; CONC. VAT. II, Decr. Perfectae caritatis [PC] 18; RFIS 39.
152 Cf. OT 11; RFIS 39.
153 Cf. OT 11.
154 Cf. OT 6,11; RFIS 39; OECS 18; PDV 43.
155 Cf. PDV 43.
156 Cf. PDV 43.
157 OT 11.
158 GS 1.
159 Cf. GS 58.
160 Cf. OT 15.
161 La formación específica para el celibato se expone también al hablar de la formación espiritual, cf. n. 73, 88 y 89 de este Plan de Formación.
162 Cf. OECS 20; 21.
163 Cf. PDV 44.
164 Cf. SaCe 54; 72.
165 Cf. CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA, Orientaciones educativas sobre el amor humano. Pautas de educación sexual [OEAH] 98 y 101; Cf. OECS 63.
166 Cf. OEAH 98 y 101; OECS 63.
167 OECS 61; cf. también Carta del Santo Padre Juan Pablo II a los sacerdotes con ocasión del
Jueves Santo, 1995, 4-6.
168 Cf. RFIS 40.