Louis Lavelle

LA ESPIRITUALIDAD FRANCISCANA

 

Para quien quisiese conocer la naturaleza humana, no habría en verdad meditación más instructiva que aquella que tendiese a abarcar simultáneamente, en una especie de cuadro, la unidad y la diversidad de las instituciones monásticas. Y puede creerse que en semejante cuadro se nos aparecerían todos los rasgos esenciales de esa naturaleza con asombroso relieve y, sin duda, mucho mejor que en todos los análisis de los psicólogos o en todos los estudios de los moralistas, porque aquí todas las potencias del alma vienen a jerarquizarse y unificarse en una opción decisiva en la que el ser compromete la totalidad de su destino y determina, por así decirlo, su propia relación con lo Absoluto.

Todas las órdenes religiosas tienen una inspiración común que ponen en obra por los medios más diferentes el ardiente deseo de pureza que, sin duda, se encuentra en el fondo de todas las conciencias y que induce a las exigentes a separarse del siglo y replegarse sobre sí mismas para vivir en la presencia constante de Dios. Si la sociedad nos aleja de esta presencia y la soledad nos permite recuperarla, se comprende que el claustro sea una organización de la soledad espiritual. No un aislamiento, sin embargo, que nos haga presa de todas las miserias del amor propio: pues justamente el alma no cesa de estar aislada por sólo la presencia misma que allí busca.

Por el contrario, al someterse a la regla, los individuos se sienten sostenidos, unidos y fortificados en la propia vida que escogieron y en la que los vínculos del hombre con el hombre, lejos de romperse, deben tender siempre a realizar el modelo de una sociedad auténtica; es decir, de una fraternidad. En fin, esta misma clausura sería imposible de comprender y soportar si no fuese, a la vez, una comunión abierta con la humanidad entera, cuyo destino es siempre solidario del nuestro y del que cada uno de los seres humanos es siempre responsable en la medida de sus fuerzas; con una humanidad por la cual -tanto como por sí mismo- no cesa jamás de pensar, trabajar y orar.

La diversidad de las órdenes es el testimonio de la diversidad de las potencias que poseen todos esos seres que han sido llamados, no obstante, a la misma vocación espiritual. Pues en cada uno de nosotros está la humanidad entera, sin lo cual no podríamos comunicarnos los unos con los otros, ni llegar a comprendernos. Pero, al mismo tiempo, hay tantas diferencias entre las disposiciones, gustos y dotes como entre los rostros. No estamos destinados a las mismas tareas. Es preciso que lo que al uno se pide ningún otro en el mundo pueda realizarlo. Si cada cual consintiese con sinceridad y humildad en responder a las llamadas interiores que le son dirigidas, aceptando las circunstancias en que se halla colocado, en vez de querer escogerlas o modificarlas, cesaría inmediatamente de compararse con los demás, de imitar una actividad para la que no está hecho o de envidiar un éxito que él mismo sería incapaz de alcanzar.

Ya en la naturaleza observamos diferentes tipos de caracteres. En la misma vida intelectual hay familias espirituales. Pues en el mundo no hay nada abstracto, e incluso todo ser posee una originalidad irremplazable que sin cesar demanda ser espiritualizada y transfigurada, pero jamás abolida. Esa originalidad se encuentra en la psicología de los santos y hasta en los coros angélicos. Las órdenes religiosas le permiten expresarse; y si la vida espiritual continúa siendo una e indivisa, en cada una de ellas reviste, no obstante, una forma única y privilegiada, que todavía variará en cada uno de sus miembros.

Si elegimos estudiar primero la espiritualidad franciscana, es porque acaso se encuentra aquí la espiritualidad en estado casi puro; queremos decir que -como puede verse en las objeciones que a menudo se le han hecho- no hace alianza ninguna con la investigación intelectual e incluso la juzga inútil, aunque la orden haya tenido sus sabios y sus filósofos. Es un retorno a un estado de sencillez y de confianza en que la misma lucha contra el mal no es otra cosa que la presencia de Dios sentida más directamente y hecha siempre más próxima y activa. De tal suerte que puede uno preguntarse si en todos los demás aspectos de la vida espiritual no se encuentra algo de franciscano, lo que nos permitiría descubrir en él, con rasgos más pronunciados, algunas de las exigencias más profundas de la vida religiosa.

Además, el mensaje de San Francisco fue acogido a menudo favorablemente en el mundo, aunque por dos razones contra las cuales conviene defenderse. La primera, por haberse creado una estética y, digamos la palabra, una moda franciscana. Se expresa, en primer término, por el vivo placer que tantos lectores experimentan con lo pintoresco de las Fioretti, sin que pueda uno estar muy seguro de que dejen en su conciencia una huella profunda y no, simplemente, unas cuantas imágenes llenas de frescura; luego, por la transformación de Asís en un lugar de peregrinación al que se va a admirar la belleza del paraje y a buscar en el aire y la luz una especie de goce sensible que evoca una atmósfera espiritual a la cual, de otro modo, no se tendría acceso. Ciertamente, el espíritu franciscano ha producido una maravillosa floración de obras de arte, pero lo hizo siempre elevando el arte a su propio nivel; por el contrario, toda vida espiritual perece en cuanto se la reduce a estética.

