Umberto Eco

Carlo Maria Martini

(Arzobispo de Milán)

 

 

¿En qué creen los que no creen?

 

Un diálogo sobre la ética en el fin del milenio

 

 

 

 

 

http://elortiba.galeon.com/bagayos3.html

 

Umberto Eco

Carlo Maria Martini

(Arzobispo de Milán)

 

Con la intervención de

Emanuele Severino Manlio Sgalambro

Eugenio Scalfari Indro Montanelli

Vittorio Foa Claudio Martelli

 

Traducción de Carlos Gumpert Melgosa

 

temas de hoy.

 

 

 

 

© 1996, Atlantide Editoriale S. p. A.

© 1997, EDICIONES TEMAS DE HOY, S.A. (T.H.)

 

 

Primera edición: octubre de 1997

ISBN (edición italiana): 88-86838-03-4

ISBN (edición española): 84-7880-876-0

 

Compuesto en J. A. Diseño Editorial, S. L.

 

Reimpresión para Editorial Planeta Argentina S.A.I.C.

Independencia 1668, 1100, Bs. As.

 

Primera edición argentina: mayo de 1998

Hecho el depósito que prevé la ley 11.723

ISBN: 950-730-039-2

 

Impreso en la Argentina

 

Este libro

 

El diálogo epistolar entre el cardenal Cario Maria Martini y Umberto Eco, que ocupa la primera parte del presente libro, dio comienzo en el primer número de la revista Liberal —aparecido el 22 de marzo de 1995— y prosiguió con ritmo trimestral. Las ocho cartas de este epistolario público —intercambiadas y contestadas con admirable puntualidad por los dos corresponsales— aparecen aquí con la fecha de su redacción efectiva. Ei interés que despertó entre los lectores y el eco obtenido en toda la prensa por los temas tratados en el curso de un año —especialmente el último, el más amplio y atrevido— hicieron aconsejable ampliar ia discusión a otros interlocutores implicados por una u otra razón en el tema: dos filósofos (E. Severino y M. Sgalambro), dos periodistas (E. Scalfari e I. Montanelli) y dos políticos {V. Foa y C. Martelli). Sus «variaciones» aparecieron en el número 12 (marzo de 1996).

Por último, al cardenal Martini le fue propuesta, no una (imposible) conclusión o síntesis, sino la recapitulación de algunos puntos determinantes. Una réplica con funciones de clarificación y, ¿por qué no?, de ulterior relanzamiento.

Los escritos aquí recogidos reproducen exactamente los textos de la primera edición, con enmienda de unas pocas erratas y con nuevos títulos a cargo de la redacción de la revista.

 

 

 

La obsesión laica por un nuevo Apocalipsis

 

 

Querido Carlo María Martini:

Confío en que no me considere irrespetuoso si me dirijo a usted llamándole por su nombre y apellidos, y sin referencia a los hábitos que viste. Entiéndalo como un acto de homenaje y de prudencia. De homenaje, porque siempre me ha llamado la atención el modo en el que los franceses, cuando entrevistan a un escritor, a un artista o a una personalidad política, evitan usar apelativos reductivos, como profesor, eminencia o ministro, a diferencia de lo que hacemos en Italia. Hay personas cuyo capital intelectual les viene dado por el nombre con el que firman las propias ideas. De este modo, cuando los franceses se dirigen a alguien cuyo mayor título es el propio nombre, lo hacen así: «Dites-moi-, Jacques Ma-ritain», «dites-moi, Claude Lévi-Strauss». Es el reconocimiento de una autoridad que seguiría siendo tal aunque el sujeto no hubiera llegado a embajador o a académico de Francia. SÍ yo tupiera que dirigirme a San Agustín (y confío en que tampoco esta vez me considere irreverente por exceso) no le llamaría «Señor obispo de Hipona» (porque otros después de él han sido obispos de esa ciudad), sino «Agustín de Tagasta».

Acto de prudencia, he dicho además. Efectivamente, podría resultar embarazoso lo que esta revista ha requerido a ambos, es decir un intercambio de opiniones entre un laico y un cardenal. Podría parecer como si el laico quisiera conducir al cardenal a expresar sus opiniones en cuanto a príncipe de la Iglesia y pastor de almas, lo que supondría una cierta violencia, tanto para quien es interpelado como para quien escucha. Es mejor que el diálogo se presente como lo que es en la intención de la revista que nos ha convocado: un intercambio de reflexiones entre hombres libres. Por otra parte, al dirigirme a usted de esta forma, pretendo subrayar el hecho de su consideración como maestro de vida intelectual y moral incluso por parte de aquellos lectores que no se sienten vinculados a otro magisterio que no sea el de la recta razón.

Superados los problemas de etiqueta, nos quedan los de ética, porque considero que es principalmente de éstos de los que debería ocuparse cualquier clase de diálogo que pretenda hallar algunos puntos comunes entre el mundo católico y el laico (por eso no me parecería realista abrir en estas páginas un debate sobre el Filioque). Pero a este respecto, habiéndome tocado realizar el primer movimiento (que resulta siempre el más embarazoso), tampoco me parece que debamos adentrarnos en una cuestión de rabiosa actualidad, sobre la que quizá surgirían de inmediato posiciones excesivamente divergentes. Lo mejor, pues, es alzar la mirada y plantear un argumento de discusión que, aun siendo en efecto de actualidad, hunde sus raíces lo suficientemente lejos y ha sido causa de fascinación, temor y esperanza para todos los componentes de la familia humana en el curso de los dos últimos milenios.

Acabo de pronunciar la palabra clave. En efecto, nos estamos acercando al final del segundo milenio, y espero que sea todavía «políticamente correcto», en Europa, contar los años que cuentan partiendo de un evento que tan profundamente —y estarán de acuerdo incluso los fieles de cualquier otra religión o de ninguna— ha influido en la historia de nuestro planeta. La cercanía de esta fecha no puede dejar de evocar una imagen que ha dominado el pensamiento durante veinte siglos: el Apocalipsis.

La vulgata histórica nos dice que en los años finales del primer milenio se vivió obsesionado por la idea del fin de los tiempos. Es verdad que hace mucho que los historiadores descartaron como legendarios los tan cacareados «terrores del Año Mil», la visión de multitudes gimoteantes aguardando un alba que no habría de llegar, pero al mismo tiempo establecieron que la idea del final había precedido en algunos siglos a aquel día fatal y, lo que es aún más curioso, que lo había sobrevivido. De ahí tomaron forma los varios milenarismos del segundo milenio, que no fueron únicamente movimientos religiosos, por ortodoxos o heréticos que fueran, porque hoy en día se tiende a clasificar también como formas de milenarismo a muchos movimientos políticos y sociales, y de matriz laica e incluso atea, que pretendían acelerar violentamente el fin de los tiempos, no para construir la Ciudad de Dios, sino una nueva Ciudad Terrena.

Libro bífido y terrible, el Apocalipsis de San Juan, junto con la secuela de Apocalipsis apócrifos a los que se asocia —apócrifos para el Canon, pero auténticos para los efectos, las pasiones, los terrores y los movimientos que han suscitado—, puede ser leído como una promesa, aunque también como el anuncio de un final, y así ha sido reescrito a cada paso, es esta espera del 2000, incluso por parte de quienes no lo han leído. No ya, pues, las siete trompetas, y el pedrisco y el mar que se convierte en sangre, y la caída de las estrellas, y las langostas que surgen con el humo del pozo del abismo» y los ejércitos de Gog y Magog, y la Bestia que surge del mar; sino el multiplicarse de los depósitos nucleares incontrolados e incontrolables, y las lluvias ácidas, y los bosques del Amazonas que desaparecen, y el agujero de ozono, y las migraciones de hordas de desheredados que acuden a llamar, a veces con violencia, a las puertas del bienestar, y el hambre de continentes enteros, y nuevas e incurables pestilencias, y la destrucción interesada del suelo, y los climas que se modifican, y los glaciares que se deshielan, y la ingeniería genética que construirá nuestros replicantes, y, según el ecologismo místico, el necesario suicidio de la humanidad entera, que tendrá que perecer para salvar a la especie que casi ha destruido, la madre Gea a la que ha desnaturalizado y sofocado.

Estamos viviendo (aunque no sea más que en la medida desatenta a la que nos han acostumbrado los medios de comunicación de masas) nuestros propios terrores del final de los tiempos, y podríamos decir que los vivimos con el espíritu del bibamus, edarnus, cras moriemur1, al celebrar el crepúsculo de las ideologías y de la solidaridad en el torbellino de un consumismo irresponsable. De este modo, cada uno juega con el fantasma del Apocalipsis, al tiempo que lo exorciza, y cuanto más lo exorciza más inconscientemente lo teme, y lo proyecta en las pantallas en forma de espectáculo cruento, con la esperanza de así haberlo convertido en irreal. La fuerza de los fantasmas, sin embargo, reside precisamente en su irrealidad.

Ahora quisiera proponer la idea, algo osada, de que el concepto del fin de los tiempos es hoy más propio del mundo laico que del cristiano. O dicho de otro modo, el mundo cristiano hace de ello objeto de meditación, pero se comporta como si lo adecuado fuera proyectarlo en una dimensión que no se mide por el calendario; el mundo laico finge ignorarlo, pero sustancialmente está obsesionado por ello. Y no se trata de una paradoja, porque no se hace más que repetir lo que ya sucedió en los primeros mil años.

No me detendré en cuestiones exegéticas que usted conoce mejor que yo, pero quisiera recordar a los lectores que la idea del fin de los tiempos surgía de uno de los pasajes más ambiguos del texto de San Juan, el capítulo 20. Éste dejaba entender el siguiente «escenario»: con la Encarnación y la Redención, Satanás fue apresado, pero después de mil años regresará, y entonces será inevitable el choque final entre las fuerzas del bien y las del mal, coronado por el regreso de Cristo y el Juicio Universal. Es innegable que San Juan habla de mil años, pero ya algunos Padres de la Iglesia habían escrito que mil años son para el Señor un día, o un día, mil años, y que por lo tanto no había que tomar las cuentas al pie de la letra; en San Agustín la lectura del fragmento adquiere un significado «espiritual». Tanto el milenio como la Ciudad de Dios no son acontecimientos históricos, sino más bien místicos, y el Armageddon no es de esta tierra; evidentemente, no se niega que la historia pueda finalizar algún día, cuando Cristo descienda para juzgar a los vivos y a los muertos, pero lo que se pone en evidencia no es el fin de los siglos, sino su proceder, dominado por la idea reguladora (no por el plazo histórico) de la parusía.

Con ello, no sólo San Agustín, sino la patrística en su conjunto, dona al mundo la idea de la Historia como trayectoria hacia delante, idea extraña para el mundo pagano. Hasta Hegel y Marx son deudores de esta idea fundamental, como lo será Teilhard de Chardin. Fue el cristianismo el que inventó la historia, y es en efecto el moderno Anticristo quien la denuncia como enfermedad. El historicismo laico, si acaso, ha entendido esta historia como infinitamente perfectible, de modo que el mañana perfeccione el hoy, siempre y sin reservas, y en el curso de la historia misma Dios se vaya haciendo a sí mismo, por así decirlo, educándose y enriqueciéndose. Pero no es ésta la forma de pensar de todo el mundo laico, que de la historia ha sabido ver las regresiones y las locuras; en cualquier caso, se da una visión de la historia originalmente cristiana cada vez que este camino se recorre bajo el signo de la Esperanza. De modo que, aun siendo capaz de juzgar la historia y sus horrores, se es fundamentalmente cristiano tanto si se comparte el optimismo trágico de Mounier, como si, siguiendo a Gramsci, se habla del pesimismo de la razón y del optimismo de la voluntad.

Considero, pues, que hay un milenarismo desesperado cada vez que el fin de los tiempos se contempla como inevitable, y cualquier esperanza cede el sitio a una celebración del fin de la historia, o a la convocatoria del retorno a una tradición intemporal o arcaica, que ningún acto de voluntad y ninguna reflexión, no digo ya racional, sino razonable, podrá jamás enriquecer. De esto surge la herejía gnóstica (también en sus formas laicas), según la cual el mundo y la historia son el fruto de un error, y sólo algunos elegidos, destruyendo ambos, podrán redimir al propio Dios; de ahí nacen las distintas formas de superhumanismo, para las que, en el miserable escenario del mundo y de la historia, sólo los adeptos a una raza o a una secta privilegiada podrán celebrar sus flamígeros holocaustos.

Sólo si se cuenta con un sentido de la dirección de la historia (incluso para quien no cree en la parusía) se pueden amar las realidades terrenas y creer —con caridad— que exista todavía lugar para la Esperanza.

¿Existe una noción de esperanza (y de propia responsabilidad en relación al mañana) que pueda ser común a creyentes y a no creyentes? ¿En qué puede basarse todavía? ¿Qué función crítica puede adoptar una reflexión sobre el fin que no implique desinterés por el futuro, sino juicio constante a los errores del pasado?

Pues de otra manera sería perfectamente admisible, incluso sin pensar en el fin, aceptar que éste se aproxima, colocarse ante el televisor (resguardados por nuestras fortificaciones electrónicas) y esperar que alguien nos divierta, mientras las cosas, entre tanto, van como van. Y al diablo los que vengan detrás.

Umberto Eco, marzo de 1995

 

 

La esperanza hace del fin «un fin»

 

Querido Umberto Eco:

Estoy plenamente de acuerdo en que se dirija usted a mí utilizando mi nombre y apellido, y por ello yo haré lo mismo con usted. El Evangelio no es demasiado benévolo con los títulos («Vosotros, en cambio, no os dejéis llamar "Rabbí"... ni llaméis a nadie "Padre" vuestro en la tierra... ni tampoco os dejéis llamar "maestro"», Mateo 23, 8-10). Así resulta, por otra parte, más claro, como usted dice, que éste es un intercambio de reflexiones realizado entre nosotros con libertad, sin corsés ni implicaciones de cargo alguno. Espero, en todo caso, que se trate de un intercambio fructífero, porque me parece importante poner de relieve con franqueza nuestras preocupaciones comunes y buscar la manera de aclarar nuestras diferencias, sacando a la luz lo que verdaderamente es diferente entre nosotros.

Estoy asimismo de acuerdo en alzar la mirada en este primer diálogo nuestro.

Entre los problemas que más nos preocupan se cuentan sin duda los relacionados con la ética. Pero los acontecimientos diarios que más impresionan a la opinión pública (me refiero en particular a los que afectan a la bioética) son, a menudo, eventos «fronterizos», ante los que se impone, en primer lugar, comprender de qué se trata desde el punto de vista científico antes de precipitarse a emitir juicios morales que sean fácilmente causa de polémica. Lo importante es determinar antes que nada los grandes horizontes entre cuyos límites se forman nuestros juicios. Y sólo a partir de ellos podremos discernir también los porqués de las valoraciones prácticas en conflicto.

Usted me propone el problema de la esperanza y, en consecuencia, el del futuro del hombre, a las puertas del segundo milenio. Ha evocado usted esas imágenes apocalípticas que al parecer hicieron temblar a las multitudes hacia finales del primer milenio. Aunque todo ello no sea verdad, como se dice, è ben trovato, porque el miedo al futuro existe, los milenarismos se han reproducido constantemente a lo largo de los siglos, sea en forma de sectas, sea en la de esos quiliasmos implícitos que dan vida, en lo más profundo, a los grandes movimientos utópicos. Hoy en día, además, las amenazas ecológicas han ido sustituyendo a las fantasías del pasado, y su carácter científico las hace todavía más espantosas.

¿Y qué es lo que el Apocalipsis, el último de los libros que componen el Nuevo Testamento, tiene que ver con todo ello? ¿Se puede definir realmente este libro como un depósito de imágenes de terror que evocan un fin trágico e irremisible? Pese a las semejanzas de tantas páginas del llamado Apocalipsis de San Juan con otros numerosos textos apocalípticos de aquellos siglos, su clave de lectura es distinta. Esta viene dada del contexto del Nuevo Testamento, en el que el libro en cuestión fue (no sin resistencias) admitido.

Intentaré explicarme mejor. En los apocalipsis el tema predominante es, por lo general, la fuga del presente para refugiarse en un futuro que, tras haber desbaratado las estructuras actuales del mundo, instaure con fuerza un orden de valores definitivo, conforme a las esperanzas y deseos de quien escribe el libro. Tras la literatura apocalíptica se hallan grupos humanos oprimidos por graves sufrimientos religiosos, sociales y políticos, los cuales, no viendo salida alguna en la acción inmediata, se proyectan en la espera de un tiempo en el que las fuerzas cósmicas se abatan sobre la tierra para derrotar a todos sus enemigos. En este sentido, puede observarse que en todo apocalipsis hay una gran carga utópica y una gran reserva de esperanza, pero al mismo tiempo, una desolada resignación respecto al presente.

Ahora bien, tal vez sea posible hallar semejanzas de todo ello tras los documentos singulares que luego confluyeron en el actual libro del Apocalipsis, pero una vez que el libro se lee desde la perspectiva cristiana, a la luz de los Evangelios, cambia de acento y de sentido. Se convierte, no en la proyección de las frustraciones del presente, sino en la prolongación de la experiencia de la plenitud, en otras palabras, de la «salvación», llevada a cabo por la Iglesia primitiva. Ni hay ni habrá potencia humana o satánica que pueda oponerse a la esperanza del creyente.

Desde este punto de vista, estoy de acuerdo con usted cuando afirma que la idea del fin de los tiempos es hoy más propia del mundo laico que del cristiano.

El mundo cristiano, a su vez, no ha sido ajeno a pulsiones apocalípticas, que en parte se remitían a unos oscuros versículos del Apocalipsis, 20: «...dominó a la serpiente antigua y la encadenó por mil años... las almas de los que fueron decapitados... revivieron y reinaron con Cristo mil años». Hubo una corriente de la tradición antigua que interpretaba estos versículos a la letra, pero tales mi-lenarismos literales nunca gozaron de excesivo crédito en la gran Iglesia. Ha prevalecido el sentido simbólico de estos pasajes, que interpreta ahí, como en otras páginas del Apocalipsis, una proyección extendida al futuro de esa victoria que los primeros cristianos sentían vivir en el presente gracias a su esperanza.

De esta manera, la historia ha sido vista siempre más claramente como un camino hacia una meta fuera de ésta, que no inmanente a ella. Esta perspectiva podría ser expresada mediante una triple convicción:

1. La historia posee un sentido, una dirección de marcha, no es un mero cúmulo de hechos absurdos y vanos.

2. Este sentido no es puramente inmanente sino que se proyecta más allá de ella, y por lo tanto no debe ser objeto de cálculo, sino de esperanza.

3. Esta perspectiva no agota, sino que solidifica el sentido de los acontecimientos contingentes: son el lugar ético en el que se decide el futuro metahistórico de la aventura humana.

Hasta aquí observo que hemos ido diciendo muchas cosas parecidas, aunque con acentos diversos y con referencias a fuentes distintas. Me complace esta consonancia sobre el «sentido» que tiene la historia y que permite que (cito sus propias palabras) «se puedan amar las realidades terrenas y creer —con caridad— que exista todavía lugar para la Esperanza».

Más difícil es responder a la pregunta de si existe una «noción» de esperanza (y de propia responsabilidad en relación al mañana) que pueda ser común a creyentes y a no creyentes. Tiene que haberla, de un modo u otro, porque en la práctica se puede ver cómo hay creyentes y no creyentes que viven su propio presente confiriéndole un sentido y comprometiéndose con él responsablemente. Ello resulta especialmente visible en el caso de quienes se entregan de manera desinteresada y por su propio riesgo, en nombre de los más altos valores, sin compensación visible. Lo que quiere decir, por tanto, que existe un humus profundo del que creyentes y no creyentes, conscientes y responsables, se alimentan al mismo tiempo, sin ser capaces, tal vez, de darle el mismo nombre. En el momento dramático de la acción importan mucho más las cosas que los nombres, y no vale la pena, desatar una quaestio de nomine2 cuando se trata de defender y promover valores esenciales para la humanidad.

Pero es obvio que para un creyente, en particular católico, los nombres de las cosas tienen su importancia, porque no son arbitrarios, sino fruto de un acto de inteligencia y de comprensión que, si es compartido por otro, lleva al reconocimiento incluso teorético de valores comunes. Respecto a esto considero que queda aún mucho camino por recorrer, y que ese camino se llama ejercicio de inteligencia y valor para escrutar juntos las cosas sencillas. Muy a menudo repite Jesús en los Evangelios: «¡Quien tenga oídos para oír, que oiga!... ¡prestad atención!... ¿aún no comprendéis ni entendéis?» (Marcos 4,9; 8,17...)- Él no se remite a teorías filosóficas o a disputas de escuelas, sino a esa inteligencia que nos ha sido dada a cada uno de nosotros para comprender el sentido de los acontecimientos y orientarnos. Cada mínimo progreso en este entendimiento sobre las grandes cosas sencillas significaría un paso adelante para compartir las razones de la esperanza también.

Una última provocación en su carta ha despertado mi interés: ¿qué función crítica puede adoptar una reflexión sobre el fin que no implique desinterés por el futuro sino proceso constante a los errores del pasado? Me parece evidente que no es sólo la idea de un fin irremisible lo que puede ayudarnos a valorar críticamente cuanto hemos dejado atrás. Tal idea será en todo caso fuente de temor, de miedo, de repliegue hacia uno mismo o de evasión hacia un futuro «distinto», como precisamente ocurre en la literatura apocalíptica.

