El himno paulino a los Filipenses


Josemaría Monforte
 



 

 

Sumario

1. La carta a los Filipenses.- 2. Doctrina salvífica de la Carta a los Filipenses.- 3. El misterio de Cristo en el himno de Fil 2,6-11.

 

1. La Carta a los Filipenses

La iglesia de Filipos fue la primera fundada por Pablo al pasar a Europa. Era durante su segundo viaje, hacia el año 50 ó 51. Volvería a visitar Filipos, posiblemente dos veces más, durante su tercer viaje (cfr Act 20,1-2; 20,3), pero no parece que se detuviera por mucho tiempo. Teniendo en cuenta el origen de las personas que habitaban la ciudad [1], la mayor parte de los fieles debía de proceder de la gentilidad, junto con algunos conversos del judaísmo. Todos tenían gran amor al Apóstol y extremada generosidad [2].

Con la nueva etapa cristológico-cósmica, ahondamos ahora en el mensaje salvífico paulino. Esta etapa epistolar está ligada a su cuarto viaje misionero: desde el 57/58 es detenido en Jerusalén; desde el 61 a la primavera del 63, Pablo está en arresto domiciliario en Roma. Durante esta cautividad romana escribe las Cartas a Filemón, a los Colosenses y a los Efesios. La carta a los Filipenses probablemente fue anterior, escrita en una cautividad en Éfeso [3]. Por las circunstancias de prisión, estos cuatro escritos suelen llamarse Cartas de la Cautividad. El cambio de estilo y el progreso en la doctrina piden una cierta distancia entre estas Cartas —sobre todo Col y Eph— y las Grandes Epístolas. Pablo, en medio de sus cadenas [4], alcanza una nueva síntesis del misterio de Cristo . En estas Cartas se encuentran los grandes «himnos cristológicos» (Phil 2,6-11; Eph 1,3-14; Col 1,15-20), que vamos a analizar en la sucesivas collationes y que representan una profundización en el misterio del ser de Cristo: la preexistencia divina de Jesús, su venida al mundo, su humillación hasta la muerte en la cruz, su exaltación como Señor y su mediación en la obra de la creación.

«Quien ha leído los escritos de san Pablo sabe bien que él no se preocupó de narrar los hechos de la vida de Jesús, aunque podemos pensar que en sus catequesis contaba sobre el Jesús prepascual mucho más de lo que escribió en sus cartas, que son amonestaciones en situaciones concretas. Su intencionalidad pastoral y teológica se dirigía de tal modo a la edificación de las nacientes comunidades, que espontáneamente concentraba todo en el anuncio de Jesucristo como "Señor", vivo y presente ahora en medio de los suyos. De ahí la esencialidad característica de la cristología paulina, que desarrolla las profundidades del misterio con una preocupación constante y precisa: ciertamente, anunciar al Jesús vivo y su enseñanza, pero anunciar sobre todo la realidad central de su muerte y resurrección, como culmen de su existencia terrena y raíz del desarrollo sucesivo de toda la fe cristiana, de toda la realidad de la Iglesia.

Para el Apóstol, la resurrección no es un acontecimiento en sí mismo, separado de la muerte: el Resucitado es siempre el mismo que fue crucificado. También ya resucitado lleva sus heridas: la pasión está presente en él y, con Pascal, se puede decir que sufre hasta el fin del mundo, aun siendo el Resucitado y viviendo con nosotros y para nosotros. San Pablo comprendió esta identidad del Resucitado con el Cristo crucificado en el camino de Damasco: en ese momento se le reveló con claridad que el Crucificado es el Resucitado y el Resucitado es el Crucificado, que dice a san Pablo: "¿Por qué me persigues?" (Hch 9, 4). San Pablo, cuando persigue a Cristo en la Iglesia, comprende que la cruz no es "una maldición de Dios" (Dt 21, 23), sino sacrificio para nuestra redención» (Benedicto XVI, Audiencia general, 22-X-2008).

