El sacerdote en la Liturgia de la Palabra de la Santa Misa

El papel del sacerdote en la Liturgia de la Palabra de la Misa, teniendo presentes tanto la forma ordinaria (o de Pablo VI) como la extraordinaria (o de san Pío V) del Rito Romano

ROMA, viernes 29 de enero de 2010 (ZENIT.org).- Para la sección “El Espíritu de la Liturgia”, publicamos a continuación el artículo de don Mauro Gagliardi, Ordinario de la Facultad de Teología del Ateneo Pontificio Regina Apostolorum de Roma y Consultor de la Oficina de las Celebraciones Litúrgicas del Sumo Pontífice.

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El objeto de este artículo no es la Liturgia de la Palabra considerada en sí misma, sobre la que se debería por tanto ofrecer una panorámica histórica, teológica y disciplinar. En continuidad con la serie de los artículos precedentes de esta sección, nos interesamos en cambio en el papel del sacerdote en la Liturgia de la Palabra de la Misa, teniendo presentes tanto la forma ordinaria (o de Pablo VI) como la extraordinaria (o de san Pío V) del Rito Romano[i].

La forma extraordinaria

En la “Misa baja” (celebración sencilla, de uso cotidiano) de la forma extraordinaria, el sacerdote lee todas las lecturas, o sea, la Epístola[ii], el Gradual (salmo de respuesta a la Epístola, n.d.t.) y el Evangelio. En general, hace esto asumiendo la misma posición con la que ofrecerá seguidamente el santo Sacrificio. Con una expresión equivocada, pero muy difundida, podemos decir que el sacerdote proclama la Liturgia de la Palabra “de espaldas al pueblo”. La lengua de la proclamación es la misma de todo el rito, por tanto el latín, o también la lengua nacional, como recuerda el artículo 6 del Motu Proprio Summorum Pontificum. Al acabar la Epístola, quien asiste dice: Deo gratias. A la Epístola sigue el Gradual, llamado así por los escalones que el diácono subía para ir a leer el Evangelio desde el ambón en la Misa solemne. Después del Gradual, se lee el Aleluya con su versículo, o el Tracto [iii]. En algunas ocasiones, antes del Evangelio, el sacerdote proclama también una Sequentia [iv]. Hecho esto, mientras el ministro transporta el Misal (en el que se encuentran también los textos de las lecturas bíblicas) del lado derecho del altar (llamado cornu epistulae) al lado izquierdo (cornu evangelii), el sacerdote, colocado en el centro del altar, pide al Señor la bendición antes de pasar al lado izquierdo (o septentrional), a cuya extremidad proclama el Evangelio tras haber dicho Dominus vobiscum, haber recibido la respuesta correspondiente, haber anunciado el título del libro evangélico del cual se ha tomado la perícopa que va a leer, haber trazado con el pulgar de la mano derecha un signo de cruz sobre el libro y tres sobre sí (sobre la frente, sobre la boca y sobre el pecho). Cuando lee la Epístola, el Gradual y el Aleluya, el sacerdote tiene las manos apoyadas sobre el Misal, o sobre el altar, pero siempre de modo que las manos toquen el libro. En cambio, al proclamar el Evangelio, tiene las manos unidas a la altura del pecho. Terminada la lectura del Evangelio, levanta con las manos el libro del atril y lo besa diciendo en secreto la fórmula Per evangelica dicta, deleantur nostra delicta.

Durante la proclamación de las diversas lecturas, el sacerdote hace una inclinación con la cabeza cada vez que pronuncia el nombre de Jesús. En casos particulares, está prevista la genuflexión durante la lectura. Al final de la lectura del Evangelio, se aclama Laus tibi, Christe. Tras el Evangelio, sobre todo en los domingos y en los días de precepto, se puede introducir, según la oportunidad, una breve homilía [v]. Finalmente, tras la eventual homilía, cuando está previsto, se recita el Símbolo de la fe: el sacerdote vuelve a centro del altar y entona el Credo extendiendo y recogiendo las manos ante el pecho y haciendo una inclinación de cabeza. Cuando se recita Et incarnatus est se arrodilla y permanece así hasta et homo factus est. Hace también una inclinación con la cabeza cuando dice simul adoratur. Finalmente, concluyendo el Símbolo, se signa con la señal de la cruz. Todas las partes de a Liturgia de la Palabra, excepto las oraciones que el sacerdote recita antes y después de la proclamación del Evangelio, se dicen con tono de voz inteligible. No podemos aquí añadir otros detalles sobre la forma de proclamar las lecturas bíblicas en la Misa solemne.

La forma ordinaria

En el Misal de Pablo VI, la Liturgia de la Palabra ha mantenido diversos elementos del Misal de san Pío V aunque han sido suprimidos algunos y añadidos otros. De por sí, no se ha cambiado la lengua de la proclamación, porque la lengua propia de la liturgia romana ha seguido siendo el latín también en la forma litúrgica postconciliar, razón por la cual los nuevos leccionarios (ahora impresos como libros independientes) se han publicado en latín en 1969 y en 1981. Por otro lado, es bien sabido que la editio typica ha sido después traducida en las diversas lenguas nacionales y éstas son las usadas generalmente. La Institutio Generalis Missalis Romani (IGMR) dicta las normas generales para la Liturgia de la Palabra en los nn. 55-71.