La segunda interpretación que también amenaza deformar la enseñanza de San Francisco es la que sólo ve en ella la prédica de una especie de fácil dulzura a la que se abandona el espíritu mediante un simple relajamiento de su actividad; en la que vuelve a encontrar un estado de inocencia comparable al de la niñez; en la que mantiene humildes relaciones con la naturaleza y con las bestias; en que deja de resistir a los obstáculos que se le oponen; en que acepta todo lo que se le ofrece como un efecto de la voluntad de Dios; en que reemplaza la lucha contra el mal por una no-resistencia que bastaría para librarnos de él, como lo pensaba Tolstoi en el siglo pasado y todavía ayer Gandhi. Sin duda es un contrasentido muy grave transformar en un puro retorno a la bondad de nuestras inclinaciones naturales, en una complacencia mutua de las criaturas las unas con las otras que no deja de irritarnos porque unas veces nos parece insípida y otras forzada, e incluso en una actitud negativa de abstención y de resignación en que se dejase obrar siempre a Dios sin sentir necesidad de obrar con él, una concepción del alma humana que coloca la voluntad en el mismo centro nuestro, que la hace permanentemente atenta a recibir y emplear la luz y la fuerza que Dios no cesa de proponerle, y que el R. P. Gemelli -que es franciscano--, y muchos otros con él, consideran todavía hoy como la más apropiada para resolver todas las dificultades y dominar todas las angustias que asaltan al mundo moderno.

En la santidad de San Francisco todo nos parece fácil. Pero nos equivocaríamos con ella de pe a pa si no viésemos que las cosas más fáciles, cuando no son gestos exteriores e ilusorios, son las que nos muestran la realidad desnuda tras el velo que nos la disimulaba y que, en consecuencia, son las más raras y difíciles de obtener.

Ozanam llama a San Francisco el Orfeo de la Edad Media; como Orfeo, domeña a la naturaleza, anima las piedras, obliga a los elementos a congregarse conforme a las leyes de la armonía, hace penetrar la luz en las almas más oscuras: por doquiera convierte la indiferencia en esperanza y el furor mismo en amor. Y su triunfo es transformar toda vida -aun la más miserable, aun la más rebelde- en una alabanza al Señor. San Francisco se halla en los orígenes de ese extraordinario despertar de la espiritualidad que llena el siglo XIII. El rey San Luís es franciscano; según las Fioretti, va a visitar al hermano Egidio en el convento de Perusa; y los dos hermanos se arrodillan el uno ante el otro, sin hablar, pero se hacen transparentes el uno al otro en la luz divina. El santo inspira la pintura de Giotto que representa, en medio de los paisajes de la Umbría, las escenas de la vida de San Francisco y cuyo color se desmaterializa para dejar aparecer solamente el alma de los personajes y el alma de las cosas. Y Giotto recibe, según se dice, los consejos de Dante, que lo cita en la Divina Comedia, cuya teología es la inspiración tomista, pero cuyo Paraíso es el de San Francisco.

Y ahora, ¿cuáles son las razones del extraordinario ascendiente ejercido sobre su siglo por el pobre de Asís y que todavía hoy se extiende más allá de los límites de la Iglesia y aun de la cristiandad? Sin duda, residen todas en ese estado de perfecta simplicidad, en ese absoluto despojo del amor propio que, al abolir los obstáculos que separan al alma de Dios, hacen su presencia visible y su acción evidente a través de todos los sucesos a los cuales estamos mezclados. San Francisco nos muestra en el mundo un orden divino que ilumina nuestra inteligencia y dirige nuestra voluntad con sólo que seamos atentos y condescendientes. Y los conflictos que antes desgarraban la conciencia se encuentran apaciguados milagrosamente. Una vez aceptada y amada, la miseria de nuestra condición nos aporta más riquezas de las que hubiésemos podido desear. La naturaleza que, hasta entonces, nos parecía opaca y tenebrosa, se rodea de rayos: en vez de resistirnos, se convierte en servidora de la gracia. Deja el tiempo de dividirnos y de ser una prórroga que nos hace anhelar la eternidad: y hasta a ésta misma nos la hace ya presente. La acción deja de ser lo contrario de la contemplación: la favorece, puesto que es ya una unión con la voluntad divina, una cooperación con su voluntad creadora. La renuncia al placer, en fin, lejos de retirarnos bien alguno, nos da una incomparable demasía en la propia dicha de obrar y amar.

