14. El sacerdote,
hombre de Dios. Las virtudes teologales en su vida
Fuente: Instituto Sacerdos
Autor: Instituto Sacerdos
PREGUNTAS PARA ORIENTAR LA DISCUSIÓN EN EL FORO
Nota: no es necesario responder a todas las preguntas, cada uno es libre en
eso. Se sugiere responder sobre todo a aquellas en las que uno tenga alguna idea
o experiencia interesante que pueda enriquecer a los demás, que es de lo que se
trata. Incluso puede comentar una pregunta que corresponda a otro grupo, u otro
asunto relacionado con el tema que estemos viendo.
Formadores
- ¿Cómo explicar la fe y la esperanza a los jóvenes de hoy? ¿Cómo “entrenan” a
los seminaristas para que sean hombres de fe y esperanza?
Otros sacerdotes y seminaristas
- En este capítulo se ha hablado de la virtud de la “benedicencia”. ¿Es algo que
se vive y practica en la Iglesia, en su parroquia, entre los sacerdotes, en el
seminario? ¿Cómo fomentarlo?
Otros participantes
- El sacerdote debe ser hombre Dios. Desde el seminario debe formarse tal.
¿Cuáles son los rasgos o actitudes del sacerdote, hombre de Dios? ¿en qué se
distingue de los demás?
14. El sacerdote, hombre de Dios. Las virtudes teologales en su vida
El sacerdote, hombre de Dios
Los hombres buscan en el sacerdote a un amigo, a un confidente en el que
encuentren comprensión y acogida; esperan encontrar en él a un hombre prudente y
bien preparado, capaz de ofrecerles orientación certera en sus luchas y en las
noches de su fe. Pero ante todo, desean que el sacerdote sea un hombre de Dios.
El sacerdote, «puesto en favor de los hombres en lo que se refiere a Dios» (Hb
5,1), y por lo tanto mediador entre ambos, prolongación del único Mediador, ha
de ser un hombre de Dios en lo más profundo de su ser, de sus sentimientos, de
sus pensamientos, de sus intenciones y de sus acciones.
Es hombre de Dios quien se ha dejado poseer por Dios: «Me has seducido, Yahvéh,
y me dejé seducir; me has agarrado y me has podido» (Jr 20,7) y en virtud de
esta posesión se acerca a las realidades humanas imbuido del pensamiento y del
querer divinos. Los que lo escuchan y ven actuar palpan la presencia de Dios,
que habla y obra a través de él. Como auténtico profeta y pastor, muestra
nítidamente a los hombres el camino hacia el Padre, enseña y recuerda lo que
Dios espera de ellos y lo que en justicia se le debe. Es auténtica luz para sus
conciencias y maestro de oración. Suscita y alimenta en sus corazones la
nostalgia de Dios y les muestra que su ciudadanía definitiva está en el cielo.
La transformación en el hombre de Dios supone para el seminarista un proceso
gradual y dinámico en el que Dios va penetrando poco a poco todas sus
facultades, sus sentimientos, su actuación, elevándolas con la gracia en la
medida en que el alma se presta y colabora con su acción. No cabe duda que el
camino primordial será el de la oración entendida como contacto fecundo y
renovador con Dios. Oración que pide y, a la vez, alimenta, la generosa
correspondencia en la práctica de las virtudes; la ascesis, positiva y amorosa,
necesaria para ir purificando la propia persona del pecado y de sus efectos; y
la docilidad a las inspiraciones del Espíritu Santo.
Fe, esperanza, amor
Como termómetro fiel, el grado de ejercicio y crecimiento en la vivencia de las
virtudes teologales indica la medida en que Dios va tomando posesión de la
persona; y, por tanto, la medida en que el hombre se convierte en hombre de
Dios. No hay mejor señal de bienestar espiritual, y de que Dios está haciendo su
obra, que la constatación del crecimiento en estas virtudes que le tienen a él
como fin. Virtudes que purifican y embellecen el alma, que son fundamento de
toda la vida espiritual.
