Él tiene la obediencia de un hijo.
Fuente: Catholic.net
Autor: P. Fintan Kelly
Contemplar Belén como misterio de obediencia. El autor de la carta a los Hebreos
pone en labios de Cristo, al momento de su encarnación, esas palabras que
debieron conmover el corazón del Padre: Heme aquí que vengo, oh Dios, para hacer
tu voluntad’ (Hb 10,7). Y así fue: por obediencia María tuvo que emprender aquel penoso
viaje de Nazaret a Belén, por obediencia no hubo para ellos lugar en el mesón,
por obediencia la atmósfera de Belén fue la humildad y la pobreza.
En el monte Calvario había tres cruces aquel día. Sin embargo, sólo una de ellas
fue redentora, la de Cristo. Los tres condenados sufrieron muchísimo, pero sólo
uno fue el Redentor del mundo. Lo esencial en la obra de redención obrada por
Jesús no fue la cantidad o la calidad de los sufrimientos a los cuales fue
sometido, sino el hecho de que Él los aceptó como un acto de obediencia al
Padre.
El primer Adán nos causó un gran daño por medio de su desobediencia. Los Santos
Padres hicieron notar que así como el primer Adán nos arrojó a un abismo de
miseria por medio de un pecado, relacionado con un árbol, así el segundo Adán,
Cristo, nos abrió las puertas de la salvación por medio de su consentimiento a
una muerte en un árbol, la cruz.
La obediencia de Cristo no fue sólo el último gran acto redentor de su vida. Más
bien fue un estilo de vida para Él. Él se sometió a su Padre, viniendo a este
mundo y haciéndose uno de nosotros. Durante su infancia, adolescencia y juventud
fue obediente a sus padres en Nazaret. Este hecho de por sí mismo es suficiente
para maravillarnos cuando consideramos quién estaba obedeciendo y a quiénes.
Cristo obedeció la Ley de Moisés. Él cumplía con sus obligaciones religiosas:
cada semana iba a la sinagoga y tres veces al año al Templo en Jerusalén.
Ciertamente Cristo fue superior a Moisés, pero de todos modos Él obedeció a los
dictámenes de éste.
Fue en la pasión cuando Cristo mostró en un grado supremo y heroico su
obediencia porque dejó a los hombres hacer con Él lo que querían. Parece ser
tratado como una pelota de ping-pong pues fue botado de un lado a otro: de Anás
a Caifás, de Caifás a Pilato, de Pilato a Herodes y de nuevo de vuelta a Pilato,
de Pilato a la chusma y a los soldados romanos. Ellos pensaban que estaban
obligándolo a hacer lo que querían, pero en realidad fue Él quien se había
entregado libremente a ellos, pues sabía de antemano todo lo que iban a hacerle.
Cristo describió con bastante detalle su futura pasión y muerte.
Esta lección de obediencia de Cristo no puede pasar inadvertida para el hombre
moderno. En este mundo prevalece el individualismo. El hombre no quiere
someterse a nada y a nadie. Se proclama la libertad del hombre. Así la mujer
dice que “puede hacer con su cuerpo lo que quiere”, aunque sea abortar; el
hombre dice que “puede usar su cuerpo como desea porque es de él”.
Cristo pone en crisis la manera de pensar del hombre moderno sobre la libertad,
que es más bien libertinaje. Le dice que la obediencia no destruye la
personalidad humana cuando se trata de una obediencia filial a Dios. La
obediencia de Cristo no fue la del esclavo que obedece por miedo, o del
mercenario que lo hace por una remuneración económica, sino de un hijo que ama a
su Padre. La obediencia que nos pide Cristo nos lleva a buscar la raíz última de
toda autoridad legítima: viene de Dios. Por eso los hijos deben obedecer a sus
padres, porque éstos representan a Dios; los ciudadanos deben obedecer los
dictados moralmente correctos del gobierno legítimo porque éste también
representa a Dios; sobre todo se debe aceptar la doctrina y la disciplina de la
Iglesia y obedecer al Papa.
Cuando la obediencia no es motivada es muy pesada. La vemos como una especie de
“robo” de nuestro tiempo y capacidades. La obediencia que eleva es la de Cristo,
una obediencia motivada por el amor filial a Dios Padre.