Para que una reflexión sobre el fin estimule nuestra atención tanto hacia el futuro como hacia el pasado, para reconsiderarlos de manera crítica, es necesario que este fin sea «un fin», que tenga el carácter de un valor final decisivo, capaz de iluminar los esfuerzos del presente y dotarles de significado. Si el presente posee valor en relación a un valor final reconocido y apreciado, que yo pueda anticipar con actos de inteligencia y de responsable elección, ello me permitirá también reflexionar acerca de los errores del pasado sin angustia. Sabré que estoy en marcha, podré vislumbrar algo de la meta, al menos en sus valores esenciales, sabré que me es posible corregirme y mejorarme. La experiencia demuestra que solamente nos arrepentimos de aquello que presentimos poder hacer mejor. Quien no reconoce sus errores permanece pegado a ellos, porque no ve nada mejor ante sí y se pregunta entonces por qué ha de abandonar lo que tiene.

Todos éstos me parecen modos de conjugar esa palabra, «Esperanza», que tal vez nó me hubiera atrevido a escribir con mayúscula sí usted no me hubiera dado ejemplo. No es pues todavía el momento de dejarse emborrachar por la televisión mientras esperamos el fin. Todavía nos queda mucho por hacer juntos.

Carlo María Martini, marzo de 1995

 

¿Cuándo comienza la vida humana?

 

Querido Carlo María Martini:

De acuerdo con la propuesta inicial de esta revista, se nos vuelve a presentar la ocasión para nuestro coloquio trimestral. La finalidad de este intercambio epistolar es establecer un terreno de discusión común entre laicos y católicos (donde usted, se lo recuerdo, habla como hombre de cultura y creyente, y no en calidad de príncipe de la Iglesia). Me pregunto, sin embargo, si de lo que se trata es de hallar únicamente puntos de consenso. ¿Vale la pena que nos preguntemos recíprocamente qué pensamos sobre la pena de muerte o sobre el genocidio, para descubrir que, en lo que se refiere a ciertos valores, nuestro acuerdo es profundo? Si ha de haber diálogo, deberá tener lugar también en las zonas en las que el consenso no exista. Pero esto tampoco basta: que, por ejemplo, un laico no crea en la Presencia real y un católico obviamente sí, no constituye causa de incomprensión, sino de mutuo respeto hacia las respectivas creencias. El punto crítico se encuentra allí donde del disenso puedan surgir choques e incomprensiones más profundos, que se traduzcan en un plano político y social.

Uno de estos puntos críticos es apelar al valor de la vida frente a la legislación existente sobre la interrupción del embarazo.

Cuando se afrontan problemas de este alcance es necesario poner las cartas sobre la mesa para evitar cualquier equívoco: quien plantea la pregunta debe aclarar la perspectiva desde la que la plantea y lo que espera del interlocutor. He aquí, pues, mi primera clarificación: no me he visto jamás en la circunstancia de, ante una mujer que se declarase embarazada a causa de mi colaboración, tener que aconsejarle el aborto o dar mi consentimiento a su voluntad de abortar. Si me hubiera ocurrido algo así, habría hecho todo lo posible para persuadirla de que diera vida a esa criatura, fuera cual fuera el precio que juntos hubiéramos debido pagar. Y ello porque considero que el nacimiento de un niño es algo maravilloso, un milagro natural que hay que aceptar. Y, con todo, no me siento capaz de imponer esta posición ética mía (esta disposición pasional mía, esta persuasión intelectual mía) a nadie. Considero que existen situaciones terribles, de las cuales todos nosotros sabemos poquísimo (por lo que me abstengo de esbozar tipología o casuística alguna), en las que la mujer tiene derecho a tomar una decisión autónoma que afecta a su cuerpo, a sus sentimientos y a su futuro.

Sin embargo, otros apelan a los derechos de la vida: si en nombre del derecho a la vida no podemos consentir que nadie mate a un semejante, y ní siquiera que se mate a sí mismo (no quiero empantanarme discutiendo los límites de la defensa propia), de la misma forma no podemos permitir que nadie trunque el camino de una vida iniciada.

Y vamos con la segunda clarificación: pecaría de malicia si —en este contexto— le invitara a expresar su parecer o a remitirse al magisterio de la Iglesia. Le invito, más bien, a comentar algunas de las reflexiones que le voy a proponer, y a aportarnos aclaraciones sobre el estado de la doctrina. La bandera de la Vida, cuando ondea, no puede sino conmover todos los ánimos. Sobre todo, permítame decirlo, los de los no creyentes, hasta los de los ateos más recalcitrantes, porque ellos son precisamente quienes, al no creer en ninguna instancia sobrenatural, cifran en la idea de la Vida, en el sentimiento de la Vida, el único valor, la única fuente de una ética posible. Y sin embargo, no hay concepto más esquivo, difuminado o, como suelen decir hoy los lógicos, fuzzy. Como ya sabían los antiguos, la vida se reconoce no sólo donde hay una apariencia de alma intelectiva, sino también una manifestación de alma sensitiva y vegetativa, Es más, existen hoy quienes se definen como ecologistas radicales, para los que hay una vida de la Madre tierra misma, incluyendo sus montes y sus volcanes, hasta tal punto que se preguntan sí no sería mejor que la especie humana desapareciera, al objeto de que el planeta (amenazado por ella) sobreviviera. Están, además, los vegetarianos, que renuncian al respeto de la vida vegetal para proteger la animal. Hay ascetas orientales que se cubren la boca para no ingerir y destruir microorganismos invisibles.

Recientemente, en un congreso, el antropólogo africano Harris Memel-Fote recordaba que la actitud habitual del mundo occidental ha sido cosmofágica (bonito término, hemos tendido y tendemos a devorar el universo); ahora debemos prepararnos (y ciertas civilizaciones lo han hecho) a una cierta forma de negociación: se trata de ver qué es lo que el hombre puede hacer a la naturaleza para sobrevivir y qué es lo que no debe hacerle para que ésta sobreviva- Cuando hay negociación es porque no existe todavía una regla fija, se negocia para establecer una. A mí me parece que, dejando aparte ciertas posiciones extremistas, negociamos siempre (y más a menudo emotiva que intelectualmente) nuestro concepto de respeto a la vida.

La mayor parte de nosotros se horrorizaría si tuviera que degollar a un cerdo, pero el jamón nos los comemos tranquilamente. Yo no aplastaría jamás un ciempiés en el césped, pero me comporto con violencia frente a los mosquitos. Llego hasta a discriminar entre una abeja y una avispa (aunque ambas puedan ser una amenaza para mí, quizá porque reconozco a la primera virtudes que no reconozco a la segunda). Se podría decir que, si nuestro concepto de vida vegetal o animal está algo difuminado, no lo está el de la vida humana. Y sin embargo, el problema ha turbado a teólogos y filósofos a lo largo de los siglos. Si por ventura un mono, oportunamente educado (o genéticamente manipulado), fuera capaz, no digo ya de hablar, sino de teclear en un ordenador proposiciones sensatas, sosteniendo un diálogo, manifestando afectos, memoria, capacidad de resolver problemas matemáticos, receptividad ante los principios lógicos de la identidad y del tercero excluido, ¿lo consideraríamos un ser casi humano? ¿Le reconoceríamos derechos civiles? ¿Lo veríamos como humano porque piensa y ama? Sin embargo, no consideramos necesariamente humano a quien ama, y de hecho matamos a los animales aun sabiendo que la madre «ama» a sus propios retoños.

¿Cuándo empieza la vida humana? ¿Existe (hoy en día, sin volver a las costumbres de los espartanos) un no creyente que afirme que un ser es humano únicamente cuando la cultura lo ha iniciado a la humanidad, dotándole de lenguaje y pensamiento articulado (los únicos accidentes externos de los cuales, según decía Santo Tomás, se puede inferir la presencia de la racionalidad y, por lo tanto, de una de las diferencias específicas de la naturaleza humana), por lo que no constituye delito matar a un niño que acaba de nacer, que es, por tanto y exclusivamente, un «infante»? No lo creo. Todos consideramos ya como ser humano al recién nacido, unido todavía al cordón umbilical. ¿Hasta cuándo podemos retrotraernos? Si vida y humanidad están ya en el semen (o incluso en el programa genético), ¿consideraremos que el desperdicio del semen es igual al homicidio? No lo diría el confesor indulgente de un adolescente que ha cedido a la tentación, pero no lo dicen tampoco las Escrituras. En el Génesis el pecado de Caín es condenado a través de una explícita maldición divina, mientras que el de Onán comporta su muerte natural por haberse sustraído al deber de dar la vida. Por otra parte, y usted lo sabe mejor que yo, el traducianismo predicado por Tertuliano, según el cual el alma (y con ella el pecado original) se transmite a través del semen, ha sido repudiado por la Iglesia. Si todavía San Agustín intentaba mitigarlo bajo una forma de traducianismo espiritual, poco a poco se ha ido imponiendo el creacionismo, según el cual el alma es introducida directamente por Dios en el feto en un momento dado de su gestación.

Santo Tomás empleó tesoros de sutileza para explicar cómo y por qué debe ser así, dando lugar a una larga discusión sobre cómo el feto pasa a través de fases puramente vegetativas y sensitivas, y sólo al cumplirse éstas se dispone a recibir el alma intelectiva en acto (acabo de releerme las hermosas cuestiones, tanto de la Summa como del Contra gentes); y no voy a evocar los largos debates que se llevaron a cabo para decidir en qué fase del embarazo tiene lugar esta «humanización» definitiva (entre otras cosas porque no sé hasta qué punto la teología de hoy está aún dispuesta a tratar el asunto en términos de potencia y acto). Lo que quiero decir es que dentro de la propia teología cristiana se ha planteado el problema de los confines (sutilísimos) a partir de los cuales lo que era una hipótesis, un germen —un oscuro articularse de vida unido todavía al cuerpo materno, un maravilloso anhelo de luz, no distinto al de la semilla vegetal que en la profundidad de la tierra pugna por convertirse en flor—, en determinado momento debe ser reconocido como animal racional, además de mortal. Y el mismo problema se le plantea al no creyente, dispuesto a reconocer que de esa hipótesis inicial va a surgir en cualquier caso un ser humano.

No soy biólogo (como no soy teólogo) y no me siento capaz de expresar ninguna afirmación sensata acerca de tales confines, si es que existen realmente confines- No hay ninguna teoría matemática de las catástrofes que sepa decirnos si existe un punto de inflexión, de explosión instantánea; tal vez estemos condenados a saber únicamente que tiene lugar un proceso, cuyo resultado final es el milagro del recién nacido, y que decidir hasta qué momento se tiene el derecho de intervenir en ese proceso y a partir de cuál ya no es lícito hacerlo, no puede ser ni aclarado ni discutido. Y por lo tanto, o tal decisión no debe tomarse nunca, o tomarla es un riesgo del que la madre debe responder sólo ante Dios o ante el tribunal de su propia conciencia o del de la humanidad.

Ya he dicho que no pretendía solicitarle un pronunciamiento sobre la cuestión. Lo que le pido es que comente el apasionante proceso de varios siglos de teología sobre una cuestión que se sitúa en la misma base de nuestro reconocimiento como consorcio humano. ¿Cuál es el estado actual del debate teológico al respecto, ahora que la teología no se mide ya con la física aristotélica, sino con las certezas (¡y las incertezas!) de la ciencia experimental moderna? Como bien sabe usted, bajo tales cuestiones no subyace únicamente una reflexión sobre el problema del aborto, sino también una dramática serie de problemas novísimos, como la ingeniería genética, por ejemplo, o la bioética, sobre la que hoy todos discuten, sean creyentes o no.

¿Cual es hoy la actitud del teólogo frente al creacionismo clásico?

Definir qué es, y dónde empieza, la vida es una cuestión en la que nos jugamos la vida. Plantearme estas preguntas es un duro peso, moral, intelectual y emotivo, créame, también para mí.

Umberto Eco, junio de 1995

 

 

La vida humana participa

de la vida de Dios

 

Querido Umberto Eco:

Con toda razón recuerda usted, al principio de su carta, el objetivo de este coloquio epistolar. Se trata de establecer un terreno de discusión común entre laicos y católicos, afrontando también aquellos puntos en los que no hay consenso. Sobre todo, aquellos puntos de los que surgen incomprensiones profundas, que se traducen en conflictos en un plano político y social. Estoy de acuerdo, siempre que se tenga la valentía de desenmascarar antes que nada los malentendidos que están en las raíces de la incomprensión. Resultará entonces mucho más fácil medirse con las verdaderas diferencias. Y ello con tanta más pasión y sinceridad, cuanto más afectado e implicado resulte uno por el tema en cuestión, dispuesto a «pagar en persona». Por ello aprecio mucho su primera aclaración sobre el tema de la Vida: el nacimiento de un niño es «algo maravilloso, un milagro natural que hay que aceptar».

A partir de esta evidencia debemos reconocer que el tema de la Vida (más adelante comentaré esta mayúscula que utiliza usted) constituye sin duda uno de los puntos críticos de conflicto, en especial en lo que se refiere a la legislación sobre la interrupción del embarazo. Pero aquí nos encontramos ya con la primera fuente de malentendidos. Una cosa, en efecto, es hablar de la vida humana y de su defensa desde el punto de vista ético, y otra es preguntarse por la manera concreta mediante la cual una legislación puede defender del mejor modo posible estos valores en una determinada situación civil y política. Otra fuente de malentendidos es lo que usted llama «la bandera de la Vida», que, «cuando ondea, no puede sino conmover todos los ánimos». Creo que estará usted de acuerdo conmigo en que las banderas resultan útiles para señalar grandes ideales de orden general, pero que no sirven para mucho a la hora de resolver cuestiones complejas en las que emergen conflictos de valores en el ámbito de los propios ideales. Lo que hace falta entonces es una reflexión atenta, detenida, sensible, paciente. Las fronteras son siempre terrenos falaces. Recuerdo que de pequeño, paseando por las montañas fronterizas del Valle de Aosta, me detenía a pensar en cuál sería realmente el punto exacto del límite entre las dos naciones. No comprendía cómo era humanamente de- terminable. Y sin embargo, las naciones existían, y bien diferenciadas.

La tercera fuente de malentendidos es, a mi entender, la confusión entre el uso extenso, «analógico» (como dirían los escolásticos, y los cito confiando en que usted, como me asegura, ha vuelto a leer algunas páginas de la Summa y del Contra gentes} y del término «Vida» y el uso restringido y propio del término «vida humana». Por la primera acepción se entiende cualquier ser viviente en el cielo, sobre la tierra y bajo tierra, y en ocasiones in- cluso la «Madre tierra» misma con sus sobresaltos, su fecundidad, su respiración. El himno ambrosiano de la noche del jueves canta, refiriéndose al primer capítulo del Génesis: «El cuarto día todo lo que vive/ sacaste, oh Dios, de las aguas primordiales:/ saltan los peces en el mar/ los pájaros se persiguen por el aire.» Pero no es este concepto extenso de «Vida» el que está ahora en cuestión, por mucho que pueda haber aquí también diferencias culturales e incluso religiosas. El candente problema ético se refiere a la «vida humana».

Pero también sobre eso se hacen necesarias ciertas aclaraciones. Se piensa a veces, y así se escribe, que la vida humana es para los católicos el valor supremo. Semejante manera de expresarse resulta por lo menos imprecisa. No corresponde a los Evangelios, que dicen: «No temáis a quienes matan el cuerpo, pues no tienen poder para matar el alma» (Mateo, 10,28). La vida que representa el supremo valor para los Evangelios no es la vida física y ni siquiera la psicológica (para las que los Evangelios usan los términos griegos bios y psyché) sino la vida divina comunicada al hombre (para la que se usa el término zoé). Los tres términos se distinguen cuidadosamente en el Nuevo Testamento y los dos primeros quedan subordinados al tercero: «El que ama su vida {psyché) la pierde; el que odia su vida {psyché) en este mundo, la guardará para una vida eterna (zoé)» (Juan 12,25). Por ello, cuando decimos «Vida» con mayúscula, debemos entender antes que nada la suprema y concretísima Vida y Ser que es Dios mismo. Es ésta la vida que Jesús se atribuye a sí mismo («Yo soy el Camino, la Verdad y la Vída», Juan, 14,6) y de la que todos los hombres y las mujeres son llamados a formar parte. El valor supremo en este mundo es el hombre viviente de la vida divina.

Por ahí se comprende el valor de la vida humana física en la concepción cristiana: es la vida de una persona llamada a participar en la vida de Dios mismo. Para un cristiano, el respeto de la vida humana desde su primera individuación no es un sentimiento genérico (usted habla de «disposición personal», de «persuasión intelectual»), sino el encuentro con una precisa responsabilidad: la de este ser viviente humano concreto, cuya dignidad no está al arbitrio únicamente de una valoración benévola mía o de un impulso humanitario, sino de una llamada divina. Es algo que no es sólo «yo» o «mío» o «dentro de mí», sino ante mí.

Pero, ¿cuándo se puede decir que me encuentro ante un ser viviente concreto al que puedo llamar humano, en el que se posa la benevolencia divina? Recuerda usted con toda razón que «todos consideramos ya como ser humano al recién nacido unido todavía al cordón umbilical». Pero, «¿hasta cuándo podemos retrotraernos?». ¿Dónde están los «confines»? Usted saca a colación oportunamente las sutiles reflexiones de Santo Tomás acerca de las distintas fases del desarrollo del ser viviente. No soy filósofo ni biólogo, y no quiero adentrarme en tales cuestiones. Pero todos sabemos que hoy se conoce mejor la dinámica del desarrollo humano y la claridad de su determinación genética a partir de un momento que, teóricamente al menos, puede ser precisado. A partir de la concepción nace, en efecto, un nuevo ser. Nuevo significa distinto de los dos elementos que, al unirse, le han formado. Dicho ser comienza un proceso de desarrollo que le llevará a convertirse en ese «niño, algo maravilloso, milagro natural que hay que aceptar». Es éste el ser del que se trata, desde el principio. Hay una continuidad en la identidad.

Por encima de discusiones científicas y filosóficas, el hecho es que algo que está abierto a un destino tan grande, el de ser llamado por su nombre por el mismo Dios, es digno desde el principio de un enorme respeto. No quisiera remitirme a un genérico «derecho a la Vida», que puede parecer frío e impersonal. Se trata de una responsabilidad concreta hacia quien es el referente de un enorme y personal amor, y por lo tanto, de responsabilidad hacia «alguien». En su condición de llamado y amado, este alguien tiene ya un rostro, es objeto de afecto y de atención. Cualquier violación de esta exigencia de afecto y de atención sólo puede ser vivida como conflicto, como profundo sufrimiento, como doloroso desgarro. Lo que estoy diciendo es que resulta necesario hacer todo lo posible para que tal conflicto no se verifique, para que este desgarro no se produzca. Son heridas que se cierran con mucha dificultad, tal vez no lo hagan jamás. Quien lleva las cicatrices es sobre todo la mujer, a quien en primer lugar y de manera fiduciaria se le confía lo más débil y más noble del mundo.

Si en esto consiste el problema ético y humano, el problema civil consecuente será ¿cómo ayudar a las personas y a la sociedad entera a evitar lo más posible tales desgarros?, ¿cómo apoyar a quien se encuentra en un aparente o real conflicto de deberes, para que no resulte aplastado?

Concluye usted diciendo: «definir qué es, y dónde empieza, la vida es una cuestión en la que nos jugamos la vida». Estoy de acuerdo, por lo menos acerca del «qué es», y ya he dado mi respuesta. El «dónde» puede seguir siendo misterioso, pero queda subordinado al valor del «qué es». Cuando algo es de sumo valor, merece el máximo respeto. Éste debe ser el punto de partida para cualquier casuística de casos límite, que resultará siempre ardua de afrontar pero que, partiendo de ahí, no podrá ser afrontada jamás con ligereza.

Nos queda, sin embargo, una pregunta; visto que he subrayado con insistencia que para el Nuevo Testamento no es la vida física la que cuenta, sino la vida que Dios nos comunica, ¿cómo puede haber diálogo sobre un punto tan preciso de doctrina «revelada»? Una respuesta se halla en muchas de sus propias afirmaciones, que revelan la angustia y la ansiedad que todos sentimos cuando nos hallamos frente al destino de una vida humana, en cualquier momento de su existencia. Existe una espléndida metáfora que expresa de manera laica lo que une, en lo más profundo, a católicos y a laicos: la metáfora del «rostro». Levinas ha hablado de ello en términos afligidos, como de una instancia irrefutable. Pero quisiera recordar unas palabras de Italo Mancini en uno de sus últimos libros, Tornino i volti {El regreso de los rostros), casi un testamento: «Nuestro mundo, para vivirlo, amar, santificarnos, no nos viene dado por una neutra teoría del ser, no nos viene dado por los eventos de la historia o por los fenómenos de la Naturaleza; nos viene dado por la existencia de esos inauditos centros de alteridad que son los rostros, rostros para mirar, para respetar, para acariciar.»

Cario Maña Martini, junio de 1995

 

Hombres y mujeres según la Iglesia

 

Querido Cario María Martini:

Henos aquí de nuevo para proseguir nuestra conversación, y le confieso que lamento en cierta manera que la redacción haya decidido que sea yo siempre el que empiece, pues me da la impresión de que resulto algo impertinente. Tal vez la redacción se haya dejado llevar por ese banal cliché según el cual los filósofos están especializados en formular preguntas cuyas respuestas desconocen, mientras que un pastor de almas es por definición aquel que siempre tiene la respuesta adecuada. Afortunadamente ha demostrado usted, en sus precedentes cartas, lo problemática y sufrida que puede llegar a ser la reflexión de un pastor de almas, decepcionando a quienes se esperaban de sus palabras el ejercicio de una función oracular.