La fe
La fe es la ventana del alma a las realidades sobrenaturales. Es el fundamento
de la vida cristiana, también de la vida cristiana del sacerdote. Pero en él,
además, la fe se hace aún más necesaria. En primer lugar porque toda su
existencia se mueve en el ámbito de lo sobrenatural: ofrece cada día el
sacrificio del Hijo de Dios y sostiene su cuerpo en sus propias manos; perdona
en su nombre los pecados, algo que solamente Dios puede hacer (cf. Mc 2,5);
representa ante el pueblo de Dios a Cristo cabeza (LG 28). ¿Cómo puede vivir un
sacerdote dedicado de por vida a «las cosas de Dios» (Hb 5,1) si no vive en la
fe y de la fe?
Por otra parte, el sacerdote ha sido llamado a ser profeta del Reino de Dios,
maestro de la fe: Si esta virtud es necesaria para todos, lo es de forma
especial para el sacerdote, que tiene la misión de comunicar la fe a los demás
con el anuncio de la Palabra. Éste no puede predicar el Evangelio con eficacia
si no ha asimilado profundamente su mensaje... Todo sacerdote ha de ser animador
de la fe.... (Juan Pablo II, Angelus, 17 de diciembre de 1989)
¿Cómo podrá ser animador y maestro de la fe, un sacerdote que no se encuentre
profundamente imbuido de ella?
Finalmente, el camino de la vida sacerdotal se ve con frecuencia marcado por la
cruz y jalonado de dificultades; hay momentos en los que la fe lo es todo y sin
ella nada puede mantenerse en pie.
Es vital, por tanto que la formación espiritual del seminarista se centre en la
maduración de su fe.
Se trata de una virtud teologal que no se reduce a un mero sentimiento de la
presencia de Dios en la vida, o a un bagaje más o menos amplio de conocimientos
sobre Dios y las verdades reveladas. Creer es mucho más que saber o sentir. Es
ver a Dios en toda persona, y en todo acontecimiento. Es orientar constantemente
hacia él todas las acciones y actividades. Es fiarse de Dios y de sus promesas,
aceptar su palabra, confiar siempre a pesar de las sorpresas, los sobresaltos,
las caídas, los temores y las mil dificultades de la vida.
La fe es un don divino. Hay que pedirlo diariamente con humildad, agradecerlo y
manifestar este agradecimiento con la propia colaboración. Colaboración que
significa ilustrarla y profundizar en ella lo mejor posible, y mantenerla libre
y desprendida, mediante la purificación del corazón y la vigilancia contra las
tendencias al racionalismo y a la autosuficiencia.
Hay momentos y actividades de la vida de un seminario especialmente
privilegiados para avivar, ilustrar y fortalecer la fe de los seminaristas. Pero
un buen formador es maestro y testigo de la fe ante ellos en todo momento y
circunstancia. Con su modo de ver las cosas y las personas, con sus comentarios
discretos y oportunos, con el testimonio de su vida de oración..., en la
orientación personal, en la confesión, en una conversación informal... Siempre
puede ir dejando en el alma de sus seminaristas gotas frescas de fe.
La esperanza
De la fe luminosa y operante brota la auténtica esperanza cristiana con sus dos
vertientes principales: la esperanza que se transforma en confianza en Dios, y
la que apunta al desarrollo y posesión definitivas del Reino de Cristo.
Quien cree en Dios, confía en él. Y confía a fondo, porque la confianza, o es
total, o no es confianza. La esperanza nos asegura que Dios nos dará la fuerza y
el coraje para llegar hasta el final, y que en él encontraremos con creces la
plenitud y la felicidad que no podemos encontrar en las creaturas. Quien
ejercita la virtud de la esperanza está convencido de que Dios ama profundamente
al hombre, y de que a pesar de los numerosos y grandes obstáculos que la maldad
y la debilidad del hombre opongan al establecimiento del Reino de Dios, el
Espíritu Santificador continuará operando en la Iglesia la salvación que nos
trajo Jesucristo. Así, el ejercicio de la esperanza lleva a confiar en la venida
del Reino de Dios y a anhelar la felicidad futura que sólo Dios puede dar.