El Apóstol ahonda en la dimensión cósmica de la Redención que lleva a cabo Jesucristo. Contempla en la creación y redención la primacía absoluta y universal de Cristo y la proyecta al futuro de la historia de la salvación, reuniendo en la reconciliación con Dios a todos los que se oponían entre sí —judíos y gentiles—, que estaban dispersos por el pecado (Eph 1,9-10.15-23; Col 1,15-20). En este sentido, nadie puede salvarse solo; la instauración de una sociedad cristiana es como un anticipo y anuncio de la realidad futura. La eclesiología de las Cartas de la Cautividad se caracteriza por la maduración de la metáfora del «cuerpo», añadiendo la figura de la «cabeza» a los miembros (Eph 1,2; 4,5; Col 1,18; 2,10.19). Y al reflexionar sobre Cristo, esposo de la Nueva Alianza, proyecta también su luz sobre el matrimonio cristiano (Eph 5,22-33). Es precisamente en esta etapa cuando Pablo pone de relieve la tarea de la familia y en especial del matrimonio para llevar a cabo la obra redentora. Los años de esta maduración son los de los bienios 58-60 y 61-63.

La Carta a los Filipenses parece ser, pues, la primera de las Epístolas de la Cautividad y presenta ciertas diferencias con Colosenses y a los Efesios. En Filipenses aparece todavía viva la polémica con los judaizantes (cfr Phil 3,2.18), así como las alusiones a la colecta llevada a cabo por Epafrodito o Epafras (Phil 2,25; 4,18) [5], que había concluido al final del tercer viaje (cfr Rom 15,25-28). En cambio, el enviado de Eph y Col es Tíquico (cfr Col 4,7.8; Eph 6,21) acompañado por Onésimo, el esclavo fugitivo (cfr Philm 10-16) [6]. Mirando a los contenidos, en Phil no encontramos todavía desarrollada la «cristología cósmica» tan característica de Eph y Col; y tampoco se habla de la capitalidad de Cristo sobre el universo, ni aparece el término pléroma, que juega un papel importante en los otros dos escritos.

2. Doctrina salvífica de la Carta a los Filipenses

Filipenses es uno de los escritos menos doctrinales del Apóstol, si se exceptúa el pasaje del himno (Phil 2,6-11). Es sobre todo un testimonio del gran corazón de Pablo [7], así como un intercambio de noticias y una llamada de atención contra los "malos obreros" (¿judaizantes?). Sobre todo es un llamamiento a la unidad por el ejemplo de humildad de que nos dio Jesucristo, cantado en el himno de Phil 2,6-11. Éste ofrece un testimonio de especial valor sobre la fe primitiva en la preexistencia divina de Jesús: la vida cristiana tiene como modelo a Jesucristo; el ejemplo de su vida en la tierra ha de ser la pauta de actuación de todo cristiano en medio de las realidades temporales. Pablo llega a la conclusión de que el cristiano debe vivir la alegría aún en medio del sufrimiento. Dicho de otra manera, el camino que conduce a la santidad es la plenitud de vida cristiana, mediante la participación de los padecimientos de Cristo y la identificación con Cristo en la Cruz. Ser cristiano, por tanto, es procurar tener los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús (Phil 2,5), seguir su ejemplo. «Todos hemos de ser «ipse Christus» -el mismo Cristo. Así nos lo manda San Pablo en nombre de Dios: «induimini Dominum Iesum Christum» -revestíos de Jesucristo. Cada uno de nosotros -¡tú!- tiene que ver cómo se pone ese vestido del que nos habla el Apóstol; cada uno, personalmente, debe dialogar sin interrupción con el Señor» (San Josemaría, Forja, 74)

Y El se nos dio como modelo acabado haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de Cruz (Phil 2,8). El cristiano que lucha por estar unido a Cristo será, como Él, exaltado (Phil 2,9) a la gloria del cielo. Por ello, los sufrimientos que pueda padecer, hasta el derramamiento de sangre si fuera necesario, serán motivo de auténtica alegría (Phil 2,17); pues sabe que tanto la vida como la muerte se ordenan a la gloria de Dios a través de la unión con Cristo (Phil 1,20) [8].