Antes de plantearle una cuestión cuya respuesta desconozco, quisiera exponer algunas premisas. Cuando una autoridad religiosa cualquiera, de una confesión cualquiera, se pronuncia sobre problemas que conciernen a los principios de la ética natural, los laicos deben reconocerle este derecho; pueden estar o no de acuerdo con su posición, pero no tienen razón alguna para negarle el derecho a expresarla, incluso si se manifiesta como crítica al modo de vivir de los no creyentes. El único caso en el que se justifica la reacción de los laicos es si una confesión tiende a imponer a los no creyentes (o a los creyentes de otra fe) comportamientos que las leyes del Estado o de la otra religión prohiben, o a prohibir otros que, por el contrario, las leyes del Estado o de la otra religión consienten.

No considero igual el caso contrario. Los laicos no tienen derecho a criticar el modo de vivir de un creyente salvo en el caso, como siempre, de que vaya contra las leyes del Estado (por ejemplo, la negativa a que a los hijos enfermos se les practiquen transfusiones de sangre) o se oponga a los derechos de quien profesa una fe distinta. El punto de vista de una confesión religiosa se expresa siempre a través de la propuesta de un modo de vida que se considera óptimo, mientras que desde el punto de vista laico debería considerarse óptimo cualquier modo de vida que sea consecuencia de una libre elección, siempre que ésta no impida las elecciones de los demás.

Como línea de principio, considero que nadie tiene derecho a juzgar las obligaciones que las distintas confesiones imponen a sus fieles. Yo no tengo nada que objetar al hecho de que la religión musulmana prohiba el consumo de sustancias alcohólicas; si no estoy de acuerdo, no me hago musulmán. No veo por qué los laicos han de escandalizarse cuando la Iglesia católica condena el divorcio: si quieres ser católico, no te divorcies, si quieres divorciarte, hazte protestante; reacciona sólo si la Iglesia pretende impedirte a ti, que no eres católico, que te divorcies. Debo confesar que hasta me causan irritación los homosexuales que pretenden ser reconocidos por la Iglesia, o los sacerdotes que quieren casarse. Yo, cuando entro en una mezquita, me quito los zapatos, y en Jerusalén acepto que en algunos edificios, el sábado, los ascensores funcionen por sí mismos deteniéndose automáticamente en cada piso. Si quiero dejarme puestos los zapatos o manejar el ascensor a mi antojo, me voy a otra parte. Hay actos sociales (completamente laicos) para los que se exije el esmoquin, y soy yo quien debo decidir si quiero adecuarme a una costumbre que me irrita, porque tengo una razón impelente para participar en el acto, o si prefiero afirmar mi libertad quedándome en mi casa.

Si un grupo de sacerdotes tomara la iniciativa de defender que, en materias no dogmáticas como el celibato eclesiástico, la decisión no debe corresponder al Papa, sino a la comunidad de fieles agrupada en torno a cada obispo, y alrededor de esta iniciativa surgiera la solidaridad de muchísimos creyentes practicantes, yo me negaría a firmar cualquier manifiesto a su favor. No porque fuera insensible a sus problemas, sino porque no pertenezco a su comunidad y no tengo el derecho de meter mis nances en cuestiones que son exquisitamente eclesiales.

Una vez dicho esto, me parece algo muy distinto, para un laico sensible, el intentar comprender por qué la Iglesia aprueba o desaprueba ciertas cosas. Si invito a cenar a un hebreo ortodoxo (hay muchos, por ejemplo, entre mis colegas americanos que estudian filosofía del lenguaje), me apresuro (por razones de cortesía) a preguntarle por anticipado qué tipo de alimentos está dispuesto a tomar, pero ello no me impide pedirle aclaraciones después sobre la cocina kosher, para comprender por qué debe evitar ciertos alimentos que a mí a primera vista me parecen consumibles hasta para un rabino. De este modo, me parece legítimo preguntar al Papa por qué la Iglesia se muestra contraria a la limitación de la natalidad, contraria al aborto, contraria a la homosexualidad. El Papa me responde y yo debo admitir que, dado que se ha optado por dar una determinada interpretación al precepto crescite et multiplicamini3, su respuesta es coherente. Puedo escribir un ensayo para proponer una hermenéutica alternativa, pero hasta que la Iglesia no dé conformidad a mi interpretación, tendrá la sartén por el mango, o, mejor dicho, el estilo por parte del escoliasta.

Y llego por fin a mi pregunta. No he conseguido encontrar todavía en la doctrina ninguna razón persuasiva por la que las mujeres deban ser excluidas del sacerdocio. Si la Iglesia quiere excluir a las mujeres del sacerdocio —lo repito—, tomo nota de ello y respeto su autonomía en materia tan delicada. SÍ fuera mujer y quisiera a toda costa hacerme sacerdotisa, me pasaría al culto de Isis, sin intentar forzar la mano del Papa. Pero como intelectual, como lector (ya veterano) de las Escrituras, alimento ciertas perplejidades que quisiera ver aclaradas.

No veo razones escritúrales. Si leo el Éxodo (29 y 30), así como el Levítico, aprehendo que el sacerdocio rué encomendado a Aarón y a sus hijos, y no a sus mujeres (y por otro lado, aunque se quisiera seguir, según San Pablo, A los judíos, no la orden de Aarón sino la orden de Melquisedec —que además goza de precedencia histórico-escritural, véase Génesis, 14—, las cosas no cambiarían mucho).

Pero si quisiera leer la Biblia como un integrista protestante, debería decir, como el Levítico, que los sacerdotes «no se afeitarán ni la cabeza ni la barba», para entrar después en crisis leyendo Ezequiel (44, 20), según el cual, por el contrario, deberán cortarse cuidadosamente la melena; además, según ambos textos no pueden acercarse a los cadáveres. Y como buen integrista debería exigir que un sacerdote (aunque fuera católico) se atuviera al Levítico, según el cual los sacerdotes pueden tomar esposa, o a EzequieL, según el cual pueden casarse sólo con una virgen o con la viuda de otro sacerdote.

Pero incluso un creyente admite que los autores bíblicos escribían adaptando tanto la crónica de los acontecimientos como los argumentos a la posibilidad de comprensión y a las costumbres de las civilizaciones a las que se dirigían, por lo que si Josué hubiera dicho; «¡Detente, oh, tierra!» o incluso «¡Que se suspenda la ley newtoniana de la gravitación universal!», lo hubieran tomado por loco. Jesús dijo que había que pagar los tributos al César, porque era lo que le sugería la situación política del Mediterráneo, pero eso no significa que un ciudadano europeo tenga hoy el deber de pagar impuestos al último descendiente de los Austrias, y cualquier sacerdote perspicaz le dirá que irá al infierno (o así lo espero) si se sustrae al debido tributo al Ministerio de Hacienda de su país respectivo.

El noveno mandamiento prohibe desear a la mujer de otro, pero el magisterio de la Iglesia jamás ha puesto en duda que se refiriera, por sinécdoque, también a las mujeres, prohibiéndoles desear al hombre de otra.

De esta forma resulta obvio, incluso para el creyente, que si Dios decide que la segunda persona de la Santísima Trinidad se ha de encarnar en Palestina, y en aquella época, no le quedaba otro remedio que hacer que se encarnara como varón, porque, si no, su palabra no habría gozado de autoridad alguna. Supongo que no negará usted que, si por un inescrutable designio divino, Cristo se hubiera encarnado en Japón, habría consagrado el arroz y el sake, y el misterio de la Eucaristía seguiría siendo lo que es. Si Cristo se hubiera encarnado un par de siglos más tarde, cuando gozaban de notable crédito profetisas montañistas como Priscila y Maximila, quizás hubiera podido hacerlo bajo forma femenina, y así hubiera ocurrido tal vez en una civilización como la romana, que tenía en gran consideración a las Vestales. Para negar esto sería necesario afirmar que la hembra es un ser impuro. Si alguien, en alguna civilización o en alguna época, lo ha hecho, no es el caso, desde luego, del actual Pontífice.

Se pueden aducir razones simbólicas: dado que el sacerdote es imagen de Cristo, sacerdote por excelencia, y que Cristo era varón, para preservar la

riqueza de este símbolo el sacerdocio debe ser prerrogativa masculina. ¿Pero de verdad un plan como el de la Salvación debe seguir las leyes de la iconografía o de la iconología?

Visto que es indudable que Cristo se sacrificó tanto por los hombres como por las mujeres y que, en oposición a las costumbres de su tiempo, confirió privilegios altísimos a sus seguidores de sexo femenino, visto que la única criatura humana nacida inmune al pecado original fue una mujer, visto que fue a las mujeres y no a los hombres a quienes se apareció en primera instancia tras su resurrección, ¿no supone todo ello una clara señal de que Jesús, en polémica con las leyes de su tiempo, y en la medida en que razonablemente podía violarlas, quiso dar algunas claras indicaciones acerca de la igualdad de los sexos, si no ante la ley y las costumbres históricas, sí por lo menos respecto al plan de Salvación? Quede claro que ni siquiera oso aventurarme en la vexata quaestio4 de si el término Elohim que aparece al principio del Génesis es singular o plural, y si nos dice gramaticalmente que Dios tenía sexo (y por idéntica razón me limito a considerar una pura figura retórica, sin implicaciones teológicas, la afirmación de Juan Pablo I según la cual Dios es una Madre).

4 Tormentosa cuestión. (N. del T.)

La argumentación simbólica no me convence. Tampoco el arcaico argumento según el cual la mujer en cienos momentos de su vida expele impurezas (el argumento que fue defendido en el pasado, como si una mujer con sus menstruaciones o que pariera con sangre fuera más impura que un sacerdote con sida).

Cuando me encuentro tan perdido en cuestiones de doctrina recurro a la única persona de la que me fío, que es Santo Tomás de Aquino. Ahora bien, Santo Tomás, que antes de ser doctor angélico era un hombre de extraordinario sentido común, en más de una ocasión tiene que afrontar el problema de por qué el sacerdocio es sólo una prerrogativa masculina. Por limitarnos a la Summa theo-fogiae, se lo plantea en II-l 1, 2, y se topa con la afirmación paulina (nadie es perfecto, ni siquiera los santos) según la cual las mujeres en la asamblea ecle-sial deben callar y no pueden enseñar. Pero Santo Tomás halla en los Proverbios que Unigenitas fui coram matrem meam, ea docebat me5. ¿Cómo se las apaña? Aceptando la antropología de su tiempo (¿qué otra cosa podía hacer?): el sexo femenino debe quedar sometido al masculino, y las mujeres no son perfectas en sabiduría.

En III, 31, 4 Santo Tomás se pregunta si la materia del cuerpo de Cristo podría ser asumida por un cuerpo femenino (como usted sabe, circulaban teorías gnósticas según las cuales Cristo había pasado a través del cuerpo de María como el agua a través de un tubo, como por un vehículo casual, sin ser tocado, sin ser contaminado por ninguna inmunditia relacionada con la fisiología del parto). Santo Tomás recuerda que si Cristo debía ser un ser humano convenientissimun tamen fuit ut de foemina carnem accíperet6, porque, sirva de testigo San Agustín, «la liberación del hombre debe aparecer en ambos sexos». Y, sin embargo, no es capaz de librarse de la antropología de su tiempo, y continúa admitiendo que Cristo debía ser hombre porque el sexo masculino es más noble.

Santo Tomás, pese a todo, sabe ir más allá de la inevitable antropología de su tiempo. No puede negar que los varones son superiores y más aptos para la sabiduría que las mujeres, pero se esfuerza en más de una ocasión en resolver la cuestión de que a las mujeres les ha sido concedido el don de la profecía, y a las abadesas la dirección de almas y la enseñanza, y lo hace con sofismas elegantes y sensatos. Sin embargo, no parece convencido, y con la astucia que le caracteriza, responde indirectamente, o lo que es lo mismo, finge no recordar que había respondido con anterioridad, en I, 99, 2: si el sexo masculino es superior, ¿por qué en el estado primigenio, antes del pecado original, permitió Dios que nacieran mujeres? Y responde que era necesario que en el estado primigenio hubiera tanto hombres como mujeres, no para garantizar la continuidad de la especie, dado que los hombres eran inmortales y no era necesario introducir la diferenciación sexual como condición de supervivencia de la especie, sino porque (véase Supplementum, 39, 1, que no es de su propia mano, pero se trata de una idea a la que Santo Tomás recurre en otras ocasiones) «el sexo no está en el alma». En efecto, para Santo Tomás el sexo era un accidente que sobrevenía en un estadio avanzado de la gestación. Era necesario, y justo, crear dos sexos porque (y ello queda aclarado en III, 4, respondeo) existe una combinatoria ejemplar en la generación de los humanos: el primer hombre fue concebido sin varón ni mujer, Eva nace del varón sin concurso de mujer, Cristo de una mujer sin concurso de varón, pero todos los demás hombres nacen de un varón y una mujer. Y con esas tres admirables excepciones la regla es ésa y ése, el plan divino.

En III, 67, 4 Santo Tomás se pregunta si la mujer puede bautizar, y liquida fácilmente las objeciones que la tradición le propone: es Cristo quien bautiza, pero dado que (como Santo Tomás toma de San Pablo, Colosenses, 3, 11, aunque en realidad se díce con mayor claridad en Galatas, 3, 28) in Christo non est masculus neque foemina7, al igual que puede bautizar un varón, puede hacerlo una mujer. Luego (¡ay el poder de las opiniones corrientes!) concede que, dado que caput mulieris est vir8y si hay varones presentes, la mujer no debe bautizar. Pero en el ad primum distingue muy claramente entre lo que a una mujer «no le está permitido» (según la costumbre) y lo que «puede» sin embargo hacer (según el derecho). Y en ad tertium aclara que, si bien es cierto que en el orden carnal la mujer es principio pasivo y sólo el varón es principio activo, en el orden espiritual, puesto que tanto el varón como la mujer actúan en virtud de Cristo, tal distinción jerárquica no es válida.

Pese a todo, en Suppkmentum, 39, 1 (que, como ya he dicho, no es de su propia mano), planteándose directamente la cuestión de si la mujer puede recibir el orden sacerdotal, responde recurriendo una vez más al argumento simbólico: el sacramento es igualmente un signo, cuya validez no requiere únicamente la «cosa», sino también el «signo de la cosa»; y dado que en el sexo femenino no se significa eminencia alguna, las mujeres, puesto que viven en estado de sumisión, no pueden recibir el orden sacerdotal.

Es cierto que, en una cuestión que no recuerdo, Santo Tomás usa el argumento propter libidinem9, en otras palabras, que si el sacerdote fuera mujer, los fieles (¡varones!) se excitarían al verla. Pero dado que los fieles son también mujeres, ¿qué ocurre entonces con las muchachitas que podrían excitarse a la vista de un «cura guapo» (le recuerdo las páginas de Stendhal en La Cartuja de Parma sobre los fenómenos de incontinencia pasional suscitados por los sermones de Fabrizio del Dongo)? La historia de la Universidad de Bolonia registra a una tal Novella d'Andrea, que al parecer tuvo cátedra en siglo XIV y fue obligada a enseñar cubierta por un velo para no distraer a los estudiantes con su belleza. Me permitirá usted sospechar que la tal Novella no era una beldad tan irresistible, sino más bien los estudiantes propensos a cierta goliarda indisciplina. De lo que se trataba, pues, era de educar a los estudiantes, como hoy en día de educar a los fieles, no de excluir a la mujer de la gratia sermonis10.

En resumidas cuentas, mi impresión es que ni siquiera Santo Tomás sabía decir con exactitud por qué el sacerdocio debe ser una prerrogativa masculina, a menos que se acepte (como él hacía, y no podía dejar de hacerlo, según las ideas de su tiempo) que los hombres son superiores por inteligencia y dignidad. Pero no creo que sea ésta la posición actual de la Iglesia. Me parece más bien la posición de la sociedad china, que, según se ha sabido recientemente, y con horror, tiende a eliminar a las recién nacidas de sexo femenino para mantener con vida a los recién nacidos de sexo masculino.

He aquí, pues, mis perplejidades. ¿Cuáles son las razones doctrinales para prohibir el sacerdocio a las mujeres? Si se dieran simples razones históricas, de oportunidad simbólica, dado que los fieles están todavía avezados a la imagen de un sacerdote varón, no habría razones para apresurar a la Iglesia, cuyos plazos son largos (aunque eso sí, me gustaría conocer una fecha, antes de la Resurrección de la Carne).

Pero el problema, evidentemente, no me atañe. Lo mío no es más que curiosidad. Sin embargo, la otra mitad del cielo (como se dice en China) tal vez esté más ansiosa.

Umberto Eco, octubre de 1995

 

La Iglesia no satisface expectativas, celebra misterios

 

Querido Umberto Eco:

Una vez más le ha tocado a usted comenzar este diálogo. No creo, sin embargo, que sean razones ideológicas las que determinen a quién le corresponde comenzar, sino mas bien problemas prácticos. En el mes de septiembre tuve una serie de compromisos en el extranjero y es posible que para la redacción haya resultado más sencillo ponerse en contacto con usted. Por mi parte tengo una pregunta que quisiera hacerle y que me reservo para la próxima vez; se trata de una pregunta a la que no consigo encontrar respuesta y para la que no me socorre ni siquiera esa «función, oracular» que a veces, como nota usted, se atribuye erróneamente a los pastores. Como mucho, tal función oracular podría ser atribuida a los profetas, pero en nuestros días, mucho me temo, son más bien raros.

La pregunta, pues, que tengo intención de hacerle se refiere al fundamento 'último de la ética para un laico. Me gustaría que todos los hombres y las mujeres de este mundo tuvieran claros fundamentos éticos para su obrar y estoy convencido de que existen no pocas personas que se comportan con rectitud, por lo menos en determinadas circunstancias, sin referencia a un fundamento religioso de la vida. Pero no consigo comprender qué tipo de justificación última dan a su proceder.

Pero dejando a un lado por ahora este interrogante cuya ilustración me reservo para una próxima carta, si es que me es concedida la primera intervención, paso a ocuparme de las reflexiones que hace usted preceder a la «espinosa cuestión» del sacerdocio de las mujeres. Usted declara que, como laico, respeta los pronunciamientos de las confesiones religiosas sobre los principios y problemas de la ética natural, pero no admite la imposición a los no creyentes o a los creyentes de otra fe de comportamientos que las leyes del Eistado prohiben. Estoy completamente de acuerdo con usted. Cualquier imposición desde fuera de principios o comportamientos religiosos a quien no está conforme con ello viola la libertad de conciencia. Le diré aún más: si tales imposiciones han tenido lugar en el pasado, en contextos culturales distintos del actual y por razones que hoy no podemos ya compartir, lo justo es que una confesión religiosa lo reconozca como error.

Ésta ha sido la valerosa posición adoptada por Juan Pablo II en su carta sobre el próximo jubileo del año 2000, de título Tertio millenio adveniente, en la que se dice: «Otro capítulo doloroso sobre el que los hijos de la Iglesia no pueden dejar de volver con el ánimo dispuesto al arrepentimiento es el constituido por la aquiescencia manifestada, en ciertos siglos especialmente, a métodos de intolerancia e incluso de violencia al servicio de la verdad... Es cierto que un juicio histórico correcto no puede prescindir de una atenta consideración de los condicionamientos culturales del momento... pero la consideración de las circunstancias atenuantes no exonera a la Iglesia de la obligación de un arrepentimiento profundo por las debilidades de tantos hijos suyos... De tales rasgos dolorosos del pasado emerge una lección para el futuro, que debe inducir a todo cristiano a abrazar con fuerza el áureo principio dictado en el Concilio [Dignitatis humanae 1): «La verdad no se impone más que con la fuerza de la propia verdad, la cual penetra en las mentes suavemente y a la vez con vigor» (n. 35).

Quisiera, sin embargo, hacer una precisión importante acerca de lo que usted afirma hablando de las «leyes del Estado». Estoy de acuerdo en el principio general de que una confesión religiosa debe atenerse al ámbito de las leyes del Estado y que, por otra parte, los laicos no tienen derecho a censurar los modos de vida de un creyente que se ajustan al cuadro de dichas leyes. Pero considero (y estoy seguro de que también usted estará de acuerdo) que no se puede hablar de «leyes del Estado» como de algo absoluto e inmutable. Las leyes expresan la conciencia común de la mayoría de los ciudadanos y tal conciencia común está sometida al libre juego del diálogo y de las propuestas alternativas, bajo las que subyacen (o pueden subyacer) profundas convicciones éticas. Resulta por ello obvio que algunas corrientes de opinión, y por lo tanto las confesiones religiosas también, pueden intentar influir democráticamente en el tenor de las leyes que no consideran correspondientes a un ideal ético que para ellos no representa algo confesional sino perteneciente a todos los ciudadanos. En esto consiste el delicado juego democrático que prevé una dialéctica entre opiniones y creencias, con la esperanza de que tal intercambio haga crecer esa conciencia moral colectiva que subyace a una convivencia ordenada.

En este sentido, acepto con mucho gusto su «espinosa cuestión» sobre el sacerdocio negado a las mujeres por la Iglesia católica, porque usted me la plantea justamente como fruto del deseo de un laico sensible de intentar comprender por qué la Iglesia aprueba o desaprueba ciertas cosas. Bien es cierto que aquí no se trata de un problema ético, sino teológico. Se trata de comprender por qué la Iglesia católica, y con ella todas las Iglesias de Oriente, es decir, en la práctica todas las Iglesias que se remontan a una tradición bimilenaria, continúan fieles a una cierta praxis cultural que desde siempre excluye a las mujeres del sacerdocio.

Afirma usted que no ha conseguido encontrar todavía en la doctrina razones persuasivas para tal hecho, con el mayor respeto por su parte hacia la autonomía de la Iglesia en materia tan delicada. Y expone sus perplejidades en referencia a la interpretación de las Escrituras, las así llamadas razones teológicas, las razones simbólicas o incluso las extraídas de la biología, para acabar examinando con agudeza algunas páginas de Santo Tomas, en las que incluso este hombre «de extraordinario sentido común» parece dejarse llevar por argumentaciones poco coherentes.