Examinemos, uno a uno, estos diferentes aspectos de la espiritualidad franciscana. En primer término, la Pobreza que, en la vida de San Francisco y en las reglas de la orden, es la virtud cardinal de que dependen todas las demás. Va más lejos de lo que se piensa. Se identifica con esa simplicidad interior mediante la cual remitimos a Dios, en una confianza sin reservas, nuestra alma toda entera, desnuda y libre -sin vínculo con cosa alguna distinta a él-, con esa pura y santa simplicidad que confunde a toda la sabiduría del mundo. Cava en ese vacío del alma que jamás debemos cesar de agrandar, a fin de que en ella sólo haya un lugar vacío que Dios vendrá a colmar. Cuanto más siente el alma su indigencia, su insuficiencia, mayor es el vivo sentimiento que obtiene de esa abundancia infinita que necesita, a la que apela y que ya comienza a serle dada. Los hermanos menores se disminuyen mas que nadie. Saben que quienes se humillan son los que más gracia reciben, porque crean en sí la pendiente que permite a Dios descender hasta ellos. Quieren ser invisibles como Él. El sentimiento de su grandeza les es dado al mismo tiempo que el de su pequeñez. Como lo quiere el nombre, la humildad nos retiene en la tierra; nos impide caer pero nos obliga a mirar al Cielo. La pobreza es el más grande de todos los tesoros, porque nos enseña a abandonarlo todo para tenerlo todo. Pues la verdadera riqueza consiste en no desear lo que no se tiene y en no aferrarse a lo que se posee. Y sólo aquel que ante Dios está desnudo de todo otro bien, tiene a Dios mismo ante si.

La pobreza va más lejos aún: nos ordena descargarnos también de todas las preocupaciones e inquietudes en que guardamos excesivas consideraciones para con nosotros mismos, para con nuestra propia sensibilidad, para con nuestra responsabilidad personal, en que sólo incompletamente abandonamos a Dios el cuidado de nuestro destino. Pero sucede que para los seres más delicados y escrupulosos este sacrificio es el más difícil de hacer. Mas Dios quiere darnos una ligereza y una pureza espirituales que nos liberen incluso de esas cadenas interiores y permitan al impulso del alma llegar hasta él: y para esto es preciso que no haya nada ya que la entorpezca. La pobreza no es, pues, ni un estado que se nos imponga ni un don que se nos haga: es una ciencia profunda que necesitamos adquirir. Nos purifica y nos libera de cuanto poseíamos; nos muestra su miseria, pero al mismo tiempo nos revela un bien infinito que nos pertenece si consentimos en pertenecerle a él.

Desde que el hombre aparta su mirada de sí mismo encuentra ante sí el espectáculo de la naturaleza. Pero, ¿no existe acaso en la naturaleza un principio maligno que sin cesar trata de seducirnos, que obstaculiza el movimiento de la gracia, que nos separa de Dios y contra el cual debemos luchar sin tregua para conquistar nuestra independencia espiritual? San Francisco pensaba de otro modo. No consentía en oponer la creación al creador. No es la naturaleza la que está corrompida; es la voluntad la que la corrompe. Y hay en la naturaleza una ambigüedad que permite, precisamente, a la libertad ejercerse: ora podemos descubrir en ella el testimonio visible de una acción divina, admirar por doquiera su inocencia, su armonía y su belleza; ora apartarla de su origen para sólo ver los signos de la brutalidad, el desorden y el pecado. Pero aun entonces lo que nos entrega son fuerzas de las que nosotros debemos hacer buen uso, pensamientos de Dios a los que debemos responder, deberes que nos son propuestos, movimientos profundos de la vida cuyo verdadero destino nos corresponde reconocer, y rectificar y transfigurar en cuanto se tornan infieles.

No hay antagonismo entre Dios, la naturaleza y la vida, puesto que naturaleza y vida proceden de Él y están ahí a un mismo tiempo para manifestarlo y servirlo. El espíritu no tiene que combatirlas ni abolirlas; por el contrario, debe promoverlas y justificarlas. Entonces el mundo se convierte en un coro, del que se eleva una plegaria constante: para quien lo contempla como es debido, no cesa de celebrar la gloria de Dios. El mismo San Francisco canta el cántico del Sol y las Criaturas. A esas criaturas debemos amarlas, pero como a criaturas de Dios y con ese espíritu de pobreza que impide que ese amor se convierta nunca en deseo de posesión. Entonces, la naturaleza es un camino abierto ante nosotros para permitirnos alcanzar nuestros fines espirituales. Reconocemos en ella las trazas de la caída sin reconocer al mismo tiempo los signos de la redención. Sucede que en el horror de la naturaleza -tal como se encuentra en ciertos ascetas- hay a menudo mucha búsqueda de sí, mucha impureza, mucha desconfianza con respecto a la vida sencilla, tal como Dios nos la dio. Es menester que la naturaleza sea siempre para el espíritu un testigo y un vehículo a la vez.

De este modo, se es injusto para con San Francisco cuando se le censura que se incline hacia un naturalismo panteísta. Él no naturaliza el espíritu, sino que espiritualiza la naturaleza. Pues el mismo deseo que nos atrae a las cosas particulares debe también desasimos de ellas, pero atravesándolas, yendo más allá de ellas, hasta el absoluto que las sostiene, hasta el foco que las ilumina. Entonces su misma materialidad parece fundirse y sólo subsiste de ellas su significación espiritual. Se hacen incapaces de darnos el placer que les demandábamos, pero nos descubren su belleza, que es una belleza eterna y que sólo puede ser contemplada.