De nuevo aquí -como sucedía con la fe-, el joven que se prepara para el
sacerdocio debe ser consciente de que no se trata de vivir una virtud para
usufructuarla individualmente.
El presbítero es el hombre de la esperanza... Formar un sacerdote significa
formar un hombre que tendrá la misión de testimoniar la esperanza cristiana y
robustecerla en los demás. El mundo está sediento de esperanza.... El sacerdote,
hombre de la esperanza, ... tenderá sobre todo a desarrollar en torno a sí la
esperanza que no falla (cf. Rm 5,5). (Juan Pablo II, 24 de diciembre de
1989)
Y sin embargo, con frecuencia nos olvidamos de esta virtud: la damos por
supuesta o simplemente no le prestamos mayor atención. El formador de sacerdotes
no puede ignorarla sin más. Cuando, por ejemplo, un seminarista se encuentra en
un momento de oscuridad, dificultad o desánimo, es necesario, sí, que le anime
con recursos humanos, pero es más importante aún que le ayude a levantar su
mirada y a encontrar en Dios su esperanza y su fuerza. Entonces, una
circunstancia en sí negativa, habrá servido para que aquel joven fortalezca su
temple cristiano y se prepare mejor para ser testigo de la esperanza.
La caridad
Dios es amor (cf. 1 Jn 4,8). Esta verdad del Nuevo Testamento es el rasgo
definitivo de la revelación progresiva, misteriosa y sorprendente del rostro de
Dios. Por otra parte, el hombre es imagen de Dios. Dios lo creó a imagen y
semejanza suya (cf. Gen 1,27), capaz de amar, hecho para amar. Jesucristo dejó
bien claro que el distintivo radical de sus discípulos es el amor (cf. Jn
13,34-35). De aquí que la tarea principal del cristiano sea parecerse a Dios por
el ejercicio asiduo del amor que ha sido derramado en todo corazón por el
Espíritu Santo que habita en cada bautizado (cf. Rm 5,5). La caridad es resumen
y plenitud de la Ley (cf. Mt 22,40; Rm 13,10), reina de las virtudes (cf. 1 Co
13,4) y la más grande de las virtudes sobrenaturales (cf. 1 Co 13,13).
No puede, por tanto, estar ausente en el corazón y la vida del sacerdote. Él ha
sido escogido para prolongar la presencia de Jesucristo y hacer presente su amor
entre los hombres. Ha sido puesto como mediador entre ellos y Dios. De ahí la
doble vertiente de su caridad sacerdotal: amar a Dios como deben amarlo todos
los hombres, y amar a los hombres como son amados por Dios.
Amar a Dios sobre todas las cosas
El mejor modo de llevar al seminarista a amar a Dios es ayudarle a conocerlo.
Cuanto más lo conozca y descubra, más lo gustará. Su corazón lo amará como al
único totalmente amable y su libertad podrá elegirlo como al único que colma
todas sus ansias y anhelos. Conocerlo en la oración, en el ejercicio de la fe
que lo reconoce siempre presente, en la escucha atenta de las inspiraciones del
Espíritu Santo.
Nada mueve más al amor que el saberse amado. Esta experiencia humana vale
también para la caridad teologal. Y alguien que ha sido escogido por Dios de
entre los hombres para una misión tan sublime como la del sacerdocio, tiene
muchos y muy profundos motivos para sentirse amado por su Creador y Redentor.
Qué fácil es, y al mismo tiempo qué importante, recordárselo y valorárselo al
seminarista: ¡Dios te ama! En los momentos de fervor y entusiasmo o en los
momentos de sequedad y desánimo: ¡Dios te ama!
