Encarnación

Artículos de Selecciones de Teología

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HERIBERT MÜHLEN   5 19 Julio - Septiembre 1966 Encarnación e iglesia Ver
HERMANN BRANDT   22 88 Octubre - Diciembre 1983 Tras las huellas de la Encarnación. El emerger de Dios en América Latina Ver
JOSEPH THOMAS   32 126 Abril - Junio 1993 ¿Resurrección o reencarnación? Ver
HENRI BOURGEOIS   36 144 Octubre - Diciembre 1997 Reencarnación y resurrección. Presupuestos y fundamentos Ver
GERHARD GÄDE   39 155 Julio - Septiembre 2000 Reencarnación y resurrección Ver
NOEL SHETH   43 172 Octubre - Diciembre 2004 Avatara hindú y encarnación cristiana: una comparación Ver
THOMAS SÖDING   43 172 Octubre - Diciembre 2004 Encarnación y pascua. La historia de Jesús tal como se refleja en el evangelio de Juan Ver

 

HERIBERT MÜHLEN

ENCARNACIÓN E IGLESIA

En este artículo se estudian los elementos teológicos que aporta el Concilió Vaticano II

a la Eclesiología. El estudio se centra en la función del Espíritu Santo en la Iglesia, el

cual como Espíritu de Jesús, enviado por Cristo a los hombres, es el principió

unificador de la Iglesia de Cristo. El autor se basa en textos tomados de la Constitución

De Ecclesia (LG), del Decreto De Oecumenismo (UR), y de la Constitución De Sacra

Liturgia (SL). Se apoya en las encíclicas Satis Cognitum (SC), de León XIII, y «Mystici

Corporis» (MC) de Pío XII, y en algunos trabajos suyos.

Das Verhältnis Zwischen Inkarnation und Kirche in den Aussagen des Vaticanum II,

Theologie und Glaube, 55 (1965) 171-190

El Vaticano II, situado en la línea abierta por el maravilloso carisma de Juan XXIII, más

que definir y anatematizar, apunta a derribar malentendidos, a abrir puertas, y esbozar

un nuevo desarrollo teológico al cual no se sienta ajeno el hombre del siglo XX. El jalón

más importante del Vaticano II en el terreno de la teología dogmática, en nuestra

opinión, es haber designado a la Iglesia como "sacramento" (LG 1; 9,2; 48,2; cfr. SL

5,2), es decir, como signo visible de la salvación por medio del Espíritu Santo enviado

por Cristo (LG 48,2). Es más importante aún que la colegialidad episcopal, ya que ésta

presupone el carácter sacramental.

Hay que observar que en el Concilio no se hace mención de la Iglesia como

"continuación de la Encarnación", a pesar de que esta concepción de la Iglesia tuvo

amplía acogida. El motivo del silencio creemos que es doble. Por un lado, evitar el

peligro de que el ; fiel se considere divinizado, lo. que, siempre es grato al oído

humano, como consecuencia de su inserción en "la encarnación continuada , del Hijo de

Dios", en "el Cristo vivo a través de los tiempos", idea que J. Pelz recoge del ambiente

al hablar de "la pertenencia del cristiano a la Segunda Persona de Dios". Es verdad que

Pablo llama Cristo a la Iglesia (cfr. 1 Cor 1,13; 12,12), pero hay que entenderlo en su

sentido correcto. Por lo demás, la encíclica "Mystici Corporis" puso un enérgico punto

final a este monofisismo eclesiológico. Pero por otro lado, Möhler en su obra Simbolik,

a pesar de la tendencia antideísta, con las expresiones "Cristo viviente" ("der

fortlebende Christus") y "continuación de la encarnación" (Fortsetzung der

Inkarnation") quiere recalcar ante todo que en la Iglesia hay un elemento divino y un

elemento humano, que son inseparables y que permanecen no mezclados a la manera de

como ocurre en Cristo (admitido también por León XIII, Pío XII y por el Vat. II): El

silencio conciliar se debe, pues, quizá, a no querer favorecer lo primero, ni sofocar lo

segundo. Sin embargo, entendiendo por "Cristo", no el nombre propio de Jesús, sino "el

Ungido" con el Santo Pneuma, en el sentido de Act 10,38 y Le 4,18, aquella

formulación nos da el significado verdadero: la plenitud del Espíritu de Jesús perdura

en la Iglesia.

El Vat. II quiere mostrar bien a las claras la diferencia entre la Encarnación,

acontecimiento único en la historia, y el Misterio de la Iglesia. En LG 7,1 podemos leer:

"El Hijo de Dios, en la naturaleza humana unida a sí, con su muerte y resurrección

venció a la muerte, redimió al hombre y lo transformó en nueva criatura (cfr. Gál 6,15)".

Y el texto sigue: "Pues comunicando su Espíritu constituyó de un modo misterioso

como su cuerpo a sus hermanos convocados de todos los pueblos". A la luz del texto

hay que notar, pues, dos cosas. Primero: el enim (pues) indica que la redención de cada

hombre (redención "subjetiva") tiene lugar por la participación del Espíritu de Cristo,

y, por tanto, que debe de haber alguna relación entre el hecho mismo de la Redención de

Jesús (redención "objetiva") y el Espíritu de Cristo. Y segundo: que en ningún caso

debe tomarse "el hombre" en un cierto sentido platónico, como si en. Jesús se encarnara

la Humanidad; se trata de cada hombre, en concreto, que Jesús ha escogido, enviándole

su Espíritu. Hay que descartar, pues, la teoría tradicional de la inclusión que supone

toda la humanidad incluida en la naturaleza humana de Jesús, y por tanto, que el Logos

"asumió" en su encarnación, al mismo tiempo, a toda la humanidad y a cada hombre en

particular.

ANALOGÍA ENTRE EL MISTERIO DE LA ENCARNACIÓN Y EL MISTERIO

DE LA IGLESIA

La LG 8,1 distingue en la Iglesia dos planos: por un lado habla de "órganos

jerárquicos", "conjunto visible de personas", "Iglesia terrestre" y por otro de "cuerpo

místico de Cristo", "comunidad espiritual", "Iglesia dotada de bienes celestiales" y

afirma que "no deben ser considerados como dos cosas distintas, sino que constituyen

una única realidad compleja que consta de un elemento humano y otro divino". Falta

ver cómo lo visible y lo invisible, lo humano y lo divino se insertan constituyendo esta

única realidad. LG nos remite a este respecto a las encíclicas MC y SC. En la primera,

se describe a la Iglesia como Cuerpo Místico de Cristo haciendo suyas casi a la letra las

afirmaciones de SC: "Así como Cristo, cabeza y dechado (de la Iglesia) queda mutilado

cuando se considera en él sólo la naturaleza humana y visible,... o bien sólo la

naturaleza divina e invisible,.., así su cuerpo místico no es la verdadera Iglesia sino

porque sus partes visibles sacan su fuerza y su vida de los dones sobrenaturales y de las

otras fuentes de las que brota su naturaleza y su ser". Y en otro lugar, dice: "El Hijo de

Dios quiso que la Iglesia, su cuerpo místico, unida a él como cabeza, debía tener

semejanza con el cuerpo humano que él asumió, al cual está unida la cabeza natural por

medio de una unión natural. "

El Vaticano II enriquece el contenido de esta analogía entre Encarnación e Iglesia

cuando nos dice en LG 8,1, estableciendo un paralelo, que la naturaleza humana

asumida por el Logos le sirve (inservit) como órgano vivo para la redención y que la

estructura social de la Iglesia sirve (inservit) al Espíritu de Cristo en orden al

crecimiento del Cuerpo de Cristo. En otras palabras: así como la humanidad de Jesús

sólo ha sido creada atendiendo a la Encarnación y a la función redentora del Logos, así

la estructura social de la Iglesia lo ha sido para servir al Espíritu de Cristo, para hacer

presente a Cristo en el mundo y en la historia.

Misión del Hijo y misión de Espíritu Santo

Ahora podemos adentrarnos en la apertura del dogma trinitario en la economía de la

salvación en la línea de la analogía entre Encarnación e Iglesia. En efecto, de lo dicho

resulta que el cuerpo social y visible de la Iglesia es el "término" de la misión del

invisible e increado Espíritu Santo que es enviado a "nuestros corazones" (LG 4; cfr.

Gál 4,6) donde no sólo opera la gracia santificante, en virtud de la cual él en nosotros y

nosotros en él clamamos: Abba, Padre (cfr. Rom 8,15), sino que también opera

inmediatamente los misterios y carismas en fa vor de la estructura social y visible de la

Iglesia (cfr. 1Cor 12, 1-11), análogamente a como (en Jesús) la naturaleza humana

visible y creada es el "término" de la misión del Logos invisible e increado. Podemos y

debemos, pues, decir: así como en la misió n del Hijo a su naturaleza humana se

vislumbra la intervención de la propia persona del Hijo en la economía de la salvación,

de modo semejante la misión del Espíritu de Cristo a la multitud de personas humanas

que constituye la estructura visible y social de la Iglesia manifiesta, en cierto modo, la

participación del Espíritu Santo en la economía de la salvación. Se abre ahora la

pregunta de si la Revelación nos ofrece la certeza de que sea un "propio" suyo, como en

el caso de la encarnación del Hijo "ni el Espíritu Santo, ni Dios Padre, sino sola la

persona del Hijo tomó carne" (D. 285).

Precisando un poco más, LG 7,1 nos dice: "Pues comunicando su Espíritu, constituyó

místicamente a sus hermanos, convocados de entre todas las gentes, como su cuerpo".

El Vat. II habla, pues, del Espíritu Santo en cuanto que es enviado al hombre Jesús y

comunicado por el mismo Jesús como su Espíritu: nos encontramos, pues, por una

parte, con la Encarnación (el Logos asume una naturaleza humana) y, por otra parte,

con la misión (simultánea en el tiempo, pero lógicamente posterior) del Espíritu Santo a

la naturaleza humana, una vez constituida persona por el Logos.

Profundizando en el sentido de la manifestación de las divinas personas, distinguimos,

según nuestra manera de pensar, tres momentos: El Padre envía al Hijo (= Encarnación,

función hipostática del Hijo), el Padre envía al Espíritu Santo a la naturaleza humana,

una vez personificada por el Logos, y finalmente Jesús así ungido, es decir, Cristo,

comunica su Espíritu Santo, es decir, el Espíritu Santo que ha recibido del Padre. Este

es el grandioso plan de la Redención, que ya había sido esbozado por sto. Tomás, pero

gracias al Vat. II cobra un vigor nuevo, desconocido hasta el presente.

En ambos misterios, Encarnación e Iglesia, tenemos, pues, como elemento común que

los asemeja un envío hacia fuera de la Trinidad (ad extra) de una persona divina, en

virtud de lo cual se presenta y se manifiesta en una realidad visible y creada, realidad

que diferencia a ambos misterios radicalmente: el Hijo en una única naturaleza humana,

y el Espíritu Santo en una multitud de personas agraciadas, entre las que Cristo, como

origen del Espíritu Santo, es la persona-Cabeza. A la luz de esta analogía vemos, pues,

que no puede considerarse a la Iglesia como "continuación de la Encarnación", ni como

extensión de ella.

Por último vamos a ver que a la luz de esta analogía aparece un nexo (Dz 1796) entre

ambos misterios y el misterio de la Sma. Trinidad. En el seno de la Trinidad se realizan

las siguientes funciones hipostáticas: el Padre engendra al Hijo y el Hijo recibe la

filiación, no pasivamente, sino afirmándose como Hijo, lo cual constituye su serpersona;

el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo por un acto único personal

común (espiración). Aclaremos que esta segunda función del Hijo,, el ser conjuntamente

con el Padre principio del Espíritu Santo, no constituye al Hijo como persona, ya que no

establece ningún objeto de relación entre el Padre y el Hijo como lo establecía la

primera (es decir, la filiación). Siguiendo ahora a sto. Tomás, la Encarnación es la libre

manifestación de la relación intratrinitaria entre el Padre y el Hijo, y la Iglesia, decimos

nosotros, será entonces la libre manifestación de la procesión intratrinitaria del Padre y

del Hijo (según los griegos, del Padre por medio del Hijo). El Hijo encarnado es cabeza

de la Iglesia, o del nuevo pueblo de Dios en cuanto que envía a su Espíritu Santo con el

que es ungido por el Padre (LG 7,1; 4; Lc4,18). La Stma. Trinidad, que antes de toda

creación y gracia vive bienaventurada en sí misma, se manifiesta, pues, en el plan de la

Redención por la misión del Hijo y por la misión del Espíritu Santo.

En el Vat. II se presenta el decreto del Padre de la Redención (LG 2), la misión del Hijo

(LG 3) y la misión del Espíritu Santo (LG 4,1). Después (LG 4,2) dice: "Así se

manifiesta toda la Iglesia como una muchedumbre reunida por la unidad del Padre, del

Hijo y del Espíritu Santo" y en UR 2,6 se designa a esta unidad de las divinas personas

"exemplar" y "principium" para el misterio de la unidad de la Iglesia. La diferenciación

de personas en el seno de la Trinidad, nos dará la diferencia que media entre

Encarnación e Iglesia, pero por otro lado ambas personas enviadas, el Hijo y el Espír itu

Santo, poseen la única e in- . divisible naturaleza del Padre. Luego, podemos concluir:

el Misterio de la Encarnación y el Misterio de la Iglesia constituyen un misterio único:

el misterio de la benignidad del Padre. Lo que se vislumbró apenas en la tradición se

abre con un despliegue insospechado en el Vat. II.