No se dirá ahora que esta doctrina nos predica un abandono demasiado fácil. Pues, ¿dónde está la dificultad mayor? ¿En lanzar el anatema sobre una naturaleza ciega y rebelde, o en hacerla tan límpida y transparente que se convierta para nosotros en el rostro mismo de Dios? ¿En dejar que prosiga una lucha sin tregua entre la voluntad y el deseo, o en hacer al deseo tan simple y puro que la voluntad lo escuche y la gracia lo realice?

La virtud de pobreza y la transfiguración espiritual de la naturaleza son, acaso, los rasgos mejor conocidos del alma franciscana. Pero sería comprenderlas mal creer que puedan bastarse o que se fundan en una confianza en Dios que podría dispersarnos de obrar. Nos hallamos aquí en los antípodas del quietismo. Duns Escoto, que es el doctor franciscano, exalta la voluntad. ¿Cómo podría practicarse sin ella la pobreza del corazón y elevar hasta Dios todas las inclinaciones naturales? El alma que se complace en los bienes de la fortuna o en los de la naturaleza, espera todo de fuera y sólo pide ser dedicada a lo exterior. Es una cosa entre las cosas; todo cuanto le sucede es efecto de una influencia ejercida sobre ella por ciertos objetos o ciertos acontecimientos a los que está, por así decirlo, entregada. Pero la vida espiritual es libre: se aparta de las apariencias exteriores, de las que deja de depender su destino. Sólo está atenta a un acto interior que está llamada a cumplir y que le da su ser mismo.

Es que sólo el acto es capaz de unirnos a Dios, a la vez en intención y en verdad. Sólo por él nos comprometemos totalmente. Es un don de sí mediante el cual se sale de uno mismo, pero para crearse. Pues sólo obra realmente quien se despoja de todo, pero sin despreciar nada; quien renuncia a la posesión, pero para superarla sin cesar en un movimiento de amor. Es menester rechazar la ociosidad que nos deja solos frente a nosotros mismos y por la cual penetra de seguido el demonio en nosotros. La pobreza nos ordena trabajar y servir. Se ignora demasiado que en la espiritualidad franciscana hay una subordinación del conocimiento a la acción. O, mejor aún, por la acción y no en los libros trata de adquirir la ciencia verdadera. Tantum scit homo quantum operatur. Más aún: la acción y la contemplación no se oponen una a otra: en la cima del alma, se confunden; pues la contemplación no es otra cosa que una acción inmóvil y purificada. Tal es el sentido que debemos dar a las palabras de San Buenaventura cuando dice que es la acción la que nos eleva: sursum actio.

Y lo que todavía lo demuestra, es que la acción no puede ser un simple medio. No está orientada hacia un fin al cual estuviera sujeta. Para juzgarla no tenemos que preocuparnos de su éxito o de su fracaso. De otro modo, nos haríamos semejantes a quienes no siembran por temor de que los pájaros se coman la semilla. El valor supremo de la acción viene de que es la imitación de Dios que obra siempre; una participación de su voluntad y de su esencia, ya que las fuerzas mismas de que dispone es Él quien nos las da; una respuesta a una llamada que nos dirige, con la cual nos invita a proseguir incesantemente con nuestras propias manos la obra misma de la creación. La santidad de San Francisco no es solamente, como se cree, dulce, resignada y atenta; es también resuelta, pronta, impulsiva, aventurera e infatigable.

Tampoco podría admitirse que la acción nos encadene a nuestras faenas temporales y nos haga olvidar la eternidad. La verdad es lo contrario. El acto no persigue un fin remoto, sino solamente su propia perfección en el momento mismo en que se realiza. Pero sólo los acontecimientos huyen sin cesar en el tiempo; mas el acto nos da acceso a la eternidad, si es cierto que sólo el amor actúa. La materia misma del acto es indiferente: ''Que cada cual -dice el capítulo VII de la regla- permanezca en la profesión y oficio que tenía cuando fue llamado''. El acto sólo puede ejercerse en el presente; y él mismo es un acto de presencia con respecto a lo que Dios nos demanda.

En él se encuentran reconciliados el tiempo y la eternidad. Y nos sorprende oír recomendar por el santo, con un sentimiento tan vivo de la realidad psicológica, no solamente una exacta adaptación de la atención y de la voluntad a las circunstancias en que nos hallamos colocados, sino también esa rapidez en todos los movimientos del espíritu y del cuerpo, esa sancta velocitas que nos permite no estar nunca en retardo ni anticipo en lo que se nos pide, no dejar jamás que se introduzca en nosotros un descanso en que el amor propio pueda insinuarse, y estar siempre a la par con las exigencias que se nos hacen. Si seguimos fielmente el curso del tiempo sin querer retenerlo para disponer de él en nuestro provecho por el deseo o por el sueño, acompañaremos, en la propia eternidad de Dios, la mirada que Él lanza sobre nuestra vida temporal mostrándonos que no cesa de iluminarla y sostenerla.

