El hecho de la evolución

En Salamanca conocí la obra de Teilhard de Chardin en un momento en que la vieja visión del mundo asumida por la filosofía escolástica, la llamada "filosofía perenne", daba señales inequívocas de caducidad. Sin embargo, ahí estaba Teilhard, sabio, profeta y místico, que -afrontando dificultades e incomprensiones- había ofrecido una nueva visión del mundo, evolutiva y dinámica.

Resultaba liberador constatar que la evolución no se opone a la fe ni, de suyo, da amparo a ninguna filosofía. Es un hecho que se descubre por la ciencia. Según Teilhard, el mínimo credo común de todos los evolucionismos es éste: existe una ligazón física entre todos los vivientes y, por extensión, entre todo lo real.

Hombre inteligente y creyente, Teilhard considera ilegítimo el cisma que gradualmente, desde el Renacimiento, ha separado al cristianismo del mundo moderno. Decía ya en 1923: "Empiezo a pensar que hay cierta visión del mundo real tan cerrada para determinados creyentes, como el mundo de la Fe está cerrado para quienes no son creyentes".

En su persona y en su obra, Teilhard presenta una decidida renovación que le permite dialogar con el mundo moderno. La misma Religión sale fecundada, engrandecida. Teilhard tiene el mérito de devolver al cristianismo su sentido cosmológico. Pero también, el de ofrecer a un mundo dinámico la luz de la Revelación.

 

Cristo es el Centro

En un círculo de estudios, tenido en el Colegio Español de Roma allá por el curso 67-68, se me pidió que explicara qué era eso del punto Omega. El punto Omega, de claro sabor apocalíptico, es el centro final de convergencia de todo el proceso cósmico. Para Teilhard, el universo está centrado evolutivamente. La dirección del proceso evolutivo es ésta: cosmogénesis-biogénesis-antropogénesis, o sea, mundo-vida-hombre. Pero he aquí el problema: el hombre -en quien la evolución se ha hecho consciente- percibe su propia finitud y la del mundo mismo. Ahora bien, si la nada es el futuro de la evolución, ¿tiene sentido el esfuerzo precedente? En este contexto surgió mi primer artículo, que trató sobre el concepto teilhardiano de muerte en el marco de un mundo en evolución.

Omega es el futuro que espera a una evolución que ha llegado a ser consciente, pero que ha de afrontar el paso vertiginoso y oscuro de la muerte. Omega ha de ser, según Teilhard, una realidad trascendente y personal. Trascendente, porque está al otro lado de todos y de cada uno de los fenómenos. Personal, porque -desde el momento en que el mundo ha llegado a ser personal- ya nada puede tener sentido para él que no sea supremamente personal, ya ninguna realidad puede ser superior ni puede atraerle si no es sumamente relacional, ya ningún punto trascendente podría centrarle.

Omega es el punto clave de la hipótesis teilhardiana. Si Omega existe, entonces todo es explicable. También la muerte. La muerte es, así, paso hacia adelante por donde se llega a la plenitud de Omega.

Avanzando de abajo hacia arriba, es decir, a la luz de la razón, no se llega sino a ese hipotético "dios desconocido" que es Omega. Pero cambiando de perspectiva y considerando las cosas de arriba abajo, es decir, a la luz de la Revelación, Omega es Cristo, que llena, consuma, da consistencia y recapitula toda la creación.

De esta forma, Cristo Resucitado adquiere para Teilhard dimensiones cósmicas: "Tú has ocupado por derecho de Resurrección el punto clave del Centro total en el que todo se concentra". Y también: "El Astro que el mundo espera, sin saber todavía pronunciar su nombre, sin apreciar exactamente su auténtica trascendencia, sin poder distinguir los más espirituales, los más divinos de sus rayos, es por fuerza el mismo Cristo que esperamos nosotros". Y finalmente: "Cristo se ama como una persona y se impone como un mundo".

 

Victoria sobre la muerte

En cierto sentido, toda la obra de Teilhard es una gran meditación sobre la muerte. La muerte es "el resumen y la consumación de todas nuestras disminuciones", pero también es medio divino que conduce a la plenitud de la resurrección. Sin embargo, la resurrección no es, para Teilhard, una restauración del orden actual del mundo, una especie de paraiso terrestre. En su obra se perfila un nuevo concepto de resurrección, fruto de su visión dinámica del mundo. Veamos:

-con la muerte, hay algo que pasa irrevocablemente. Hay algo esencial y algo caduco. La muerte, para no ser ya tal muerte, debe dejar filtrar "la esencia más preciosa de nuestros seres".

-la muerte, paso hacia adelante, coloca al mundo y al hombre en situación de trascendencia. Es "la condición natural de un éxtasis fuera de las dimensiones y marcos del universo visible".

-la resurrección se entiende como plenitud de nuestra propia personalidad en situación de trascendencia. Esta plenitud se nos da en Cristo, en quien somos divinizados: consumación de la Cristogénesis, misterio y destino de la historia, transfiguración del hombre y del mundo.

"De este modo se hallará constituido el complejo orgánico: Dios y Mundo, la Plenitud, realidad misteriosa que no podemos decir que sea más bella que Dios solo, puesto que Dios podía prescindir del Mundo, pero que tampoco podemos pensar como absolutamente accesoria sin hacer con ello incomprensible la Creación, absurda la Pasión y falto de interés nuestro esfuerzo. Y entonces será el fin. Como una marea inmensa, el Ser habrá dominado el temblor de los seres. En el seno de un Océano tranquilizado, pero en que cada gota tendrá conciencia de seguir siendo ella misma, terminará la extraordinaria aventura del Mundo. El sueño de toda mística habrá hallado su satisfacción plena y legítima. Dios lo será todo en todos".

Teilhard murió en Nueva York, el 10 de abril de 1955, Pascua de Resurrección. Tres días antes de su muerte, dejó escrito en la última página de su diario un resumen sorprendente de su pensamiento entero: El Universo está centrado evolutivamente. Cristo es el Centro. Y los tres versículos (1 Co 15,26-28), en los que se dice que el último enemigo destruido es la muerte, pues Cristo ha puesto todas las cosas bajo sus pies.

Poco antes, el 15 de marzo, durante una cena en el consulado de Francia en Nueva York, Teilhard había afirmado, en presencia de sus sobrinos: Quisiera morir el día de Resurrección.

En su último día, por la mañana, asistió a una misa solemne en la catedral de San Patricio. Por la tarde, a un concierto. Después, en casa de unos amigos, se mostró satisfecho de la "magnífica jornada". Al tomar el té, cayó repentinamente al suelo. Llamaron a un médico, pero murió allí mismo: ¡en Pascua de Resurrección!

Jesús López Sáez