Estudio de
Augusto Sarmiento publicado en Romana
De la doctrina de
la llamada universal a la santidad, una de las claves de las enseñanzas del
Concilio Vaticano II[1], son puntos fundamentales: a) la santidad a la que están
llamados los cristianos es una[2] y la máxima[3] para todos; y b) cada uno ha de
alcanzarla según los dones y las gracias que ha recibido[4]. Aunque el Señor es el Mediador
único de toda santidad, su perfección, en cuanto infinita, puede ser participada
e imitada válidamente de múltiples y diversos modos: tantos como son los hombres
llamados a la santidad.
El matrimonio es una de la formas de seguimiento e imitación de Cristo.
Instituido por Dios[5] y elevado por Cristo a sacramento de la Nueva Ley[6], es
una verdadera vocación sobrenatural[7] que responde admirablemente a la
estructura y condición humana[8]. «El matrimonio —escribe a este propósito el
Beato Josemaría Escrivá de Balaguer— no es, para un cristiano, una simple
institución social, ni mucho menos un remedio para las debilidades humanas: es
una auténtica vocación sobrenatural. Sacramento grande en Cristo y en la
Iglesia, dice San Pablo (Ep V, 32), y, a la vez e inseparablemente,
contrato que un hombre y una mujer hacen para siempre, porque —queramos o no— el
matrimonio instituido por
Jesucristo
es indisoluble: signo sagrado que santifica, acción de Jesús, que invade el alma
de los que se casan y les invita a seguirle, transformando toda la vida
matrimonial en un andar divino en la tierra»[9].
Pues bien, si se quiere penetrar en el sentido vocacional del matrimonio, es
decir determinar el alcance y la peculiaridad de la vocación matrimonial, la
manera adecuada de hacerlo es remontarse hasta el sacramento —hasta la
consideración sacramental— del matrimonio. Porque el sacramento decide
últimamente sobre la vocación de los casados en la historia de los hombres y en
la historia de la salvación[10].
Ésta es la perspectiva en la que se sitúa nuestra reflexión, cuya finalidad no
es otra que señalar el marco general que ha de tenerse en cuenta a la hora de
determinar lo que se considera como el proprium o específico de la
vocación matrimonial. La tesis de fondo se resume en la afirmación de que la
especificidad de la vocación matrimonial consiste en introducir en una dimensión
nueva las exigencias de santidad propias ya de la vocación cristiana del
bautismo. El matrimonio señala el marco existencial y concreto —la vida conyugal
y familiar— en el que y por medio del que los esposos han de vivir la propia
vocación cristiana, es decir, la llamada a la santidad a la que han sido
convocados con toda la radicalidad en el bautismo.
1. Origen sacramental de la vocación matrimonial
El papel decisivo que el sacramento del matrimonio desempeña en la vida de los
que se casan y en la familia está en que determina tanto el surgir como el "ser"
y el desarrollarse de la vocación matrimonial. El momento de la celebración del
sacramento del matrimonio hace que un hombre y una mujer concretos se conviertan
en marido y mujer, en sujetos actuales de la vocación y de la vida
matrimonial[11]. El matrimonio es el sacramento de la vocación de los casados.