Como las dos virtudes anteriores, la caridad es un don de Dios. Hay que poner
todos los medios humanos, pero sobre todo hay que pedirlo, esperarlo y acogerlo
con humildad y apertura.
El amor a Dios llevará a las obras del amor. Formar al seminarista en la caridad
teologal es también orientarle para que viva siempre en una actitud de
autenticidad en su entrega a la voluntad de Dios. Recordarle que quien ama a
Dios cumple sus mandamientos (cf. Jn 14,15). Ayudarle a comprender que la
voluntad de Dios se manifiesta sobre todo en el interior de su conciencia (GS
16), pero se expresa también a través de quienes legítimamente le representan:
desde el supremo Magisterio de la Iglesia hasta su más cercano formador.
Finalmente, mostrarle que el amor a Dios debe llevarle a esforzarse del modo más
sincero por evitar el pecado, como negación del amor; no sólo: debe foguear en
él un ardiente anhelo de que en todas partes, entre sus compañeros y amigos, en
las familias y las sociedades, reine siempre el amor por encima del pecado. El
amor de Dios orientará así, de manera radical, el sentido y el objetivo esencial
de su futuro apostolado. Su amor al Padre le lleva a sus hermanos.
Amor al prójimo como a sí mismo
Es la segunda dimensión de la caridad del sacerdote: amar a los hombres como son
amados por Dios. Su Maestro se lo ha pedido al identificarse místicamente con
todo ser humano: «cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a
mí me lo hicisteis» (Mt 25,40). También a él se dirigen las contundentes
palabras de san Juan: «si alguno dice: "amo a Dios", y aborrece a su hermano es
un mentiroso» (1 Jn 4,28).
Es preciso formar a los seminaristas en el auténtico espíritu del amor cristiano
a todos los hombres. Podemos tener seminaristas "piadosos", cultos,
cumplidores... pero si no viven la caridad de Cristo no podrán ser de verdad
"otros Cristos", más aún serán sacerdotes que viven al margen del Evangelio.
Hay muchísimos aspectos y matices implicados en esta virtud. San Pablo nos
recuerda unos cuantos: «La caridad es paciente, es servicial; la caridad no es
envidiosa, no es jactanciosa, no se engríe; es decorosa; no busca su interés; no
se irrita; no toma en cuenta el mal; no se alegra de la injusticia; se alegra
con la verdad» (1 Co 13,4-6). Tratarlos todos sería interminable. Es posible,
sin embargo, recordar algunos, a modo de ilustración.
El amor reside en el corazón de la persona. Podemos, pues, mencionar algunos
rasgos de la caridad "interna". La caridad en cuanto bondad del corazón, que
lleva a aceptar benévolamente a cualquier persona. De esa bondad nace la
disposición a pensar bien de todos. Recordando la seria advertencia de Jesús:
«no juzguéis y no seréis juzgados, no condenéis y no seréis condenados» (Lc
6,37), hay que habituar al futuro sacerdote a contrarrestar la tendencia natural
que recoge el dicho popular: "piensa mal y acertarás", con una actitud más
cristiana y más justa: "creer todo el bien que se oye; no creer sino el mal que
se ve". Y ese mal que no es posible ignorar, saber disculparlo. Acostumbrarse a
distinguir el pecado del pecador, y ser siempre capaz de perdonar sinceramente:
«perdonad y seréis perdonados» (ibid.). ¡Qué importante es ir formando desde el
inicio estas disposiciones que van fraguando el verdadero corazón sacerdotal!
De ese corazón van brotando espontáneamente las actitudes y acciones que
configuran la "caridad externa". Ante todo, la benedicencia. Desgraciadamente
estamos demasiado acostumbrados a la crítica y la difamación. Muchas veces da la
impresión de que se considera perfectamente compatible una vida de piedad, de
misa diaria y hasta de consagración religiosa con la crítica, el chisme, la
murmuración y la burla sobre el prójimo. Parecería que se nos han perdido
algunas páginas del Nuevo Testamento: «no habléis mal unos de otros, hermanos.