Carácter concreto y visible de la misión del Espíritu de Cristo

En los libros de escuela tradicionales se distingue entre misión visible substancial, si en

la acción creada-temporal del envío se da unión hipostática (Encarnación), y

representativa, en caso contrarío (venida del Espíritu Santo en forma de paloma o de

lenguas de fuego). Por otro lado, se denomina misión invisible si no cae bajo la acción

de los sentidos. Parece, pues, que en esta última deberíamos colocar el envío del

Espíritu de Cristo a la Iglesia y su presencia en ella. Considerémoslo, sin embargo, a la

nueva luz de los textos conciliares.

Después de larga discusión se redactó LG 8,2 así: "Esta Iglesia ordenada y constituida

como sociedad en este mundo, subsiste (subsistit) en la Iglesia Católica, gobernada por

el sucesor de Pedro y por los obispos en comunión con él." En una anterior redacción

figuraba, en vez de "subsistit", "est". Al comienzo de la tercera sesión 13 padres

conciliares piden que se mantenga el "est" 19 piden que se redacte "...subsistit integro

modo in Ecclesia catholica"; 25 en la forma "...iure divino subsistit". Con "subsistit in"

quiere expresarse, con sto. Tomás, que la una y única Iglesia; fundada por Cristo tiene

su forma existencial y concreta en la Iglesia Católica... Esta forma concreta sirve al

Espíritu de Cristo para el crecimiento de su cuerpo y constituye con él (el Espíritu) una

realidad compleja (LG 8,1).

La expresión "la Iglesia no es una personificación alegórica, a la manera de una

representación sensible y concreta de una realidad general y abstracta", no hay que

entenderla como una idea platónica supratemporal de la que participan los hombres.

Ella es "en sí misma" una realidad concreta y única, aunque aparezca en forma de

comunidades o diócesis, y está integrada por todos los hombres que poseen el Espíritu

de Cristo (LG 49,1), de modo semejante al Hijo con su naturaleza humana asumida.

Pero "los apóstoles para realizar estos ministerios tan altos, nos dice LG 21,1, fueron

enriquecidos por Cristo con una efusión especial del Espíritu Santo que sobrevino sobre

ellos (cfr. Act. 1,8; Jo 20,22-23), y ellos mismos otorgaron por la imposición de las

manos a sus colaboradores el don espiritual (cfr. Mm 4,14; 2Tim 1, 6-7) que se ha

transmitido hasta nosotros en la consagración episcopal". Según el texto de Juan

aludido, el Resucitado otorga a los apóstoles el Pneuma recibido del Padre mediante una

acción concreta y perceptible por los sentidos: infundir el aliento. Este alentar tiene,

ciertamente, estructura sacramental, pues causa lo que significa: en el hecho de infundir

el aliento corporal se otorga el "Soplo" sagrado, el santo Pneuma. Aparece así ya la

fundación de la Iglesia por Jesús como acción sacramental. Como que por este "don

espiritual" hay que entender no sólo el ministerio, sino también el Espíritu de Cristo del

cual es inseparable (cfr. 2 Tim 1,7), resulta que el Espíritu de Cristo ha penetrado en la

historia unido a la "transmisión" mediant e la "imposición de las manos". Notemos una

vez más que se realiza de modo concreto y perfectamente determinado en la Iglesia

Católica, de modo que sólo en ella el Espíritu de Cristo tiene en cierto sentido una

historia, es decir un modo de existir temporal (LG 8,2) el cual sólo es reconocible en y

por la fe. Con ello, no se excluye que el Espíritu Santo more en aquellos que no están

plenamente incorporados a la comunidad cristiana (LG 14,1ss.)

Este carácter concreto del envió del Espíritu de Cristo muestra que la Iglesia, término de

la misión del Espíritu de Cristo tal como hemos visto, la una y única Iglesia Católica,

existe (exsistit) solamente en las Iglesias particulares y está. integrada sólo por ellas (LG

23,1). Esta Iglesia Universal no es ninguna "superiglesia", abstracta, de la que participan

las Iglesias particulares (o las distintas comunidades); sino que desde el principio consta

de ellas y "está presente" en ellas ("adest", LG 26,1), de manera que "los sacerdotes allí

donde estén la hacen visible" (LG 28,2) y asimismo también "los laicos en su medio

ambiente" (LG 33,2). La Iglesia, pues, está presente como realidad concreta g visible

siempre y solamente allí donde se reúnen y actúan los hombres a quienes Jesús ha

enviado su Espíritu Santo, es decir, de modo visible y en forma "corpórea" en el Pueblo

de Dios como Cuerpo de Cristo. En ambos misterios, Encarnación e Iglesia, tenemos

una misión concreta de una persona divina que se manifiesta visible y corporalmente.

Señalemos finalmente que, al aumentar en profundidad el conocimiento reflejo que la

Iglesia Católica tiene de sí misma, aumenta también en oscuridad e incomprensión, pues

se percibe con mayor penetración su misterio. No hace falta recordar que los misterios

estrictos de la fe, entre los que se encuentra el Misterio de la Iglesia, son completamente

inabarcables por el entendimiento humano. En la medida en que el hombre intenta

adueñarse más de ellos van descubriendo más su índole misteriosa. Ciertamente puede

decirse que el Misterio de la Iglesia es más incomprensible todavía que el Misterio de la

Encarnación, pues el Hijo se ha anonadado en una naturaleza humana, pero limpia de

pecado, y el Espíritu, por el contrario, ha bajado a una multitud de personas humanas

sometidas radicalmente a la culpa: "Pero mientras Cristo fue "santo, inocente,

inmaculado" (Heb 7,26), "que no conoció el pecado" (2 Cor 5,21), "sólo vino para

satisfacer por los pecados del pueblo" (cfr. Heb 2,17), "la Iglesia abraza en su propio

seno a los pecadores" (LG 8,3). Al considerar, pues, a la Iglesia a la luz de la analogía

con la Encarnación, resulta que deviene visible totalmente como misterio y en tanto que

es misterio.

EL ESPÍRITU DE CRISTO COMO PRINCIPIO DE UNIDAD DE LA IGLESIA

Hay que distinguir entre la encarnación del Hijo, en la que se constituye persona a una

única naturaleza humana, y el envío del Espíritu Santo a una multitud de personas, que

las une entre sí y con Cristo. Por esto no debe concebirse la Iglesia como "encarnación

del Espíritu Santo" a la manera de una unión hispostática. Una unión de personas no es

por definición ninguna unión hipostática (es decir, de una persona con una naturaleza),

sino de personas ya constituidas como personas. Digamos que las categorías personales

que necesitamos aquí apenas han sido estudiadas. Indicamos sólo que no puede aducirse

en contra de nuestra explicación la "ley fundamental trinitaria": In Deo omnia sunt

unum, ubi non obviat relationis oppositio (En Dios todas las cosas son una sola, cuando

no hay oposición de relación).

Vayamos a los textos conciliares. En LG 13,1 el Espíritu de Cristo es llamado "principio

de asociación y de unidad en la doctrina de los apóstoles y en la comunión; en la

fracción del pan y en la oración", de modo que todos los creyentes extendidos por toda

la redondez de la tierra están en comunicación con los demás en el Espíritu Santo (LG

13,2). Este es también el punto de partida para comprender también la relación que

media con las otras Iglesias y cristianos no católicos: aunque en el pensamiento de la

Iglesia Católica no confiesen la fe total,... etc., sin embargo tienen con ella una "cierta

verdadera unión en el Espíritu Santo" (LG 15,1). Este aspecto es de gran interés para

una teología ecuménica. Por esto insiste UR 2,2: "Después que Cristo fue levantado en

la cruz y glorificado derramó el Espíritu prometido por medio del cual (per quem) ha

llamado y reunido al pueblo de la Nueva Alianza, que es la Iglesia, a la unidad de la fe,

de la esperanza y de la caridad... El Espíritu Santo, que habita en los creyentes, y que

conduce y gobierna a la Iglesia, realiza esta admirable reunión de los creyentes y los

une con Cristo tan íntimamente, que él es el principio de la unidad de la Iglesia".

La encíclica MC, ya dijo que el Espíritu de Cristo realiza la tarea de unir entre sí todas

las partes del Cuerpo de Cristo así como con su excelsa cabeza, "estando todo en la

cabeza, todo en el cuerpo, todo en cada uno de sus miembros". También se designa al

invisible Espíritu de Cristo como principio increado de la unidad de la Iglesia, En LG

7,7 se recogen ambas afirmaciones. Podemos, pues, enunciar como fórmula

fundamental eclesiológica: El mismo y único Espíritu Santo en Cristo g en los

cristianos. En la economía de la Salvación es función propia del Espíritu Santo unir

personas: Cristo es, como origen del Espíritu Santo, la Persona-cabeza; y el Espíritu

Santo, por su envío, une a Cristo con nosotros y a nosotros con él y, ciertamente, como

numéricamente uno y el mismo. Este aspecto podemos expresarlo diciendo: La Iglesia

es el misterio de Una Persona (el Espíritu Santo) en muchas personas. Esta función

corresponde a la una y única función intratrinitaria del Espíritu Santo, vínculo del Padre

y del Hijo como una persona en dos personas.

Creemos que con este transfundo aparece claro que se designe a la Iglesia como

"sacramento visible". En una Eclesiología futura no puede seguir considerándose a la

Iglesia como "continuación de la Encarnación", sino a la luz de la analogía entre los dos

misterios tan diferentes y al mismo tiempo tan íntimamente relacionados.

Tradujo y condensó: ERNESTO SANCLEMENT

HERMANN BRANDT

TRAS LAS HUELLAS DE LA ENCARNACIÓN

EL EMERGER DE DIOS EN AMÉRICA LATINA

Aunque parece que ya se ha escrito mucho sobre la teología de la liberación, el autor

nos ofrece una visión de ella tan original como exacta, que está hecha con estos tres

elementos: a) los rasgos más específicamente cristianos del protestantismo (como es la

atención a la teología de la cruz), b) el contraste con la teología europea de la

secularización, y c) el respeto al principio metodológico de la primacía de la praxis,

que el autor lleva a cabo dejando brotar su reflexión desde la teología implícita en la

praxis pedagógica y liberadora de Paulo Freire. De este modo se llega a una visión de

la teología latinoamericana que (en contraste con otros juicios precipitados de muchos

teólogos europeos) la define como un acto de seguimiento de la encarnación kenótica

de Cristo.

In der Nechfolge dar Inkarnation, oder: Das «Auftauchen Gotees» in Lateinamerika.

Zum Verhältnis von Befrelungspädagogik und Befreings-theologie, Zeitschrift für

Theologie und Kirche, 78 (1981) 367-389

EUROPA O LA SECULARIZACIÓN COMO OBRA DE LA FE

En una abra ya famosa, F. Gogarten caracterizó a la secularización (en oposición al

secularismo) como "consecuencia legítima y necesaria de la fe cristiana". En ella queda

el mundo reducido a ser "mundo" y la fe posibilita una humildad de la razón que sabe

que, cuando se encara con la totalidad, no puede superar la barrera de una insipiencia

preguntante. No puede haber fe sin que se secularice la relación del creyente con el

mundo (aunque esta secularización no implique una supresión, sino una liberación de la

ética). En teoría sí que puede existir una secularización sin la fe, pero tan amenazada

que incumbe a la fe una tarea de vigilancia para que el mundo siga siendo mundo y

supere la tentación de traspasar sus fronteras terrenas y mundanas.

La fe jugaba así (y esto se le objetó a Gogarten) un cierto papel legitimador: la dignidad

humana y mundana de la realidad parece que sólo puede ser descubierta desde fuera,

desde la fe que vigila para despojar a lo mundano de todo resplandor divino. La

mundanidad del mundo parece ser, por tanto, un fruto de la fe.

LATINOAMÉRICA O EL SALTO HACIA LO SANTO

Un concepto contrapuesto de mundanidad

En muchos aspectos, la teología de la liberación revela una tendencia que está en

relación dialéctica con la de la secularización. Es una teología que da testimonio de la

transformación de la fe habitual, por la realidad sudamericana. Y se puede decir que,

para ella, el fruto de la fe es el descubrimiento, no tanto de la mundanidad del mundo,

cuanto de la sacralidad de la realidad. La fe no desdiviniza el mundo sino que, en cierto

sentido, lo diviniza. Pero no por adición de un elemento extraño, ajeno al mundo, sino

por revelación de la realidad -como lugar de la encarnación de Dios.

No es pues una teología que sacralice los órdenes existentes. No presta a la realidad

ningún "resplandor divino". Sólo la "descubre". Y la teología latinoamericana puede

apelar para esto a una serie de textos y de temas bíblicos: Exodo, Magnificat, Mt 25,

31ss, "nuevos cielos y nueva tierra"...