El matrimonio forma parte del designio de Dios sobre la humanidad, "desde el
principio". El plan originario, desvelado en la historia de la salvación, es que
la "alianza esponsal" entre el hombre y la mujer «sea signo y expresión de la
comunión de amor entre Dios y los hombres»[12], cuya revelación llega a la
plenitud con la Encarnación y entrega de Cristo en la cruz[13]. Con la venida de
Cristo, el designio de Dios sobre el matrimonio es que el amor de los esposos
sea imagen y símbolo no sólo del amor y comunión entre Dios y los hombres sino
del amor de Cristo con la Iglesia; y que lo sea precisamente como expresión y
realización de ese amor. «Por medio del sacramento del Matrimonio el Salvador de
los hombres y Esposo de la Iglesia sale al encuentro de los esposos
cristianos»[14] y «la comunidad íntima de vida y amor conyugal, fundada por el
Creador, es elevada y asumida en la caridad de Cristo, sostenida y enriquecida
por su fuerza redentora»[15]; el sacramento hace que «la recíproca pertenencia
(de los esposos) sea representació
El sacramento, por tanto, confirma el designio originario de Dios; es decir,
mantiene todas las características queridas por Dios "desde el principio" como
propias de la unión conyugal: lo que era "desde los orígenes" —no otra cosa— es
lo que se eleva a sacramento. Y, además, introduce esa realidad creacional en
una dimensión nueva, cuya originalidad primera consiste en hacer que «los
esposos participen y estén llamados a vivir la misma caridad de Cristo en la Cuz»[17] de
un modo particular y propio. En los bautizados —ésa es la consecuencia— la
condición sacramental no se introduce como algo yuxtapuesto o paralelo a la
realidad natural de su matrimonio; la misma institución creacional es penetrada
y elevada en y desde su misma interioridad.
En relación con la vocación matrimonial son varios los puntos que se deben
resaltar a partir de la relación sacramento-matrimon
Otro punto que debe subrayar es que el sacramento del matrimonio no da lugar a
una segunda vocación en los casados —ni cristiana ni tampoco matrimonial— que
vendría a sumarse a la que les corresponderí
Aquí está la razón de que el Apóstol, en el texto clásico de Efesios 5, se
dirija a los esposos cristianos a fin de que «modelen su vida conyugal sobre el
sacramento instituido desde el principio por el Creador: sacramento que halló su
definitiva grandeza y santidad en la alianza nupcial de gracia entre Cristo y la
Iglesia[18]. En el "gran sacramento" de Cristo y de la Iglesia los
esposos cristianos descubren el fundamento y espacio sacramental de su vocación
y vida matrimonial.
2. La peculiaridad de la vocación matrimonial
Por el bautismo los esposos cristianos participan y están insertos ya en el
misterio del amor de Cristo por la Iglesia. (Esta es una característica propia
de todo sacramento). Sin embargo, esa participación reviste una peculiaridad
específica en el sacramento del matrimonio. En líneas generales esa
especificidad consiste en que esa inserción en el misterio del amor recíproco
entre Cristo y la Iglesia se lleva a cabo por medio de la conyugalidad, a través
de la condición de marido y mujer. La corporalidad, en su modalización de
masculinidad y feminidad, es entonces el modo necesario y propio de los esposos
—en cuanto esposos— de relacionarse entre sí y con Cristo. «Los esposos
participan de él (del amor nupcial de Cristo por la Iglesia) en cuanto esposos,
los dos, como pareja, hasta tal punto que el primer e inmediato efecto del
matrimonio (res et sacramentum) no es la misma gracia sobrenatural sino
el lazo conyugal cristiano —el vínculo indisoluble—, una comunión entre los dos
típicamente cristiana porque representa el misterio de la encarnación de Cristo
y su misterio de alianza. Y el contenido de la participación en la vida de
Cristo es también específico: el amor conyugal comporta una totalidad en la que
entran todos los componentes de la persona —llamada del cuerpo y del instinto,
fuerza del sentimiento y de la afectividad, aspiración del espíritu y de la
voluntad—; apunta a una unidad profundamente personal que, más allá de la unión
en una sola carne, conduce a no tener más que un sólo corazón y una sola alma;
exige la indisolubilidad y la fidelidad en la donación recíproca definitiva; y
se abre a la fecundidad''[19].