De esta estrecha unión con Cristo viene el optimismo cristiano. Es cierto que los cristianos sufren dificultades. Pero la verdadera tristeza viene no de la contradicción externa, sino de la ambición desordenada que engendra la avaricia (Phil 2,15). En cualquier ambiente donde se encuentre un cristiano no debe olvidar que su ciudadanía está en los cielos (Phil 3,20), por eso debe comportarse de manera digna del Evangelio (Phil 1,27); esto es, con humildad, buscando no el propio interés, sino el de los otros (Phil 2,3-4); siempre alegres (Phil 4,4), irreprochables y sencillos (Phil 2,15); comprensivos con todos los hombres (Phil 4,5). La vida digna de los hijos de Dios, brillará en medio del mundo (Phil 2,15), alumbrando a todos con la luz de Cristo. De este modo, las realidades todas, y la misma persona humana, alcanzarán su auténtica dignidad y su verdadera grandeza cuando estén unidas a Cristo, que es Señor de todo el universo: Cuanto hay de verdadero, de honorable, de justo, de íntegro, de amable y de encomiable; todo lo que sea virtuoso y digno de alabanza, tenedlo en estima. Lo que aprendisteis y recibisteis, lo que oisteis y visteis en mí, ponedlo por obra; y el Dios de la paz estará con vosotros (Phil 4,8-9). Todo un programa positivo de vida cristiana.

«El Apóstol contempla fascinado el secreto escondido del Crucificado-resucitado y a través de los sufrimientos experimentados por Cristo en su humanidad (dimensión terrena) se remonta a la existencia eterna en la que es uno con el Padre (dimensión pre-temporal): "Al llegar la plenitud de los tiempos —escribe— envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva" (Ga 4, 4-5).

»Estas dos dimensiones, la preexistencia eterna junto al Padre y el descenso del Señor en la encarnación, se anuncian ya en el Antiguo Testamento, en la figura de la Sabiduría. En los Libros sapienciales del Antiguo Testamento encontramos algunos textos que exaltan el papel de la Sabiduría, que existe desde antes de la creación del mundo. En este sentido deben leerse pasajes como este del Salmo 90: "Antes de que nacieran los montes, o fuera engendrado el orbe de la tierra, desde siempre y por siempre tú eres Dios" (v. 2); o pasajes como el que habla de la Sabiduría creadora: "El Señor me creó, primicia de su camino, antes que sus obras más antiguas. Desde la eternidad fui fundada, desde el principio, antes que la tierra" (Pr 8, 22-23). También es sugestivo el elogio de la Sabiduría, contenido en el libro homónimo: "La Sabiduría se despliega vigorosamente de un confín al otro del mundo y gobierna de excelente manera el universo" (Sb 8, 1). [9]

3. El «misterio» salvífico de Cristo en el «himno» de Phil 2,5-11

El himno de Phil 2,6-11 es un resumen de la vida y obra redentora de Cristo [10]. Constituye un grandioso canto a la divinidad de Cristo, a su primacía y señorío sobre todo el universo; así entronca con uno de los temas centrales de las Epístolas de la Cautividad. El Cristo exaltado es el Hombre-Dios que nació y murió crucificado por nosotros. El himno, que podría ser una reelaboración paulina hecha sobre un texto litúrgico judeocristiano [11], proclama la naturaleza divina de Cristo preexistente a su Encarnación, y, por tanto, su consubstancialidad con Dios Padre. Recuerda su anonadamiento al hacerse hombre, pues se abajó hasta tomar la forma o naturaleza humana. Tras su muerte redentora, su exaltación gloriosa [12].

5Tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús,

6el cual, siendo de condición divina,

no consideró como presa codiciable el ser igual a Dios,

7sino que se anonadó a si mismo tomando la forma de siervo,

haciéndose semejante a los hombres;

y, mostrándose igual que los demás hombres,

8se humilló a si mismo haciéndose obediente hasta la muerte,

y muerte de cruz.

9Por lo cual Dios lo exaltó

y le otorgó el nombre

que está sobre todo nombre;

10para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble

en los cielos, en la tierra y en los abismos,

11y toda lengua confiese:

¡Jesucristo es el Señor!,

para gloria de Dios Padre.