Concepto de realidad

Pero este "descubrimiento" de la santidad de la realidad, no tiene lugar en un concepto

general y abstracto de realidad (de esos que lo dicen todo y no dicen nada), sino en una

conversión solidaria a aquel estrato de la realidad en el que menos se buscaría algo

sagrado. Esto legitima, para esta teología, su apartamiento de "arriba" y su vuelta hacia

lo Santo en "las cavernas de la humanidad" (con expresión de C. Mesters).

El lamento "¡Dios mío!", es escuchado allí donde los hombres perciben la existencia de

los animales como más libre que la suya propia. Quien desciende hasta esa realidad, ha

entrado en el santo de los santos. Así habla infinidad de literatura popular para la que

los dolores del pueblo son las lágrimas de Dios: "oh Dios de los que sufren. Dime

Señor, ¿estoy yo loco o es verdad que hay tanto horror a los ojos del cielo?". O este otro

ejemplo del "salto en lo sagrado":

"Ayer vi un animal que buscaba algo de comer junto a las basuras del patio. Cuando lo

hallaba no se detenía a analizarlo ni a cocerlo, se lo tragaba simplemente. Y ese animal

no era un perro, ni un gato, ni una rata, ¡Dios mío! ese animal era un hombre".

El lugar hermenéutico

Y si el lugar hermenéutico de la teología de la liberación, es la identificación con "el

otro", todavía hay que añadir que ese otro tampoco es ningún abstracto, ni ningún tipo

ideal, sino el oprimido. Su inmenso dolor es el que destroza la inmanencia de la

realidad. Con ello la sacralidad sale de las fronteras del culto, el templo de Dios es la

historia humana, y el prójimo es el sacramento, es decir: aquella realidad visible que nos

revela al Señor y nos posibilita el encuentro con El.

No es momento de desarrollar a qué opciones lleva todo esto, ni qué posibilidades tiene

de identificación con muchas expresiones bíblicas. Ahora importa más subrayar que esa

experiencia de lo santo, acontece fuera de las instituciones y del culto de la Iglesia, allí

donde antes no estaba la Iglesia y donde sus reflexiones teológicas no encontrarían

puntos de entronque ni posibilidades de referencia o de verificación: es el

descubrimiento de Dios en la tierra desconocida: el "otro" (este "otro") revela al

totalmente Otro.

Todo esto lleva a una auténtica Reforma de la iglesia católica en suelo sudamericano.

En la identificación con la realidad "abandonada por Dios", Dios es descubierto de

nuevo, se revela de nuevo y puede ser experimentado de nuevo.

El punto de partida práxico

Este aspecto teológico queda olvidado a menudo en muchas exposiciones y juicios que,

en Europa, atienden sobre todo a la importancia de la praxis. Y sin embargo, este éxodo

de la teología a la realidad es no sólo lo verdaderamente provocativo, sino lo específico

y genuino de la teología latinoamericana. Lo que sí que es cierto es que, anterior a esa

teología de la liberación, hubo una "praxis de liberación". Y no es casualidad el que,

cuatro años antes que el libro de Gutiérrez, apareciera otro de Paulo Freire, que era fruto

de decenios de trabajo pedagógico, y que llevaba como título "educación como práctica

de la libertad".

Por eso se hace necesario considerar cuál es esa praxis que inspiró a la teología de la

liberación, y de dónde recibe su dignidad" (y aludo con esta palabra al prefacio de la

Misa: "verdaderamente es digno y justo...").

LA PEDAGOGÍA DE FREIRE Y LA IMPOSTACIÓN RELIGIOSA DE SU

LENGUAJE

La obra práctica de Freire se completaba con otra reflexión teórica (La pedagogía del

oprimido) cuyo genitivo expresa con gran concisión su idea clave: que la liberación

debe ser obra de los oprimidos. Ellos son su sujeto, no su objeto. Y el trabajo del

pedagogo recibe su dignidad del hecho de que los oprimidos se conviertan en

pedagogos de su propia liberación.

Pedagogía desde lo previo

Los planteamientos de Freire difieren de todas las pedagogías orientadas a "procesos de

comunicación" donde la educación se diluye en una teoría sistemática y donde los

contenidos se convierten en "informaciones" que se transmiten prescindiendo de las

personas y de sus historias. Estas pedagogías funcionales marginan del todo la pregunta

por las opciones valorales o por sentidos transracionales. Tampoco cabe en su

positivismo la pregunta por las consecuencias que los datos preparacionales tienen sobre

los procesos racionales de pensamiento.

Y esta pregunta es la que no rehuye la pedagogía de Freire, la cual se basa más bien en

algo previo (a priori), que podemos formular así: fe en el hombre; profundo amor hacia

el mundo y hacia los hombres deshumanizados; y, como consecuencia, luz verde para la

esperanza. Sin fe nunca hay un diálogo liberador, sin amor no hay revolución auténtica,

y sin esperanza no habría lucha.

Y en esta tríada de resonancias paulinas, el amor recibe la supremacía gracias a otro

motivo que bien podemos calificar de cristológico: la humildad. Sin ella toda liberación

se convierte en un paternalismo presuntuoso. Los otros son meros ignorantes; y cuando

se piensa así se acaba robusteciendo las estructuras de dominació n. Por eso, para Freire,

"los hombres sin humildad no pueden alcanzar al pueblo" pues "en un auténtico

encuentro no hay ni completos ignorantes ni sabios completos: sólo hay hombres que

intentan, juntos, aprender aquello que ya saben".

"Se apodó a sí mismo". La humildad del pedagogo

Ya se ve que todas estas observaciones se dirigen sobre todo al líder del proceso

pedagógico. Sin su humildad no podrá el pueblo realizar su liberación como obra

propia. Y, otra vez, nuevos motivos religiosos expresan esta dignidad de la praxis de

liberación: confianza en el pueblo, conversión a él: el que no está decidido a confiar a

los oprimidos la lucha por su propia liberación, porque piensa que "él sabe más", recae

en los métodos de educación típicos de los opresores. Todo ello pide una conversión de

todos esos que "hablan sobre el pueblo pero no se fían de él". La verdadera humanidad

se muestra más en la confianza para dejar participar al pueblo en su lucha, que no en mil

actos hechos en favor del pueblo pero sin esa confianza.

Y todo esto supone un profundo "renacer de nuevo", la asunción de una nueva forma de

existencia a la que Freire llama "convivencia", una vida en común con el pueblo que es

la única que posibilita el que, a la confianza del líder en el pueblo, le responda una

confianza del pueblo en sus líderes. De ahí resulta una vida en común a la que Freire

vuelve a calificar con término religioso, como "comunión". La tarea de un liderazgo

revolucionario está precisamente en encontrar los auténticos caminos de comunión con

el pueblo.

Y a través de su comisión con el pueblo, los líderes deben encarnar la verdad de que

sólo en común se consiguen los cambios.

En toda esta descripción son detectables tanto las resonancias de una cristología

kenótica, como la descripción de la solidaridad con el pueblo como acto de entrega de

uno mismo. Freire evoca a un biógrafo de Camilo Torres que describe: "lo entregó

toda", y subraya el carácter paulino de este lenguaje.

Igualmente paulinos son los motivos con que Freire caracteriza al auténtico pedagogo:

muerte y nueva vida. En el proceso de opresión, las minorías se alimentan con la

"muerte en vida" de los oprimidos, y encuentran su autenticidad en la relación vertical.

En cambio, en el proceso revolucionario sólo hay un camino para que los líderes ganen

autenticidad: han de morir, para revivir a través de los oprimidos y con ellos.

Hasta aquí hemos visto los rasgos "cuasicristológicos" de la descripción del "líder". La

pedagogía que resulta de esta comunión con el pueblo, tiene su punto de partida en el

concepto ya mundialmente famoso, acuñado por P. Freire: la "concientización". Y

también este concepto central de su pedagogía, se articula con un lenguaje teológico.

Concienciación y creación por la palabra

La concientización inicia el proceso de desvelamiento o de "revelación" de la realidad,

de que hablábamos al comienzo del artículo. "Unas hombres -escribe Freire- que están

tan atados a la naturaleza y a los opresores, tienen que aprender a descubrirse a sí

mismos como personas impedidas de serlo... y descubrir su trabajo como transformador

de una realidad (que hasta entonces aparecía sólo como una dimensión misteriosa). Así

es como descubren que ellos son sujetos, y no cosas que pueden ser poseídas por otros".

El trabajo del pedagogo consiste en pasar, junto con sus alumnos, del terreno de la doxa

dominante al del logos transformador. Por eso Freire protesta contra una pedagogía

meramente "bancaria", que paraliza todo poder creador; y trata de hacer aflorar una

conciencia capaz de intervenir críticamente en la realidad.

Y para esta tarea reveladora, es muy útil el concepto bíblico de "palabra" (dabar) la cual

es algo más que un instrumento para posibilitar el diálogo, y que tiene una dimensión

doble de reflexión y de acción, ambas tan interrelacionadas que, si una de ellas sufre,

padece también la otra. Una palabra, por tanto, que es praxis. Y por eso, "decir una

auténtica palabra significa cambiar al mundo".

¡Y esta palabra-práxica es como un auténtico acto creador! En ella el hombre es recreado.

Y por eso hay que poner a los hombres en la situación que los capacita para

pronunciar esa palabra. Pues "existir como hombre es expresar el mundo, es decir,

cambiarlo. Y una vez expresado, el mundo revierte, con una nueva imagen

problemática, a aquél que lo expresó, y reclama ser expresado de nuevo". De este modo

la praxis de liberación viene a ser una especie de "creatio continua".

Liberación como redención

En esta concepción de la palabra, aparecen indisolublemente unidas creación y

revelación. El que pronuncia la palabra concientizadora, revela las estructuras opresoras

del mundo y, con ello, ha cambiado el mundo y ha iniciado la nueva creación. La

liberación ya no será así un acto paternalista hecho desde arriba; y su pedagogía (de la

cual forman parte los mismos oprimidos) no puede consistir en imitar modelos que

proceden de los opresores. Pero los oprimidos sólo podrán desarrollar su propia

pedagogía si pueden llegar a ser "modelos" para sí mismos. Y en este contexto, la lucha

por su liberación se convierte en lucha por su "redención".

En estas reflexiones se toca casi con la mano el sentido teológico de la liberación, a

pesar de que Freire la expone como una pedagogía humanista, sin declarar su a priori

teologal. Pero desde aquí se comprende su afán por desenmascarar la tentación de los

líderes de "convertirse en mesías": si se cae en esta tentación, no se ha superado la

práctica de los opresores de invasión y de manipulación cultural. Y con ello se habría

renunciado a esa confianza en los oprimidos, que debe ser el verdadero punto de partida,

y que sólo puede despertarse con humildad y paciencia.

La re-generación del hombre

Este "descenso" hasta el oprimido acuña también otra forma de lenguaje en la que se

manifiestan igualmente unidos el rasgo humanista y su dignidad teológica: me refiero a

todo ese lenguaje de re-nacer, re-crear, renovar al hombre. Muchos conceptos de Freire

incluyen esta idea del "volver a": los oprimidos deben re-ganar su humanidad, dejando

de ser objetos; el proceso de liberación supone una reconstrucción del hombre

destruido, y la pedagogía del proceso intenta una re-stauración de la intersubjetividad, a

la que la situación opresora había eliminado. Como nota E. Dussel, el mismo concepto

de re-volución puede significar un volver-a-colocar-al-hombre en su lugar sagrado. Pero

esto no será posible si los pedagogos no han aprendido antes a morir para re-sucitar

como miembros del cuerpo del pueblo...

Conclusión

De todo lo dicho brotan dos consecuencias claras. Se trata de una pedagogía que busca

la rehumanización del hombre. Y tiene su presupuesto previo (su a priori) en un

lenguaje teológico tomado de la cristología. No se puede renunciar al apoyo de ese

lenguaje cristiano, si se quiere expresar la dignidad de la praxis y del compromiso.

Quien quiera llamar a esto "sacralización", tenga en cuenta que se trata de una

sacralización "hacia abajo", que no es de exaltación, sino de anonadamiento. Pero de

todos modos, ya hemos dicho que el lenguaje de Freire no es expresamente teológico: se

queda, por así decir, en el umbral, y trata de construir una pedagogía anclada al "másacá"

inmanente y profano. Pero aparece claro que esa praxis encuentra su dignidad en su

propia superación.

EL EMERGER DE DIOS,

O LA FUNCIÓN CLARIFICADORA DE LA TEOLOGÍA

El teólogo podrá encontrar en lo dicho ciertas exageraciones: una lesión del primer

mandamiento, o la tendencia a una justificación por las obras. Pero también es posible

entender la pedagogía de Freire como un testimonio de la presencia de Dio s allí donde

el hombre no sabe encontrarle: precisamente en la realidad de la lucha liberadora.

Porque el problema de esta teología no es cómo ha de comportarse el teólogo ante la

liberación, sino al revés: cómo el comprometido con la lucha liberadora puede y debe

ser un teólogo cristiano. Por eso esta teología en lugar de separar al mundo de Dios,

secularizándolo, lo que hace es más bien encontrar a Dios en las capas más bajas de la

realidad. La teología latinoamericana se parece así a una esponja que, luego de un largo

período de sequedad, vuelve a sumergirse en el agua: absorbe la realidad que la rodea y

en la que lo Santo está presente siempre y en todas partes.