Por el matrimonio, el amor de Cristo-Esposo por la Iglesia-Esposa se sirve de
los esposos, como de instrumentos vivos, para amarse mutuamente entre sí como
marido y mujer. El sacramento hace posible que puedan vivir su propia relación
con Cristo dentro y a través de las recíprocas relaciones conyugales. El diálogo
conyugal es la manera específica —propia de los casados— de construir su vida
como "comunión interpersonal"
Y como el sacramento «acompaña siempre a los esposos a lo largo de toda su
existencia»[21] —mientras la muerte no los separe—, la conciencia viva del
sacramento recibido deberá constituir el hilo conductor de la espiritualidad
matrimonial y familiar. Hasta conseguir que la entera existencia diaria sea de
verdad un acto de culto a Dios —no sólo en el momento de la celebración
sacramental—; porque «todas sus obras, preces y proyectos apostólicos; la vida
conyugal y familiar, el trabajo cotidiano, el descanso del alma y del cuerpo, si
se realizan en el Espíritu, incluso las molestias de la vida si se sufren
pacientemente, se convierten en hostias espirituales,
aceptables a Dios por
Jesucristo
(I Petr.
2,5)»[22].
Valorar en todo su alcance el sentido vocacional del matrimonio supone penetrar
primero en la originalidad de la vocación cristiana comunicada por el bautismo.
Porque es esta vocación —no otra— la que, después de la celebración del
matrimonio, han de seguir los casados en su vida matrimonial y familiar. En
consecuencia, la radicalidad es una característica esencial de la vocación
matrimonial, como de cualquier otra vocación. En efecto, no se puede olvidar que
los diferentes modos de ser en la Iglesia están siempre al servicio y ordenados
a constituir el marco de lo que es original y primario: ser en la Iglesia, cuya
puerta es siempre el Bautismo.
Lo específico del sacramento del Matrimonio se inserta en la dinámica de
conformación e identificació
3. El Matrimonio, sacramento de la mutua santificación de los esposos
Cada uno de los sacramentos hace que la santidad de Cristo llegue hasta la
humanidad del hombre; es decir, penetra el hombre —el cuerpo y el alma, la
feminidad y la masculinidad— con la fuerza de la santidad. (Nada más contrario a
una doctrina sacramental auténtica que una concepción maniquea o dualista del
cuerpo y del hombre). En el Matrimonio la santificación sacramental alcanza a la
humanidad del hombre y de la mujer, precisamente en cuanto esposos, como marido
y mujer.
El sacramento —en cuanto tal— es una acción transitoria, que pasa; tiene lugar
en un momento determinado, cuando los que se casan, celebran el sacramento por
medio del mutuo consentimiento matrimonial (el matrimonio in fieri). Pero
hace posible que la alianza iniciada entonces pueda verificarse a lo largo de
toda la vida, precisamente en cuanto realidad sagrada y sacramental, porque por
el sacramento está insertada en la alianza de Cristo con la Iglesia. Efecto del
sacramento es que la vida conyugal —la relación interpersonal propia de marido y
mujer, de la que es inseparable la disposición a la paternidad y a la
maternidad— esté elevada a una dimensión de santidad real y objetiva. La
corporalidad —el lenguaje de la corporalidad— está en la base y raíz de la
vocación matrimonial a la santidad, como el ámbito y la materia de su
santificación: «Todos los cristianos —enseña en este sentido el Concilio
Vaticano II— en cualquier condición de vida, de oficio o circunstancias, y
precisamente por medio de todo eso se podrán santificar día a día con tal de
recibirlo todo con fe de la mano del Padre celestial, con tal de cooperar con la
voluntad divina, manifestando a todos, incluso en una servidumbre temporal, la
caridad con que Dios amó al mundo»[23].
El matrimonio es fuente y medio original de la santificación de los esposos.