Una primera diferencia entre las dos formas del Rito Romano está en el hecho de que, también en la Misa cotidiana, celebrada de forma no solemne, se admite la posibilidad de que otros lectores proclamen los pasajes bíblicos [vi], a excepción del Evangelio, aunque permanece obviamente la posibilidad de que sea aún el sacerdote quien lea todos los textos de la Liturgia de la Palabra [vii]. Un segundo cambio está en el hecho de que, en los domingos y solemnidades, el número de las lecturas aumenta a tres (Primera y Segunda Lectura, más el Evangelio), además del Salmo responsorial, que toma el lugar del Gradual o del Tracto. También la selección de las perícopas bíblicas aumenta de modo considerable respecto al leccionario de la forma extraordinaria [viii]. Un tercer elemento nuevo es la reinserción de la Oración Universal u Oración de los Fieles, que se realiza después del Evangelio y la homilía. La homilía se recomienda para cada día del año y es obligatoria en los domingos y en los días de precepto [ix]. Es significativa la inserción, dentro de las normas dictadas por la Institutio, de un número sobre el silencio:
“La Liturgia de la Palabra debe ser celebrada de modo que favorezca la meditación; por tanto, se debe evitar absolutamente toda forma de prisa que impida el recogimiento. En ella son oportunos también los breves momentos de silencio, adaptados a la asamblea reunida, por medio de los cuales, con la ayuda del Espíritu Santo, la palabra de Dios sea acogida en el corazón y se prepare la respuesta con la oración. Estos momentos de silencio se pueden observar, por ejemplo, antes de que comience la propia Liturgia de la Palabra, tras la primera y la segunda lectura, y terminada la homilía” [x].

La Institutio establece además que las lecturas bíblicas se lean siempre desde el ambón [xi] por tanto, aunque las lea el sacerdote, no lo hace nunca estando “de espaldas al pueblo”. También en la forma ordinaria, el sacerdote, antes de proclamar el Evangelio, recita una oración silenciosa. En el rito de Pablo VI, al término de cada lectura, se dice un versículo, que lanza la respuesta de los fieles [xii]. El Salmo en cambio se llama “responsorial”, porque está intercalado por un responso dicho por todos los fieles entre una estrofa y otra. Aunque habitualmente esto no sucede, las normas prevén la posibilidad de cantar o recitar el Salmo sin responso, o de sustituirlo con un Gradual [xiii]. El Misal de Pablo VI mantiene en algunas ocasiones el uso de la Sequentia, la cual es obligatoria sólo en los días de Pascua y Pentecostés [xiv] y además se recita antes del versículo del Aleluya y no después de éste. El Evangelio es proclamado realizando los mismos gestos que en la Misa de san Pío V, aunque la IGMR no precisa la posición de las manos del sacerdote ni otros aspectos similares [xv]. Esto sucede también para las normas relativas a la recitación del Credo, para la cual, sin embargo, se precisa que no hay genuflexión, sino sólo inclinación en el momento de las palabras Et incarnatus est [xvi]. Sobre la Oración de los Fieles, la IGMR dice que “es conveniente que en las Misas con participación de pueblo esté normalmente esta oración” [xvii].

“Corresponde al sacerdote celebrante guiar desde la sede la oración. Él la introduce con una breve monición, para invitar a los fieles a rezar, y la concluye con una oración. [...] Las intenciones se leen desde el ambón o desde otro lugar conveniente, por parte del diácono o del cantor o del lector o de un fiel laico” [xviii].

Algunas anotaciones

De cuanto se ha dicho, se observa una continuidad sustancial entre el modo de celebrar la Liturgia de la Palabra en los dos Misales, unida a ciertos cambios, algunos enriquecedores, otros más problemáticos. La continuidad se basa en diversos motivos. El primero y principal es que la Liturgia de la Palabra acoge en sí solo y exclusivamente textos bíblicos (Antiguo y Nuevo Testamento). Representa, por tanto, una desnaturalización de esta parte de la celebración la inserción de textos extra-bíblicos, aunque estén tomados de los Padres, de los grandes Doctores y Maestros de espiritualidad cristiana. Con mayor razón, no pueden leerse textos profanos o escritos sagrados de otras religiones [xix]. Otro motivo de continuidad es la estructura de la Liturgia de la Palabra, que es similar en las dos formas del Rito Romano.

Hay también diversos aspectos que indican un cambio. En el rito de Pablo VI la selección de perícopas es mucho más rica que en el Misal precedente. Este hecho es sin duda positivo y responde a las indicaciones de la Sacrosanctum Concilium[xx]. Sería con todo el caso de abreviar numerosas perícopas demasiado largas [xxi]. Es también positiva la norma por la cual las lecturas son proclamadas desde el ambón, y por tanto, con los lectores dirigidos hacia el pueblo. Esta postura es de hecho la más indicada para la Liturgia de la Palabra [xxii]. Positiva es también la norma que prescribe la obligatoriedad de la homilía en el domingo y en los días de precepto. Aquí el sacerdote tiene un papel importante y delicado. Recientemente, S. E.