Así, la teología aclara lo que la pedagogía de Freire dejaba en suspenso. Pero lo aclara

porque ha aprendido de esa pedagogía a volverse sin reservas hacia la realidad, a

sumergirse en ella y (además de trabajar por cambiarla) hacerla re-sonar en la teología.

Y si se tiene ante los ojos esa "reconquista de realidad" por la teología, queda sin objeto

el reparo de que, en la teología de la liberación, la fe sacraliza a la realidad. No hay tal:

lo que ocurre más bien es que la teología participa en el ejercicio previo de

"condescendencia" exigido por la pedagogía de Freire. Y tampoco esto es una

contribución especifica de la teología sino que, en ella, se encuentra en comunidad con

todos los hombres de buena voluntad.

¿Dónde está pues lo específico de la teología? En aclarar e iluminar lo que en el

lenguaje de Freire quedaba como un germen religioso que era reflejo de la realidad y la

mentalidad latinoamericana. Así cabe decir que mientras la Pedagogía se va estilizando

hasta ser casi religiosa, en cambio la teología de la liberación se va enriqueciendo en

mundanidad. Si se quiere aquí hablar de secularización hay que decir que no es la

realidad la que se seculariza, sino más bien la Iglesia y su teología, en cuanto que la

realidad se convierte en lugar de descubrimiento de Dios y -como tal- ha de ser

respetado y reflexionado por la teología. Y esto puede mostrarse otra vez, mediante una

contraposición con la pedagogía de Freire: mientras en ésta acción y reflexión no son

sucesivas sino simultáneas (en correspondencia con la palabra-creadora, de la biblia), en

cambio en la teología de la liberación la ortopraxis precede y aventaja a la ortodoxia.

Según Gustavo Gutiérrez el amor es acción, y la teología viene sólo después. Y si esto

es así no se podrá decir que sea la teología quien mete a Dios en la realidad. La teología

no necesita glorificarse ni a sí misma ni al mundo: lo que ha de hacer es más bien

identificarse con esa realidad en la que Dios está ya presente; y por eso sólo puede

entenderse a sí misma como un segundo paso: como testificadora del emerger de Dios.

Este trabajo de reconocimiento "aclara la realidad religiosa de América Latina. Mientras

la pedagogía humanista de Freire, refleja la religiosidad difusa de la realidad

latinoamericana, y, a pesar del cuño cristológico de su lenguaje, nunca habla de Dios ni

menos apela a El, la teología de la liberación llama a Dios por su nombre, sin

autodivinizarse por eso.

La teología como "segundo paso" es por tanto una teología que recupera su humanidad

porque sabe hablar de Dios sin tener que sacárselo de la manga. Es una teología que no

necesita "enseñar", sino que más bien aprende a reconocer a Dios "fuera", "abajo", en la

realidad. El hombre no pierde a Dios cuando se expone a esa realidad, sino que más

bien le gana: ahí, en los pobres, la teología se encuentra con una nueva manifestación

histórica de Dios. La verdad dogmática que la teología de la liberación vuelve

consistente es la de la encarnación.

EN SEGUIMIENTO DE LA ENCARNACIÓN

Cabría hablar de un doble concepto de encarnación: la encarnación del Espíritu lleva a

universalidad, la de Cristo a conc reción. La primera implica el adiós a una teología

eclesiocéntrica y el éxodo de la Iglesia hacia el amplio espacio de la vida y su

dimensión profunda. La encarnación de Cristo indica el camino hacia el pueblo

sufriente y fundamenta la opción por él (Mt 25, 31ss). En este doble sentido, la teología

de la liberación es una teología del seguimiento. El seguimiento del Dios encarnado,

que tiene una triple característica:

a) Apertura

A esa actitud de seguimiento la llama G. Gutiérrez "espiritualidad de la liberación".

Consiste en una disponibilidad para la experiencia de que tanto el Evangelio como la

historia dan testimonio de la Encarnación en el presente. Y donde el presente histórico

es experimentado bajo el signo de la Encarnación, termina el olvido de Dios. La

encarnación es una apertura a Dios y al mundo. De este modo la espiritualidad de la

liberación queda transida por la vivencia de un regalo inmerecido. Y esta vivencia no

lleva a la pasividad, sino que fundamenta una actitud de atención y de entrega constante,

porque en la "conversión" a los oprimidos aprende el hombre que (al revés que en las

leyes de la física), sólo estamos en pie, de acuerdo con el Evangelio, cuando nuestro

centro de gravedad está fuera de nosotros mismos.

El apriori religioso que en Freire quedaba como en suspenso, es ahora confesado como

"encuentro con el Señor" en esta realidad y, a la vez, fuera de nosotros.

Dios no es así "des-encarnado", no es extraído del mundo; y la encarnación regresa de la

distancia de una historia lejana. Pero Dios tampoco es "re-encarnado" (en la Iglesia y su

teología). Simplemente desaparece el olvido del mundo por Dios, que emerge en la

realidad y en ella es experimentado y testificado, como encarnado y como liberador. La

realidad pierde así también su carácter extraño: el creyente que se sumerge en ella,

realiza el introito (la entrada) en la casa de Dios, y permanece en ella mientras no

vuelva a sustraerse a esta realidad.

b) Descarga

De esta manera, el seguimiento de la Encarnación de Dios en la realidad libera a la fe de

la necesidad de legitimar la mundanidad del mundo. Un regalo inmerecido no necesita

ser legitimado por el que lo recibe. Y esto supone también que la praxis de liberación

queda descargada de la exigencia prometeica de instaurar el reino de la libertad y la

comunidad con Dios y con los otros hombres. Es el Espíritu quien lo lleva a cabo: el

mismo Espíritu que ya ha realizado su identificación con los pobres y que sólo nos pide

reconocer esa identificación.

Por tanto, la liberación no tiene que ser una obra de gigantes, que primero haya de crear

las condiciones para la experiencia de salud, y de este modo ganarse el derecho de

celebrar la eucaristía.

c) Aliento

Al contrario: la teología hecha en seguimiento de la Encarnación del Hombre Auténtico

en los pobres, realiza la experiencia alentadora de que el Cristiano puede

verdaderamente encontrar - y celebrar- la paz del Señor en el centro de la lucha social.

La dicotomía de la realidad concluye aquí. La lucha liberadora y sus conflictos quedan

traspasados por la profunda alegría pascual que el Espíritu consolida. Y así, el que lucha

solidariamente con los oprimidos recibe el regalo de experimentar en un único gesto

pluriabarcante, la comunidad con Dios y con los hombres. Comunión con Dios ya no

significa separación de los hombres. Y esta es, para la teología de la liberación, la fuente

de la alegría cristiana.

Tradujo y condensó: FAUSTO GIMENEZ

 

JOSEPH THOMAS

¿RESURRECCIÓN O REENCARNACIÓN?

Résurrection ou réincarnation?, Etudes 375 (1991) 235-243

"A Dios no le conocemos, si no es por Jesucristo. Más todavía: ni a nosotros mismos

nos conocemos, si no es por Jesucristo". Este pensamiento de Pascal (Pensées, ed.

Brunschvicg,119) no ha encontrado demasiado eco. Los hombres continuamos haciendo

a la inversa: concebimos a Cristo en función de nuestras ideas adquiridas sobre Dios,

sobre la vida y sobre la muerte.

Pero ¿puede uno concebir la muerte? Como el acto de nacer, el de morir no es, no será,

para mí un suceso. Y eso que es lo único de mi futuro que sé de cierto. Y tras la muerte,

¿qué? Sabemos que la hora se aproxima inexorablemente. Pero nos negamos a aceptar

que marque el final definitivo. Resignarse a morir sería resignarse a vivir. La vida no

llevaría a ninguna parte. De ahí que, desde siempre, el hombre haya intentado resolver,

el enigma de la muerte.

Hoy día el malestar ante la muerte va en aumento. A pesar de que lo hemos intentado

todo para camuflarla. Antaño rondaba por casa. Nos era dolorosamente familiar. No

había quien no captase la pregunta que la muerte hace- a la vida. Pero hoy la muerte ha

enmudecido. Los difuntos se han vuelto discretos. No hay ni ritual ni luto. Aunque el

dolor nos carcoma por dentro y tengamos que elaborar el duelo secretamente. Pero, por

más que la gente quiera quitársela de encima, la muerte está ahí. Y por esto produce más

angustia. Y por esto surgen creencias tranquilizadoras que pretenden despojarla de su

carácter definitivo. ¿Por qué va a hacer ella de cada existencia un destino irrevocable?

Reencarnación y existencias plurales

Entre todas estas creencias la reencarnación se lleva la palma. La India suele ser la

fuente de inspiración. De ahí se saca la idea del karma* o retribución a largo plazo: en

una existencia futura se pagarán las consecuencias de una vida desordenada o se

recogerá el fruto de una conducta virtuosa, aunque se haya sido desgraciado.

Curiosamente se olvida que para el hinduismo la reencarnación es un mal y la salvación

consiste en la liberación de esta dinámica reencarnatoria.

Otras corrientes, ajenas a la sabiduría de la India, son influidas por distintos flujos

esotéricos europeos para iniciados. Otras, finalmente, en la línea de los Drs. Stevenson

(1966) y Noworocki (1980), buscan pruebas científicas de la reencarnación y creen que

hay indicios fácticos positivos.

Se trata, pues, de una creencia de contornos indefinidos, compatible para algunos con la

fe cristiana y que permitiría resolver aporías de la doctrina y la moral de la Iglesia. A

sus ojos es urgente "recristianizar la transmigración de las almas".

Creen que daría una nueva coherencia al tema de las postrimerías (juicio, purgatorio,

cielo e infierno), silenciado por una teología acomplejada, que quiere hacer olvidar su

antigua pastoral del terror. Creen asimismo necesario rehabilitar el papel del alma frente

al materialismo imperante, aunque asociándola a menudo a un cuerpo sutil, astral,

heredado de la tradición gnóstica, como vehículo estructural necesario entre las

reencarnaciones.

¿Por qué?

Pero la seducción de la reencarnación no obedece sólo a la satisfacción de una

curiosidad sino a una protesta. Es injusto que se juegue todo a una carta. Uno no puede

contentarse con esta existencia mísera y despreciable. Tenemos derecho a una segunda

oportunidad, a empezar de nuevo de otra forma y, si se quiere, pagando los errores

cometidos. Es la ley del karma.

Otros creen que la vida no es tiempo suficiente para el largo aprendizaje de la libertad.

Al fin y al cabo nada se decide de una vez. Para muchos de nuestros contemporáneos la

vida no es una fidelidad pacífica a un compromiso. Nuestro tiempo está jalonado de

rupturas y la muerte sería una de estas etapas. Para los reencarnacionistas cristianos, la

meta final sería la salvación. Para otros, se trataría de un espacio indefinido en que se

podría "progresar siempre" (A. Kardec). En todo caso, la muerte deja de ser el selló de

la eternidad para una existencia única.

No sería bueno despreciar esta concepción tan extendida en razón de su ambigüedad, su

incoherencia o sus adherencias concordistas (por ej. entre los cuerpos sutiles y la física

cuántica). Se trata de una idea seductora y merecedora de respeto por la esperanza que

suscita en muchos y por su contribución a la investigación de experiencias que están en

las fronteras de la muerte.

Incompatibilidad con la fe cristiana

Se enfrentan dos sistemas de pensamiento irreconciliables. En cuanto a la concepción de

la historia, por un lado está la ley de lo provisional y por otro la de lo definitivo. Es la

pugna de dos concepciones de la libertad. Los reencamacionistas conciben la historia de

modo cíclico, como un eco del mito del eterno retorno. En cambio, para los cristianos la

historia es líneas está dirigida hacia la plenitud en el Reino definitivo. Ellos hablan de

nuevo comienzo, los cristianos de realización plena. Cada destino personal se inscribe

en esta dinámica y es acogido en un final de la historia ya presente y a la vez más allá de

la misma. El más allá está más cercano que el porvenir.

Y todo ocurre por gracia y beneplácito de Dios. En este punto no caben componendas

con la reencarnación. La resurrección se espera como manifestación del amor poderoso

de Dios, sin exigencia posible de parte humana. La vida que sigue a la muerte es un

don. Y la vida nueva que se nos ofrece es exclusivamente obra del amor de Dios.

Ahí está el desacuerdo fundamental. El reencarnacionismo se concibe como un proceso

natural al que el hombre tiene derecho, ya que la condición humana posee la garantía de

la inmortalidad. Hay que alejar el temor de la muerte. Habrá tiempo para corregir los

errores. En el curso de estas existencias sucesivas el hombre obtiene la salvación; una

salvación que sería más cuestión de tiempo que de gracia.

La salvación no está en un conocimiento

Si la reencarnación fuera verdad, conoceríamos el secreto para salvarnos y el Salvador

sería superfluo. En este sentido, se trataría de una forma de gnosticismo, combatido ya

por Pablo en Corinto, pues se nos forzaría a escoger entre conocimiento y fe. Según

esto, la salvación consistiría en el conocimiento: sólo los iniciados saben; no necesitan

la fe. En cambios para el cristiano, la fe es mucho más que un conocimiento. Se expresa

ciertamente en creencias. Ahí está el credo o símbolo de la fe que es expresión de la fe

primera. Pero la fe no se reduce a puro conocimiento. Al creer, se cree en alguien: en el

Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.