Pero lo es —sobre ello interesa llamar la atención ahora— «como sacramento de la
mutua santificación»[24]. Lo que quiere decir fundamentalmente que: a) el
sacramento del matrimonio concede a cada cónyuge la capacidad necesaria para
llevar a su plenitud existencial la vocación a la santidad que ha recibido en el
bautismo; y b) a la esencia de esa capacitación pertenece ser, al mismo tiempo e
inseparablemente, instrumento y mediador de la santificación del otro cónyuge y
de toda la familia. En la tarea de la propia y personal santificación —la
santificación se resuelve siempre y en última instancia en el diálogo de la
libertad personal y la gracia de Dios— el marido y la mujer han de tener siempre
presente su condición de esposos y, por eso, al otro cónyuge y a la familia[25].
La Revelación se sirve de las analogías "marido-mujer" y "cuerpo-cabeza" para
expresar el misterio y la naturaleza de la unión de Cristo con la Iglesia. Y
estas mismas analogías, por ser signo e imagen de la realidad representada,
sirven a su vez, para revelar e iluminar la verdad sobre el matrimonio[26] y
también la mutua función santificadora de los cónyuges. «En virtud del pacto de
amor conyugal el hombre y la mujer no son ya dos, sino una sola carne (Mt
19,6; cfr. Gn 2,24)[27]. A partir de ese momento, permaneciendo los dos
como personas singulares —cada uno de los esposos es en sí una naturaleza
completa, individualmente distinta— son en lo conyugal, en cuanto masculinidad y
feminidad —modalidad a la que es inherente la condición personal— una única
unidad. Ha surgido entre ellos el vínculo conyugal por el que constituyen en lo
conyugal una unidad de tal naturaleza que el marido pasa a pertenecer a la
mujer, en cuanto esposo, y la mujer al marido, en cuanto esposa. Hasta tal punto
que cada uno debe amar al otro cónyuge no sólo como a sí mismo —como a los demás
hombres— sino con el amor de sí mismo. Un deber que, por ser derivación y
manifestación de la "unidad en la carne", convertida a su vez por el sacramento
en «imagen viva y real de la singularísima unidad que hace de la Iglesia el
indivisible Cuerpo Místico del Señor Jesús»[28], abarca todos los niveles
—cuerpo, espíritu, afectividad.
Las mutuas relaciones entre los esposos reflejan la verdad esencial del
matrimonio —y consiguientemente los esposos viven su matrimonio de acuerdo con
su vocación cristiana— tan sólo si brotan de la común relación con Cristo y
adoptan la modalidad del amor nupcial con el que Cristo se donó y ama a la
Iglesia. La peculiaridad de su participación en el misterio del amor de Cristo
es la razón de que la manera de relacionarse los esposos sea —objetiva y
realmente— materia y motivo de santidad; y también, de que la reciprocidad sea
componente esencial de esas relaciones[29]. Por el Matrimonio los casados se
convierten «como en un sólo sujeto tanto en todo el matrimonio como en la unión
en virtud de la cual vienen a ser una sola carne»[30]. Es claro que —como se
decía antes— los esposos, después de la unión matrimonial, siguen permaneciendo
como sujetos distintos: el cuerpo de la mujer no es el cuerpo del marido, ni el
del marido es el de la mujer. Sin embargo ha surgido entre ellos una relación de
tal naturaleza que la mujer en tanto vive la condición de esposa en cuanto está
unida a su marido y viceversa. De la misma manera que la Iglesia sólo es ella
misma en virtud de su unión con Cristo.
Ahora bien, «el amor de Cristo a la Iglesia tiene como finalidad esencialmente
su santificación: "Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella... para
santificarla" (Ef 5, 25-26)»[31]. Por eso, dado que el sacramento del
matrimonio hace partícipes a los esposos de ese mismo amor de Cristo y los
convierte realmente en sus signos y testigos permanentes, el amor y relaciones
mutuas de los esposos son en sí santos y santificadores; pero únicamente lo son
—desde el punto de vista objetivo— si expresan y reflejan el carácter y
condición nupcial. Si esta condición faltara tampoco llevaría a la santidad,
porque ni siquiera se podría hablar de amor conyugal auténtico. La santificación
del otro cónyuge —el cuidado por su santificación— desde la rectitud y fidelidad
a la verdad del matrimonio, es, por tanto, una exigencia interior del mismo amor
matrimonial y, consiguientemente, forma parte de la propia y personal
santificación.