Después de referirse a su situación personal (Phil 1,12-26), Pablo da a los filipenses cuatro consejos prácticos centrados en la constancia (1,27-30), la armonía (2,1-2), la humildad (2,3-11) y la entrega obediente. En la exhortación a la humildad es donde recoge este himno con un consejo-prólogo —Tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús (v.5)— que sirve de puente para empalmar los que acaba de aconsejar a los filipenses también sobre la humildad (Phil 2,3-4). «En tu vida, comenta san Josemaría, hay dos piezas que no encajan: la cabeza y el sentimiento. La inteligencia —iluminada por la fe— te muestra claramente no sólo el camino, sino la diferencia entre la manera heroica y la estúpida de recorrerlo. Sobre todo, te pone delante la grandeza y la hermosura divina de las empresas que la Trinidad deja en nuestras manos. El sentimiento, en cambio, se apega a todo lo que desprecias, incluso mientras lo consideras despreciable. Parece como si mil menudencias estuvieran esperando cualquier oportunidad, y tan pronto como —por cansancio físico o por pérdida de visión sobrenatural— tu pobre voluntad se debilita, esas pequeñeces se agolpan y se agitan en tu imaginación, hasta formar una montaña que te agobia y te desalienta: las asperezas del trabajo; la resistencia a obedecer; la falta de medios; las luces de bengala de una vida regalada; pequeñas y grandes tentaciones repugnantes; ramalazos de sensiblería; la fatiga; el sabor amargo de la mediocridad espiritual... Y, a veces, también el miedo: miedo porque sabes que Dios te quiere santo y no lo eres. Permíteme que te hable con crudeza. Te sobran "motivos" para volver la cara, y te faltan arrestos para corresponder a la gracia que El te concede, porque te ha llamado a ser otro Cristo, «ipse Christus!» —el mismo Cristo. Te has olvidado de la amonestación del Señor al Apóstol: "¡te basta mi gracia!", que es una confirmación de que, si quieres, puedes» (San Josemaría, Surco 166).

Cristo es el modelo de toda humildad, así como principio vital de la nueva vida social cristiana. «Este texto —enseña el Papa Benedicto—puede estar estructurado en tres estrofas, que ilustran los momentos principales del recorrido realizado por Cristo. Su preexistencia está expresada en las palabras: "A pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios" (v. 6). Sigue después el abajamiento voluntario del Hijo en la segunda estrofa: "Se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo" (v. 7), hasta humillarse "obedeciendo hasta la muerte y una muerte de cruz" (v. 8). La tercera estrofa del himno anuncia la respuesta del Padre a la humillación del Hijo: "Por eso Dios lo exaltó y le concedió el Nombre que está sobre todo nombre" (v. 9)» (Benedicto XVI, Audiencia general, 22-X-2008).

El comienzo viene a ser una confesión del kerigma primitivo. Se refiere al Cristo histórico cuando escribe: el cual, siendo de condición divina, no consideró como presa codiciable el ser igual a Dios... (2,6-7a). La expresión "siendo de condición divina" podría traducirse también como "subsistiendo en forma de Dios (en morfé tou Theou)". El vocablo morfé [13] parece que no debe ser entendido en sentido aristotélico [14], o como hacen algunos Padres de la Iglesia [15] interpretado como physis (naturaleza), sino más bien como algo relacionado con «el aspecto exterior» (imagen) de una cosa: a través de esa imagen se manifiesta su naturaleza íntima.

Ahora bien, tratándose de Dios, que no es visible, no se refiere a apariencias sensibles; por eso, la morfé tou Theou [16] es un modo de designar la naturaleza divina. Por ello, en el fondo, la interpretación de los Padres es acertada. El Apóstol quiere enseñar que Jesucristo es Dios, y que ya lo era antes de la Encarnación [17].