Creer en... es una fórmula audaz, que no se refiere a un saber ni a una simple confianza

en la palabra de otro, sino que expresa una adhesión que se dirige a otro y le integra en

él. La fe es este acto, esta entrega de toda la persona. El cristiano cree en Jesucristo y en

Jesucristo resucitado. Y por esto puede creer en la resurrección. Esta creencia no tiene

sentido, si no es a partir de la fe.

La resurrección de Jesús, para él y para nosotros

¿Qué significa, entonces, la resurrección de Jesús? Como decía Pascal, es a partir de

Jesús que cobra sentido "nuestra vida y nuestra muerte".

El misterio pascual, la muerte y resurrección de Jesús, es ante todo una revelación de

Dios. Jesús aparece como entregado al Padre en un intercambio de amor. Le oímos y le

vemos hablar o actuar con un abandono filial en manos del Padre. La pasión es el

culmen del amor confiado. El grito final de la cruz no es el de la desesperación, sino el

de la entrega total hasta la desposesión de sí mismo.

Pero el Padre no se limita a recibir en su seno al Hijo que no quiso ser más que el

servidor humilde, sino que le da un nombre que está por encima de todo nombre: La

Trinidad no está unida por uña necesidad de la naturaleza. No es más que amor gratuito.

Y el Espíritu es el vínculo de ese amor. La muerte y la resurrección de Jesús constituye

el culmen de la revelación de Dios mismo.

El misterio de Cristo es asimismo revelación del hombre, pues se trata de una aventura

humana, sin menguas ni excepciones. Jesús aceptó su condición humana y nunca aceptó

un trato especial. Es fácil imaginar la tentación suprema que tuvo que soportar: si eres

Hijo de Dios, ¿por qué no escapas a la muerte?

Pero él la afronta de cara, sin que nadie ni nada le oculte su horror. Es la fe total en el

amor del Padre y no el dolor lo que la hace excepcional. El centurión romano, experto

en estertores agónicos de condenados, captó la entrega libre de Jesús y comprendió que

realmente era el Hijo de Dios.

Dios acoge a Cristo de los abismos donde reina el poder sin máscara de la muerte. No se

trata de una pálida sobrevivencia, sino de una asunción en la vida de Dios mismo. Cristo

ha venido para asumirnos en este mismo proceso. La muerte es la hora del triunfo de

Dios que nos acogerá definitivamente a pesar de las resistencias de la vida.

Hay que entregarse sin miedo a este amor que libera de la fascinación de la muerte. Sin

disimular su horror como límite del reino de la naturaleza, confesaremos también en ella

el pórtico triunfal del amor gratuito de Dios. Las palabras de Pablo en respuesta a las

antiguas angustias de los cristianos de Tesalónica sirven para las actuales. ¿No creemos

que Jesús murió y resucitó? Pues también a los que han muerto, Dios, por medio de

Jesús, los llevará con él" (1 Ts 4,14).

¿Cómo resucitan los muertos?

Esta pregunta se la hicieron los cristianos de Corinto (1 Co 15,35). Y nos la hacemos

también nosotros: ¿qué será la vida continuada tras la muerte? Así formulada, la

pregunta carece de sentido. Porque, tras la muerte, no habrá ni espacio ni tiempo. La

imaginación queda fuera de juego. Lo que sí es posible es preguntarnos qué será la vida

que se nos dará en la misma muerte, en el acto de morir.

No hay más referencia que la condición de Jesús resucitado. Los relatos pascuales

subrayan la identidad entre el crucificado y el resucitado. Jesús conserva su

singularidad. Su humanidad no se diluye ni es absorbida en la vida trinitaria. Su historia

no es borrada ni sus relaciones anteriores suprimidas. Lo mismo nosotros: con nuestra

personalidad entera, marcada por una historia singular y unos lazos afectivos

determinados, entraremos en la vida de Dios, en un reposo de perpetuo intercambio

amoroso: Saquémosle todo el partido al pensamiento de Pascal: es en función de la

muerte y de la vida de Jesús resucitado que hemos de concebir nuestra propia muerte y

nuestra vida de resucitados. Y no hay, más que decir.

Lo que sí podemos preguntarnos todavía es: ¿de dónde le viene al hombre esa capacidad

de ser resucitado por gracia? Para probar su tesis, los reencarnacionistas suelen recurrir

a la oposición entre el cuerpo mortal y el alma inmortal. Hay cristianos que se

escandalizan cuando se les dice que la creencia en la inmortalidad del alma no es de

origen cristiano. La historia' de los esfuerzos por conciliar esta creencia, heredada del

platonismo, con la afirmación bíblica de la resurrección de los cuerpos es compleja. En

todo caso, la resurrección de los cuerpos niega la reducción del yo al alma. "Mi alma no

es el yo" -dijo Santo Tomás.

La creencia en un alma corporeizada resulta cómoda. Pero tiene un peligro: yo no

moriría todo entero. De derecho, por naturaleza, estaría hecho para no morir. Desde este

punto de vista, la creencia en la inmortalidad del alma es peligrosa. Porque nos arranca

del universo de la gracia. Pero tiene un mérito: el de llamar la atención sobre la

capacidad del hombre de ser llamado a la resurrección. Si el hombre es resucitable es

porque, desde su creación, es llamado a la semejanza divina, a una vida más allá de lo

que llamamos vida. La trayectoria creadora es continua, pero tiene sus umbrales. El

hombre lleva en sí mismo la apertura a una llamada que le hace renacer. A veces puede

pensar que le atormenta el deseo de inmortalidad. En realidad, responde a una llamada.

Para Dios, crear es atraer a sí. 0 mejor: la creación es la atracción conjunta del Padre

que tira de nosotros (Jn 6,44) y de Cristo resucitado -la humanidad integral- que tira de

todos (Jn 12,32). Porque, si hemos sido. creados a imagen de Dios (Gn 1,27, la imagen

de Dios es Jesucristo, muerto y resucitado (2 Co 4,4; Col 1,15).

Que no nos confundan las palabras. Cuando los cristianos hablamos de "alma", nos

referimos al misterio interior de este deseo de Dios, que él mismo suscita en nosotros.

Pero no dejemos flotar esa alma fuera de nuestra corporeidad. A este yo mío, expresión

de mi libertad, en el que está inscrita mi historia, que es principio de todas mis

relaciones y que está abocado a la muerte, la resurrección de Jesús le promete la vida. Y

yo la puedo recibir, no como un destino determinado de antemano, sino siempre como

un don gratuito.

Así se ha realizado el misterio pascual "una vez por todas". Y se actualiza en cada una

de nuestras vidas "una vez por todas". "Ni la muerte ni la vida... podrán jamás

separarnos del amor de Dios manifestado en Jesucristo nuestro Señor" (Rm 8,38-39).

Esta es la fe de los cristianos. ¿No debería inmunizarnos contra la seducción de falsas

seguridades? Nos cuesta entregamos a la gracia. A fin de cuentas la reencarnación no es

más que un plagio: se prefiere una eventual salvación por las obras a la salvación por la

fe. No deber la salvación más que a sí: mismo, aunque sea de esta manera, es una

tentación permanente.

Tradujo y condensó: J.Mª ROCAFIGUERA

HENRI BOURGEOIS

REENCARNACIÓN Y RESURRECCIÓN

Presupuestos y fundamentos

Más que enfrentar cara a cara «reencarnación» y «resurrección» en un debate doctrinal, lo que importa es comprender los retos que plantean: debajo de lo que las creencias dicen está lo que quieren decir. Bajo el término «reencarnación» laten sentimientos y convicciones como: «el que la hace la paga», «la vida es una ilusión». Muy distintos son los presupuestos sobre los que estriba la fe en la resurrección: «la vida es un don gratuito»; «todo ser humano posee un valor único»; «no hay existencia humana sin un cuerpo». El autor del presente artículo piensa que exhumar esas lógicas subterráneas es condición indispensable para un diálogo provechoso.

Réincarnation, résurrection: présupposés et fondements, Lumière et

vie nº 195 (1989) 73-84.

No es simple explicitar lo que, con toda exactitud, quieren decir estas dos creencias en la reencarnación y en la resurrección. Y más arduo resulta todavía precisar qué es lo que queda implicado en cada una, cuáles son sus presupuestos.

Dos creencias, dos niveles

Reencarnación y resurrección no se mueven en la misma órbita. Se sembraría la confusión si se comparasen sin más, como si ambas respondiesen, a su manera, a la misma pregunta sobre el más allá.

Cierto que las dos creencias afirman que la vida humana no acaba en el cementerio. Para ambas, «algo» continúa tras la muerte, que tiene que ver con lo ocurrido antes de ella. Además, en ambos casos interviene la fe: lo que se afirma supera lo que se puede probar racionalmente, aunque su inteligibilidad sea reivindicada. Por otra parte, el fenómeno de la globalización cultural hace que en Occidente surjan interrogantes, porque los trazos de la reencarnación y los de la resurrección se entrecruzan, a menudo, en un pensamiento abigarrado. Hay, pues, convergencias entre reencarnación y resurrección. Pero, en realidad, no son del mismo orden. Creer en la resurrección es creer que los muertos son llamados a entrar en otro modo de existencia distinto del modo actual de la historia. En cambio, creer en la reencarnación es creer que, tras la muerte, son posibles otras existencias en el mundo «de aquí abajo», como nuevas ediciones de la vida histórica. Esta divergencia apenas es discutible.

El problema crucial se cifra en saber si las dos creencias son compatibles. Bastantes defensores de la reencarnación insisten en que las dos concepciones no son a priori opuestas. Y algunos de ellos sostienen que las reencarnaciones corresponden a una serie intramundana, al paso que la resurrección hace salir del sistema de las existencias sucesivas. La resurrección cerraría un ciclo de reencarnaciones. Reencarnación y resurrección conciben, pues, lo que puede ocurrir tras la muerte con plena autonomía y de dos formas distintas. Sin embargo, ya a partir de la antigüedad y sobre todo en los dos últimos siglos, en Occidente, han entrado en relación, hasta el punto de que, para nosotros, resulta normal confrontarlas.

Puntos de apoyo de las creencias

Situados en ese camino, siempre peligroso, de la confrontación, tiremos por el atajo y preguntémonos: ¿por qué cree uno en la reencarnación? y ¿por qué cree uno en la resurrección? Esta doble pregunta nos pone en la pista de los distintos puntos de apoyo.

Respecto a la reencarnación se alegan algunos fenómenos extraños: el fenómeno conocido como del déjà vu (ya visto), recuerdos de algo que a uno no le ha pasado, conocimientos de origen desconocido, etc. Estos hechos no tendrían otra explicación que el haberlos experimentado en una vida anterior. Sin embargo, a mi parecer, aunque causen impresión, estos hechos no constituyen pruebas en sentido estricto. Por más que otras interpretaciones (telepatía, referencias al inconsciente, etc.) resulten también discutibles. En el fondo, se cae en un círculo vicioso: se interpretan dichos fenómenos en función de la reencarnación y, una vez interpretados, se utilizan como argumento para probar la reencarnación. Respecto a la resurrección, los contenidos son diferentes y los acentos no coinciden. Pero los presupuestos son análogos. También los cristianos, que creen en la resurrección, se remiten a fenómenos extraños —las apariciones de Jesús resucitado— que, siguiendo el NT, interpretan como signos del señorío de Jesús, Hijo de Dios, resucitado por el Padre, para atestiguar la verdad de su Evangelio, pese al fracaso de la cruz. Como en el caso de la reencarnación, también aquí nos encontraríamos ante un círculo vicioso: se cree porque ha habido un contacto con el Resucitado y se tiene ese contacto con el Resucitado porque se cree.

Discernimento de los presupuestos fundamentales

Esas semejanzas no pueden ocultar una diferencia singular. En los dos casos la creencia o la fe intervienen interpretando los fenómenos y dan muestra de una cierta fragilidad. Pues, cabe preguntarse hasta qué punto la esperanza a la que apunta la creencia no corresponde a la necesidad de seguridad ante el miedo a la muerte y la angustia que produce el pensamiento en el más allá. Toda fe experimenta en su interior esta contra-interpretación y necesita entrar en diálogo con ella. Tanto si uno cree en la reencarnación como si cree en la resurrección, se encuentra ante un misterio que no se reduce a nuestra afectividad, pero que está más o menos en connivencia con ella.

Pero, una vez dicho esto, las dos creencias no son idénticas. El que cree en la reencarnación tiende a considerar las vidas sucesivas como una ley cósmica, de la que los fenómenos extraños no son sino signos ejemplares. En cambio, la fe en la resurrección se encuentra personalizada en la figura de Cristo resucitado. Lo que a él le aconteció se convierte en la forma del porvenir universal. Los cristianos afirman que los muertos resucitarán en él y por él, entrando en comunión con su más allá.

¿Se puede hablar en el cristianismo de una ley de resurrección análoga a la ley de reencarnación del budismo? No lo creo. Cierto que los cristianos consideran la resurrección como la vocación común de la humanidad. Pero esta universalidad no es la de una ley estructural. Es la de un don comunicado por Dios a partir de su Hijo resucitado. Ésta es la diferencia: la resurrección va más allá del orden de la creación. En este orden manifiesta ella una gratuidad fundada en Dios e inseparable de la figura de Cristo.