Porque el alma que no deseaba bien alguno los posee todos; porque la naturaleza, en vez de ser una pantalla interpuesta entre Dios y nosotros, nos revela la belleza del acto creador; porque el acto que se nos pide nos une al acto divino y encuentra su fuente en la eternidad -por todo ello, la vida espiritual debe proporcionar al alma una alegría perfecta. San Francisco no quiere que se hable demasiado de la miseria del hombre, pues ello nos hace injustos con Dios. No crea esa violenta separación entre Dios y nosotros que se observa en cierta teología protestante, agravada hoy todavía más por Karl Barth como para permitir a la angustia contemporánea encontrar en ella su propia justificación. Por el contrario, a fin de exaltar lo humano, San Francisco humaniza lo divino.

¿Pero de qué está hecha la alegría que nos promete? De una perfecta libertad con respecto a cuanto nos retiene y encadena, con respecto al cuerpo, con respecto a la fortuna, con respecto al amor propio, con respecto al mismo éxito. Libertad que es lo contrario de la rebelión, ya que es un consentimiento puro, ya que se identifica con la obediencia y con el amor. Libertad que finalmente realiza la unidad de la vida interior y no establece ya distinción entre contemplar y obrar. Es, en primer término, una aceptación de lo que se me ha dado: de mí mismo y de los demás. Se manifiesta por una espontánea franqueza que va siempre rectamente a su fin. Pues el hombre sólo es lo que es a los ojos de Dios, y nada más. Bien se ve esto en el ejemplo del hermano Egidio: "En cuanto toca a su conducta y palabras, no quiere ser visto ni conocido de manera distinta a lo que es y en la actitud sencillísima que Dios le ha dado". Y he aquí el consejo supremo: "No desees nada distinto a lo que el Señor te conceda. Ama a los demás como son". De esta manera aprenderé a jamás exigir del prójimo más de los que yo mismo pueda hacer; a soportarlo en la medida en que querría que me soportara a mí si estuviese yo en su lugar; a no glorificarme más del bien que Dios me hace que del bien hecho por otro; a mostrarme acogedor, amable y alegre para con cuantos fuesen puestos en mi camino, a fin de que mi presencia no cese de sostenerlos y ayudarlos.

La alegría se identifica con la fuerza porque consiente siempre y siempre responde. La conformidad con la voluntad de Dios exige que uno sea siempre paciente y resignado con respecto a todas las ofensas y todas las desventuras: éstas no son razones que puedan impedirme trabajar ni loar a Dios. Por el contrario, la alegría permite a cada cual, conforme al parágrafo X de la regla, desear ser tal como el Señor quiere que sea, sano o enfermo; amar el dolor que exige la aceptación más pura y más perfecta; nunca olvidar que, hasta en el Cielo, todas las almas son solidarias de las que se hallan en el Purgatorio o en el Infierno. De este modo, la perfecta alegría mide todos los sufrimientos de la humanidad, los soporta, consiente en ellos, pero porque los sobrepasa y transfigura.

El mundo espiritual tiene sus leyes: "Si amas serás amado. Si temes, te temerán. Si sirves, serás servido". Pero la verdadera alegría va todavía más allá. "Pues sólo es verdaderamente feliz el que ama y no desea ser amado; el que sirve y no desea ser servido; el que es bueno para con los demás y no desea que los demás sean buenos para con él''. Entonces se identifica con la paz, como lo demuestra la célebre palabra del Testamento: "El Señor me ha revelado esta salutación que debemos repetir: El Señor os da la paz". La alegría reconciliaba en el alma de San Francisco las potencias más opuestas: hacía de él el ser más personal y, no obstante, el más sumiso; en quien la activa calma no se distinguía de la efusión; que unía la voluntad al abandono y una simplicidad totalmente ingenua a una sobrenatural audacia.

Henri Bremond gustaba de establecer una aproximación entre la oración y la poesía. Obedecía, sin duda, a un sentimiento franciscano. Pues de la poesía, como de la oración, es propio hacer transparente la naturaleza a una luz sobrenatural. San Francisco fue "el trovador de Dios". Vivía en su constante presencia. Por eso en su oración no hay queja alguna y, acaso, ni siquiera una petición. En cuanto su alma se elevaba hacia Dios, dejaba oír un cántico de acción de gracias. Pero ninguno de los dones que recibía le ocultaba el mal del que buscaba purificarse. De la misma oración sólo esperaba, como recompensa, la penitencia.

Tampoco pensó -como se le hace decir a veces- que todos los sentimientos puramente humanos puedan ser mortificados de tal manera que el alma llegue un día a no conocer otra cosa que la perfecta suavidad de una ininterrumpida unión con Dios. La vida espiritual no se realiza aquí abajo sin esfuerzo, sin pruebas y ni siquiera sin amargura; pero lo difícil para ella es, precisamente, aceptar esas tribulaciones y encontrar en ellas un medio más estrecho y más fuerte de vincularse a Dios. El auténtico ideal franciscano es austero y vigoroso. Júzguesele de acuerdo con la descripción que un hermano menor nos hace de los lazos que todavía le unen a la tierra: ''Amar y no querer gozar, dejarse llevar por la corriente y remontar la corriente, sentir la fiebre de las gloriosas conquistas y permanecer lealmente en su puesto de combate". Más aún: es en el corazón mismo de la vida espiritual donde reside a veces esa interior herida que hay que llevar sin que la voluntad se quiebre. He aquí lo que nos dice el R. P. Gemelli a propósito de un religioso de la orden: ''Prodigaba a los demás la confortación que la Providencia le negaba a él mismo y encontraba el secreto de comprender a los demás precisamente en su íntima pena de no sentirse amado de Dios, de amar de Dios sin consuelo, de no encontrar ni un amigo ni un confesor que le comprendiese a él". Destino particularmente trágico el de un hombre al que Dios ordena y permite aportar a los demás la paz que a él mismo niega.