Revisemos con calma todos estos puntos, aunque renunciaré a adentrarme en consideraciones demasiado sutiles, no porque no me gusten o las considere superfluas, sino porque temo que de otro modo esta carta, que forma parte de un epistolario público, se quedará sin lectores. Ya me pregunto si quienes no conocen bien las Escrituras ni mucho menos a Santo Tomás habrán sido capaces de seguirle en lo que afirma a tal propósito, pero me alegra que haya sacado usted a colación estos textos, porque en ellos me encuentro como en casa y también porque espero que a algún lector le entren ganas de hojearlos.

Vayamos, pues, a las Escrituras. Usted, en primer lugar, se remite a un principio general hermenéutico según el cual los textos han de ser interpretados no en su literalidad integrista, sino teniendo en cuenta el tiempo y el ambiente en eí que fueron escritos. Estoy plenamente de acuerdo con este principio y con los callejones sin salida a los que conduce una exégesis integrista. Quisiera objetar, sin embargo, que ni siquiera un integrista se sentiría incómodo con la regla sobre el peinado y la barba de los sacerdotes que usted recuerda.

Usted cita a Ezequiel (44, 20) y el libro del Levítico (supongo que se refiere a Lev., 19, 27-28; 21, 5; cfr. también Dt., 14, 1) para sostener que 'si se interpretasen literalmente estos textos se incurriría en una contradicción: la barba descuidada para el Levítico y el corte regular para Ezequiel. Pero a mí (y a muchos exégetas) me parece que en esta cuestión de detalle (citada aquí únicamente a título de ejemplo) Ezequiel no pretende contradecir al Levítico: este último pretende prohibir ciertos ritos de luto de origen probablemente pagano (el texto de 21, 5 debe traducirse como «no se harán tonsuras en la cabeza ni se afeitarán los bordes de la barba, ni se harán incisiones en la carne» y Ezequiel hace referencia probablemente a esa misma norma). Todo esto no lo digo ni en defensa de los integristas ni para favorecer uno u otro peinado, sino para indicar que a veces no resulta fácil saber qué es lo que la Biblia quiere decir sobre ciertos puntos concretos ni decidir si sobre determinado argumento se habla de acuerdo con los usos de su tiempo o para señalar una condición permanente del pueblo de Dios.

En lo que se refiere a nuestro tema, los exégetas que han buscado en la Biblia argumentos positivos para el sacerdocio de la mujeres se han topado siempre con grandes dificultades.

Qué puedo decir sobre los argumentos que se podrían denominar «teológicos» y que usted ejemplifica con el arroz y el salce, posible materia de la eucaristía, si «por un inescrutable designio divino, Cristo se hubiera encarnado en Japón». La teología, sin embargo, no es la ciencia de los posibles o «de lo que hubiera podido suceder si...»; no puede hacer otra cosa más que partir de los datos positivos e históricos de la Revelación e intentar comprenderlos. En este sentido, resulta innegable que Jesucristo escogió a los doce apóstoles. Este debe ser el punto de partida para determinar cualquier otra forma de apostolado en la Iglesia. No se trata de buscar razones a priori, sino de aceptar que Dios se ha comunicado de una cierta manera y en una cierta historia, y que tal historia en su singularidad nos sigue determinando todavía hoy.

En la misma línea convengo con usted en que las razones simbólicas, al menos tal y como hasta ahora nos han sido expuestas, no son a priori convincentes. Recuerda usted con toda la razón los privilegios altísimos que Cristo confirió a las mujeres que lo siguieron, a quienes se apareció en primer lugar tras su resurrección. En polémica con las leyes de su tiempo, Cristo dio algunas claras indicaciones acerca de la igualdad de los sexos. Éstos son hechos innegables de los que la Iglesia debe extraer con el tiernpo las oportunas consecuencias, porque no podemos pensar, que se haya dado ya razón del todo a la fuerza de estos principios operativos. Sin duda alguna, ha quedado superado también el argumento arcaico de tipo biológico.

Por ello, incluso Santo Tomás, que era un hombre de gran doctrina y gran sentido común, pero que no podía ir mucho más allá de las concepciones científicas de su tiempo y tampoco de las costumbres de sus contemporáneos, no sabe proponer argumentos que hoy sean persuasivos para nosotros. Renuncio a seguirle en el sutil análisis al que usted somete varios pasajes de la Summa, no porque no lo halle interesante, sino porque me temo que el lector se perdería. En su análisis, sin embargo, se sugiere que en Santo Tomás se daba una especie de combate interior entre diversos principios y que se esforzaba en encontrar razones para la praxis de la Iglesia, pero con plena conciencia de no ser del todo convincente. Su principal obstáculo era el principio de que sexus masculinus est nobilior quam femininus 11{Summa, 3, 31, 4 ad primum), que por un lado él aplicaba como evidente para su tiempo y que por otro contrastaba con las prerrogativas dadas por Cristo y en la Iglesia a las mujeres. Hoy en día, un principio así parece superado y por ello desaparecen las razones teológicas que de él se derivaban.

Pero entonces, me preguntará usted, ¿cuál es la consecuencia de todo ello? La consecuencia es una cosa muy sencilla y muy importante; es decir, que una praxis de la Iglesia tan profundamente enraizada en sus tradiciones, que no ha conocido excepciones reales en dos milenios de historia, no puede estar basada en razones abstractas o apriorísticas, sino en algo que atañe a su propio misterio. El mismo hecho de que la mayoría de las razones aportadas a lo largo de los siglos para ordenar sacerdotes sólo a los hombres no puedan hoy ya proponerse, mientras la praxis misma persevera con gran fuerza (basta pensar en las crisis que hasta fuera de la Iglesia católica, es decir, en la comunión anglicana, está provocando la praxis contraria), nos advierte que nos hallamos, no ante razonamientos simplemente humanos, sino ante el deseo de la Iglesia de no ser infiel a los actos salvíficos que la han generado y que no se derivan de pensamientos humanos sino de la propia actuación de Dios.

Ello comporta dos consecuencias importantes a las que el actual pontífice se atiene estrictamente. Por un lado, se trata de valorizar el papel y la presencia de la mujer en todos los aspectos de la vida de la sociedad y de la Iglesia, mucho más allá de cuanto se ha hecho hasta ahora. Por otro, se trata de penetrar en la comprensión de la naturaleza del sacerdocio y de los ministerios ordenados con mucha mayor profundidad que en los siglos precedentes. Me permito citar aquí unas importantísimas palabras del Concilio Vaticano II: «Crece en efecto la comprensión, tanto de las cosas cuanto de las palabras transmitidas, sea con la reflexión y el estudio de los creyentes, los cuales meditan en su corazón (cfr. Le, 2, 19 y 51), sea con la experiencia dada por una más profunda inteligencia de las cosas espirituales, sea por la predicación de aquellos quienes con la sucesión episcopal han recibido un carisma seguro de verdad. La Iglesia, por lo tanto, en el curso de los siglos, tiende incesantemente a la plenitud de la verdad divina, hasta que en ésta no se cumpla la palabra de Dios» (Dei Verbum, n. 8).

La Iglesia reconoce, por tanto, que no ha llegado todavía a la plena comprensión de los misterios que víve y celebra, pero mira con confianza hacia un futuro que le permita vivir la realización no de simples expectativas o deseos humanos, sino de las promesas mismas de Dios. En este camino se preocupa de no separarse de la praxis y del ejemplo de Jesucristo, porque sólo permaneciendo ejemplarmente fiel a ellos podrá comprender las implicaciones de la liberación que, como recuerda Santo Tomás citando a San Agustín, in utroque sexu debuit apparere12: «Fue muy conveniente que el Hijo de Dios recibiera el cuerpo de una mujer... porque de este modo se ennobleció toda la naturaleza humana. Por ello Agustín dice: "La liberación del hombre debía manifestarse en ambos sexos"» (Summa, 3, 31, 4).

Carlo María Martini, octubre de 1995

 

 

 

¿Dónde encuentra el laico la luz del bien?

 

Querido Umberto Eco:

He aquí la pregunta que, como ya le había anticipado en la última carta, tenía intención de hacerle. Se refiere al fundamento último de la ética para un laico, en el cuadro de la «posmodernidad». Es decir, más en concreto, ¿en qué basa la certeza y la imperatividad de su acción moral quien no pretende remitirse, para cimentar el carácter absoluto de una ética, a principios metafisicos o en todo caso a valores trascendentes y tampoco a imperativos categóricos umversalmente válidos? En términos más sencillos (dado que algunos lectores me han hecho llegar sus quejas por la excesiva dificultad de nuestros diálogos), ¿qué razones confiere a su obrar quien pretende afirmar y profesar principios morales, que puedan exigir incluso el sacrificio de la vida, pero no reconoce un Dios personal? O, dicho de otro modo, ¿cómo se puede llegar a decir, prescindiendo de la referencia a un Absoluto, que ciertas acciones no se pueden hacer de ningún modo, bajo ningún concepto, y que otras deben hacerse, cueste lo que cueste? Es cierto que hay leyes, pero ¿en virtud de qué pueden llegar a obligarnos aun a costa de la vida?

Sobre estos interrogantes quisiera que tratara en esta ocasión nuestra conversación.

Como es lógico, me gustaría que todos los hombres y las mujeres de este mundo, incluyendo a quienes no creen en Dios, tuvieran un claro fundamento ético para su comportamiento y actuaran conforme al mismo. Estoy convencido, además, de que existen no pocas personas que se comportan con rectitud, por lo menos en las circunstancias ordinarias de la vida, sin referencia a ningún fundamento religioso de la existencia humana. Sé también que existen personas que, sin creer en un Dios personal, llegan a dar la vida para no abdicar de sus convicciones morales. Pero no consigo comprender qué tipo de justificación última dan a su proceder.

Resulta claro y obvio que también una ética laica puede hallar y reconocer de hecho normas y valores válidos para una recta convivencia humana. Es así como nacen muchas legislaciones modernas. Pero para que los cimientos de estos valores no se resientan de confusión o incertidumbre, sobre todo en los casos límite, o sean simplemente malentendidos como costumbre, moda, comportamiento funcional o útil o mera necesidad social, sino que asuman el valor de un verdadero y propio absoluto moral, es preciso que no estén atados a ningún principio mutable o negociable.

Y ello sobre todo cuando abandonamos el ámbito de las leyes civiles o penales y, por encima de ellas, nos adentramos en la esfera de las relaciones interpersonales, de la responsabilidad que cada uno tiene hacia su prójimo por encima de las leyes escritas, en la esfera de la gratuidad y la solidaridad.

Al preguntarme sobre la insuficiencia de unos cimientos puramente humanistas no quisiera turbar la conciencia de nadie, sino únicamente intentar comprender lo que sucede en su interior, a nivel de las razones de fondo, para poder promover así, además, una más intensa colaboración sobre temas éticos entre creyentes y no creyentes.

Es sabido, en efecto, que las grandes religiones han emprendido un camino común de diálogo y de parangón, todavía en sus inicios, para la afirmación de principios éticos compartidos por todos. De esta manera se pretende no sólo eliminar las raíces de todo conflicto religioso entre los pueblos, sino también contribuir con mayor eficacia a la promoción del hombre. Pese a todas las dificultades históricas y culturales que un diálogo semejante comporta, éste se hace posible gracias al hecho de que todas las religiones sitúan, aunque sea con modalidades diversas, un Misterio trascendente como fundamento de actuación moral. De esta manera resulta posible identificar una serie de principios generales y de normas de comportamiento en los que cualquier religión puede reconocerse y para los que puede aportar su cooperación en un esfuerzo común, sin verse obligada a renegar de ninguna creencia propia. En efecto, «la religión puede cimentar de manera inequívoca, porque la moral, las normas y los valores éticos deben vincular incondicionalmente (y no sólo cuando resulta cómodo) y, por lo tanto, universalmente (para todos los rangos, clases y razas). Lo humano se mantiene, precisamente, en cuanto se le considera fundado sobre lo divino. Cada vez resulta más claro que solamente lo incondiconado puede obligar de manera absoluta, solamente el Absoluto puede vincular de manera absoluta» (Hans Küng, Proyecto para una ética mundial).

¿Es posible un diálogo parecido en la relación entre creyentes y no creyentes sobre temas éticos, especialmente entre católicos y laicos? Me esfuerzo a menudo en entrever en las expresiones de algunos laicos algo que valga como razón profunda y, de alguna forma, absoluta de su comportamiento moral. Me he interesado, por ejemplo, en las razones en las que algunos fundan el deber de la proximidad y la solidaridad, incluso sin recurrir a un Dios Padre y Creador de todo y a Jesucristo nuestro hermano. Me parece que se formula más o menos así: ¡Los demás están en nosotros! Están en nosotros con independencia de cómo los tratemos, del hecho de que los amemos, los odiemos o nos sean indiferentes.

Me parece que este concepto de los demás en nosotros supone para una parte del pensamiento laico una especie de fundamento esencial de cualquier idea de solidaridad. Ello me impresiona mucho, sobre todo cuando lo veo funcionar en la práctica para estimular incluso la solidaridad hacia lo lejano o lo extranjero. Me impresiona también porque, a la luz de las reflexiones creyentes de San Pablo sobre el único Cuerpo del que todos somos miembros (cfr. I carta a los Corintios, cap. 12 y Carta a los romanos, cap. 12), es un concepto de fuerte realismo y puede ser leído en clave de fe cristiana. Pero lo que me pregunto precisamente es si la lectura laica, que carece de esta justificación de fondo, es suficiente, si tiene una fuerza de convicción ineludible y puede sustentar, por ejemplo, incluso el perdón de los enemigos. Es más, me parece que sin el ejemplo y la palabra de Jesucristo, que desde la cruz perdonó a quienes le crucificaban, incluso para las tradiciones religiosas este último punto supone una dificultad. ¿Qué decir entonces de una ética laica?

Reconozco por tanto que existen numerosas personas que actúan de manera éticamente correcta y que en ocasiones realizan incluso actos de elevado altruismo sin tener o sin ser conscientes de tener un fundamento trascendente para su comportamiento, sin hacer referencia ni a un Dios creador, ni al anuncio del Reino de Dios con sus consecuencias éticas, ni a la muerte y la resurrección de Jesús y al don del Espíritu Santo, ni a la promesa de la vida eterna; precisamente de este realismo es de donde extraigo yo la fuerza de esas convicciones éticas que quisiera, en mi debilidad, que constituyeran siempre la luz y la fuerza de mi obrar. Pero quien no hace referencia a éste o a análogos principios, ¿dónde encuentra la luz y la fuerza para hacer el bien no sólo en circunstancias fáciles, sino también en aquellas que nos ponen a prueba hasta los límites de nuestras fuerzas humanas y, sobre todo, en aquellas que nos sitúan frente a la muerte? ¿Por qué el altruismo, la sinceridad, la justicia, el respeto por los demás, el perdón de los enemigos son siempre un bien y deben preferirse, incluso a costa de la vida, a actitudes contrarias? Y ¿cómo decidir con certeza en cada caso concreto qué es altruismo y qué no lo es? Y si no existe una justificación última y siempre válida para tales actitudes, ¿cómo es posible en la práctica que éstas sean siempre las que prevalezcan, que sean siempre las vencedoras? Si incluso a quienes disponen de argumentos fuertes para un comportamiento ético les cuesta gran esfuerzo el atenerse al mismo, ¿qué ocurre con quienes cuentan con argumentos débiles, inciertos y vacilantes?

Me cuesta mucho comprender cómo una existencia inspirada en estas normas (altruismo, sinceridad, justicia, solidaridad, perdón) puede sostenerse largo tiempo y en cualquier circunstancia si el valor absoluto de la norma moral no está fundado en principios metafisicos o sobre un Dios personal.

Es muy importante que exista un terreno común para laicos y creyentes en el plano de la ética, para poder colaborar juntos en la defensa del hombre, de la justicia y de la paz. Es obvio que la invocación de la dignidad humana es un principio que funda un común sentir y obrar: no usar nunca a los demás como instrumento, respetar en cualquier caso y constantemente su inviolabilidad, considerar siempre a toda persona como realidad indisponible e intangible. Pero aquí también llega un momento en que uno se pregunta cuál es la justificación última de estos principios. ¿Qué cimienta, en efecto, la dignidad humana si no el hecho de que todos los seres humanos están abiertos hacia algo más elevado y más grande que ellos mismos? Sólo así puede ésta no quedar circunscrita en términos intramundanos y se le garantiza una legitimidad que nada puede poner en discusión.

Siento, pues, un gran deseo de profundizar en todo aquello que permita una acción común entre creyentes y no creyentes respecto a la promoción de la persona. Pero sé, al mismo tiempo, que cuando no existe acuerdo sobre los principios últimos, antes o después, en especial cuando se llega a los casos límite y los problemas de confines, surge algo que demuestra las divergencias de fondo que existen. Se hace entonces más difícil la colaboración y emergen en ocasiones incluso juicios éticos contrapuestos sobre puntos clave de la vida y de la muerte.

¿Qué hacer, pues? ¿Proceder en común con modestia y humildad en aquellos puntos en los que exista acuerdo, con la esperanza de que no emerjan las razones de la diferencia y de la oposición? ¿O más bien intentar profundizar juntos en las razones que de hecho permiten un acuerdo sobre temas generales (por ejemplo, la justicia, la paz, la dignidad humana), de modo que se pueda llegar a esas razones no dichas, que se celan tras las decisiones cotidianas y en las que se revela entonces la no coincidencia de fondo, o la posibilidad, tal vez, de ir más allá de escepticismos y agnosticismos, hacia un «Misterio» al que entregarse, porque de esa entrega nace también la posibilidad de fundar una acción común en favor de un mundo más humano?

Sobre este tema tan apasionante quisiera, pues, conocer sus reflexiones. Es evidente que toda discusión acerca de temas éticos particulares lleva siempre a preguntarse sobre sus fundamentos. Me parece que vale la pena, por lo tanto, plantearse temas como éstos, para proyectar algo de claridad, al menos, sobre lo que cada uno piensa y comprender mejor el punto de vista del otro.

Cario Marta Martini, enero de 1996

 

 

Cuando los demás entran en escena, nace la ética

 

Querido Cario María Martini:

Su carta me libra de una ardua situación comprometida para arrojarme a otra igualmente ardua. Hasta ahora ha sido a mí (aunque no por decisión mía) a quien ha correspondido abrir el discurso, y quien habla el primero es fatalidad que interrogue, esperando que el otro responda. De ahí la apurada situación de sentirme inquisitivo. Y he valorado en su justa medida la decisión y humildad con las que usted, por tres veces, ha desmentido la leyenda según la cual los jesuítas responden siempre a una pregunta con otra pregunta.

Ahora, sin embargo, me encuentro en el apuro de responder yo a su pregunta, porque mi respuesta sería significativa si yo hubiera recibido una educación laica; por el contrario, mi formación se caracteriza por una fuerte huella católica hasta (por señalar un momento de fractura) los veintidós años. La perspectiva laica no ha sido para mí una herencia absorbida pasivamente, sino el fruto, bastante sufrido, de un largo y lento cambio, de modo que me queda siempre la duda de si algunas de mis convicciones morales no dependen todavía de esa huella religiosa que ha marcado mis orígenes. Ya en edad avanzada pude ver (en una universidad católica extranjera que enrola también a profesores de formación laica, exigiéndoles como mucho manifestaciones de obsequio formal en el curso de los rituales académico-religiosos) a algunos colegas acercarse a los sacramentos sin creer en la «presencia real», y por tanto, sin ni siquiera haberse confesado. Con un escalofrío, después de tantos años, advertí todavía el horror del sacrilegio.

Con todo, creo poder decir sobre qué fundamentos se basa hoy mi «religiosidad laica», porque retengo con firmeza que se dan formas de religiosidad, y por lo tanto un sentido de lo sagrado, del límite, de la interrogación y de la esperanza, de la comunión con algo que nos supera, incluso en ausencia de la fe en una divinidad personal y providencial. Pero eso, como se desprende de su carta, lo sabe usted también. Lo que usted se pregunta es en qué radica lo vinculante, impelente e irrenunciabíe en estas formas de ética.

Me gustaría adoptar una perspectiva distan-re respecto a la cuestión. Algunos problemas éticos se me han vuelto más claros reflexionando sobre ciertos problemas semánticos —y no le preocupe que pueda haber quien diga que nuestro diálogo es difícil; las invitaciones a pensar demasiado fácilmente provienen de las revelaciones de los mass-media, previsibles por definición—. Que se acostumbren a la dificultad del pensar, porque ni el misterio ni la evidencia son fáciles.

Mi problema era si existían «universales semánticos», es decir, nociones elementales comunes a toda la especie humana que puedan ser expresadas por todas las lenguas. Problema no tan obvio, desde el momento en que, como se sabe, muchas culturas no reconocen nociones que a nosotros nos parecen evidentes, como por ejemplo la de sustancia a la que pertenecen ciertas propiedades (como cuando decimos que «la manzana es roja») o la de identidad (a = a). Pude persuadirme, sin embargo, de que efectivamente existen nociones comunes a todas las culturas, y que todas se refieren a la posición de nuestro cuerpo en el espacio.