La expresión no consideró como presa codiciable el ser igual a Dios expresa que Cristo no pretendió que su ser Dios fuera algo que tenía que retener codiciosamente. La palabra harpagmos, que se ha traducido por "presa codiciable", puede tener sentido activo: "algo que vale tanto que puede ser objeto de rapiña"; o sentido pasivo: "algo que ha sido robado". Lo más probable es que los dos sentidos se mezclen, para indicar algo que no se ha conseguido con rapiña, ni se quiere mantener con avidez. Es evidente que el lenguaje es antropomórfico. Y sigue diciendo: sino que se anonadó a si mismo tomando la forma de siervo, haciéndose semejante a los hombres (v. 7b). Al afirmar ahora que «se anonadó a sí mismo» quiere expresar que Cristo no se despojó de su naturaleza divina, sino de aquella "gloria externa" que le correspondía y de la que lógicamente debería disfrutar su humanidad. El que existía desde la eternidad como Dios, a partir de la Encarnación, comienza a ser Hombre. No podía dejar de ser Dios, por eso su anonadamiento consiste en renunciar temporalmente al ejercicio de los derechos que devienen de su condición divina. Cuando se dice que Cristo «tomó la forma (morfé ) de siervo», se está indicando que se despojó del privilegio de la doxa divina: no se vació de la divinidad, sino del estado glorioso que le era propio según su divinidad y al que retornaría después en la exaltación. En otras palabras: hacerse hombre como nosotros es elegir el camino de la humildad y de la obediencia, que contrasta con la soberbia y desobediencia del primer hombre en el Paraíso. «Haciéndose semejante a los hombres y mostrándose igual que los demás hombres» es lo mismo que decir que Cristo fue en todo un hombre verdadero.

Y, mostrándose igual que los demás hombres, se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz (v. 8). Una humillación (kenosis ) que es también manifestación de la infinita bondad de Dios que ha querido salir al encuentro del hombre. La lección de humildad de Jesús llega a su «obediencia hasta la muerte» [18] a los planes salvíficos de Dios. Las palabras «y muerte de cruz» no se ajustan al ritmo del himno: es lícito pensar que sean una añadidura explicativa de Pablo para subrayar hasta dónde llegó el amor de Jesús. En consecuencia, este «anonadamiento» no consiste sólo en asumir una naturaleza humana, sino en asumirla «en forma de siervo», sin las condiciones gloriosas que le convenían por la unión con la Persona divina. En la expresión "siervo", esclavo, se está aludiendo también al sufrimiento del Señor, conectado con dos famosos textos del AT sobre el "Siervo de Yahwéh" [19].

«Lo que impresiona es el contraste entre el abajamiento radical y la siguiente glorificación en la gloria de Dios. Es evidente que esta segunda estrofa está en contraste con la pretensión de Adán, que quería hacerse Dios, y también está en contraste con el gesto de los constructores de la torre de Babel, que querían edificar por sí solos el puente hasta el cielo y convertirse ellos mismos en divinidad. Pero esta iniciativa de la soberbia acabó en la autodestrucción: así no se llega al cielo, a la verdadera felicidad, a Dios. El gesto del Hijo de Dios es exactamente lo contrario: no la soberbia, sino la humildad, que es la realización del amor, y el amor es divino. La iniciativa de abajamiento, de humildad radical de Cristo, con la cual contrasta la soberbia humana, es realmente expresión del amor divino; a ella le sigue la elevación al cielo a la que Dios nos atrae con su amor» (Benedicto XVI, Audiencia general, 22-X-2008).

En suma, la obediencia hasta la muerte y su humillación por tomar la forma de siervo son una gran revelación del amor de Cristo a los hombres, que prepara la exaltación: Por lo cual Dios lo exaltó y le otorgó el nombre-que-está-sobre-todo-nombre; para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese: ¡Jesucristo es el Señor!, para gloria de Dios Padre (Phil 2,9-11). El premio de la humillación es la exaltación (cfr Lc 14,11). Ésta se refiere a su naturaleza humana y consiste en la pública manifestación de su gloria, que le corresponde por la unión con la Persona divina del Verbo. Para los judíos «el nombre-que-está-sobre-todo-nombre» es el nombre de Dios (Yhwh), no pronunciado por respeto. La exclamación «¡Jesucristo es el Señor!» reproduce con toda probabilidad una primitiva profesión de fe en la Divinidad y en el Señorío de Cristo [20]. Jesús es el Mesías (Christos ) y es al mismo tiempo el Kyrios o Adonai, el Señor universal, con la misma palabra que en los LXX traduce el nombre de Yhwh [21].