¿Qué se ha hecho de ese optimismo un poco excesivamente cándido y conmovedor que se presta, en ocasiones, a San Francisco? El carácter original de su mensaje consiste en ser la más alta afirmación del ser y de la vida tal como los recibimos de las propias manos de Dios. Aquí, Dios no se oculta ya tras el mundo. No se realza al Creador maldiciendo a la criatura. Y para quien tiene el corazón suficientemente amoroso, el mundo se trueca en el rostro de Dios. Todo lo que me es dado, es un don que viene de él: la pobreza, el sufrimiento, la muerte, se animan y convierten en personas vivas: Señora Pobreza y nuestras hermanas la Pena y la Muerte. Si en ellas vemos a las enviadas de Dios, también sabremos reconocer los dones que nos traen sus manos. De toda cosa, de todo suceso, San Francisco hacia surgir una bondad oculta. De él ha podido decirse que "envolvía todas las criaturas, las más humildes o las más crueles, y hasta los objetos inanimados, en la misma fraternidad". Es que "las consideraba con una mirada tan pura y tan dulce, que las penetraba ya con la gracia de la redención".

Es difícil reducir a unidad todos los rasgos característicos del espíritu franciscano. Y, sin embargo, lo que primero nos admira en él es esa perfecta sencillez que ni el amor propio, ni la reflexión, ni el esfuerzo logran dividir jamás; es una alianza de la pureza y el fervor, una espontaneidad natural que la gracia prolonga e ilumina. Tan unificada en Dios se hallaba el alma de San Francisco que todos los conflictos que desgarran la conciencia común estaban en él apaciguados. Todo lo que en la mayoría de los hombres es una resistencia que se precisa vencer -pero con una victoria que los agota-, sufría en él una especie de transmutación en cuanto su mirada se aplicaba a ello; lo cambiaba en una fuerza que parecía serle prestada para acrecentar todavía más su unión con Dios y hacer nacer en él nuevas acciones de gracias: ''Es tal el bien al cual aspiro -dice-, que toda pena me es placer".

Ciertamente, no fue de una vez como alcanzó a obtener este despojo interior que, al arrebatarle, por así decirlo, la facultad de preferir, lo obligaba a aceptar, a penetrar y amar todo lo que le era aportado en un mundo en el que nada hay que no manifieste la voluntad de Dios y sea el signo de su presencia. Recordad las palabras del Testamento: "Cuando estaba entre los pecados, me era muy amargo ver a los leprosos. Pero el propio Señor me condujo en mitad de ellos y les hice misericordia. Y cuando los dejé, lo que me parecía amargo se llenó para mí de dulzura espiritual y física". Lo que constantemente nos sorprende en San Francisco es la humanidad de sus sentimientos; siempre está muy cercano a nuestra debilidad: no condena nada, no maldice nada, sino que comienza por ceder con vivacidad a los movimientos más espontáneos, a todas las repugnancias de la carne y del corazón que poco a poco se funden en ternura y se transforman en una participación viva en nuestros achaques más secretos. Nos ha dado una solución al problema del mal, no porque haya negado el mal -como podría hacerlo ese optimismo de la inocencia que le prestan a veces-, no porque lo haya combatido como San Jorge al dragón, sino porque tenía suficiente amor para desposarlo interiormente a fin de torcerlo y volverlo hacia la fuente misma en que toda vida se alimenta, como hiciera con la ferocidad del lobo de Gubbio.

Se cometería, pues, el más grave error si se pensase que la sencillez de San Francisco consiste en una especie de retorno a una naturaleza primitiva a la que bastaría entregarse para que el Paraíso reinase sobre la tierra. Esta sencillez que hace tan fáciles nuestros actos, sólo puede alcanzarse mediante una difícil purificación. No es la naturaleza lo que busca; o, al menos, no se detiene en la naturaleza. Lo que en ella percibe es la intención del Creador, la llamada que nos dirige y la mano que nos tiende. La sencillez franciscana penetra en la vida con una confianza, un fervor y una alegría que le permiten aceptarlo todo porque, con Dios, está asegurada de rebasarlo y transformarlo todo. No hay don alguno de Dios que quiera rechazar o excluir; lo que rechaza es apegarse a él, convertirlo en objeto de posesión, pues desea que sea recibido como un don y que en él nuestro amor sólo considere el autor del don.