Justamente por esta diferencia los que creen en la reencarnación consideran aquellos fenómenos extraños como hechos objetivos, casi experimentales. En cambio, el cristianismo habla de las apariciones de Cristo con discreción, no para minimizar su alcance, sino para que sean lo que son: palabras dirigidas a la fe por Dios mismo. Dicho de otra forma: lo que mantiene la fe cristiana en la resurrección es, en adelante, la vida evangélica y eclesial en la que se hace memoria de Cristo y en la que se realiza sacramentalmente su presencia y se está a la espera de su retorno. Por consiguiente, los signos cristianos son menos unos fenómenos extraños, como las apariciones de Cristo, que unos actos portadores de la fe evangélica y de la vocación eclesial en la vida corriente.

¿Cómo se explica esto? Porque el más allá de su resurrección que espera la fe cristiana lo considera ya anticipado en el más acá de lo cotidiano. Hay algo ya de la resurrección final en el proceso de la historia y en el desarrollo del mundo. Pero esta «repatriación » del más allá en el más acá no se parece al que realiza la doctrina de la reencarnación. Para ésta, lo que pasa tras la muerte genera una nueva existencia histórica parecida a la anterior. Para el cristianismo, es el más allá de Cristo el que es capaz de habitar la vida histórica. No para suscitar una serie de vidas sucesivas, sino para sembrar en la vida presente una semilla del más allá, una anticipación de la resurrección final.

Lógicas del misterio

A los dos tipos de presupuestos expuestos hasta ahora hay que añadir un tercero: las distintas lógicas subyacentes a los respectivos discursos. Sólo así comprenderemos hasta qué punto las dos creencias son distintas. Creer en la reencarnación implica ante todo lo que yo llamaría una lógica de la compensación cósmica. Según la ley del karma (causa-efecto), el pasivo de una vida debe ser liquidado por otra vida hasta la extinción de la deuda, lo cual puede requerir bastantes existencias sucesivas. El desorden debe ser asumido de suerte que una nueva existencia permita compensar las insuficiencias anteriores. Ésta es la ley general del universo.

El cristiano tiende a juzgar esa ley como implacable. Esto es interpretarla fuera de su contexto. Esencialmente, esa ley afirma que el ser humano pertenece al universo y que el mundo tiene sentido. El infierno —una situación sin salida y sin posibilidades de reequilibrio— no existe. El sufrimiento —ese azote del ser humano— resulta misterioso, pero lógicamente, un modo de compensar anteriores desequilibrios. «A fin de cuentas, —me dijo un joven— hay que pagar: es normal ».

Habitualmente, los que creen en la reencarnación apenas si hablan de pecado para designar la falta que hay que compensar. Pues el pecado implica una instancia divina de la que se depende. El pasivo se considera más bien como insuficiencia o incluso desequilibrio. El punto de vista pretende ser objetivo, sin meterse en honduras de culpabilidad subjetiva. «No hay más: las cosas son así». Hay que aceptar la realidad. A la postre, esto significa escapar a la ilusión (moksha).

En segundo lugar, la reencarnación tiene una lógica evolutiva. Está implicada en la precedente. Pese a ser repetitiva, la ley del universo es considerada como una ley de progreso. La repetición hace avanzar. Esto es más seductor para los occidentales, tan sensibles a la concepción evolucionista. La vida sería demasiado rica para poder ser agotada con una sola existencia. De ahí la necesidad de más vidas. Esa lógica sería además igualitaria. ¿Por qué algunos seres humanos han de morir tan pronto o han de pasarlo tan mal? La posibilidad de nuevas existencias les proporcionaría la posibilidad de gozar de condiciones de vida semejantes. Desde esa óptica evolucionista, incluso algunos cristianos piensan que la reencarnación modernizaría el cristianismo. No se trataría de alterar la fe pascual, sino de completar lo que la tradición cristiana no habría sabido o no habría podido decir.

En tercer lugar, la reencarnación depende de una lógica antropológica que yo denominaría de la secundariedad del cuerpo. Pues ¿qué significa la secuencia de reencarnaciones? Que el principio espiritual consigue un cuerpo en la medida en que todavía no es capaz de prescindir de él. El tan cacareado desequilibrio no es más que una ilusión. El ser humano cree ser una persona independiente cuando, en realidad, sólo es una modalidad provisional de la energía universal. Habrá, pues, reencarnaciones mientras se necesite un cuerpo. Pero el objetivo que hay que alcanzar es la anulación de esas ilusiones: la disolución del sujeto individual en el misterio del que él no es sino un elemento. Y esto va a la par con el cese de las reencarnaciones.

El mensaje de la reencarnación

No es seguro que estas tres lógicas estén articuladas en la experiencia de los que creen en la reencarnación. Pero también a los creyentes en la resurrección les cuesta a veces mantener todo el significado de su fe. Sin embargo, es indispensable comprender. Y para esto hay que esforzarse por percibir el punto de convergencia de esas lógicas.

El mensaje de la reencarnación no se refiere ni a Dios y ni siquiera al ser humano, sino al universo y a su coherencia progresiva. La reencarnación permitiría al hombre desprenderse de sus ilusiones y volver espiritualmente a su principio: la energía del mundo. En esta perspectiva, Dios no tiene lugar. Si se habla de él es porque se vive aún en un régimen de ilusión que magnifica la realidad impersonal, pero espiritual, del mundo en una existencia absoluta. La salvación consiste, no en recibir un don de Dios, sino en integrarse en la ordenación de lo real, rompiendo con las apariencias. ¿Fatalidad? No resultaría un término feliz. En todo caso, el universo es lo que debe ser. Si uno soporta mal sus leyes es porque, inmerso todavía en el mundo de la ilusión, no ha sabido integrarse en él.

La antropología implicada en la reencarnación resulta, pues, muy caracterizada. Los valores de la persona, de la libertad, que el cristianismo aprecia tanto, quedan relativizados. El cuerpo, que recibe una valoración más positiva por parte de los cristianos contemporáneos, es sólo un soporte provisional, a menudo indispensable, pero a fin de cuentas secundario, y que no define constitutivamente la existencia humana.

Las lógicas de la resurrección

No hay una correspondencia entre las lógicas de la reencarnación y las de la resurrección. Pero, haciendo un esfuerzo de claridad, podemos reducirlas también a tres.

La afirmación de la resurrección depende ante todo de una lógica del Evangelio. Esta lógica supone que Dios revela, en el seno de la historia, el porvenir de la humanidad. Este porvenir es anunciado ya por un acontecimiento que, no por ser suprahistórico, deja de estar inscrito en la historia: el de la Pascua. Se trata de un acontecimiento contingente sin el cual el más allá de la resurrección constituiría una mera posibilidad, pero no una realidad de la que Dios mismo sale garante. En el cristianismo la resurrección ocupa, pues, un lugar funda- mental. Ella recapitula la alianza entre Dios y los hombres, la vida histórica de Jesús y la de los creyentes. En las religiones que profesan la reencarnación, ésta ocupa un lugar muy distinto. Ella resulta una especie de consecuencia de la lógica espiritual, pero no constituye un elemento mayor.

Quede claro: la lógica evangélica de la resurrección apuesta por la historia. La resurrección no es, de entrada, un dato de la antropología. Es un signo y un acto de Dios que ha tomado en Jesús forma de acontecimiento y que, al fin de los tiempos, tomará para la humanidad un valor de irrupción. Esto supuesto, la lógica pascual implica otras características. Ante todo es una lógica de la gratuidad. La resurrección es un don acompañado de un perdón. No depende de un principio de compensación como la reencarnación.

A menos que esa idea de compensación no se introduzca subrepticiamente a través de la doctrina del purgatorio. Es cierto que la lógica evangélica pasa por un discernimiento de la vida humana. Pero este discernimiento es obra de Dios y no ley cósmica como quiere el karma. Esto se manifiesta tan claramente en el cristianismo que, para él, el futuro de la historia y de la humanidad está ya anticipado en el presente de la fe y de la historia creyente. La resurrección no es sólo un más allá de la muerte, sino un presente de la historia evangélica. Esta concepción resulta, a ojos vistas, muy diferente de la reencarnación.

El sujeto y su carácter único

Otras dos lógicas quedan implicadas en esa lógica evangélica: la lógica del sujeto y la lógica de la comunicación entre sujetos. La fe en Jesús resucitado entraña una afirmación del sujeto. Éste no es una ilusión provisional, sino una realidad histórica que posee un valor irreductible y definitivo. ¿No caemos en un antropocentrismo ingenuo? La postura evangélica es aquí decidida. Se remite a la coherencia bíblica. Si Dios llama a cada uno por su nombre, se sigue que cada ser humano es único y encuentra en el amor creador y recreador que Dios le profesa la razón de una vida eterna que adopta la forma personal. Cada uno da testimonio misteriosamente de que Dios no se arrepiente de sus dones. Entra en acción la lógica del amor: para que exista amor se requiere el sujeto personal.

La idea que de Dios se forma el cristianismo se ajusta también a esa lógica del amor. De ahí que sea concebido como un ser personal, incluso tripersonal. Su manera de ser es postulada por su manera de amar y por la posibilidad de ser amado.

De golpe, la creencia en la reencarnación muestra claramente su propia lógica. Desde su óptica, el sujeto divino y el humano son considerados, ambos por igual, como ilusorios. El karma significa la coherencia del universo. Pero no implica ni la irreversibilidad de la existencia humana personal ni el compromiso libre de un principio divino. La espiritualidad se sitúa más allá de esas figuras.

La diferencia respecto a la concepción del cuerpo humano también es clara. Según la lógica cristiana, el cuerpo representa una dimensión constitutiva de la existencia humana. Los muertos son, pues, llamados a una nueva forma de vida corporal. Hasta tal punto se concibe como deficiente una existencia humana sin cuerpo, para la fe cristiana. Para una concepción reencarnatoria, esto le resulta peregrino, pese a que, en cada vida sucesiva, al «yo» se le dota de un nuevo cuerpo. Porque, a fin de cuentas, todos esos cuerpos son secundarios y sin un significado último.

Es el momento de abordar una última forma de la lógica cristiana: la lógica de la comunicación entre sujetos. De la resurrección, de la que Jesús es portador y testigo, por su relación con él, otros también pueden participar. Desde ahora y hasta el fin de los tiempos, Cristo comunica su propio misterio, haciendo de su Pascua el trasunto de la vida histórica y asociando los difuntos a su cuerpo resucitado. Así, la resurrección pasa del Resucitado a los seres humanos que él ha creado y recreado.

Esta comunicación que va de uno a todos se opera de forma intersubjetiva en el Espíritu Santo. Esto no sería posible si Cristo no poseyese una identidad personal y corporal y si los seres humanos no dispusiesen —también ellos—, de una existencia de sujeto y de una relación fundamental al cuerpo. En una palabra: la lógica de la comunicación es una consecuencia de la lógica del sujeto.

Conclusión

Resurrección y reencarnación no son creencias del mismo orden. Pero una y otra tienen sus puntos de apoyo y sus lógicas reguladoras. En la medida en que uno intenta comprender los presupuestos de cada una , está en disposición de percibir las diferencias que hay entre ellas. En la coyuntura actual, en Occidente, tal reflexión es urgente. Más allá de las posiciones enconadas o de las fáciles amalgamas, hay espacio para un pensamiento que pretende comprender lo que el otro quiere decir y que, a la postre, revierte en conocimiento propio. Gracias al otro.

Tradujo y condensó: MÀRIUS SALA

Jamás me cansaré de repetirlo: lo que más necesitan nuestros pobres no

es compasión sino amor.

Necesitan ver respetada su dignidad humana, que no es menor ni diferente

de la dignidad de todo ser humano.

MADRE TERESA DE CALCUTA, Orar. Su pensamiento espiritual, 1997,

p. 70.

 

GERHARD GÄDE

REENCARNACIÓN Y RESURRECCIÓN

Aclarando posiciones teológico-epistemológicas

En Occidente el deseo de inmortalidad inherente al ser humano se había nutrido casi exclusivamente de la esperanza de una vida en el más allá. Actualmente se constatan dos fenómenos nuevos y distintos. Por una parte, los estudios sobre el genoma humano hacen que algunos científicos alberguen la esperanza de una vida de duración indefinida en este mundo. Por otra, repunta la creencia en la reencarnación: otra manera de seguir viviendo en este mundo. Selecciones ha publicado recientemente dos artículos sobre el tema de la reencarnación (ST 144, 1997, 305-311 y 312- 318). En el que aquí presentamos, el autor se hace eco del progreso en Occidente de la creencia en la reencarnación, la confronta con la fe cristiana y la contempla también desde una perspectiva puramente filosófica.

Reinkarnation und Auferstehung. Zur Klärung des Theologischepistemologischen

Status. Theologie der Gegenwart 42 (1999) 175-190

«Si un asiático del extremo Oriente me preguntara qué es Europa, debería contestarle sencillamente: es la parte del mundo obsesionada por la increíble e inaudita ilusión de que el ser humano procede de la nada y su nacimiento constituye su comienzo absoluto». Así definía Schopenhauer a Europa como una isla en medio de un mundo convencido de la reencarnación. A fines del siglo XX esta caracterización resulta desfasada. Según recientes encuestas, más de un 20% de la población occidental piensa que el hombre no vive una sola vez y la reencarnación parece convertirse en una de las convicciones religiosas más cotizadas. En una primera parte, más bien informativa, dirigiré la atención a las ideas occidentales de la reencarnación, que, pese a todas sus diferencias individuales, encierran una convicción común que las distingue de las orientales. Luego cuestionaré su compatibilidad o no con el cristianismo y las dificultades que éste le opone.