La tarea de los esposos —en la que se cifra su santificación— consiste en
advertir el carácter sagrado y santo de su alianza conyugal —participación del
amor esponsal de Cristo por la Iglesia— y modelar el existir de sus vidas sobre
la base y como una prolongación de esa realidad participada. Algo que tan sólo
es dado hacer con el ejercicio de las virtudes sobrenaturales y humanas, en un
contexto de amor a la Cruz, condición indispensable para el seguimiento de
Cristo. La alianza conyugal, en sí misma santa, es entonces santificada
subjetivamente por los esposos a la vez que es fuente de su propia
santificación. De esta manera, además, sirve para santificar a los demás, porque
—entre otras cosas— gracias al
testimonio
visible de su fidelidad, se convierten ante los otros matrimonios y los demás
hombres en signos vivos y visibles del valor santificante y profundamente
liberador del matrimonio. El matrimonio es el sacramento que llama de modo
explícito a un hombre y una mujer determinados a dar
testimonio
abierto del amor nupcial y procreador.
4. El sacramento del Matrimonio como "don" y como "ethos"
Cuando la Encíclica Humanæ vitæ recuerda que los esposos cristianos deben
vivir «su vocación hasta la perfección» mediante el cumplimiento fiel de los
propios deberes, señala igualmente que, para ello, «son corroborados y como
consagrados» «con el sacramento del Matrimonio»[32]. El texto, aparte de
insistir en la especificidad de la vocación matrimonial, resalta el aspecto
sobre el que ahora se quiere reflexionar: «al hombre se le da en el matrimonio
el sacramento de la redención como gracia y signo de la alianza con Dios,
y se le asigna como ethos»[33].
Con la gracia santificaste —el matrimonio es un sacramento de vivos que confiere
el aumento de la gracia en los que no ponen óbice— este sacramento produce una
gracia sacramental peculiar. Es, en el fondo, el derecho a recibir, de parte de
Dios, los auxilios específicos necesarios para vivir su matrimonio según el
designio divino. Con estos auxilios los esposos se verán capacitados para hacer
que el existir diario de su matrimonio —respecto de sí mismos y los demás; y en
relación con las propiedades, fines, etc.— se convierta en imagen y signo fiel
del amor de Cristo y de la Iglesia. El hecho de que, por el sacramento, el
misterio de amor y unión de Cristo con la Iglesia se hace realidad de manera
particular y específica en el matrimonio de los esposos cristianos es, por
tanto, origen y cauce de la gracia propia de la vida conyugal. En otro caso no
se podría hablar de sacramento —porque no sería un signo eficaz de la gracia— o
no se podría hablar de un sacramento peculiar y distinto de los demás, ya que no
produciría unos efectos y gracias específicos y particulares[34].
Los deberes y exigencias propios del matrimonio —cuyo resumen último se concreta
en ser «el uno para el otro y para los hijos, testigos de la salvación»[35] a
través de su condición de esposos y padres— han de verse siempre como expresión
de la vocación. La relación sacramento-vocació
El matrimonio concedido al hombre como don y como gracia es una expresión eficaz
del poder salvífico de Dios, capaz de llevarle hasta la realización plena del
designio de Dios. Primero, porque le libera de la "dureza del corazón" en la que
está inmerso por el pecado original y que le dificulta el entender correctamente
la verdad del matrimonio; y después porque comporta la entrega efectiva de las
gracias para superar los obstáculos que en ese cumplimiento puedan sobrevenir.
Con el sacramento los cónyuges cristianos son ayudados por la presencia del
Espíritu Santo en su corazón, que les guía hasta el descubrimiento de la verdad
de la vocación matrimonial inscrita en la humanidad de su corazón, y les impulsa
orientar y configurar sus vidas según la ley de Dios[36].