Las expresiones y temas descritos por Pablo hacen patente que en Jesucristo alcanza su plenitud la Revelación hecha por Dios en el AT. Jesús repara con su muerte redentora la caída y desorden producido por el primer hombre. La desobediencia de Adán y la búsqueda de su propia exaltación produjeron el desastre del pecado y el reinado de la muerte. La humildad y obediencia de Cristo hasta la muerte de Cruz, han alcanzado la salvación para los hombres.

En suma, podemos decir que Pablo introduce directamente a sus filipenses en el punto central del misterio de Cristo. Cristo es la imagen increada del Padre, tiene la misma «figura de la substancia de Dios», está en el mismo plano de igualdad con Dios, tiene un derecho absoluto a la categoría y brillo exterior divino. El primer Adán creyó poder arrebatar para sí, a modo de fruto prohibido, el «ser como Dios». Y el segundo Adán no consideró robo el ser igual a Dios; era un señorío que le correspondía por derecho, en virtud de su eterno nacimiento del Padre.

«Y a pesar de esto, había renunciado al brillo exterior, escondiendo bajo la forma de siervo su origen divino, tal y como quería el Padre. Si hubiese pensado como vosotros, en su vida terrena habría alardeado de su derecho divino, se habría vengado de todas sus afrentas, habría mandado a las legiones de ángeles que luchasen por Él, habría hecho bajar fuego y azufre del cielo, y vendido su vida lo más cara posible. ¡Pero no lo hizo! ¿Es que había dejado tal vez de ser Dios? Bajo su apariencia material su divinidad estaba sólo velada. ¿Y tú, dejas de ser quien eres cuando cedes? La nobleza interior no la puede arrebatar nadie.

»La encarnación fue el primer «salto de Dios», como dice san Gregorio Magno, el salto del Infinito a la limitación de la criatura, el primer paso del renunciamiento de sí mismo. Pero el Encarnado entra todavía más profundamente en el abismo del propio anonadamiento. Una vez en posesión de nuestra naturaleza pasible, quiso privarse también de todo lo que hace la vida agradable, atractiva, cómoda, hermosa y tranquila. Hízose enteramente pequeño, pobre, obediente, sin deseos, formalmente sediento de abatimiento hasta la muerte de esclavo. Todo lo que significa ser hombre en el sentido más terrible, lo tomó sobre sí. Hízose llenar hasta el borde la copa del dolor, y la bebió hasta las heces. Y ahora, ¡queremos nosotros hombres pequeños engreírnos de un modo mezquino y porfiado de nuestros supuestos derechos, permanecer obstinados y no venir a un ajustamiento!

»La redención en la cruz fue el segundo «salto de Dios», del Ilimitado a la medida limitada de lo humano. Y si la vista de este descenso de Dios al abismo humano no debía bastar, entonces ¡mirad su subida, que después siguió! La medida del abatimiento es también la medida de la glorificación. El Padre ha hecho a la naturaleza humana de Jesús compañera en el trono y de la misma nobleza que Él, y le ha dado el título de Kyrios como al Rey de los reyes, al Señor de los señores, al Emperador de tres mundos, el celestial, el terrenal y el infernal.

¡Éste era de nuevo el verdadero Pablo! Más profundamente ya no se pueden, sin duda, echar los cimientos de la moral. Él pone siempre lo de todos los días en el marco de la eternidad. Los santos Padres y teólogos han visto en esta confesión de Cristo, en este carmen Christi, el más elevado arrebatamiento hímnico del alma de Pablo y su más profunda mirada al misterio de Cristo» (J. Holzner, San Pablo, heraldo de Cristo, Herder, Barcelona 2002, pp. 469-470)