En una segunda parte, más reflexiva, me planteo la ineludible pregunta de si la reencarnación representa un concepto de salvación alternativo, o, por el contrario, puede integrarse en la esperanza cristiana, para señalar finalmente la necesidad de una aclaración epistemológica del tema.

CONCEPCIÓN DE LA REENCARNACIÓN EN LA HISTORIA Y EN LA ACTUALIDAD

La reencarnación en la tradición religiosa oriental

La tradición hinduista no tiene la reencarnación, o unión de la materia sutil del alma con un nuevo cuerpo terrenal, por un proceso salvífico. Samsara, el ciclo de los nacimientos, pertenece más bien al capítulo de las calamidades. Toda vida viene determinada por el buen o mal Karma, acumulado en las anteriores reencarnaciones y que debe ser aniquilado en la presente. Es un tener que renacer y no un poder volver a nacer.El individuo ha de recorrer una serie ininterrumpida de nacimientos y también de muertes. Qué sentido de la vida suscita esta persuasión en el hindú piadoso lo expresa el poeta Tukuram (1598-1650): «¡Qué sufrimiento en el ciclo de la vida!

Desde mi concepción en el seno materno he nacido ya 8.400.000 veces. Y ahora aquí estoy, hecho un pobre mendigo. Vivo siempre como atrapado en una red (...). Innumerables eras cósmicas me han visto en este estado. Ignoro cuántas sobrevendrán aún. Ninguna permanencia: el imparable movimiento empieza de nuevo». Se comprende que toda la esperanza se oriente a poner fin al ciclo, sin más liberación que el no tener ya que renacer de nuevo. Sin embargo, -dice Hans Küngen la reencarnación oriental late «la cuestión religioso-filosófica acerca de un orden universal justo, moral y lleno de sentido, sobre la justicia en un mundo en el que los destinos humanos de la vida se hallan repartidos de una manera tan desigual como injusta ».

La reencarnación en Occidente

La reencarnación se ha abierto camino en Occidente. Ya Pitágoras habla del ciclo de los nacimientos. Con su antropología dualista veía Platón en la encarnación del alma autónoma y preexistente un castigo por sus faltas en el reino de las ideas. Faltas terrenales conducen a nuevos castigos en el mundo subterráneo y a nuevas encarnaciones. Al final de todo se alcanza la liberación del ciclo y la definitiva unión con la divinidad. Esa teoría, que influyó en el neoplatonismo, no fue aceptada por la Iglesia primitiva. Los Padres de la Iglesia Justino, Ireneo y Tertuliano se enfrentaron a ella. También Orígenes, quien en esto ha sido a menudo falsamente interpretado.

En la modernidad, la idea de la reencarnación se ha reavivado. Simpatizan con ella, entre otros, Lessing, Kant, Goethe y Schopenhauer. Con la idea de la evolución personal progresiva, la antroposofía de Rudolf Steiner la ha abierto a un amplio sector. En nuestros días se presenta uniendo a los elementos de la espiritualidad oriental, del antiguo enfoque dualista del mundo y de una antropología de matiz gnóstico, el progresismo occidental.

Pero lo que en la rueda imparable del hinduismo sólo resulta tolerable por la esperanza de que por fin acabe, se convierte hoy en un valor salvador y optimista, ansioso de apurar todas las posibilidades de la vida. Así lo formula George Trevelyan, uno de los pioneros del New Age (Nueva Era): «Una única vida apenas si basta para almacenar toda la cosecha de la experiencia que es capaz de aportar la tierra. Si la naturaleza del alma es eterna, existimos como seres desarrollados ya antes de nacer. De donde se sigue que decidimos libremente aceptar los vaivenes de la vida (...). Es ilógico aceptar la teoría de la evolución negando que la conciencia y la esencia espiritual del hombre se desarrollan asimismo de una era terrestre a la siguiente. La reencarnación está íntimamente ligada a la idea cósmica de la evolución y el progreso, de la cual participan también las almas asimilando nuevos estadios de desarrollo y de conciencia, al regresar una y otra vez a la tierra».

Esta concepción fascina a muchos, que piensan: «Con la muerte no voy a desaparecer; siempre se me otorga una nueva oportunidad; una vida es demasiado corta para realizar un sólo fragmento de mis posibilidades». Así, la reencarnación tranquiliza la angustia de recibir poco de la vida. Y apacigua el sentido de justicia, deseoso de compensar a quienes se les usurpó la vida, porque fallecieron en su infancia o porque, según nuestra valoración, su vida ha sido un fracaso. El ciclo de iteraciones, unido al concepto de progreso, se convierte en una escalera de caracol que, en giros siempre nuevos, puede llevar a un alto grado de realizaciones vitales. Comparado con el concepto oriental, cuyo objetivo consiste en la superación del encadenamiento del yo y del ansia de vivir, la concepción occidental aparece -en palabras de Reinhart Hummel- como «una orgía de un oscuro deseo egocéntrico». Manifiesta la preocupación del hombre por su destino, el temor ante la disolución de sí mismo y la angustia por el fin definitivo.

No pretendemos aquí profundizar en este fenómeno cuyos tentáculos alcanzan la investigación sobre la muerte, la psicoterapia, el espiritismo, el esoterismo y, por su puesto, la New Age. Baste indicar que lo decisivo en nuestras reflexiones es la convicción fundamental, común en el pensamiento occidental, de que una subjetividad inmaterial, que sobrevive y perdura tras la muerte individual, se reincorpora repetidamente, comenzando una nueva vida terrestre. Mientras las teorías orientales se hallan ligadas irresolublemente a la ley del Karma que se debe eliminar, confiando poder ser así centrifugado algún día de la rueda del continuo renacer, en Occidente van unidas al Karma del progresivo desenvolvimiento y autorrealización individual. Si toda vida terrenal viene determinada por las anteriores a través del Karma, podemos buscar la razón de circunstancias positivas o negativas actuales en vidas anteriores. Así, el hombre sería el responsable de su destino y de la obtención de una conciencia superior. No lo recibiría de manos ajenas.

Principales objeciones del cristianismo a la teoría de la reencarnación

Desde los comienzos, ha mantenido la fe cristiana una actitud de rechazo a la teoría de la reencarnación por varias razones:

1. La teoría de la reencarnación amenaza la unicidad irrepetible de la historia individual, chocando con la convicción cristiana de la opción definitiva e irrevocable con que el ser humano se presenta ante Dios.

2. No reconoce la importancia somático-corporal. Mientras en la convicción cristiana la corporeidad del ser humano es asumida en la obra salvadora de Cristo, alcanzando su cumplimiento en la resurrección, en la reencarnación el cuerpo humano se degrada a la condición de simple instrumento, del que, una vez utilizado, uno se despoja como de un disfraz.

3. Su antropología dualista es difícilmente compatible con el concepto bíblico del ser humano, al presuponerle compuesto de una realidad somático-corporal que ya no se recupera y de una subjetividad inmaterial imperecedera. Esta antropología dualista se presta a imaginar la separación de ambos elementos, y la primitiva Iglesia no siempre lo miró con malos ojos, pues el cristianismo acepta la idea de que en la muerte el alma se separa del cuerpo y, una vez separada, participa ya de la felicidad, aunque en el estadio de expectativa del día de la resurrección. Pero esta imagen resultó cada vez más aporética hasta que fue superada por Tomás de Aquino, si no antes. Apartándose de la filosofía platónica para adherirse al pensamiento hilemórfico de Aristóteles y partiendo de un concepto teológico del ser humano, define Tomás el alma humana como unica forma corporis (única forma del cuerpo), abandonando así un modo de pensar que, al considerar al ser humano como un ser formado de dos partes, sitúa su personalidad casi exclusivamente en el alma. Al ser el alma la causa formal del cuerpo, cuando se separa de él se ve privada de su peculiaridad de ser forma corporis y por esto en el estadio intermedio realiza un modo deficiente de ser.

4. Fundada en la certeza de la resurrección de Jesús, la fe cristiana promete al ser humano una plenitud que supera todo lo comprensible (1Co 2, 9). Los testigos bíblicos insisten en la corporeidad de la resurrección de Jesús, mostrando así que toda la existencia corporal y anímica, junto con su irrepetible historia vital, están imbricadas en el acontecimiento escatológico.

5. En cuanto a la implacable ley del Karma, la fe cristiana sabe también que malas acciones llevan consigo malas consecuencias y lo acepta en la idea de la purificación. Pero la salvación consiste en liberarse de la ley que sin Reencarnación y resurrección 227 Cristo domina y esclaviza al hombre. La realización del ser humano no se mide por los logros conseguidos, aun cuando la historia vital del ser humano no deja de tener valor. En definitiva, la plenitud no viene diseñada por el hombre ni es sólo una prolongación imaginable, aunque ampliada hasta el infinito, de la realidad terrestre.

II. REENCARNACIÓN Y RESURRECCION: ¿DOS MODELOS INCOMPATIBLES? La pregunta por la compatibilidad

Esta actitud de rechazo y el que no se hallen en la Biblia puntos de referencia convincentes no ha impedido ciertos intentos de conciliación. Algunos autores se han preguntado si la hipótesis de la reencarnación es en realidad irreconciliable con el programa cristiano.

Ya que no es posible lograr en una sola vida el pleno desarrollo de la propia libertad la reencarnación abre la posibilidad de alcanzar una ulterior madurez de la existencia humana. Cabria pensar, pues, en que la resurrección no tendría lugar más que al fin de la transmigración de las almas, tras una serie de reencarnaciones. De este modo nos acercaríamos al ensueño de salvación propio del lejano oriente, que sitúa la liberación al fin del ciclo, mientras por parte del cristianismo cabría preguntar con cuál del sinfín de cuerpos y nombres entraría el individuo en el acontecimiento final o si la corporeidad humana es algo más que una pieza de recambio, ajena a la identidad del hombre.

La distinción teológico-epistemológica entre reencarnación y resurrección

Si aspiramos a establecer una relación correcta resulta esencial aclarar la distinción teológica fundamental entre reencarnación y resurrección. Da la impresión de que se trata de modelos comparables.

Bajo el punto de vista teórico ¿está justificada esta comparabilidad, que se supone? ¿No se trata más bien de dos modelos mutuamente incomparables por principio? Más exactamente: ¿pertenecen al mismo orden de conocimiento? ¿debemos entender la enseñanza de la reencarnación y la resurrección como dos perspectivas del mundo paralelas y del mismo nivel, como dos hipótesis distintas que gozan del mismo rango epistemológico? De la respuesta a estas preguntas depende, en último término, la valoración que, bajo el punto de vista cristiano, hagamos del modelo de la reencarnación.

Reencarnación y perspectiva del mundo

En Occidente, muchas personas más o menos alejadas de la fe cristiana, ven en la teoría de la reencarnación una respuesta a la acuciante pregunta acerca del destino y de la muerte, ante la cual el hombre se siente desconcertado. Ante su amenaza cualquier explicación es bienvenida.

La pastoral de la Iglesia debe dirigirse a hombres que no temen tan sólo la ineludibilidad de la muerte, sino igualmente la de la propia vida y de las posibilidades no llevadas a cabo. Tampoco hay que olvidar que en la reencarnación se articula una aguda necesidad de plenitud, que no cabe saciar en una sola vida ¿Pero podemos realmente tomarnos en serio la idea de que esta necesidad va a quedar plenamente satisfecha en una serie de ciclos vitales? El mensaje de la reencarnación viene a decir: el más allá es el más acá. El futuro consiste en la repetición. Existir es regresar, es un ir y venir. El adepto de la reencarnación cuenta con el ulterior desenvolvimiento en formas superiores de conciencia. Pero ¿es esto ya el salto desde la finitud a lo que el mensaje cristiano llama participación de la vida divina?

Aun la autorrealización alcanzada en la cima de la escalera de caracol sigue siendo producto de los limitados esfuerzos personales por atesorar, potenciar y conservar la vida. No puede ser más que una perfección alcanzada a pulso, finita y por consiguiente, superable. La teoría de la reencarnación de procedencia occidental puede concebirse sin relación personal con Dios. Algunos autores constatan que no pasa de ser una hipótesis y representa un concepción del mundo. Creen que, en cuanto a su demostrabilidad, la reencarnación y las afirmaciones de la escatología cristiana deben medirse por el mismo rasero. En el mismo sentido se expresa igualmente otro autor: «la reencarnación no es cuestión de fe, sino de capacidad filosófica de conocimiento » (T. Dethlefsen). Vista desde la teología cristiana, la teoría de la reencarnación representaría una perspectiva hipotética construida por el hombre.