Se encuentra así resuelto el tradicional conflicto en la historia de la vida espiritual entre la naturaleza -en la que parece reinar el mal y que nos aparta de Dios- y ese interior impulso que nos lleva hacia él, pero obligándonos a luchar contra todas las fuerzas que actúan en su creación. Esa concepción del mundo es la que ha inclinado a tantos espíritus a concebir un dualismo en el cual el mal y el bien no cesan de afrontarse. Todavía en nuestros días, en cierta apologética cristiana, se ve reaparecer la idea de que si la naturaleza es mala es porque no es obra de Dios, sino de un demiurgo imperfecto, como lo creía Platón, o de un poderoso demonio cuyas faltas serían incesantemente reparadas por Dios. El Dios redentor nos impediría creer en el Dios creador. Pero semejantes doctrinas son el testimonio de una conciencia que, incapaz de realizar su propia unificación, proyecta su íntimo desgarramiento sobre el seno mismo de la realidad ontológica. San Francisco había encontrado una solución muy diferente; pero esta solución no es una verdad que pueda contemplarse objetivamente; o, más bien, no se convierte en verdad si no se tiene suficiente generosidad para hacerla viva en sí, para experimentarla y practicarla. Pues la naturaleza sólo es mala si está separada de Dios: entonces puede suceder, incluso, que se vuelva contra Él. Pero si la mirada que dirigimos hacia ella es bastante penetrante y amorosa, se hace mediadora entre Dios y nosotros; es al mismo tiempo el vehículo de la acción que de Él desciende hasta nosotros y de una elevación continua de nuestra alma hacia él.

A menudo se descuida el papel representado por el ascetismo en el desarrollo de la espiritualidad franciscana; a veces se llega aún a mirarlo con una especie de infidelidad a su esencia verdadera. La verdad es que el ascetismo recibe aquí una forma singularmente sutil y no se contenta ya con las disciplinas voluntarias a las cuales suele reducírsele con frecuencia. Y se preguntara dónde se encuentran las exigencias más severas: ¿en una resistencia ciega y obstinada a todos los impulsos de la naturaleza? ¿En la obligación de penetrarlos de luz, de espiritualizarlos, de despojarlos del amor propio que los corrompe, de descubrir en ellos una fuerza que viene de más alto y que siempre puede ser convertida y santificada?

Para evitar el error que nos lleva a confundir la sencillez espiritual con la sencillez natural, no es inútil evocar el verdadero rostro de San Francisco. Sabemos que hablaba nuestra lengua e incluso que la hablaba con predilección en los momentos de emoción o de entusiasmo. Leía nuestras novelas de caballería. Y todos los sentimientos que obligaba a salir a luz en el fondo del alma humana no eran los movimientos de la naturaleza, sino sentimientos depurados y afinados que muy a menudo el cuerpo oscurece y avasalla, pero que permanecen siendo siempre capaces de conmoverlo y de los que, por el contrario, debe consentir en hacerse leal servidor. Sentimientos como aquel "cortés amor" que experimentara Dante por la Beatriz viva y que le permite encontrarla de nuevo en el Paraíso, en donde ya se ha confundido con la Teología y en donde ella le explica todas las verdades que los ojos mortales son incapaces de percibir aquí abajo y que sólo la perfección del amor es capaz de revelarnos.

Jamás hubo en San Francisco, como se piensa a veces, esa actitud de excepción que nos recomienda romper con todas las obligaciones de la conciencia común. Nadie ha comprometido más profundamente la vida espiritual entera en esas acciones humildes y menudas que llenan la jornada de todos los hombres y a las que éstos no prestan atención o juzgan como servidumbres de las que quisieran verse libres. La intención que las anima les da tanto valor como a las mayores. Dios también está presente en ellas y las ilumina. Jamás nos pide que cambiemos nada en nuestras ocupaciones visibles. En el momento en que cada cual emprende la reforma de sí mismo, debe continuar cumpliendo su tarea cotidiana sin desear que le sea retirada. Pero ahora, la realidad es para él lo invisible, un invisible que irradia, sin embargo, a través de todos los movimientos de su cuerpo, que rodea todo lo que hace y todo lo que ve y que, tan pronto como lo ha descubierto en sí mismo, llena el mundo y parece brotar de cuanto lo rodea. Entonces, lo visible y lo invisible sólo hacen uno. Y en todos los terrenos, se ve su oposición -que dejaba casi siempre inquieto y dividido al espíritu- no sólo resolverse, sino dar al espíritu un equilibrio más firme, una unidad más activa y más viva.

Considérese el ejemplo de la soledad, que es el único refugio en que el alma pueda encontrar a Dios; de esa soledad que San Francisco no cesó de buscar y defender; de esa soledad a la que perseguía en la cima del monte de la Verna cuando recibió los estigmas y de la que sabía hacer un tan profundo recogimiento que ninguna llamada procedente del exterior lograba ya turbarla. Tan alejada del egoísmo y de la complacencia con respecto a sí mismo se hallaba esta soledad que, en vez de decir que lo abandonaba, parecía abrir su propia soledad sobre el mundo en cuanto volvía la mirada a éste. Pero entonces, todo cuanto encontraba en su ruta, planta, pájaro o cualquier criatura que saliese a su encuentro, parecía hallar su sitio en esa misma soledad en vez de interrumpirla. Sin duda, jamás hubo hombre alguno que más perfectamente ofreciese a todos esta total presencia y ese don entero de sí mismo que no son otra cosa que la expresión de la presencia y el don que Dios hace de sí mismo en todo instante y a todos los seres. De tal manera que sus compañeros debían vivir en una doble fraternidad entre ellos y con todos los hombres, hallándose cada uno tan próximo de todos que pudiese hacerse transparente ante ellos como lo era ante Dios.