Somos animales de posición erecta, por lo que nos resulta fatigoso permanecer largo tiempo cabeza abajo, y por lo tanto poseemos una noción común de lo alto y de lo bajo, tendiendo a privilegiar lo primero sobre lo segundo. Igualmente poseemos las nociones de derecha e izquierda, de estar parados o de caminar, de estar de pie o reclinados, de arrastrarse o de saltar, de la vigilia y del sueño. Dado que poseemos extremidades, sabemos todos lo que significa golpear una materia resistente, penetrar en una sustancia blanda o líquida, deshacer algo, tamborilear, pisar, dar patadas, tal vez incluso danzar. Podría continuar largo rato enumerando esta lista, que abarca también el ver, el oír, el comer o beber, el tragar o expeler. Y naturalmente todo hombre posee nociones sobre lo que significa percibir, recordar o advertir deseo, miedo, tristeza o alivio, placer o dolor, así como emitir sonidos que expresen estos sentimientos. Por lo tanto (y entramos ya en la esfera del derecho) poseemos concepciones universales acerca de la constricción: no deseamos que nadie nos impida hablar, ver, escuchar, dormir, tragar o expeler, ir a donde queramos; sufrimos si alguien nos ata o nos segrega, si nos golpea, hiere o mata, si nos somete a torturas físicas o psíquicas que disminuyan o anulen nuestra capacidad de pensar.

Nótese que hasta ahora me he limitado a sacar a escena solamente a una especie de Adán bestial y solitario que no sabe todavía lo que es una relación sexual, el placer del diálogo, el amor a los hijos, el dolor por la pérdida de una persona amada; pero ya en esta fase, al menos para nosotros si no para él o para ella), esta semántica se ha convertido en la base para una ética: debemos, ante todo, respetar los derechos de la corporalidad ajena, entre los que se cuentan también el derecho a hablar y a pensar. Si nuestros semejantes hubieran respetado estos derechos del cuerpo, no habrían tenido lugar la matanza de los Santos Inocentes, los cristianos en el circo, la noche de San Bartolomé, la hoguera para los herejes, los campos de exterminio, la censura, los niños en las minas, los estupros de Bosnia.

Pero ¿cómo es que, pese a elaborar de inmediato un repertorio instintivo de nociones universales, el bestión (o la bestiona) —todo estupor y ferocidad— que he puesto en escena puede llegar a comprender que no sólo desea hacer ciertas cosas y que no le sean hechas otras, sino también que no debe hacer a los demás lo que no desea que le hagan a él? Porque, por fortuna, el Edén se puebla en seguida. La dimensión ética comienza cuando entran en escena los demás. Cualquier ley, por moral o jurídica que sea, regula siempre relaciones interpersonales, incluyendo las que se establecen con quien la impone.

Usted mismo atribuye al laico virtuoso la convicción de que los demás están en nosotros. Pero no se trata de una vaga inclinación sentimental, sino de una condición básica. Como hasta las más laicas de entre las ciencias humanas nos enseñan, son los demás, es su mirada, lo que nos define y nos conforma. Nosotros (de la misma forma que no somos capaces de vivir sin comer ni dormir) no somos capaces de comprender quién somos sin la mirada y la respuesta de los demás. Hasta quien mata, estupra, roba o tiraniza lo hace en momentos excepcionales, porque durante el resto de su vida mendiga de sus semejantes aprobación, amor, respeto, elogio. E incluso de quienes humilla pretende el reconocimiento del miedo y de la sumisión. A falta de tal reconocimiento, el recién nacido abandonado en la jungla no se humaniza (o bien, como Tarzán, busca a cualquier precio a los demás en el rostro de un mono), y corre el riesgo de morir o enloquecer quien viviera en una comunidad en la que todos hubieran decidido sistemáticamente no mirarle nunca y comportarse como si no existiera.

¿Cómo es que entonces hay o ha habido culturas que aprueban las masacres, eí canibalismo, la humillación de los cuerpos ajenos? Sencillamente porque en ellas se restringe el concepto de «los demás» a la comunidad tribal (o a la etnia) y se considera a los «bárbaros» como seres inhumanos. Ni siquiera los cruzados sentían a los infieles como un prójimo al que amar excesivamente; y es que el reconocimiento del papel de los demás, la necesidad de respetar en ellos esas exigencias que consideramos irrenunciables para nosotros, es el producto de un crecimiento milenario. Incluso el mandamiento cristiano del amor será enunciado, fatigosamente aceptado, sólo cuando los tiempos estén lo suficientemente maduros.

Lo que usted me pregunta, sin embargo, es si esta conciencia de la importancia de los demás es suficiente para proporcionarme una base absoluta, unos cimientos inmutables para un comportamiento ético. Bastaría con que le respondiera que lo que usted define como fundamentos absolutos no impide a muchos creyentes pecar sabiendo que pecan, y la discusión terminaría ahí; la tentación del mal está presente incluso en quien posee una noción fundada y revelada del bien. Pero quisiera contarle dos anécdotas, que me han dado mucho que pensar.

Una se refiere a un escritor que se proclama católico, aunque sea sui generis, cuyo nombre omito sólo porque me dijo cuanto voy a citar en el curso de una conversación privada, y yo no soy ningún soplón. Fue en tiempos de Juan XXIII, y mi anciano amigo, encomiando con entusiasmo sus virtudes, afirmó (con evidente intención paradójica): «Este papa Juan debe de ser ateo. ¡Sólo uno que no cree en Dios puede querer tanto a sus semejantes!» Como todas las paradojas, ésta también posee su germen de verdad: sin pensar en el ateo (figura cuya psicología se me escapa, porque al modo kantiano, no veo de qué forma se puede no creer en Dios y considerar que no se puede probar su existencia, y creer después firmemente en la inexistencia de Dios, y sentirse capaz de poder probarla), me parece evidente que para una persona que no haya tenido jamás la experiencia de la trascendencia, o la haya perdido, lo único que puede dar sentido a su propia vida y a su propia muerte, lo único que puede consolarla, es el amor hacia los demás, el intento de garantizar a cualquier otro semejante una vida vivible incluso después de haber desaparecido. Naturalmente, se dan también casos de personas que no creen y que sin embargo no se preocupan de dar sentido a su propia muerte, al igual que hay también casos de personas que afirman ser creyentes y sin embargo serían capaces de arrancar el corazón a un niño vivo con tal de no morir ellos. La fuerza de una ética se juzga por el comportamiento de los santos, no por el de los ignorantes cuius deus venter est13.

Y vamos con la segunda anécdota. Siendo yo un joven católico de dieciséis años, me vi envuelto en un duelo verbal con un conocido, mayor que yo, famoso por ser «comunista», en el sentido que tenía este término en los terribles años cincuenta. Dado que me provocaba, le expuse la pregunta decisiva: ¿cómo podía él, no creyente, dar un sentido a un hecho de otra forma tan insensato como la propia muerte? Y él me contestó: Pidiendo antes de morir un entierro civil. Así, aunque yo ya no esté, habré dejado a los demás un ejemplo.» Creo que incluso usted puede admirar la profunda fe en la continuidad de la vida, el sentido absoluto del deber que animaba aquella respuesta. Y es éste el sentido que ha llevado a muchos no creyentes a morir bajo tortura con tal de no traicionar a sus amigos y a otros a enfermar de peste para curar a los apestados. Es también, a veces, lo único que empuja a los filósofos a filosofar, a los escritores a escribir: lanzar un mensaje en la botella, para que, de alguna forma, aquello en lo que se creía o que nos parecía hermoso, pueda ser creído o parezca hermoso a quienes vengan después.

¿Es de verdad tan fuerte este sentimiento como para justificar una ética tan determinada e inflexible, tan sólidamente fundada como la de quienes creen en la moral revelada, en la supervivencia del alma, en los premios y en los castigos? He intentado basar los principios de una ética laica en un hecho natural (y, como tal, para usted resultado también de un proyecto divino) como nuestra corporalidad y la idea de que sabemos instintivamente que poseemos un alma (o algo que hace las veces de ella) sólo en virtud de la presencia ajena. Por lo que se deduce que lo que he definido como ética laica es en el fondo una ética natural, que tampoco el creyente desconoce. El instinto natural, llevado a su justa maduración y autoconciencia, ¿no es un fundamento que dé garantías suficientes? Claro, se puede pensar que no supone un estímulo suficiente para la virtud: total, puede decir el no creyente, nadie sabrá el mal que secretamente estoy haciendo. Pero adviértase que el no creyente considera que nadie le observa desde lo alto y sabe por lo tanto también —precisamente por ello— que no hay nadie que pueda perdonarle. Si es consciente de haber obrado mal, su soledad no tendrá límites y su muerte será desesperada. Intentará más bien, más aún que el creyente, la purificación de la confesión pública, pedirá el perdón de los demás. Esto lo sabe en lo más íntimo de sus entretelas, y por lo tanto sabe que deberá perdonar por anticipado a los demás. De otro modo, ¿cómo podría explicarse que el remordimiento sea un sentimiento advertido también por los no creyentes?

No quisiera que se instaurase una oposición tajante entre quienes creen en un Dios trascendente y quienes no creen en principio supraindividual alguno. Me gustaría recordar que precisamente a la Ética estaba dedicado el gran libro de Spinoza que comienza con una definición de Dios como causa de sí mismo. Aparte del hecho de que esta divinidad spinoziana, bien lo sabemos, no es ni trascendente ni personal, incluso de la visión de una enorme y única Sustancia cósmica, en la que algún día volveremos a ser absorbidos, puede emerger precisamente una visión de la tolerancia y de la benevolencia, porque en el equilibrio y en la armonía de esa Sustancia única estamos todos interesados. Lo estamos porque de alguna forma pensamos que es imposible que esa Sustancia no resulte de alguna forma enriquecida o deformada por aquello que en el curso de los milenios también nosotros hemos hecho. De modo que me atrevería a decir (no es una hipótesis metafísica, es sólo una tímida concesión a la esperanza que nunca nos abandona) que también en una perspectiva semejante se podría volver a proponer el problema de las formas de vida después de la muerte. Hoy el universo electrónico nos sugiere que pueden existir secuencias de mensajes que se transfieren de un soporte físico a otro sin perder sus características irrepetibles, y parecen incluso sobrevivir como pura inmateria algorítmica en el instante en el que, abandonando un soporte, no se han impreso aún en otro. Quién sabe si la muerte, más que una implosión no podría ser una explosión e impresión, en algún lugar, entre los vórtices del universo, del software (que otros llaman alma) que hemos ido elaborando mientras vivimos, hasta del que forman nuestros recuerdos y remordimientos personales, y por lo tanto, nuestro sufrimiento incurable, nuestro sentido de paz por el deber cumplido y nuestro amor.

Afirma usted que, sin el ejemplo y la palabra de Cristo, a cualquier ética laica le faltaría una justificación de fondo que tuviera una fuerza de convicción ineludible. ¿Por qué sustraer al laico el derecho de servirse del ejemplo de Cristo que perdona? Intente, Cario María Martini, por el bien de la discusión y del paragón en el que cree, aceptar aunque no sea más que por un instante la hipótesis de que Dios no existe, de que el hombre aparece sobre la Tierra por un error de una torpe casualidad, no sólo entregado a su condición de mortal, sino condenado a ser consciente de ello y a ser, por lo tanto, imperfectísimo entre todos los animales (y séame consentido el tono leopardiano de esta hipótesis). Este hombre, para hallar el coraje de aguardar la muerte, se convertiría necesariamente en un animal religioso y aspiraría a elaborar narraciones capaces de proporcionarle una explicación y un modelo, una imagen ejemplar. Y entre las muchas que es capaz de imaginar, algunas fulgurantes, algunas terribles, otras patéticamente consolatorias, al llegar a la plenitud de los tiempos tiene en determinado momento la fuerza, religiosa, moral y poética, de concebir el modelo de Cristo, del amor universal, del perdón de los enemigos, de la vida ofrecida en holocausto para la salvación de los demás. Si yo fuera un viajero proveniente de lejanas galaxias y me topara con una especie que ha sido capaz de proponerse tal modelo, admiraría subyugado tamaña energía teogóníca y consideraría a esta especie miserable e infame, que tantos horrores a cometido, redimida sólo por el hecho de haber do capaz de desear y creer que todo eso fuera la verdad.

Abandone ahora si lo desea la hipótesis y déjela a otros, pero admita que aunque Cristo no fuera más que el sujeto de una gran leyenda, el hecho de que esta leyenda haya podido ser imaginada y querida por estos bípedos sin plumas que sólo saben que nada saben, sería tan milagroso (milagrosamente misterioso) como el hecho de que el hijo de un Dios real fuera verdaderamente encarnado. Este misterio natural y terreno no cesaría de turbar y hacer mejor el corazón de quien no cree.

Por ello considero que, en sus puntos fundamentales, una ética natural —respetada en la profunda religiosidad que la anima— puede salir al encuentro de los principios de una ética fundada sobre la fe en la trascendencia, la cual no deja de reconocer que los principios naturales han sido esculpidos en nuestro corazón sobre la base de un programa de salvación. Si quedan, como lógicamente quedarán, ciertos márgenes irreconciliables, no serán diferentes de los que aparecen en el encuentro entre religiones distintas. Y en los conflictos de la fe deben prevalecer la Caridad y la Prudencia.

Umberto Eco, enero de 1996

 

 

 

La técnica supone el ocaso de toda buena fe

 

Emanuele Severino

 

Esta búsqueda de un terreno común para la ética cristiana y la laica está dando por supuestas muchas cosas decisivas. Ambas se piensan a sí mismas como un modo de guiar, modificar y corregir al hombre. En la civilización occidental, la ética posee el carácter de la técnica. En la tradición teoiógico-metafísica, llega a ser incluso una supertécnica, porque es capaz de otorgar no simplemente la salvación más o menos efímera del cuerpo, sino la eterna del alma. Con más modestia, pero dentro del mismo orden de ideas, hoy en día se piensa que la ética es una condición indispensable para la eficiencia económica y política. Los modos de guiar, modificar y corregir al hombre son muy distintos, pero comparten el mismo espíritu. Si no se comprende el significado de la técnica y el significado técnico de la ética, la voluntad de hallar un terreno común para la ética de los creyentes y de los no creyentes está condenada a vagar en la oscuridad.

Existe, sin embargo, un ulterior rasgo común a ambas formas de ética: la buena fe, es decir, la rectitud de la conciencia, la buena voluntad, la convicción de hacer aquello que sin la menor duda todo ser consciente debe hacer. El contenido de la buena fe puede ser incluso muy distinto. Hay quien ama al prójimo porque está convencido de deber amarlo, y hay quien no lo ama porque, a su vez, de buena fe, está convencido de que no existen motivos para amarlo. En cuanto actúa de buena fe, también este último realiza en sí el principio fundamental de la ética, es decir, su no ser mera conformidad con la ley. Ético es el hombre que en buena fe no ama; no ético es el hombre que ama porque, pese a su convicción de no deber amar, quiere evitar la desaprobación social.

La convicción para actuar de una cierta manera puede tener motivaciones distintas. Éste me parece el tema sobre el que reclama atención el cardenal Martini (véase «¿Dónde encuentra el laico la luz del bien?», pág. 75). Las motivaciones de la buena fe no son la buena fe y ni siquiera su contenido: son el fundamento de la convicción en la que la buena fe consiste. La convicción de actuar de una cierta manera surge, bien porque así ordena actuar una legislación de tipo religioso, bien porque, con el nacimiento de la filosofía en Grecia, la certeza de conocer la verdad definitiva e incontrovertible hace que ésta sea adoptada como ley suprema y fundamento absoluto del actuar. Pero también puede haber también quien esté convencido de deber actuar de una cierta manera, pese a saber que no dispone de motivación absoluta alguna para tal forma de actuar. En todos estos casos se actúa en buena fe, es decir, éticamente, pero la solidez de la buena fe varía según la consistencia de las motivaciones.

Cuando la motivación de la buena fe es la ley constituida por la verdad incontrovertible a la que aspira la tradición filosófica, cuando la motivación posee un fundamento absoluto, la solidez de la buena fe resulta sufragada y reforzada al máximo (y sufragada al máximo resulta la eficacia técnica de la ética). Cabe dejar en suspenso el problema de la posibilidad de que en estas condiciones de solidez la ley sea transgredida, porque efectivamente se puede afirmar, como escribe Umberto Eco en su respuesta a Martini, que también actúan mal quienes creen disponer de unos cimientos absolutos de la ética; igualmente se puede decir que la transgresión de la verdad es posible porque esa transgresión es sólo una verdad aparente, o no se nos aparece en su verdad auténtica.

La solidez de la buena fe que no dispone de motivación alguna resulta, por el contrario, reforzada al mínimo, precisamente porque no es sufragada por ningún fundamento; sin embargo, no se puede descartar que logre ser más sólida que una buena fe que cree apoyarse en un fundamento absoluto. Entre estos dos extremos se sitúa la multitud de formas intermedias de la buena fe.

Hace tiempo que vengo diciendo que si la verdad no existe, es decir, si no existe un fundamento absoluto de la ética, también carece de verdad el rechazo de la violencia. Para quien está convencido de la inexistencia de la verdad y rechaza en buena fe la violencia, este rechazo es, precisamente, una simple cuestión de fe, y como tal se le aparece. Por el contrario, para quien está convencido de ver la verdad, y una verdad que implique el rechazo de la violencia, este rechazo no se aparece como simple fe, sino como sabiduría, al igual que sucede en la ética fundada sobre principios metafísico-teológicos de la tradición. Y, al no existir la verdad, ese rechazo de la violencia no es más que una fe, la cual, precisamente por ello, no puede poseer más verdad que la misma fe (más o menos buena) que, por el contrario, cree que debe perseguir la violencia y la devastación del hombre. Me da la impresión de que este razonamiento ha sido recogido en las recientes encíclicas de la Iglesia y de que en esta dirección apunta también el texto del cardenal Martini. Con la salvedad de que él considera, con la Iglesia, que todavía hoy puede existir un fundamento absoluto de la ética, «más allá de escepticismos y agnosticismos»; que todavía hoy puede existir «un verdadero y propio absoluto moral» y que, por lo tanto, se puede hablar todavía de verdad absoluta, en el sentido de la tradición filosófico-metafísico-teológica que para la Iglesia sigue definiendo la base de su propia doctrina.

Contra este presupuesto de la Iglesia y de toda la tradición occidental se alza la filosofía contemporánea, que, por otro lado, sólo a través de escasas rendijas toma consciencia de su propia fuerza invencible. Cuando se sabe captar su esencia profunda, el pensamiento contemporáneo no se nos aparece como escepticismo y agnosticismo ingenuo, sino como desarrollo radical e inevitable de la fe dominante que se halla en la base de toda la historia de Occidente: la fe en el devenir del ser. Sobre el fundamento de esta fe, el pensamiento contemporáneo es la consciencia de que no puede existir ninguna verdad distinta del devenir» o sea, del propio atropello de toda verdad. Por mi parte, invito a menudo a la Iglesia a no infravalorar la potencia del pensamiento contemporáneo del que, indudablemente, es necesario saber captar, por encima de sus propias formas explícitas, la esencia profunda y profundamente oculta, y sin embargo absolutamente invencible, respecto de cualquier forma de saber que se mantenga dentro de los límites de la fe en el devenir. Lo que se muestra en esta esencia es que la gran tradición de Occidente está destinada al ocaso y que, por lo tanto, resulta ilusoria la tentativa de salvar al hombre contemporáneo recurriendo a las formas de la tradición metafísico-religiosa. La tradición metafísica intenta demostrar que si por encima del devenir no existiera una verdad y un ser inmutable y eterno, se deduciría que la nada, de la que en el devenir provienen las cosas, se transformaría en un ser (es decir, en el ser que produce las cosas). De lo que se trata, en cambio (como he explicado en más de una ocasión), es de comprender que en la esencia profunda del pensamiento contemporáneo se asienta la identificación de la nada y del ser (la cual es a la vez cancelación del devenir, o sea, de la diferencia entre aquello que es y aquello que todavía no es o ha dejado ya de ser), que tiene lugar precisamente cuando se afirman ese ser y esa verdad inmutable en los que la tradición confía. Así pues, se intenta comprender que cualquier inmutable anticipa, convirtiéndolo por lo tanto en aparente e imposible, el devenir del ser, es decir, aquello que para Occidente es la evidencia suprema y supremamente innegable.

Pero si la muerte de la verdad y del Dios de la tradición occidental es inevitable, lo es también la muerte de todo fundamento absoluto de la ética, que sitúe la verdad como motivación de la buena fe. De este modo, cualquier ética no puede ser otra cosa que buena fe, o lo que es igual, solamente puede ser fe, y no puede aspirar a más verdad que cualquier otra buena fe. El desacuerdo entre las distintas fes sólo puede resolverse a través de un enfrentamiento en el cual el único sentido posible de la verdad es su capacidad práctica, como fe, de imponerse sobre las demás. Es un desacuerdo entre varias buenas fes (entre las que hay que contar también la buena fe de la violencia), ya que la mala fe es una contradicción (es decir, una no verdad que no puede ser aceptada ni siquiera por la fe en el devenir), en la que el estar convencido de algo distinto de lo que se hace obstaculiza y debilita la eficacia del hacer.

Las formas violentas del enfrentamiento práctico pueden ser aplazadas por la perpetuación del compromiso. Pero de esta manera el diálogo y el acuerdo son un equívoco, porque, si la verdad no existe, resulta sólo una conjetura la existencia de un terreno y de un contenido comunes, de una dimensión universal idéntica para las distintas fes en contraste (y que a su vez sea un inmutable, es decir, algo que hace imposible el devenir del mundo). Si es sólo una conjetura que tú hables mi idioma, nuestros acuerdos serán meros equívocos. Y el equívoco cela la violencia del enfrentamiento. La última frase de la respuesta de Eco a Martini —«Y en los conflictos de fe deben prevalecer la caridad y la prudencia»— es una aspiración subjetiva, una buena fe débil que puede afirmarse únicamente en la medida en que no obstaculiza a la buena (o mala) fe más potente. Que Eco se exprese de esa manera resulta por otro lado comprensible, porque él, demostrando que está todavía muy lejos de la esencia profunda del pensamiento contemporáneo, sostiene un punto de vista que vuelve a proponer la aspiración tradicional a un fundamento absoluto de la ética. De este modo y por encima de sus intenciones, también su razonamiento es solamente una fe, como el de Martini.