Horizonte teológico para comprender la resurrección en el NT

Frente a otras alternativas cada vez resulta menos comprensible para la mentalidad moderna el mensaje cristiano de la resurrección y su esperanza escatológica. A esa mentalidad el mensaje cristiano se le antoja extraño. No existe en la historia humana ni época ni cultura alguna que no se haya planteado la cuestión de la vida después de la muerte y no se la haya imaginado como una prolongación de la vida presente. El más allá constituye una proyección del más acá. Y en este sentido la reencarnación responde a esas expectativas. Es tan realista que no proyecta los propios anhelos del más acá en el más allá, sino que los perpetúa en el más acá. El mensaje del NT remite al anhelo del hombre por una vida perdurable, pero sin dejarse circunscribir dentro de un horizonte de esperanzas humanas. Marcos (12, 18-27) describe una confrontación

de Jesús con los fariseos, quienes con una pregunta capciosa pretendían ridiculizar la esperanza en la resurrección. Rudolf Pesch resalta este pasaje como «el documento más significativo de la experiencia y conciencia divina de Jesús y de su fe en la resurrección».

Los saduceos sorprenden a Jesús con la pregunta de a quién pertenecerá, en la resurrección, una mujer que de acuerdo con la ley del levirato, había vivido sucesivamente con siete hermanos. En lugar de contestarles directamente o de tomar partido por una u otra opinión, Jesús cuestiona resueltamente el prejuicio latente en su pregunta: «andáis desencaminados» -responde apelando a su desconocimiento de la Escritura y del poder de Dios-. Se equivocan porque confunden la resurrección con una continuación de la vida terrena en otras esferas. La resurrección no es una prolongación de la finitud en la infinitud. Remitiéndose a los ángeles, constituye un acontecimiento incomprensible, fundado en el poder de Dios, que deja atrás todas las imágenes del más allá que los hombres puedan proyectar.

Para fundamentar la resurrección recurre Jesús a la autorrevelación de Dios en la zarza ardiente (Ex 3, 2-6). Con esto la certeza de la resurrección se sitúa en la comunión del hombre con Dios basada en esta autorrevelación.

Dios se revela como Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob. Cualquiera podría añadir su propio nombre a esta lista. Este Dios «no es un Dios de muertos, sino de vivos» (Mc 12, 27). J. Gnilka ve en esta cita de Ex. 3, 6 la expresión de este principio: nada, ni la misma muerte, puede malograr la promesa de Dios.

La resurrección autoexplicación de la palabra de Dios

La esperanza cristiana en la resurrección recupera así el lugar que le pertenece: la comunión con Dios. No se sitúa en la perspectiva de una alma inmortal a la que la muerte no logra alcanzar. Ni como oscuro tránsito a un nivel superior. A la luz de su fe, el mensaje cristiano desenvuelve su propia antropología, caracterizando a esta criatura, a la que Dios ha levantado a la comunión con él, como «creada en Cristo» (Col 1, 16).

Ex 3, 6 permite fundamentar la certeza de la resurrección en la autorrevelación y en el don de la amistad divina. La resurrección no es una verdad sobreañadida a la fe, sino la autoexplicación de la palabra de Dios hecha historia en su realización escatológica. Imposible creer en la comunión con Dios y conceder simultáneamente a la muerte el poder de romper esta comunión. El que acepta el mensaje cristiano como autocomunicación divina entiende la promesa de la resurrección como acontecimiento que supera toda posible comprensión. La resurrección captada por la fe y no como perspectiva de una existencia después de la muerte es tan incomprensible como el mismo Dios. Es el tránsito del hombre hacia el vivificante -aunque indescifrable- misterio de Dios.

El hombre no ve su identidad en la mortalidad, simple consecuencia de su contingencia, sino en haber sido creado en Cristo y vivificado por el Espíritu Santo: la resurrección es un don presente. Es también futuro, por cuanto la muerte que aguardamos y todas las fuerzas internas destructivas son incapaces de separarnos de Dios, como expone Pablo a los Romanos (8,38).

Al ser la resurrección tan incomprensible como el mismo Dios, cualquier afirmación sobre ella únicamente tendrá sentido por el triple camino de la analogía. Toda experiencia humana, tanto individual como compartida, puede ser considerada (via afirmativa) como símil de esa comunión con Dios más allá de la vida y de la muerte, sin que esto suponga que confundimos esta experiencia con la misma comunión con Dios. En el sentido de la via negativa, toda experiencia humana permanece a la vez distinta del estado significado por la resurrección. Y viceversa, en el sentido de la via eminentiae, la realidad de la resurrección no se puede comparar con nuestra realidad ni felicidad terrestres: ni ojo vio, ni oído oyó, ni mente humana concibió lo que Dios preparó para los que le aman (1Co,2 9).

La vida que vivimos en corporeidad y espiritualidad en el complejo entramado de la humanidad es de tal modo absorbida por la realidad divina que la muerte no puede destruirla.

Resultado: el doble orden de conocimiento como camino para relacionar reencarnación y resurrección

Aquí queda patente la distinción fundamental entre la esperanza en la resurrección y la hipótesis de la reencarnación o cualquier otro modo de vida tras la muerte. La fe cristiana en la resurrección no puede presentarse como un modelo más de las formas de imaginarse la vida de ultratumba. No puede confundirse con ninguna convicción situada en una perspectiva del mundo a la cual se pueda llegar de un modo distinto al de la fe. Como proyección cosmológica no sería más que ilusión. Su verdad únicamente la podemos creer por la fe y se funda en la incomprensibilidad de la comunión con Dios. No es una hipótesis sostenida por arbotantes.

Tiene un carácter epistemológico distinto al de la hipótesis, ya que las afirmaciones de la fe no se las puede afirmar más que con una exigencia incondicional de verdad y no como opiniones sujetas a comprobación. Su verdad no puede alcanzarse por suposiciones o hipótesis verificables, sino que hunde las raíces de su evidencia en la fe como realización del Espíritu Santo; su contenido es reconocido como verdadero por la misma proposición de fe, sustrayéndose a cualquier juicio exterior que pretendiera considerarla como falsa o elucidar su verdad. Al margen de la fe, la última certeza del hombre no puede ser más que el tributo que debe pagar a la muerte. Cualquier postulado de una vida ulterior ha de ofrecer motivos que la distingan de una ilusión, que la razón pueda comprobar. En todo caso, la reencarnación no puede comprenderse como autocomunicación de Dios y misterio de fe, incognoscible sin el Espíritu Santo (1 Co 12, 3).

Para entrar en un debate nebuloso sobre reencarnación o resurrección, necesitamos ante todo claridad epistemológica. Dejemos bien asentado que, en el sentido del concilio Vaticano I, se trata de un doble orden de conocimiento, que consta de dos maneras de conocer la verdad, las cuales no pueden mezclarse ni confundirse entre sí, ya que no difieren únicamente por el principio cognitivo, sino también por el objeto del conocimiento. En la Dei Verbum, el concilio Vaticano II insiste explícitamente en ello (nº 6). Los objetos naturales son accesibles al conocimiento natural de la razón y no deben confundirse, ni aun cuando se trate de cuestiones irresolubles para la filosofía, como es la transmigración de las almas, con los misterios de la fe, pues un objeto de fe es exclusivamente accesible por la fe, entendida como un don personal de Dios hacia nosotros y una realización por obra del Espíritu Santo, que permanece, por principio, oculto al conocimiento natural.

Esta distinción radical de las dos maneras de conocimiento no parece tenerse siempre presente y se confunden a menudo, con fatales consecuencias, como se ha puesto de manifiesto en la discusión con las ciencias de la naturaleza, en la mal planteada alternativa entre «poligenismo» o «pecado original». Se trató a los objetos de las ciencias de la naturaleza como objetos de fe y se intentó hacer plausibles los misterios de la fe con razonamientos de orden natural. La confusión de ambas maneras de conocimiento hizo cualquier discusión malsana por principio. Únicamente la correcta distinción entre ellas posibilita su relación, haciendo inteligible la mediación y reconciliación entre la realidad divina y la creada, gracias a Cristo. En este sentido la Declaración del Vaticano II Nostra Aetate, ha apreciado el anhelo de salvación en las diversas religiones y el diálogo con ellas. Y en este sentido, también respecto a la hipótesis de la reencarnación ayudaría no sólo la claridad en el debate, sino también la disposición para el diálogo.

Tradujo y condensó: RAMÓN PUIG MASSANA

 

NOEL SHETH

AVATARA HINDÚ Y ENCARNACIÓN

CRISTIANA: UNA COMPARACIÓN

Estudio comparativo de dos conceptos muy importantes, el de avat ¯ara y el de encarnación, tal como se conciben en el hinduismo y en el cristianismo, en el que se presentan sus principales similitudes y diferencias. Las semejanzas con otras tradiciones ayudan a apreciar con mayor la amplitud el significado de creencias y prácticas propias; y las diferencias arrojan luz sobre lo característico de cada tradición. Finalmente, la correlación y distinción pueden servir de inspiración para preguntar cosas que se dan por supuestas; igualmente, pueden proporcionar el beneficio de una fecundación intercultural como resultado de un diálogo interreligioso.

Hindu Avat ¯ara and Christian Incarnation: A Comparison, Vidyayoti

67 (2003)181-193 y 285-302

EL DESARROLLO DE LA DOCTRINA EN EL HINDUISMO

Derivado de ava, bajo y de tr, cruzar, un avat ¯ara es generalmente un «descenso» de una divinidad, o parte de una divinidad, o de algún otro ser supra-humano en una forma manifiesta. Un ser humano extraordinario también puede ser llamado avat ¯ara (pero secundario). La doctrina avat ¯ara es típica del vaisnavismo. Normalmente se habla de avat ¯aras de Visnu o de otro asociado a él, por ejemplo Krsna. Aunque encontremos avat ¯aras en el saivismo y saktismo, no son universalmente aceptados en estas dos tradiciones. También se encuentran referencias a avat ¯aras de otras divinidades, por ejemplo de Surya, así como de sabios, demonios y otros.

La primera formulación de la doctrina avat ¯ara (aunque la palabra es más tardía) se encuentra en el Bhagavad-Gîtâ, que seguramente fue escrito durante el siglo II a.C. En los versículos tan frecuentemente citados del Bhagavad- Gîtâ (4. 5-9) se dice que aunque Krsna sea ingénito e inmutable, se convierte libremente en criatura en diferentes épocas, por su propia voluntad (es decir, a diferencia de aquellos que nacen como resultado de su karma). Y lo hace con el fin de proteger a los buenos, destruir a los perversos, restablecer la justicia (dharma) y liberar de la reencarnación a sus seguidores. Krsna viene también a enseñar los caminos de salvación, que es lo que principalmente hace en el Bhagavad-Gîtâ.

La forma del avat ¯ara es real

Del texto del Bhagavad-Gîtâ podemos concluir, en primer lugar, que la forma del avat ¯ara es real y no una mera apariencia. Aunque

THOMAS SÖDING

ENCARNACIÓN Y PASCUA

La historia de Jesús tal como se refleja en el Evangelio

de Juan

El concepto de preexistencia es una consecuencia obligada de una

cristología que descansa en la conexión entre creación y plenitud, en

la unidad de pasado, presente y futuro,en la fidelidad de Dios a sus

promesas y en la victoria definitiva del amor sobre la muerte. En el

cuarto evangelio, se decide si y cómo una cristología "desde arriba"

puede expresarse narrativamente sin convertirse en un mito.

Inkarnation und Pascha. Die Geschichte Jesu im Spiegel des Johannesevangeliums,

Internationale Katholische Zeitsschrift (Communio),

32 (2003) 7-17

1. Preexistencia y encarnación

La fe en la preexistencia y encarnación de Jesús, el hijo de Dios, no es un invento tardío de la teología, sino una pronta confesión de la iglesia primitiva (2 Co 8,9; Fil 2,6-11). No se había extendido por todas partes, pero ya antes de Pablo era tan conocida en la comunidades de Asia Menor, Grecia e Italia, que el apóstol pudo contar y argumentar con ella (Gal 4, 4ss; Rm 8,1ss). Las fuentes tradicionales de la cristología de la preexistencia se hallan en la teología sapiencial de Israel, que habla de la preexistencia, de la mediación creadora, de la revelación histórico salvífica y del rechazo y el presente oculto de la sabiduría (Prov 8s; Sir 24; Bar 3,9-4,4; Sap 7ss). La reflexión sobre el sentido de la misión de Jesús, sobre la unidad de persona y obra, sobre los presupuestos y las consecuencias de su muerte salvífica y de su resurrección (1 Co 15, 3-5) llevaron a los primeros cristianos a la fe en la filiación divina de Jesús antes de todos los tiempos. Con la teología de la preexistencia se expresa ante todo que Jesús no tuvo que ganar con esfuerzo su filiación divina sino que ya lo era antes de todo comienzo porque Dios es por esencia el padre de Jesús; y con ello también se explica que la buena nueva de Jesús corresponde a un plan de Dios eterno, no reversible y para toda la eternidad.

Ahora bien, ¿cómo puede expresarse la integridad de la humanidad de Jesús en términos de la cristología de la preexistencia? ¿No seguirá existiendo en la comprensión y presentación de la historia de Jesús un resto de omnisciencia, de omnipotencia y dominio divinos, que haría de la vida y la muerte de Jesús un representación santa, pero no una verdadera historia de vida y sufrimiento? Desde el principio, los himnos del NT buscan palabras que expresen sin reservas la realidad de