Demasiado se ha dicho que San Francisco despreciaba las letras, que era indiferente y aun desconfiado con respecto a todos los conocimientos que puede adquirir el hombre. Efectivamente, no buscaba la verdad en los libros; pero es que, como Descartes, tenía ante los ojos el gran libro de la creación. Ciertamente, no encontraba en él la misma enseñanza que Descartes. No necesitaba ni de la complejidad del razonamiento ni de la sutileza del análisis. Su mirada se dirigía hacia la luz con una maravillosa prontitud; y entre la mirada y el acto, todo intervalo estaba abolido para él. ¿Podría decirse, por otra parte, que la regla rechazase la ciencia cuando abrigó a San Buenaventura, a Escoto, a Occam, a Raimundo Lulio, a Roger Bacon? Acaso deba reconocerse, sin embargo, que jamás cultivaron esa ciencia por sí misma, sino solamente a fin de atravesarla como atravesaban la naturaleza, usando de ella como si no la usasen y que, al practicarla, sólo buscaban, como en la admiración por la naturaleza, otra manera de loar a Dios. ''Maldita la ciencia -decía Bossuet-, que no mueve a amar".

Acaso jamás hubo conciencia más abierta que la de San Francisco, sensibilidad más espontánea, más delicada ni a la que más vivamente conmoviese cuanto le venía de la naturaleza, de los demás seres y de Dios; alma más constantemente inspirada y de la que, a la vez, puede decirse que carecía de secreto y era el secreto de cada uno revelado a todos. Su simple existencia en el mundo bastaba para revelar en todo hombre la presencia de un inadvertido tesoro, de una fe activa que era al mismo tiempo una fuerza creadora. La espiritualidad de San Francisco es soberanamente exigente, pues quiere que obtengamos la alegría perfecta, que es el verdadero signo de nuestra unión con Dios, y quiere que la obtengamos a pesar de todas las tribulaciones que nos son impuestas y en las cuales no cesa de sufrir nuestro amor propio. Esta alegría es para nosotros la libertad recuperada; es, como se ha dicho, una hospitalidad del corazón y del espíritu que no rechazan nada de lo que se les propone o se les pide; es una confianza absoluta que se confunde con el poder infinito del amor.

¿Pero puede bastar la voluntad para hacer nacer el amor en un alma indiferente o estéril? Sin duda, jamás lo lograría si no hubiese identidad entre el amor que tiene Dios por mí y el acto mismo con el cual me llama a la existencia. Pero el amor propio que yo le devuelvo, nada es si no reconozco en él el amor mismo con que Dios se ama en mí, y que me produce siempre una especie de temblor, pues no puedo dejar de preguntarme si soy digno de semejante amor. Es decir que la vida espiritual, según San Francisco, es una especie de milagro permanente: pero quien lo ignora habita en un mundo en el que las causas y los efectos se encadenan según un mecanismo riguroso, en el que el juego de los deseos nos obliga a perseguir sin tregua fines particulares que nos hacen desgraciados si no los alcanzamos, y que nos decepcionan si logramos adquirirlos. Pero es que este mundo es solamente un testimonio. Tiene una significación oculta que se descubre a todo hombre cuando su corazón es suficientemente puro. En todo instante y cualquiera que sea el acontecimiento que se nos dé, nos abre un acceso hacia Dios; nos enseña a concertarnos con su voluntad y a unirnos a ella. Y el alma del santo, en el momento de la muerte, apenas debió sentir una liberación: pues ya en la tierra la había alcanzado.

 

Louis Lavelle (1882-1951) fue un filósofo francés que junto a René Le Senne impulsó en Francia, alrededor de 1934, el movimiento denominado 'Philosophie de l'Esprit", el cual era, según palabras textuales de Lavelle, una reacción contra el kantismo y el positivismo que especialmente en aquella época parecía envolver a toda la filosofía. Lavelle confronta en su obra la reciente noción de existencia con la noción tradicional del ser y con la idea de realidad. Entre sus obras cabe mencionar ''La Dialectique de l'Eternel présent'': 1) "De l’Etre", 2) ''De l’Acte'', 3) ''Du Temps et de l’Eternité" (Aubier, París, 1928-1947); "La Présence totale" (Aubier, París, 1934; versión castellana: "La Presencia total", Ed. Troquel, Buenos Aires, 1961); "Introduction a l'Ontologie" (P. U. F., París, 1947; versión castellana: "Introducción a la ontología" (México, F. C. E., 1953). El presente texto forma parte del libro "Quatre Saints", Albin Michel, París, 1951; versión castellana: "Cuatro Santos", Ed. Sudamericana, Buenos Aires, 1952. La traducción castellana fue incluida en el nº 3 de la revista "Cielo y Tierra" (Barcelona, 1982).