Pero no acaba ahí la simetría entre el texto de Martini y el de Eco. Martini propone una ética fundada sobre «principios metafísicos», «absolutos», «universalmente válidos»: «un verdadero y propio absoluto moral», basado sobre «claros fundamentos». Pero después considera que estos claros fundamentos son un «Misterio» (es decir, algo que por definición es lo oscuro); en otras palabras, quiere «un Misterio trascendente como fundamento de actuación moral». A su vez Eco propone una ética fundada sobre nociones «universales», «comunes a todas las culturas», fundada en otras palabras en ese hecho «natural», «cierto», indiscutible, que es el «repertorio instintivo» del hombre. Pero luego considera, a su vez, que el hecho de que el hombre, para sobrevivir, se construya un mundo de ilusiones y de modelos sublimes es algo tan «milagrosamente misterioso» como la encarnación de

Dios. Ambos interlocutores pretenden situar en la base de la ética un fundamento «claro» y «cierto», y por lo tanto, evidente, pero después afirman que tal fundamento es misterioso, es decir, oscuro. Podrán evitar la incoherencia, mostrando en qué sentido el fundamento es evidente y en cuál (distinto) misterioso. Pero la simetría continúa. (Esa incoherencia me parece que gravita en especial sobre el texto de Martini, pero resulta extraño que Eco —después de haber afirmado que el hombre, hijo del azar, inventa grandes ilusiones para sobrevivir— considere «milagrosa» esa capacidad de hacerse ilusiones, cuando, en cambio, la presencia de ésta significa sencillamente que la voluntad de vivir, presente en el hombre, posee un grado de intensidad capaz de forjarse ilusiones hasta ese extremo. Ya Leopardi explicaba que cuando tal intensidad decrece y las ilusiones desaparecen, el hombre se convierte en algo muerto.)

La simetría entre los dos discursos no se detiene ahí, porque ambos presentan como evidente un contenido que no lo es. Martini, según parece, aproxima peligrosamente los «principios metafísicos» a los principios religiosos de la ética. Santo Tomás de Aquino y la Iglesia son conscientes de su diversidad. Los primeros constituyen una verdad evidente de la razón y son absolutos porque son evidentes. Pertenecen a lo que los griegos llamaban episteme, Santo Tomás, scientia, Fichte y Hegel, Wissenschaft. Los segundos vienen dados, en cambio, por la revelación de Jesús, que se propone a sí misma como mensaje sobrenatural y excede a cualquier capacidad de la razón; su carácter absoluto es la certeza absoluta del acto de fe (fides qua creditur), que es fe en esa configuración del Absoluto que es el misterio trinitario (fides quae creditur). Si se afirma —como Hans Küng en un fragmento citado por Martini— que «la religión puede fundar de manera inequívoca porque la moral... debe vincular incondicional-mente... y, por lo tanto, universalmente», no se puede concebir el carácter inequívoco de la religión como verdad evidente de la razón. La religión funda «inequívocamente» el vínculo moral, en el sentido de que en ella la fe acepta los contenidos sobrenaturales de la revelación y su imposición como determinación de la moral. La fe es la certeza absoluta de cosas no evidentes {argumentum non ap-parentium), que representan un problema incluso desde el punto de vista de la «razón» tal y como es entendida por la Iglesia católica (aunque esta última evite reconocerlo y, con Santo Tomás, afirme la «armonía» de fe y razón). La fe es un fundamento problemático de la moral; como problemáticas son la incondicionalidad y la universalidad de la moral, en cuanto fundadas por la razón.

Pero también Eco sitúa como fundamento evidente de la ética algo que no lo es. «Persuadido de que en efecto existen nociones comunes a todas las culturas» (como las de lo alto y de lo bajo, de una derecha y una izquierda, de estar parados o del moverse, del percibir, recordar, gozar, sufrir...) —donde «persuadido de que en efecto existen» no es más que una manera de decir que su existencia es incontrovertible y evidente—, Eco sostiene que tales nociones son «la base para una ética» que ordena «respetar los derechos de la corporalidad ajena». Ahora bien, que tales nociones existan, y que la existencia del prójimo sea, como sostiene Eco, un ingrediente ineludible de nuestra vida, es una tesis de sentido común, pero no una verdad evidente, sino una conjetura, una interpretación de ese conjunto de acontecimientos que se denominan lenguajes y comportamientos humanos; es, por lo tanto, algo problemático. Estar «seguros» de la existencia del contenido de tal interpretación supone, pues, desde el principio, una fe. Una fe que Eco, como Martini, sitúa como evidencia. Y así como para la tradición existe una «ley natural» inmodificable, que el comportamiento del hombre debe tener en cuenta, del mismo modo para Eco hay en la base de la «ética laica» un «hecho natural» igualmente inmodificable, metafísico y teológico: el instinto natural. La filosofía contemporánea, sin embargo, en su forma más avanzada niega cualquier noción común y universal (y también por tanto la que está presente en el «no hagas a los demás lo que no quieras que se te haga a ti», a la que Eco se remite), puesto que el universal es también un inmutable que anticipa y hace vana esa innovación absoluta en que consiste el devenir. La buena fe de la ética contemporánea lleva al ocaso la buena fe que la tradición pretendía basar en la verdad del pensamiento filosófico o en la verdad a la que se remite la fe.

Pero por encima de las formas filosófico-religiosas de la buena fe, y legitimada, sin embargo, por la inevitabilidad de ese ocaso, se ha situado hace ya tiempo la ética de la ciencia y de la técnica, es decir, la buena fe constituida por la convicción de que lo que es necesario hacer, la tarea suprema que se ha de llevar a cabo, es el incremento indefinido de esa capacidad de realizar fines que el aparato científico-tecnológico planetario está convencido de poder impulsar más que cualquier otra fuerza, y que es hoy la condición suprema de la salvación del hombre en la Tierra. En la época de la muerte de la verdad, la ética de la técnica posee la capacidad práctica de conseguir que cualquier otra forma de fe quede subordinada a ella. Pero ¿cuál es el sentido de la técnica? Y ¿cómo es posible que la civilización del Occidente sea capaz de acabar con la violencia, si sitúa en su propio fundamento esa fe en el devenir que —al pensar las cosas como disponibles a su producción y violencia— constituye la raíz misma de la violencia?

(Febrero de 1996)

 

 

El bien no puede fundarse en un Dios homicida

 

Manlio Sgalambro

 

Los interrogantes que el cardenal Martini plantea en su última intervención, sobre los cuales se me ha pedido que me pronuncie, inducen a partir de una pregunta ulterior: ¿cómo aparece el bien entre los hombres? ¿Cómo es posible que sobre esta banda de canallas, de vez en cuando, con la rapidez del rayo, se abata algo, un acto bueno, un gesto de pena, y se retire con la misma rapidez? La maravilla ética nos inicia en la moral en un mundo en el que resulta más fácil que se cometa un delito. «¿Es que hacen falta pretextos para cometer un delito?», pregunta la princesa Borghese en Juliette. El inicio de la ética está íntimamente unido al estupor. El mal social es una bagatela frente al mal metafísico: un acto de bien contiene la más absoluta negación de Dios.

Refuta el orden del mundo, atenta contra la disposición que se pretende divina. El bien es la mayor tentativa de anular «el ser». Por ello no puede basarse en Dios, en algo que en todo caso ha dado origen a un mundo que se sostiene ontológica-mente sobre el mutuo carnage. Con el bien negamos, por lo tanto, a Dios; pero «el ser», es decir, Dios o el orden «metafíisico» del mundo, lleva siempre las de ganar. En consecuencia, ¿cómo puede basarse el bien en Dios? Recuerdo el juicio global de Spinoza sobre intelecto y voluntad en Dios, juicio que se puede expresar de esta manera: Dios no es inteligente ni bueno. Es un ser, un horrible ser, añadiría un espinoziano coherente. Le llamamos Dios sólo por su potencia. Sospecho de todas formas que hay otras muchas cosas silenciadas en la filosofía de Spinoza. Estimado señor, quisiera en cualquier caso hacerle notar todo el peso que la gran teología escolástica sufre por esta existencia. ¡Hacerle notar los miles de subterfugios con los que ésta cela su rabia! Las leyes de la exclusión de la impiedad son leyes complejas y practicadas en estado de sonambulismo, sin que por tanto nos demos cuenta de nada, como sucede cada vez que se lleva a cabo una infidelidad. La idea de Díos no debe ser, ésa es la cuestión, la idea que me formo de Dios, la idea que de Dios se forma el impío. Dios no debe existir. Quiero añadir que eso se deduce de la austeridad de la impiedad. Nosotros no podemos asociarnos con una naturaleza inferior. Creo estar seguro de la naturaleza inferior de Dios. La idea de Dios no supone una naturaleza divina. Estoy muy preocupado por la opinión corriente que se ha convertido en un nexo no escindible de ideas. Veo con amargura que la idea de Dios y la idea del bien se presentan enlazadas. Por lo menos cuando no nos vigilan. Se comparten en ese momento las peores astucias de un alma turbada. Naturalmente, usted no lo sabe, pero yo sostengo que el bien sólo puede pensarse, no hacerse. ¿Qué me diría si yo añadiera que, siendo «pensamiento», no puede «ser»? Añado además que para mí la impiedad es sed inexhausta de bien y me resulta indignante que ello se relacione con Dios, cuya idea, vuelvo a repetirlo, lo rechaza totalmente.

Al elegir a un hombre como prójimo, como hermano, se contesta al Absoluto que nos arroja juntos a la muerte. Porque para nosotros, los mortales, desear el bien de uno es desear que no muera.

Elegir a un hombre como prójimo es elegirlo para la vida. ¿Cómo puede fundarse este acto, por lo tanto, en un Dios «que nos llama a su lado»? Ille omicida erat ab initio14: en el principio ontológíco mismo se contiene nuestra muerte. El acto del bien, en el momento en que elige a «otro» como prójimo, le dice: tú no debes morir. El resto es una subespecie de lo útil. En el bien hay aflicción y dolor por el hecho de la muerte. El bien es una lucha contra la mortalidad del otro, contra «el ser» que lo absorbe y lo mata (o según las terribles y amenazadoras palabras que en un tratado del maestro Eckhart describen así el acto en el que nos «unimos» a Dios: «Uno con Uno, uno del Uno, uno en el Uno y, en el Uno, eternamente uno»). Entendido de este modo, el bien es impracticable y es únicamente «pensamiento». ¿Cómo se puede, por otro lado, sostener una visión que no sea la de la impracticabilidad del bien? Desear el bien de los demás es desear que no mueran, eso es todo. (¿Cómo se puede conciliar, repito, la idea del bien con Dios, que es la muerte misma? Creo, por el contrario, que la idea de Dios y la idea de la muerte se asocian de tal manera que podemos usar tanto un nombre como el otro.) El resto es Justiz und Polizei.

(Febrero de 1996)

 

Para actuar moralmente, confiemos en nuestro instinto

 

Eugenio Scalfari

 

El cardenal Martini no es únicamente un pastor de almas que opera en una de las más importantes diócesis italianas; es además un padre jesuíta de gran cultura, un intelectual militante, con ese espíritu misionero que supone una especie de marca genética de la compañía a la que pertenece.

Los padres jesuitas nacieron como misioneros, y no sólo para convertir a la fe a lejanas etnias educadas en otras civilizaciones y en otras religiones, sino también para contener en la cristianísima Europa el terremoto luterano y la todavía más devastadora difusión de la nueva ciencia y de la nueva filosofía.

Los tiempos, desde entonces, han cambiado bastante; baste pensar que la compañía, después de haber representado durante algunos siglos, el ala derecha —si es que puede llamarse así— de la Iglesia romana, en estos últimos años se ha situado a menudo al borde de la heterodoxia, compartiendo con ésta, sí no tesis teológicas, sí al menos comportamientos sociales y hasta objetivos políticos.

Quisiera decir que los jesuítas de nuestros días han privilegiado su deseo de conocer a los Demás sobre la misión de convertirlos, actitud de gran interés para un laico que sea capaz de manifestar la misma disponibilidad para el conocimiento y el diálogo.

El intercambio de cartas entre Martini y Umberto Eco nos proporciona un ejemplo insigne de esta recíproca apertura, y en tal sentido resulta muy valioso. Me pregunto si este punto de partida puede servir de base para contribuir a una nueva fundación de valores. El cardenal así lo espera, pero —si he entendido bien sus palabras— vincula el resultado al redescubrimiento del Absoluto como única fuente posible de la ley moral.

Pues bien, tal posición es preliminar. Si sobre ella no se logra proyectar claridad, resultará enormemente difícil que laicos y católicos lleven a cabo juntos el replanteamiento de nuevos valores capaces de suscitar comportamientos tendentes al bien común, a la búsqueda de lo justo y, en resumidas cuentas, a una ética apropiada para las necesidades y las esperanzas de los hombres del siglo XXI.

Los padres de la Iglesia, pese a dar a la gracia un peso decisivo para la salvación de las almas, no renunciaron nunca a recorrer, aunque no fuera más que de manera subsidiaria, el camino que, con el único auxilio de la razón, debería llevar al hombre a conocer y a reconocer al Dios trascendente.

Durante un milenio entero esta tentativa estuvo unida a las tesis de la Causa Primera, del Primer Motor. Pero con el tiempo los intelectuales más finos comprendieron que aquella tesis había perdido ya toda su fuerza de persuasión, a medida que la ciencia iba destronando al hombre y, con él, a su creador.

En el momento mismo en el que la necesidad y el azar sustituían a la causalidad y al destino, la pretensión de remontarse mediante la razón desde el efecto final hasta la Causa Primera resultaba insostenible y, de hecho, ninguna mente madura recurre hoy a semejantes argumentos.

No por esto se ha atenuado la vocación misionera; solamente ha cambiado de terreno. Si los padres de la Iglesia habían acoplado la búsqueda del Absoluto a las relaciones entre lo creado y el creador, sus epígonos modernos han vuelto a proponer el Absoluto como el único fundamento posible del sentimiento moral. Puesto que el hombre no está dominado únicamente por su propio egoísmo, sino también por el anhelo de la virtud, del conocimiento, del bien y de la justicia, y dado que estos sentimientos son en buena medida conflictivos respecto al mero amor de sí, he aquí la preciosa inducción por medio de la cual el conocimiento y el amor por los Demás se hacen derivar de ese Dios trascendente que no se sostiene ya en su representación como gran artífice del universo. No ya, pues, Primer Motor, sino fuente de mandamientos y de valores morales: ésta es la moderna representación que los católicos dan del Dios trascendente a las puertas del tercer milenio.

En otras palabras, el Dios trascendente ha dejado de ser en el imaginario católico la potencia ordenadora del caos universal de la que hablan los primeros capítulos del Génesis, para adaptarse a la medida humana como fuente de verdad, bondad y justicia. Los animales, las plantas, las rocas, las galaxias, la naturaleza, en resumen, se aparta del dominio de lo divino, y al mismo tiempo se aleja de él la imagen apocalíptica del Dios de las batallas, de las tentaciones y de los castigos terribles y cósmicos. Verdad, bondad, justicia, pero, sobre todo, amor: ésta es la representación cristiana que emerge de la cultura católica más informada y más avanzada a la puertas del siglo XXI.

Una especie, pues, de humanismo católico que consiente el encuentro con otras culturas, religiosas o no, que custodian bien viva la llama de la moralidad.

Esta evolución de la cultura católica desde la metafísica hasta la ética no puede dejar de ser acogida por los laicos como un acontecimiento extremadamente positivo. Por otro lado, desde hace tiempo la filosofía está registrando de nuevo, tras un largo paréntesis de declive, un fervor de estudios precisamente en el campo de la moralidad, mientras que, por su parte, la ciencia se plantea hoy problemas que tiempo atrás eran competencia exclusiva de las especulaciones de los filósofos. Cuando la reflexión modifica su óptica y sus objetivos, ello sucede siempre por la presión de las necesidades de los hombres, los cuales evidentemente están hoy en día más concentrados en los problemas de la convivencia que en los de la trascendencia.

Llegados a este punto se me podría objetar —si mis observaciones fueran compartidas— en virtud de qué razones recojo aquí el tema del Absoluto para negar que este concepto sea utilizable como fundamento de la moral. ¿Por qué no dejar que cada uno resuelva a su gusto los problemas de naturaleza metafísica y que, por tanto, no influyen en los comportamientos y en las motivaciones que los determinan?

Puedo responder que el tema del Absoluto ha sido propuesto por Martini y es, pues, obligado responderle, por un lado, y, por otro, que no se trata de un tema sin ninguna influencia en el problema que se está debatiendo. El cardenal plantea en efecto una cuestión a la que me parece que Eco no ha llegado a responder completamente, a saber; si la moral no está anclada en los mandamientos que se derivan de un Absoluto, será friable, será relativa, será variable, será, en fin —o podrá ser— una no moral, o incluso una antimoral.

¿Es que acaso no corresponde al pensamiento ateo la responsabilidad de haber relativizado la moral y, por tanto, de haber allanado el camino a su destrucción, a la disolución de todos los valores y, en fin, al extravío que actualmente nos circunda? ¿No es verdad que es necesario retornar del Absoluto si queremos refundar esos valores y salir del reino del egoísmo en el que nos hemos hundido?

Así parece razonar el cardenal Martini. Y sobre este asunto habrá que darle una respuesta. La reclama y tiene derecho a obtenerla.

El cardenal piensa —y no podría ser de otra manera, aunque no fuera más que por los hábitos que viste— que la moral tiene su sede en el alma y en la dulce debilidad del cuerpo su permanente tentación. El cardenal, en consecuencia, anuda todo su razonamiento a la separación entre el cuerpo y el alma, estando esta última formada a imagen y semejanza del creador y a él vinculada por una tupida red de correspondencias, la primera de las cuales es la posibilidad de la gracia y, junto a ella, o tal vez incluso independientemente de ella, la inspiración directa del bien, perennemente asediado, pero perennemente vencedor.

Esta creencia en el alma no es discutible, puesto que es axiomática para quien la posee. Por lo demás, como es sabido, la prueba negativa es imposible. Además, ¿por qué razón deben empeñarse los ateos en poner en discusión sin provecho alguno los baluartes que el creyente ha levantado en defensa de sus ultraterrenas creencias?

A través de la comunicación entre el alma y el Dios que la ha creado, el hombre ha recibido el hálito moral, pero no sólo eso: también ha recibido las normas, los preceptos, las leyes que se traducen en comportamientos, con los consiguientes premios para quien los obedece y los correspondientes castigos, a veces leves, a veces terribles y eternos, para quien no lo hace.

Naturalmente, normas y preceptos pueden ser interpretados y por lo tanto relativizados según los tiempos y los lugares; a menudo los castigos celestes han sido anulados por la clemencia y las indulgencias sacerdotales; otras veces, en cambio, anticipados por el brazo secular mediante procesos, prisiones y hogueras.

La historia de la Iglesia, junto a infinitos actos de ejemplaridad y de bondad, está íntimamente entretejida de la violencia de los clérigos y de las instituciones regidas por ellos. Se dirá que todas las instituciones humanas y los hombres que las administran —por muy ministros de Dios que sean— son falibles y es verdad. Pero aquí se está discutiendo otra cuestión, más importante, a saber: no hay conexión con el Absoluto que haya podido impedir la relativización de la moral. Quemar a una bruja o a un hereje no fue considerado un pecado, y mucho menos un crimen, durante casi la mitad de la historia milenaria del catolicismo; por el contrario, crueldades como éstas, que violaban la esencia de una religión que había sido fundada sobre el amor, eran llevadas a cabo en nombre y como tutela de esa misma religión y de la moral que de ella intrínsecamente habría debido formar parte. Lo repito: no pretendo desenterrar errores y hasta crímenes que hoy —pero sólo hoy— la Iglesia ha admitido y repudiado; simplemente estoy afirmando que la moral cristiana, unida, eminentísimo cardenal Martini, al Absoluto emanado por el Dios trascendente, no ha impedido de ninguna manera una interpretación relativa de esa misma moral. Jesús impidió que la adúltera fuera lapidada y sobre ello edificó una moral basada en el amor, pero la Iglesia por él fundada, pese a no renegar de aquella moral, extrajo de ella interpretaciones que condujeron a auténticas matanzas y a una cadena de delitos contra el amor. Y ello no en algunos casos esporádicos, o por algunos trágicos errores individuales, sino sobre la base de una concepción que guió los comportamientos de la Iglesia durante casi un milenio. Concluyo con este punto: no existe conexión con eí Absoluto, sea lo que sea aquello que se entiende con esta palabra, que evite los cambios de la moral según los tiempos, los lugares y los contextos históricos en los que las vicisitudes humanas se desarrollan.

¿Cuál es entonces el fundamento de la moral en el que todos, creyentes y no creyentes, podemos reconocernos?

Personalmente sostengo que reside en la pertenencia biológica de los hombres a una especie. Sostengo que en la persona se enfrentan y conviven dos instintos esenciales, el de la supervivencia del individuo y el de la supervivencia de la especie. El primero da lugar al egoísmo, necesario y positivo siempre que no supere ciertos límites a partir de los cuales se vuelve devastador para la sociedad; el segundo da lugar el sentimiento de la moralidad, es decir, la necesidad de hacerse cargo del sufrimiento ajeno y del bien común.

Cada individuo elabora con su propia inteligencia y su propia mente estos dos instintos profundos y biológicos. Las normas de la moral cambian y deben cambiar, puesto que cambia la realidad a la que se aplican. Pero en un aspecto son inmutables por definición: esas normas, esos comportamientos pueden ser definidos como morales siempre que superen de alguna forma el horizonte individual y obren en favor del bien del prójimo.