Como "ethos" el sacramento del Matrimonio es, en el fondo, «una exhortación a
dominar la concupiscencia»[37], y, por tanto, a vivir la virtud de la castidad
de la manera que les es propia, sin la cual es imposible conseguir aquel
dominio[38]. Del sacramento nace como "don" y como "tarea" la libertad del
corazón —el dominio de la "concupiscencia"— con la que es posible «vivir la
unidad, y la indisolubilidad del matrimonio y además el profundo sentido de la
dignidad de la mujer en el corazón del hombre (como también de la dignidad del
hombre en el corazón de la mujer) tanto en la convivencia conyugal como en
cualquier otro ámbito de las relaciones recíprocas[39].
Cuando se afirma que uno de los fines del matrimonio es servir de "remedio a la
concupiscencia" se esta diciendo sin más que al matrimonio —como sacramento— le
corresponde como don o gracia particular —también como tarea— dominar el
desorden de las pasiones, estableciendo la armonía y libertad del corazón. En
este contexto «el matrimonio significa el orden ético introducido
conscientemente en el ámbito del corazón del hombre y de la mujer y en el de sus
relaciones recíprocas como marido y mujer»[40].
La consideración sacramental del Matrimonio conduce a poner de relieve que el
hombre y la mujer "históricos" —los que viven—, aunque son "hombres de la
concupiscencia"
AUGUSTO SARMIENTO
Universidad de Navarra
[1] Cfr. CONCILIO VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 32. Muchas
y autorizadas voces han reconocido en el Beato Josemaría Escrivá un precursor
del Concilio Vaticano II, especialmente en relación con la proclamación de la
llamada universal a la santidad. A propósito del matrimonio es particularmente
significativo el escrito El matrimonio, vocación cristiana, en Es
Cristo que pasa, Rialp, Madrid 1973, nn. 22-30. En ese escrito se inspira la
reflexión que aquí se hace.
[2] Cfr. CONCILIO VATICANO II, Const. dogm.. Lumen gentium,
n. 41.
[3] Cfr. Ibid., n. 40.
[4] Cfr. Ibid., n. 41.
[5] Cfr. CONCILIO VATICANO II, Const. dogm.. Gaudium et spes, n. 48.
[6] Cfr. Ibid.
[7] Cfr Ibid.
[8] Cfr. Ibid.
[9]
JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Es Cristo que pasa, n. 23.
[10] Cfr. JUAN PABLO II, Homilía a las familias, 12-X-1980: "Insegnamenti"
III, 2 (1980) 842 ss. Son diversos los caminos para identificar la naturaleza y
misión del matrimonio; pero, como recuerda la Exhortación Apostólica
Familiaris consortio, todas ellas han de reconducirse a la consideración
sacramental de la institución matrimonial: ésta es la perspectiva seguida por el
Señor en el diálogo con los fariseos, según se refiere en Mt 19, 10.
[11] Cfr. JUAN PABLO II, Alocución, 5-I-1983: "Insegnamenti" VI, 1 (1983) 41.
[12] Cfr. JUAN PABLO II, Exhort. Apost. Familiaris consortio , 22-XI-1981,
n. 12. La historia de la salvación, especialmente los libros proféticos, se
sirve del lenguaje y de las vicisitudes del amor matrimonial para revelar el
amor de Dios a su pueblo; a la vez ese amor viene a ser signo e imagen de la
alianza de Dios con su pueblo.
[13] Cfr. Ibid, n. 13.
[14] CONCILIO VATICANO II, Const. dogm.. Gaudium et spes, n. 48.
[15]
JUAN PABLO II, Exhort. Apost. Familiaris consortio, n. 13.
[16]
Ibid.
[17]
Ibid.