Mons. Mariano Crociata ha recordado que “es decisivo que el que pronuncia la homilía tenga conciencia de ser él mismo un oyente, es más, de ser el primer oyente de las palabras que pronuncia. Debe saber ante todo, si no solamente, dirigida a él esa palabra que está pronunciando para otros” [xxiii]. La preparación cuidadosa de la homilía es parte integrante del papel del sacerdote en la Liturgia de la Palabra. Benedicto XVI nos recuerda que la homilía tiene siempre finalidad tanto catequética como exhortativa [xxiv]: no puede ser por tanto una lección de exegesis bíblica, tanto porque debe expresar también el dogma, como porque debe ser un discurso catequético y no académico; ni puede ser un simple paréntesis que alude a ciertos valores vagos, quizás tomados de la mentalidad actual sin algún filtro evangélico (lo que significaría separar la parte exhortativa, que afecta al bien que realizar, de la veritativa o catequética).

Sobre el ministerio de los lectores, la forma ordinaria permite que no solo lean ministros especialmente instituidos por la Iglesia para esta tarea, sino también otros fieles laicos. El papel del sacerdote, en este caso, ya no es el de leer siempre en primera persona las lecturas bíblicas, sino el – más remoto – de asegurar que estos lectores sean verdaderamente idóneos. Nadie puede sencillamente subir al ambón y proclamar la Palabra de Dios en la liturgia. Si no hay personas adecuadamente preparadas, el sacerdote debe seguir asumiendo en primera persona el papel de lector, hasta que no se pueda asegurar la presencia de lectores verdaderamente idóneos. Por razones de espacio, no podemos aquí detenernos en el tema de la Oración de los Fieles.

Finalmente, un elemento de cambio que representa un empobrecimiento es la falta de indicaciones precisas sobre las actitudes corporales que el sacerdote debe asumir en el acto de leer (en particular el Evangelio). Con todo, esta representa una elección de fondo del nuevo Misal, que es mucho menos preciso que el precedente sobre estos aspectos, dejando el campo abierto a diversas actitudes celebrativas. Se puede obviar esta carencia, aplicando al nuevo rito las costumbres del antiguo, allí donde esto es posible, para aquellas indicaciones que no están excluidas explícitamente de las actuales categorías, como el tener las manos juntas a la altura del pecho durante la proclamación del Evangelio. Esto contribuye a la dignidad de la celebración de la Liturgia de la Palabra y puede representar un ejemplo de esa recíproca influencia entre los dos Misales augurada por Benedicto XVI, cuando escribió que “las dos formar del uso del Rito Romano pueden enriquecerse mutuamente”. También de este modo “en la celebración de la Misa según el Misal de Pablo VI podrá manifestarse, de manera más fuerte que cuanto no lo es a menudo hasta ahora, esa sacralidad que atrae a muchos al uso antiguo” [xxv].

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Notas

i) Para una panorámica histórica y teológica sobre la Liturgia de la Palabra, se puede ver por ejemplo: M. Kunzler, La liturgia della Chiesa, Jaca Book, Milán 2003 (II edición ampliada), pp. 297-309, con bibliografía en las pp. 309-310.

ii) En algunos casos, la Epístola es precedida por otras lecturas.

iii) El versículo del Aleluya es sustituido por el Tracto desde la semana septuagésima hasta la Pascua y en las Misas de difuntos.

iv) En el ordenamiento del Misal de Juan XXIII se encuentran solo cinco Sequentiae: Victimae paschali para la Pascua, Veni sancte Spiritus para Pentecostés, Lauda Sion para el Corpus Domini, Stabat Mater para las dos fiestas de los Siete Dolores, Dies Irae para las Misas de difuntos.

v) “Post Evangelium, praesertim in dominicis et diebus festis de praecepto, hebeatur, iuxta opportunitatem, brevis homilia ad populum”: Missale Romanum 1962, Rubricae generales, VIII, n. 474.

vi) La lectura litúrgica es competencia del lector constituido (cf. IGMR, n. 99), con todo, “si falta el lector instituido, otros laicos, que sean sin embargo aptos para llevar a cabo esta tarea y bien preparados, se encargarán de proclamar las lecturas de la Sagrada Escritura” (IGMR, n. 101).

vii) Con todo, como se desprende de IGMR, n. 59, esta segunda posibilidad se mantiene solo en ausencia de lectores idóneos. Así también el n. 135: “Cuando falta el lector, el sacerdote mismo proclama todas las lecturas y el salmo entando en el ambón”. El n. 176 prescribe que, si está presente el diácono, será él el que lea en caso de falta de lector.

viii) No hay duda sobre la mayor amplitud de la selección bíblica del leccionario postconciliar. Es necesario también reconocer, con todo, que diversas veceslas perícopas son demasiado largas, lo que, unido a la reinserción de la Oración de los Fieles y a la práctica ordinaria de la homilía, vuelve a menudo la Liturgia de la Palabra más larga que la Liturgia Eucarística, dando lugar a una descompensación teológico-litúrgica, además de ritual.