Este bien será siempre el fruto de una elaboración autónoma y, como tal, relativa, pero ésta no podrá prescindir nunca de la comprensión y del amor hacia los demás, puesto que éste es el instinto biológico que se halla en la base del comportamiento moral.

Personalmente desconfío de ese Absoluto que dicta mandamientos heterónimos y produce instituciones llamadas a administrarlos, a sacralizarlos y a interpretarlos. La historia, cardenal Martini, incluyendo la de la Compañía religiosa a la que usted pertenece, me autoriza o, mejor dicho, me incita a desconfiar.

Por ello, dejemos a un lado metafísicas y trascendencias si queremos reconstruir juntos una moral perdida; reconozcamos juntos el valor moral del bien común y de la caridad en el sentido más alto del término; practiquémoslo hasta el final, no para merecer premios o escapar a castigos, sino, sencillamente, para seguir el instinto que proviene de nuestra común raíz humana y del común código genético que está inscrito en cada uno de nosotros.

(Febrero de 1996)

 

De la falta de fe como injusticia

 

Indro Montanelli

 

Agradezco a los amigos de la revista Liberal la invitación para intervenir en este debate entre el cardenal Martini y Umberto Eco, aunque mi agradecimiento sea algo titubeante. No tanto por lo que se refiere al laico Eco, con quien comparto al menos un lenguaje, sino porque afrontar temas como éstos con un hombre de iglesia de la talla de Martini me provoca, en cierto modo, escalofríos. En cualquier caso, he aquí, con toda humildad, mis opiniones al respecto.

Nada que objetar a la argumentación del cardenal, que me parece la siguiente: quienes creen poder reducir la religión a un credo moral sin fundamento en un valor trascendente no pueden resolver su problema existencial, porque la Moral no posee en sí nada de Absoluto, siendo las reglas que ella dicta siempre relativas, en cuanto proclives a adaptarse a los cambios que se producen, en el tiempo y en el espacio, en las costumbres de los hombres.

¿Cómo negarlo? Yo mismo que, en mi humildísimo caso, y sin ninguna pretensión de conseguirlo, busco en el estoicismo un modelo de comportamiento, debo reconocer su relatividad y, en consecuencia, su insuficiencia; éstas fueron también patente de corso para su mismo maestro, Séneca, y le indujeron a comportarse en su vida de manera notablemente distinta de sus predicaciones, a las que se adecuó únicamente en la muerte. Naturalmente, sus contravenciones a su propio credo moral se debieron al hecho de que ese credo no tuvo el sostén de un valor trascendente que lo hiciera absoluto, imprescriptible e inevitable.

Quién puede negar que por un mero código de comportamiento, aunque hubiera sido el más elevado, nadie habría tenido la fuerza ni el coraje para subir a la cruz, y sin ese acto el cristianismo se habría reducido a una pura y simple «academia» de entre las muchas que pululaban en Palestina, destinadas solamente a acumular polvo en los sótanos de alguna sinagoga de Jerusalén. Yo también sé, Eminencia, que, ante ustedes los creyentes, armados de fe en algo que les trasciende, es decir, en Dios, nosotros, los que buscamos esta fe sin conseguir hallarla, no somos más que unos minusválidos. Minusválidos que no tendrán jamás la fuerza de convertirse en los demás hasta entregar su propia vida a cambio de la otra, y quizá ni siquiera de resistir a las lisonjas de un Nerón cualquiera. Pero, ¿es suficiente? (y es ésta la objeción que me atrevo a plantear al cardenal, siempre, repito, con toda humildad), ¿basta con la conciencia de tal minusvalía para dar la fe? ¿O hace falta algo más?

Sé perfectamente que así desembocamos en un problema, como es el de la Gracia, sobre el que, como es obvio, no puedo medirme con el cardenal Martini. Pero espero que esté de acuerdo conmigo en que este problema no turba únicamente a los pobres desproveídos como yo, sino que sigue siendo causa de división, no sólo para el mundo cristiano, sino también, en el fondo, para el católico. Porque los primeros en afirmar que la fe es una iluminación concedida por un gracioso don del Señor a aquellos que, en su inextricable juicio, él destina a la salvación no fueron Lutero ni Calvino; fueron los dos mayores padres fundadores de la Iglesia, Pablo y Agustín, si es que he interpretado bien algunos de sus pasajes, leídos por mí sólo en una vulgata y sin ayuda de teología alguna, por desgracia.

Lo confieso, yo no he vivido, y no vivo la falta de fe con la desesperación de un Guerriero, de un Prezzolini, de un Giorgio Levi della Vida (limitándome a las tribulaciones de mis contemporáneos, de las que puedo prestar testimonio). Sin embargo, siempre la he sentido y la siento como una profunda injusticia que priva a mi vida, ahora que ha llegado al momento de rendir cuentas, de cualquier sentido. Si mi destino es cerrar los ojos sin haber sabido de dónde vengo, a dónde voy y qué he venido a hacer aquí, más me valía no haberlos abierto nunca. Espero que el cardenal Martini no tome esta confesión mía por una impertinencia. Al menos en mí propósito, no es más que la declaración de un fracaso.

(Febrero de 1996)

 

Cómo vivo en el mundo, éste

es mi fundamento

 

Vittorio Foa

 

No estoy del todo convencido de que un careo entre creyentes y no creyentes sea un camino útil para indagar en el fundamento último de la ética. Para empezar, quienes creen ¿están en el fondo tan convencidos de creer?, y los no creyentes (hablo por experiencia propia), ¿están tan seguros de no creer? Siempre he pensado que un creyente, aunque lo sea, no deja nunca de buscar. Los confines son inciertos.

Si un creyente exige a un no creyente que justifique sus creencias éticas sin exigirse a sí mismo justificar la relación entre su fe y sus propias certezas, corre el riesgo de pasar por encima de toda la historia de la humanidad y de imponer, prejudicialmente, una jerarquía que puede hacer vano el propio careo. Se pide al no creyente: ¡dime en qué cree quien no cree! Con un pequeño juego de palabras se da por supuesto que el único modo de creer es el de quien hace la pregunta; así, el problema queda resuelto antes de empezar, no hacen falta justificaciones.

Ademas de la inutilidad, hay un segundo riesgo que es especular respecto al primero. Si la fe en un Dios personal consiente «decidir con certeza en cada caso concreto qué es altruismo y qué no lo es» o, aún más, consiente «decir que ciertas acciones no se pueden realizar de ningún modo, bajo ningún concepto, y que otras se deben realizar, cueste lo que cueste» (Martini), el creyente que sabe lo que es verdad y lo que es justo tiene no sólo el derecho, sino el deber, de lograr que los demás se adecúen a la verdad y la justicia. De este modo se desata la confusión entre la letra y el Espíritu, entre el Libro y la ética. En el integrismo la experiencia religiosa se disuelve. El integrismo se encuentra también entre los no creyentes. El careo no es entre creyentes y no creyentes, sino sobre el modo de creer y el modo de no creer.

Hace falta algo más que la fe religiosa o que un refinado humanismo o racionalismo. Yo no consigo hablar de ética si no contemplo el mal y no me introduzco en él. Estoy pensando en el odio étnico. Le he mirado a los ojos, bajo distintas formas, durante casi todo este siglo. Comenzaba el siglo con el nacionalismo de los Estados, los sufrimientos y la muerte de nueve millones de hombres jóvenes. Aquel nacionalismo no había llovido del cielo, no era una fatalidad. Había nacido de las transformaciones, yo diría incluso del vuelco, de ciertas experiencias civiles, del sentimiento nacional como sentir común de una comunidad, de querer ser como los demás, con los demás. El vuelco había supuesto la negación de los otros, una voluntad de muerte. Las leyes de la historia inventadas para justificar aquella masacre eran todas falsas. En cualquier momento de aquel proceso hubiera sido posible intentar detenerlo. La identidad de una comunidad, como la de un individuo, nace por diferencia. El nudo de la ética se encuentra en esa diferencia: ¿es negación de los demás o es por el contrario convivencia y búsqueda común? Aquel odio no era fatal, era una construcción humana, las cosas hubieran podido ser distintas.

A finales de siglo, a un tiro de piedra de nosotros, he aquí de nuevo la guerra étnica, así como el horror de su limpieza. Es, una vez más, una construcción humana, no una catástrofe natural. ¿Qué problemas nos ha planteado? Lamentar los males humanos está bien, pero no basta. Rezar está bien, pero no basta. Ayudar, atenuar los sufrimientos, como ha hecho admirablemente el voluntariado católico, está bien, pero no basta. El problema estriba en comprender quiénes son los agresores y los agredidos, los verdugos y las víctimas; las víctimas deben ser reconocidas como tales y, si es posible, hay que arrebatar las armas de las manos de los verdugos.

La prédica del altruismo como primacía de los demás acaba por resultar fastidiosa e inútil. La fuente del mal reside en el modo de comportarse de la propia conciencia, en el modo de organizamos a nosotros mismos y de construir nuestra relación con el mundo. Existe una difusa tentación, verdadera fuga de la realidad, de negar la comunidad (o el individuo) con su egoísmo, de rechazar la identidad por diferencia. Al contrario, debemos partir precisamente de ahí. No puedo llegar al amor por los demás si no parto de un examen de mí mismo. Resulta verosímil que nos hallamos ante el inicio de grandes movimientos migratorios en el mundo, y en Italia no estamos culturalmente preparados para estos acontecimientos. Las raíces del odio (y del racismo que se le propone como modelo) son profundas; lo que en determinado momento se nos presenta como ineluctable es sólo el producto de todas las irresponsabilidades que lo han precedido, de la manera en la que nos hemos enfrentado a la intolerancia, a la inseguridad cada vez más extendida. Seguimos prometiendo seguridad en vez de buscar la manera de vivir la inseguridad en el respeto recíproco sin la ansiedad de la autodefensa.

De manera análoga, la cuestión ética se plantea para todos los aspectos del desequilibrio que ha ido creciendo entre el progreso técnico con su capacidad destructiva y autodestructiva y el grado de responsabilidad personal. Yo respeto profundamente a quien extrae sus certezas éticas de la fe en un Dios personal o de un imperativo trascendente. Quisiera pedir un poco de respeto, un poco menos de suficiencia, hacia quien labra sus certezas no en la frágil convicción de haber obrado bien, sino en la manera mediante la que encara la relación entre su vida y la del mundo.

(Febrero de 1996)

 

 

El credo laico del humanismo cristiano

 

Claudio Martelli

 

Se habla habitualmente de laicos y de católicos, de creyentes y de no creyentes, como si se tratara de entidades siempre separadas y opuestas, como de naciones o etnias culturalmente dispares y, cada una respecto a la otra, ajena, extranjera e intolerante. Sólo después, en ocasiones y con bastante fatiga, se busca el diálogo. Me permito señalar que las cosas no deberían ser así y, por fortuna, a veces no lo han sido y no lo son. Por lo menos entre la mayoría de los hombres y las mujeres de Occidente.

Para conquistar un punto de vista distinto debemos suponer que lo que separa a laicos y a católicos, a creyentes y a no creyentes —por lo general y para la mayor parte de los hombres, al menos en Occidente—, no es una distinción abismal sino una frontera móvil, no sólo entre nosotros y los demás, sino, lo que es más importante, dentro de nosotros.

El punto de vista que sugiero es que la conciencia moderna ha sido forjada como unidad personal para millones de seres humanos, al mismo tiempo por el cristianismo y el pensamiento ilustrado. No sé si ha sido obra de la astucia de la razón o de la fuerza de las circunstancias, pero lo que veo en general son individuos en los que, con mayor o menor grado de consciencia, se mezclan educación cristiana y educación ilustrada, dando vida a ese organismo que denominamos laicismo, a esa identidad que denominamos laica.

Términos a los que hay que restituir el significado originario de una fe en los límites de la razón, de la razón difundida entre el pueblo, del sentido común que, como decía Descartes, está tan repartido que todos los hombres creen haberlo recibido como dote.

Cuando, por la parte laica, se presentan las propias credenciales y se alude a los propios orígenes, por lo general se hace referencia a la ilustración.

Pero la ilustración no es algo extraño respecto al cristianismo. Con las debidas excepciones —el escepticismo de David Hume o el materialismo mecanicista de Holbach y de Helvetius—, la ilustración está dentro de la milenaria evolución del cristianismo y no es ajena a éste, ni a sus mutables relaciones con el poder, consigo mismo, con la sociedad, con las costumbres y con las ciencias.

Al igual que la Reforma protestante, la ilustración se remite al cristiano individual contra la Iglesia católica y las sectas reformadas. A diferencia de la Reforma, no predica un cristianismo puro contra otro impuro, sino un cristianismo universal fundado en el sentido común.

La Ilustración —Reforma aplazada— acelera y disloca la racionalización del cristianismo, laiciza y seculariza el mensaje cristiano, pero sólo hasta el límite del teísmo. El blanco de los ilustrados es la ignorancia, porque la ignorancia, especialmente en el poder, es una fábrica de problemas, una amenaza permanente para la humanidad. Los ilustrados persiguen un objetivo político con las armas de la crítica intelectual: cierto grado de libertad mayor, de mayor tolerancia de las opiniones y de los derechos de todos, reformas económicas y jurídicas, escrúpulos, eficiencia, justicia. «¡Dejaos guiar por los philosophes

Nunca antes se había visto que escritores, científicos, poetas, historiadores, políticos y matemáticos tomaran de la mano a su propio tiempo y, con la blanda violencia de la razón, lo hicieran progresar con el sencillo procedimiento de ir arrojando lastre.

La ilustración no es una ruptura con el ethos15 cristiano: es una tentativa de purificarlo del absurdo y del fanatismo. Ni siquiera la revolución, por lo menos al principio y antes de las tropelías y de los embrollos de los jacobinos, del terror y de la decapitación del rey y de la reina, es hostil al cristianismo.

La Ilustración de Bayle y Voltaire, de Rousseau y Kant, de Newton y Laplace es, aunque de modo crítico y desencantado, cristiana; heterodoxa, ecuménica, tolerante, pero cristiana; y si bien no todos son creyentes en un Dios personal, prevalece un convencido y declarado teísmo.

La conciencia laica y sus declinaciones —el respeto a los demás, la inviolabilidad de los derechos de la persona, la libertad de la ciencia, la sufrida aceptación del pluralismo religioso y político, de la democracia política y del mercado económico—, todo ello nace dentro y no fuera del cristianismo, dentro y no fuera de la historia del Dios de Occidente.

Las tribulaciones de Galileo no eran falsas: ello nos hace suponer que Galileo, además de pensar seriamente, también creía seriamente. Y como Galileo, ¿cuántos más?; y nosotros, los que afirmamos no creer, ¿es que no creemos a nuestra vez en algo?

Aunque sean valores puramente racionales, exigimos sin embargo que sean profesados y practicados: de la obligatoriedad de la escolarización a la asistencia sanitaria, pasando por la necesidad del respeto a las leyes, a los valores y a todos los infinitos reglamentos, contratos, términos y plazos de nuestra existencia cotidiana, incluyendo —todavía hay quien cree en ello— la obligación moral, si no penal, de votar en todas las elecciones.

Eso también es creer: creer en las ciencias, en la medicina, en la carrera, en los colegios profesionales, en los jueces, en la policía, en las compañías de seguros: la vida del hombre contemporáneo es un continuo acto de fe laico en cosas a veces mucho más abstrusas, absurdas e irrisorias de las que se declaran en premisas fundadas en el misterio.

Con todo, en principio me cuesta aceptar que sea mejor guía para el comportamiento moral una enseñanza y unos preceptos basados en un misterio trascendente. Como buen ilustrado cristiano, por detrás de los valores vislumbro los poderes. No tengo nada en contra de los misterios. Me infunden temor las revelaciones. La repentina aparición y ofrecimiento de una necesidad, de un descubrimiento, de un aspecto nuevo de la sociedad, de la ciencia, del arte, de la cultura; y la igualmente brusca manifestación de la represión, de la censura agresiva de los comportamientos deformes o conformes a una norma que se sostiene por sí misma gracias a su fuerza, que es verdadera y límpida en su evidencia y en su autonomía.

El cristianismo es un gran humanismo, tal vez el más grande, el único que, por encima de héroes y semidioses, de inmortalidades, de reencarnadores y de inmóviles teocracias ha concebido el Dios que se hace hombre y el hombre que se hace Dios, y en su nombre ha evangelizado el Occidente, y el Occidente cristiano ha liberado al hombre.

En épocas y en momentos distintos, los cristianos han sido tanto perseguidos como perseguidores, y el cristianismo ha inspirado la voluntad de poder de un pueblo, de un clero, de un hombre, así como los derechos de la persona, de las gentes, y su liberación de dominios injustos.

Pensar en discutir con el cristianismo como si fuera una compacta y coherente ideología, o peor, argumentar en un juicio como si se tratara de enfrentarse con un despacho legal asociado es una estupidez. Reducir a fábula, a prejuicio, a superstición, a puro poder el más grande, el más duradero, el más subyugante de los humanismos forjados por el hombre es grotesco furor.

El mito cristiano se extiende desde el extremo de un teísmo personalista y de una fe tan laicizada que pretende medirse sólo con sus propias obras, hasta las antípodas de la santidad radical y del torvo poder temporal. Su ethos profundo, incoercible, ha sido interpretado como ratto16 y como absurdum17, como mística y como lógica, como libertad y como prisión, como sentido de la vida y como sentido de la muerte, pero, en definitiva, el ethos cristiano es amor.

Sólo los jesuitas, con su psicoanálisis del poder, olvidan y tienden a ofuscar este punto, todos los demás lo saben: la ética cristiana es amor. Y el amor del que habla el cristianismo no es una deducción lógica, sino una intuición del corazón: a fin de cuentas, no pretende ser demostrado y desatendido, mejor sería malinterpretado en su doctrina pero testimoniado en sus hechos.

Es este cristianismo esencial, este cristianismo como amor, este cristianismo del sentido común, el nuevo mito racional elaborado por los philosophes, impugnado por los ilustrados contra el cristianismo como poder, como superstición, como alquimia sofística, idólatra y violenta blandida de modo horrendo contra otros cristianos reos de no pensar del mismo modo acerca del Papa o sobre la Virgen, acerca de los santos y sobre la confesión. Ese cristianismo degenerado —no solamente el de la Roma o el París papistas, sino también el de la Ginebra intolerante de Calvino— es también la causa del ateísmo. Para Voltaire son «las inconcebibles estupideces» del cristianismo escolástico pseudocientífico, clerical y temporal, sus privilegios, sus abusos y sus fraudes los que sacuden no sólo nuestra honestidad intelectual, sino también nuestra fe cristiana.

En ese momento «las mentes débiles y temerarias» llegan «a negar el Dios que esos maestros deshonran». De distinta manera se comportan los espíritus firmes y sabios, los cuales comprenden que Dios nada tiene que ver con ello, sino que es culpa de «esos maestros nuestros que atribuyen a Dios sus propios absurdos y sus propios furores».

Para concluir a lo grande citándose a sí mismo: «Un catequista anuncia a Dios a los niños, Newton se lo demuestra a los sabios.» (Voltaire, Diccionario filosófico, voz «Ateo, ateísmo».)

¿Y qué decir del otro padre fundador y campeón infatigable del laicismo?, ¿qué decir de Kant, que predicaba y predecía la paz perpetua y el gobierno universal, y que veía en el hombre hasta tres mentes, una especulativa, una práctica y una estética? Agotado por el esfuerzo gigantesco y minucioso de emancipar en línea de principio, a la alemana, la investigación científica de las visiones metafísicas, se apresura a someter a la apenas liberada ciencia pura (aunque atención, teorética, que no tecnológica) a un nuevo amo: la razón moral. Esta segunda, mejor dicho, primera madre de nuestras posibilidades, nos comunica en determinado momento de nuestro desarrollo que si queremos —como podemos y debemos— seguir una conducta moral, uniformarnos respecto a un criterio moral estable e incondicional, no podemos dejar de aceptar como postulados («proposición teorética como tal no demostrable en cuanto se adhiere inseparablemente a una ley práctica que tiene un valor incondicional a priori») la inmortalidad del alma y la existencia de Dios (Kant, Crítica de la razón pura).

La grandeza de Kant, a nivel ético, reside precisamente en esta laicización híbrida, en este heroísmo de la conciliación racional con la esencia del cristianismo. Un cristianismo redefinido como esperanza de futuro y beatitud que se desarrolla a través del perfeccionamiento infinito del espíritu humano, el cual tiene en la existencia de Dios como supremo bien su garante.

En Voltaire menos, en Kant algo más, el laicismo muestra la huella de la ilustración cristiana que absorbe fatigosamente la escisión latente en el hombre occidental.

No ocurre lo mismo en el laicismo de Marx, de Nietzsche o de Freud, antes y después de las grandes revoluciones de la ciencia, la economía y los pueblos.

Con ellos, y no sólo con ellos, el laicismo sale de la dimensión de la ilustración cristiana, del credo que se disuelve en la cultura y en el sentido común que se eleva a credo, y que hacía que Goethe, pagano e ilustrado, reconociera el mérito fundamental del cristianismo en su capacidad de conciliarnos con el dolor, de justificar y absorber el dolor, los dolores de la vida y los de la muerte.