[18] JUAN PABLO II, Alocución, 27-X-1982: "Insegnamenti" V, 3 (1982) 937.
[19]
IDEM.,
Alocución al CLER y al FIDAP, 3-XI-1979: "Insegnamenti" II, 2 (1979) 1032.
[20]
Gn
2, 24. La Carta Apostólica de Juan Pablo Il, Mulieris dignitatem (15-VIII-1988)
sobre la dignidad de la mujer es una meditación profunda sobre esta doctrina a
partir sobre todo de los textos de Gn 1, 27-28, 21, 18-25 y Ef 5,
25-32; cfr. entre otros, los nn. 6-7, 10, 23.
[21] JUAN PABLO II, Exhort. Apost. Familiaris consortio, n. 56.
[22] CONCILIO VATICANO II, Const. dogm. Lumen gentium, n. 34.
[23]
Ibid.,
n. 41. El subrayado es nuestro.
[24] JUAN PABLO II, Exhort. Apost. Familiaris consortio, n. 56.
[25] Es claro que eficacia santificadora propia del matrimonio supone el recurso
a los demás sacramentos.
[26] Cfr. Ibid. n. 19. Al respecto dice la Carta Apost. Mulieris
dignitatem, 23: «En el texto paulino (Ef 5, 25-32) la analogía de la
relación esponsal va contemporáneamente en dos direcciones que constituyen la
totalidad del "gran misterio" ("sacramentum magnum"). La alianza propia
de los esposos "explica" el carácter esponsal de la unión de Cristo con la
Iglesia y, a su vez, esta unión —como "gran sacramento"— determina la
sacramentalidad del matrimonio de los esposos como alianza santa de los esposos,
hombre y mujer».
[27] JUAN PABLO II, Exhort. Apost. Familiaris consortio, n. 19.
[28]
Ibid.
[29] Cfr. JUAN PABLO II, Carta Apost. Mulieris dignitatem, nn. 10, 14,
25.
[30] JUAN PABLO II, Alocución, 25-VIII-1982, n. 3: "Insegnamenti" V, 3 (1982)
285-286.
[31]
Ibid,
287.
[32] Cfr. PABLO VI, Litt. enc. Humanæ vitæ, 25-VII-1968, n. 25.
[33] JUAN PABLO II, Alocución, 24-XI-1982, n. 7: "Insegnamenti" V, 3 (1982)
1434-1435.
[34] El matrimonio (sacramentum tantum) produce el vínculo conyugal (res
et sacramentum) y la gracia del sacramento del Matrimonio (res tantum).
Sin embargo, no existe unanimidad en los autores a la hora de explicar el modo
en el que las gracias y auxilios determinados son concedidos de hecho a los
esposos en las diferentes circunstancias y necesidades. La respuesta, como es
sabido, está ligada a la concepción que se tenga sobre la causalidad de los
sacramentos.
[35] Cfr. JUAN PABLO II, Exhort. Apost. Familiaris consortio, n. 3.
[36] Cfr. JUAN PABLO II, Alocución, 28-VII-1982: "Insegnamenti" V, 3 (1982)
132-135. Hablar del Matrimonio como sacramento es situarse en el marco de la
Historia de la Salvación y contemplar al hombre histórico y concreto —sometido a
la "concupiscencia"—
[37] Cfr. JUAN PABLO II, Alocución, 9-XII-1982: "Insegnamenti" V, 3 (1982) 1485.
[38] Cfr. CONCILIO VATICANO II, Const. past. Gaudium et spes n. 51; cfr.
JUAN PABLO II, Carta Apost. Mulieris dignitatem, nn. 14 y 17.
[39] JUAN PABLO II, Alocución, 12-I-1982: "Insegnamenti" V, 3 (1982) 1485.
[40]
Ibid.,
1486. La virginidad es el otro "don" que hace posible observar la rectitud de
ese orden.
[41] Cfr. Gal 5, 16.