El que habla mal de un hermano o juzga a su hermano, habla mal de la Ley y juzga
a la Ley» (St 4,11). El sacerdote no puede permitirse semejante incoherencia.
Hay que recordárselo a los seminaristas, y ayudarles en la vida de cada día,
sobre todo con el propio ejemplo. Enseñarles a no murmurar de sus compañeros, ni
de sus formadores, ni de su obispo, ni de otros sacerdotes, ni de nadie. Si
consideran que deben hacer algún comentario sobre otro por el bien de él o por
un bien mayor, deberían encontrar siempre la posibilidad de manifestar sus
observaciones ante quien tenga la capacidad de solucionar o mejorar la
situación.
Pero benedicencia no es simplemente no hablar mal. El amor sincero engendra no
sólo el deseo de silenciar sus fallos y defectos sino también el deseo de hablar
bien de los demás. Basta una palabra, un comentario fugaz, para crearles una
buena fama y rodearlos de estima. En ocasiones podrá ser necesario incluso salir
noblemente en defensa de un compañero, o de cualquier persona injustamente
criticada. ¡Qué bello gesto de genuina caridad! Una comunidad en la que todos
saben que los demás hablarán bien de él, en la que no hay ataques por la
espalda, en la que todos hablan bien de todos... ¿Es demasiado ideal? Es el
ideal cristiano.
Los miembros de la primitiva comunidad cristiana «Tenían un solo corazón y una
sola alma» (Hch 4,32). El seminario y las comunidades sacerdotales también
aspiran a ser una grande y única familia por el amor fraterno y por las
relaciones mutuas de cordialidad, de respeto y de servicialidad.
La caridad externa no se reduce, claro, a hablar bien. Se ha de traducir en
obras concretas de servicio desinteresado, de colaboración generosa, de ayuda
mutua. Cuántas ocasiones brinda la vida de un seminario para salir de sí mismo y
servir a los demás. Para quien quiere, la vida comunitaria es un auténtico
gimnasio de caridad.
Por último, el amor al prójimo engendra el interés sincero por la justicia. El
sacerdote tiene que ser un hombre justo y un promotor de justicia. Justo, ante
todo él, en sus relaciones con quienes trabajan en alguna institución por él
dirigida. Promotor de justicia con su predicación, con su trato pastoral con
quienes cometen injusticias, con su apoyo a quienes las sufren. Desde sus
primeros pasos hacia el sacerdocio conviene sensibilizar al seminarista ante las
necesidades de los demás y las exigencias de la justicia humana y cristiana. Y
hay que ayudarle también a formarse para trabajar por ella. Procurar que
comprenda, por una parte, que se trata de una dimensión de su sacerdocio, en
cuanto servicio al hombre en su integridad; por otra, que su misión no puede
reducirse a la de un sindicalista, sino que entraña esencialmente una dimensión
sobrenatural; y, finalmente, que no hay verdadera promoción de la justicia fuera
de la auténtica caridad cristiana, que comporta el amor, el perdón, la
comprensión, hacia todos, sin opciones de parte, universal.
Las sugerencias prácticas en este apartado podrían multiplicarse. No obstante,
el mejor método de formación en esta virtud es el testimonio de caridad sencilla
y constante por parte del formador. Todo el día se convierte así para él en una
magnífica cátedra de caridad. Su mejor predicación será el ejemplo personal, que
nunca pasa desapercibido. Podrá, por ejemplo, adelantarse a las necesidades de
los seminaristas, valorar positivamente a todos los colaboradores y a cada uno
de los seminaristas, mostrarse siempre comprensivo anotando los rasgos positivos
que hay en toda persona y acontecimiento... Será también necesaria su palabra de
aliento y su certera orientación para que cada formando aprecie y se ejercite en
esta virtud.
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