«Después de eso —nos decían los mayores cuando éramos pequeños— el mundo ya no ha sido el mismo.» ¿Después de cuándo? ¿Después de la Revolución Francesa? ¿Después del telégrafo? ¿Después de Marx? ¿Después de Darwin? ¿Después de Nietzs-che? ¿Después de Freud y Einstein, después del comunismo y el nazismo? ¿Después de las explosiones nucleares y del mundo partido por la mitad? En resumidas cuentas, ¿después de la modernidad tal y como la hemos conocido en estos dos siglos de fines del milenio? O dentro de esa modernidad nueva que nos ha llegado por último, que nos atrae y nos sobrepasa y que, mientras busca una unidad más profunda a medida de la exigencia de unidad en el mundo, multiplica análisis y preceptos éticos, los cataloga y los exhibe en un supermercado moral virtual de religiones, esoterismos, doctrinas salutíferas, legalidades, psicoterapias y psicofármacos.

En la carta de Martini se entrelazan dos planos: uno es el de la teoría ética que proporciona la justificación para las acciones; el otro es el de los comportamientos prácticos que se derivan de la aplicación de la teoría. Por lo que se refiere al primer nivel, es cierto que muchas éticas religiosas tienen en común el remitirse a un «misterio trascendente como fundamento de actuación moral», y que de ello hacen derivar la idea de que la norma moral posee un valor absoluto. Por otra parte, no es cierto que la idea del vínculo incondicional que la norma moral ejerce sobre nosotros es característica de la ética religiosa, puesto que la ética kantiana (los imperativos) y, más en general, las éticas naturalistas (por ejemplo, los derechos naturales de las personas) afirman igualmente la no negociabilidad de los preceptos morales. Desde el punto de vista de la derivación de principios absolutos, la discriminación no se produce entre presencia o ausencia de un elemento trascendente en la propuesta ética, sino, con mayor precisión, entre una ética producto y proyecto del hombre y una ética derivada, independiente del hombre e inscrita en la naturaleza de las cosas o en el diseño divino.

Que ésta es la distinción esencial se deduce de la observación del segundo nivel, el de los comportamientos prácticos que descienden de las normas morales. Las éticas que hacen derivar sus preceptos del misterio de la trascendencia son bastante distintas entre sí. Lo que está claro es que no son típicos de esta clase de éticas en cuanto tales «el altruismo, la sinceridad, la justicia, el respeto por los demás, el perdón de los enemigos». Nuestra época conoce por experiencia directa la falta de respeto hacia los demás propia de los llamados integrismos, que a menudo se remiten abiertamente a una religión trascendente cualquiera; tampoco «el perdón de los enemigos» es enseñado y practicado por todas las religiones. Es cierto que el cristianismo ha acabado por sostener y practicar estas enseñanzas evangélicas en época contemporánea, pero no es menos cierto que ello no está inscrito en su código genético, como nos lo recuerda turbiamente su propia historia. Por otra parte, ha habido éticas carentes de trascendencia, pero adherentes a cualquier valor mundano afirmado de manera absoluta, que han mostrado aún menor respeto por la humanidad: baste pensar en las éticas totalitarias de la raza o de la lucha de clases, que han afligido este siglo nuestro.

Hay que dar la vuelta, por lo tanto, al argumento de Martini. No debe sorprender el hecho de «que existen numerosas personas que actúan de manera éticamente correcta y que en ocasiones realizan incluso actos de elevado altruismo sin tener o sin ser conscientes de tener un fundamento trascendente para su comportamiento». Por el contrario, podría resultar que la falta de valores morales absolutos, no negociables y que por ello han de seguirse in-condicionalmente, fuera lo que explicara la tolerancia y la renuncia a la coacción de los demás. Una concepción moral «de más amplio respiro», la disposición a transigir y a acoger en el propio mundo de valores parte de los valores de los demás —o en todo caso a no oponerse a ellos «a toda costa»— puede ayudar a desterrar los excesos de los comportamientos y a hacer menos difícil la convivencia entre comunidades que se sustentan en sistemas de valores distintos. (Ni siquiera la reciprocidad puede ser un valor absoluto. Quién no recuerda el aforismo de George B. Shaw: «No hagas a los demás lo que no querrías que te hicieran a ti mismo. Podrían no tener los mismos gustos.») Ironías aparte, tuve ocasión de vivir la experiencia concreta de rechazar el principio de reciprocidad en nombre de un principio de apertura gratuita mayor, al rechazar las tesis de quienes, cuando se estaban debatiendo las leyes sobre la inmigración, estaban dispuestos a reconocer ciertos derechos a los extranjeros (por ejemplo el de formar cooperativas laborales o el de inscribirse en los colegios profesionales) únicamente si provenían de países que reconocían derechos análogos a los residentes italianos. No es, por lo tanto, la predicación sin pausa de valores absolutos, ni siquiera el de la reciprocidad, el mayor cimiento del comportamiento moral. Y tampoco un valor moral resulta más elevado y digno de veneración cuanto más íntegro e inmutable se conserve. Al contrario, ha sido gracias al emerger del humanismo liberal a partir del cristianismo, primero, y más adelante a la influencia de la mencionada ética de la tolerancia y del compromiso, de la parcial y siempre fatigosa negociabilidad de los valores, en definitiva, de la ética liberal (o mejor dicho, de una -característica de la misma que en realidad comparte con algunas éticas religiosas, como por ejemplo el budismo), ha sido todo ello lo que ha llevado progresivamente al cristianismo a renunciar al proyecto de evangelización forzada de toda la humanidad, que sin embargo había perseguido durante muchos siglos. Cabe esperar que esta influencia pueda alcanzar los mismos efectos en otras éticas religiosas que el día de hoy no han renunciado todavía a perseguir de distintas maneras el predominio sobre las conciencias. Observo que el término tolerancia (que sin embargo es familiar para otras visiones éticas surgidas de la Iglesia católica) está ausente de la carta de Martini, y ello puede explicar su estupor frente ai buen obrar de una parte de los laicos, así como su olvido del mal obrar de una parte de los creyentes.

La idea liberal de tolerancia afirma el principio de una posible convivencia con aquello que no se comparte. Es un concepto moral flexible aunque no por ello blando: expresa la idea del reconocimiento de la existencia y de la legitimidad de lo diverso, pero también el del malestar por su presencia; un malestar que induce a resistir ante ella, pero de modo contenido y con ciertos límites. Por esta intrínseca capacidad suya de modular los comportamientos de los hombres, es extraña al mundo sin claroscuros de la obligación moral absoluta y carente de mediaciones.

Además, ía tolerancia es el resultado de una elección humana deliberada. Nada excluye que esté inscrita en la naturaleza o en un diseño divino, siempre que deje a los hombres una sustancial libertad de elección. Pero, ¿por qué los hombres han de ser tolerantes? A diferencia de la solidaridad, que expresa un compromiso que puede carecer incluso de mediaciones, al que se adapta, como dice Martini, el principio del «valor absoluto de lo otro», ía tolerancia, a la que es intrínseca la idea de «medida», expresa el resultado de un cálculo entre los malestares actuales que impone y el balance de las consecuencias futuras positivas y negativas.

El cálculo moral (que, por lo demás, no es en absoluto ajeno a la ética cristiana, como testimonian Santo Tomás de Aquino, Tomás Moro y Blaise Pascal) supone que los comportamientos, y con ellos el orden social y civil, dependen de la voluntad y racionalidad de los hombres. Tras haber valorado las oportunidades y los vínculos ofrecidos por los contextos histórico-sociales, los hombres identifican las normas que ofrecen mayores probabilidades de conseguir los adecuados niveles de calidad de vida (libertad, bienestar, justicia, equidad de tratamiento...). Esta concepción de la moral que el hombre construye gradualmente, mediante prueba y error, y no como un producto industrial, sino más bien como un lenguaje, como forma y orden perfectible del ser social, parece capaz de tener en cuenta las mutaciones que se producen en la conciencia de los hombres por la exposición a condiciones de vida inéditas y a sistemas de valores distintos.

Por el hecho de renunciar a una verdad moral absoluta e inmutable, la ética de la tolerancia puede aprovechar mejor las oportunidades, pero no por eso se sustrae a riesgos y a problemas. La renuncia a la exigencia de extraer cualquier movimiento de la página y de la moral a partir de la tutela de valores absolutos (y no negociables, por tanto) impone el precio de extraer de la interacción entre las condiciones histórico-sociales y la conciencia humana el sistema de valores, el orden de las prioridades que deben asignárseles, su constante adaptación y perfeccionamiento. Es ésta una tarea que se renueva continuamente y continuamente exige el impulso intelectual y moral de una nueva ilustración cristiana, que aclare con mayor energía las relaciones entre el hombre y el mundo moderno, que hoy son consideradas por muchos, con razón, bastante empañadas y confusas. Con todo, es evidente que los principios prácticos de la prudencia, la tolerancia, el cálculo de las oportunidades o la contención de conflictos pueden guiar la progresiva, parcial y dolorosa renuncia a la intangibilidad de nuestros principios morales —que es necesaria para la nueva convivencia humana a escala planetaria entre religiones y entre creyentes y no creyentes— mucho más que lo que puedan hacerlo explícitas llamadas a un misterio y una metafísica trascendente. Ni el remitirse con rigidez a tradiciones rígidamente interpretadas, ni la exaltación acrítica de las oportunidades actuales, ni la ética premoderna el dictado moral inmutable ni la seducción pos-moderna de la evolución espontánea de la relación entre el hombre y la naturaleza pueden liberar a «los modernos» de esta responsabilidad.

(Febrero de 1996)

 

Recapitulación

 

 

 

La ética, sin embargo,

precisa de la verdad

 

Carlo Maria Martini

 

Las intervenciones sobre el interrogante «¿en qué creen los no creyentes?», incisivamente forjado por la redacción de la revista Liberal (con el riesgo de una interpretación algo reduccionista del problema propuesto por mí) han sido numerosas e importantes. Personalmente, me alegra que a partir de ella se haya planteado una discusión sobre los cimientos de la ética. Nos hacía falta, a todos.

Ahora la revista me invita a tomar de nuevo la pluma y, tras algunas incertezas, he decidido no decir que no. Como es lógico, nadie debe esperar una «respuesta» puntual y articulada. Me harían falta bastantes más de las pocas páginas de las que dispongo, y tal vez tampoco sea lo más conveniente. Quisiera, sin embargo, recalcar la atención con la que he leído las contribuciones individuales de Emanuele Severino, Manlio Sgalambro, Eugenio Scalfari, Indro Montanelli, Vittorio Foa y Claudio Martelli. Me alegra haber dado y recibido material y estímulos para pensar y dialogar. Aquí me voy a limitar a explicar mejor lo que estaba detrás de mis palabras.

Como premisa, quisiera hacer hincapié en la sincera intención dialógica de mi intervención. No pretendía ni «enseñar» ni «disertar» ni «polemizar», sino sobre todo interrogar, e interrogar para saber, para comprender cómo un laico sustenta teóricamente el carácter absoluto de sus principios morales. He podido captar en algunas respuestas (sobre todo en las aparecidas aquí y allá en la prensa, en realidad, más que en las de las seis intervenciones) cierta vena polémica y cierto esfuerzo de «apologética laica». He podido captar también cierta facilidad para simplificar la doctrina y la tradición cristiana a propósito de la ética, con síntesis en las cuales no leo mi pensamiento. Por ello me animo a dedicar al asunto algunas palabras más.

Lo que más agradezco, de hecho, a los participantes en el debate es su estímulo para una reflexión común sobre el sentido del deber, sobre la pureza de la vida moral, sobre los ideales éticos que en cierto modo todos sentimos o en los que quisiéramos inspirarnos. Y todo ello a partir de la cuestión que había suscitado mi carta a Eco: si la ética no es más que un elemento útil para regular la vida social, ¿cómo se podían justificar los imperativos éticos absolutos, cuando lo más cómodo es prescindir de ellos? Y además, ¿en qué se basa la dignidad humana, si no en el hecho de su apertura hacia algo más elevado y más grande que ella?

Lo primero que observo es que, pese a la amplia y desconcertante variedad de posiciones, casi todas las respuestas identifican en la ética un elemento propio del hombre, algo gracias a lo cual el hombre es lo que es. Los seres humanos no han esperado al cristianismo para dotarse de una ética y para plantearse problemas morales, señal de que la ética establece un elemento esencial de la condición humana, que a todos afecta. En ella, sea laica o trascendente, emerge una esfera fundamental del significado de la vida, en el que se patentiza el sentido del límite, de los interrogantes, de la esperanza, del bien.

Precisamente este último término, el «bien», merece una más atenta consideración, entre otras cosas porque varias intervenciones han considerado la responsabilidad hacia el rostro de los demás como un «bien», una elección moral justa.

Me gustaría invitar a la meditación sobre la dialéctica que es intrínseca a eso que se llama elección moral justa, sobre el movimiento interior del que se deriva un acto libre tan determinado. Esto puede suceder en cualquier momento de la vida: cada acto libre es siempre el primero, original, imprevisible. ¿Qué es lo que resulta implicado en ese acto, en la decisión, por ejemplo, de no decir una mentira porque está mal, y de decir la verdad porque está bien? Ello comporta la idea del bien como rectitud, como integridad y belleza, no como algo meramente útil. Lo que está implicado es el sentido de la vida, la división entre lo que está bien y lo que está mal y la existencia de un orden del bien y del mal.

En tal movimiento leo un dirigirse, que también puede ser preconsciente y hasta oponerse a nuestro sistema de conceptos, hacia el bien subsistente. Cabe observar que así resulta menos arduo dar cuenta de la sorprendente y no rara discrasia entre teorías morales insuficientes y comportamiento moral positivo, porque la corrección de los comportamientos morales no se mide en primer lugar por un esquema de conceptos, sino por la orientación de la voluntad y su rectitud. Pueden decantarse por el bien incluso quienes no lo perciben en teoría o lo niegan. Un acto justo, realizado porque es justo, conduce a una afirmación de trascendencia. «Si Dios no existe, todo está permitido», había observado Dostoievski. ¿Palabras vanas? Y sin embargo Sartre está de acuerdo precisamente desde su punto de vista ateo: «Con Dios desaparece toda posibilidad de encontrar valores en un cielo inteligible; ya no puede existir un bien a priori-, porque no hay ninguna conciencia infinita y perfecta para pensarlo; no está escrito en ninguna parte que el bien exista, que haya que ser honrado, que no se deba mentir» (El existencialismo es un humanismo).

Si se recorre adecuadamente, este itinerario de reflexión viene a indicar que la moral no regula sólo las relaciones interpersonales y que abarca una dimensión trascendente. Si bien por otros caminos, vuelvo a toparme con una idea a la que ya ha dado voz Eco, es decir, que una ética natural puede encontrarse con la ética surgida de la revelación bíblica, en cuanto que en la primera está incluido previamente un camino o una referencia a la trascendencia, no sólo al rostro de los demás. En la experiencia moral humana destaca una voz que nos llama, la «voz de la conciencia», que es inmanente en cada hombre y que establece la condición primera para que sea posible un diálogo moral entre hombres de razas, culturas o convicciones distintas.

Los recursos de la ética son por lo tanto mayores de lo que se piensa. Es necesario, sin embargo, demorarse de manera atenta y paciente en torno a la experiencia moral humana, evitando toda solución precipitada. Tal vez un modo «impaciente» de pensar la moral aflora en algunas de las intervenciones que me preceden, en las que la experiencia moral se reduce fundamentalmente a la vida corporal y al instinto. Con todo, parece imposible identificar en Antígona una moral surgida del instinto de supervivencia de la especie, cuando decide salir libremente al encuentro de la muerte para obedecer a leyes no escritas, superiores a las de la ciudad. Otros, en sus intervenciones, tienden a desfigurar la ética, considerando que la tradición la coloca del lado de la técnica. Si esta última produce, transforma, manipula, y puede ser pilotada por la voluntad de poder, la ética, en cambio, se mueve en un horizonte de libertad y atiende a la realización de la persona.

Quien pretende fundar la moral en el instinto de supervivencia de la especie, la considera relativa y mutable. Es cierto que cambian las circunstancias, pero lo que no cambian son las actitudes de fondo. Si reflexiono sobre el contenido moral esencial y sobre sus valores centrales, no veo que hayan cambiado en absoluto con el tiempo, que el código fundamental de la moralidad humana —contenido en los Diez Mandamientos— esté sujeto a revisión. No advierto que el matar, el robar o el mentir puedan llegar a convertirse en algo recomendable en sí mismo, o dependiente de nuestros contratos estatuidos. Ello es bien distinto de la cuestión de si en determinadas circunstancias una cierta acción pueda englobarse bajo esta o aquella categoría. Gravan muchas incertidumbres morales sobre las acciones individuales, se dan muchas oscilaciones concretas al juzgar los hechos, pero ello no quiere decir que resulte concebible que en un futuro llegue a decretarse que lo mejor es ser desleales, deshonestos o irresponsables.

Ya he aludido a la extrema variedad de las respuestas de los seis participantes, circunstancia sobre la que merece la pena meditar, porque constituye un índice de lo controvertida, y hasta confusa, que resulta la reflexión teorética acerca de la moral. Esto puede extenderse también al ámbito de los creyentes, donde a veces parece prevalecer una comprensión casi exclusivamente kantiana, es decir constrictiva, de la ética, en la que el acento recae exclusivamente sobre el deber. Yo mismo, en mi precedente intervención, me referí a los principios de la ética y a los imperativos universalmente válidos. Pero no me gustaría dar lugar a malas interpretaciones, como si yo quisiera hacer hincapié únicamente sobre lo que es obligatorio, sobre lo que es justo hacer o no hacer. Es cierto que he invocado, al empezar mi razonamiento, un aspecto de la moral, el deontológico y obligatorio, pero la esfera de lo ético no se reduce a eso; su rasgo más fascinante consiste en conducir al hombre hacia una vida justa y lograda, hacia la plenitud de una libertad responsable. Los imperativos éticos, rocosos, duros, si aplastan la voluntad malvada, dirigen hacia una espontaneidad mucho más alta la voluntad positiva de hacer el bien.

A una última reflexión me empuja la lectura de la contribuciones antes mencionadas. Persuadido de que la ética no totaliza la experiencia humana, quisiera tomar distancia de ella por un instante. El proceso del ateísmo moderno, ya en parte a nuestras espaldas, fue preparado y acompañado (quizás en algunos aspectos entre los creyentes también) por la degradación de la idea de Dios. Dios fue presentado como relojero del universo, enorme ser denotado únicamente por su potencia, inmenso y omnívoro Leviatán; como el enemigo del hombre hasta como un demiurgo malvado, entre otras cosas. La crítica de la religión, sin embargo, es provechosa si purifica la idea de Dios de caídas y antropomorfismos, no si la empobrece y la degrada respecto a la pureza que se comprueba en la revelación bíblica leída en su integridad.

Me parece, por lo tanto, que incluso entre los no creyentes debe llevarse a cabo una difícil lucha para no reducir al Dios en el que no se cree a ídolo dotado de atributos impropios. Nos preguntamos qué pueden tener en común el Dios bíblico que está junto al hombre, y es un «Dios para el hombre», y el «dios» de quien se dice que es la misma muerte y que nada tiene que ver con el bien (cfr. la intervención de Sgalambro). Tal vez fuera útil recordar el Salmo 23: «¡El Señor es mi pastor, nada me falta; por prados de fresca hierba me apacienta, hacia aguas de reposo me conduce!»

Scalfari da en el blanco parcialmente al advertir una evolución (o «involución») de pensamiento también en la cultura católica, que tiende a privilegiar únicamente la ética. Pero ésta por sí misma es frágil y debe ser sostenida por el sentido último y por la verdad de conjunto. La verdad es el remedio para esa fragilidad del bien con la que nos topamos constantemente en nuestra experiencia diaria. No expresaría pues mis convicciones del todo si no dijera que determinada producción de asertos apodícticos (la ya señalada separación entre Dios y bien, o la oposición arbitrariamente establecida entre casualidad y causalidad...) permiten adivinar una crisis del significado de lo verdadero. Si me interrogo como hombre, no puedo dejar de reconocer la posición central y decisiva de la experiencia moral en mí vida. Y esto casi nadie lo discute, al contrario, los no creyentes parecen hoy en día propensos en general al elogio de la ética.

Pero, ¿la ética por sí misma es suficiente? ¿Constituye el horizonte único del sentido de la vida y de la verdad? Parece empresa descabellada fundar la ética sólo sobre sí misma, sin referencia o conexión a un horizonte global y, por lo tanto, al tema de la verdad. Pero, ¿cuál es la esencia de la verdad? Pilato hizo a Jesús esa pregunta, pero no esperó a su respuesta, porque tenía prisa y quizá también porque no estaba realmente interesado en el problema. La cuestión de la ética está unida al problema de la verdad; tal vez se vea aquí una señal de las serias dificultades que gravan sobre el pensamiento contemporáneo, precisamente para afirmar que nada puede ser fundamentado y que todo puede ser criticado.

¿En qué creen los que no creen? Al menos es preciso creer en la vida, en una promesa de vida para los jóvenes, a quienes no es raro ver engañados por una cultura que les invita, bajo el pretexto de la libertad, a toda experiencia, con el riesgo de que todo concluya en derrota, desesperación, muerte, dolor. Es digno de reflexión que en muchas intervenciones resulten ausentes las interrogantes sobre el enigma del mal, y ello tanto más cuanto puede considerarse que vivimos en una época que ha conocido las más terribles manifestaciones de la maldad. Cierto clima de fácil optimismo, según el cual las cosas se van arreglando por sí mismas, no sólo enmascara el dramatismo de la presencia del mal, sino que apaga también el sentido de la vida moral como lucha, combate, tensión agónica; que la paz se consigue al precio de la laceración sufrida y superada.

Por ello me pregunto si estas inadecuadas ideas acerca del mal no están unidas a unas insuficientes ideas acerca del bien; si el pensamiento ilustrado no se equivoca al no captar o al infravalorar el elemento dramático inherente a la vida ética.

(Marzo de 1996)