Notas

[1] «Filipos era una ciudad de cierta importancia en tiempos de San Pablo, tanto desde el punto de vista comercial como por su historia. Estaba situada en Macedonia, junto a la frontera con Tracia, sobre la Via Egnatia, calzada romana que atravesaba ambas regiones de Este a Oeste, y era lugar de paso obligado para quienes, procedentes de Asia Menor, llegaban a Europa camino de Grecia. Enclavada sobre una colina, muy cerca del mar, dominaba un precioso valle. Allí, en el siglo IV a.C., había establecido Filipo de Macedonia, padre de Alejandro Magno, un campamento fortificado al que dio su nombre. El año 168 a.C. fue conquistada por los romanos, y en el año 42 a.C. Augusto, como agradecimiento por la victoria contra Bruto y Casio, le dio el título de Colonia Iulia Augusta Philippensis, y también le concedió el ius italicum, que proporcionaba a sus habitantes los mismos derechos y privilegios de que disfrutarían si su ciudad estuviese en Italia. A mediados del siglo I, según atestiguan diversas inscripciones, al menos la mitad de su población era de origen y cultura romanos, y se mostraban muy celosos de su ciudadanía romana (cfr Act 16,21). Muchos de ellos había servido en los ejércitos de Roma y, una vez licenciados, se establecieron en esta ciudad. La colonia judía, en cambio, debía ser muy exigua, tanto que ni siquiera tenía una sinagoga -al contrario de lo que era habitual en casi todas las grandes ciudades-, por lo que debían de reunirse para sus ritos y abluciones en la orilla del río (cfr Act 16,13)» (AA.VV., Sagrada Biblia.San Pablo: Epístolas de la Cautividad, vol. 8, Eunsa, Pamplona 1986, pp. 147-148).

[2] Pablo da muestras de gran confianza en ellos, pues son los únicos de los que acepta recibir ayuda material (cfr Phil 4,15), y les manifiesta especial afecto: Os tengo en el corazón (Phil 1,7), hermanos míos queridos y añorados, mi gozo y mi corona (Phil 4,1).

[3] «Pablo está preso en el momento en que les escribe (Phil 1,7.12-17). Por mucho tiempo se ha creído que se trataba del primer cautiverio romano. Con todo, las frecuentes y (aparentemente) fáciles relaciones que los filipenses tiene con él y con Epafrodito que estaba junto a él entonces (Phil 2,25-30), sorprenden, de encontrarse en la lejana Roma. De hallarse Pablo en Roma (o en Cesarea, tercera ciudad conocida del cautiverio paulino), es difícil comprender que el envío de dinero con Epafrodito fuera la primera ocasión para ayudar al Apóstol después de sus limosnas del segundo viaje (Phil 4,10.16), pues había estado ya otras dos veces entre ellos en el curso del tercer viaje. Todo se explica mejor si Pablo escribe antes de estas dos nuevas visitas, es decir, en Éfeso el 56/57, en el momento en que espera dirigirse a Macedonia después de su liberación (comparar Phil 1,26; 2,19-24 y Act 19,21ss; 20,1; 1 Cor 16,5). Las alusiones al «pretorio» (Phil 1,13) y a la «Casa del César» (Phil 4,22) no ofrecen dificultad, porque había destacamentos pretorianos en las grandes ciudades, especialmente en Éfeso, al igual que en Roma. Tampoco es obstáculo insuperable el silencio respecto de un cautiverio paulino en Éfeso, porque Lucas nos ha dicho muy pocas cosas de aquella estancia de tres años, y Pablo deja entender que allí encontró muy graves dificultades (1 Cor 15,32; 2 Cor 1,8-10). Si se admite esta hipótesis, hay que separar Phil de Col, Eph y Philm, y relacionarla con las Grandes Epístolas, especialmente con 1 Cor. El estilo y la doctrina de la epístola, lejos de oponerse, más bien favorecen esta vinculación» (Biblia de Jerusalén, "Introducción a las epístolas de San Pablo").

Se ha difundido mucho en los últimos años la teoría de una cautividad de Pablo en Efeso. Se trata de una conjetura razonable, aunque no tenemos datos históricos fehacientes. Sólo conocemos dos cautividades un tanto prolongadas: dos años en Cesarea (57-59 ó 58-60) y otros dos en Roma (61-63).

[4] Son cinco las Cartas que mencionan "sus cadenas" (Phil 1,7.13.14.16; 4,8; Col 4,18; Phlm 10,13; 2 Tim 2,9) y/o su estado de prisionero (Eph 3,1; 4,1; Philm 1,9; 2 Tim 1,18).

[5] Sobre cfr Phil 2,26-30. Sobre Timoteo cfr Phil 2,19-24. Vid. José María Casciaro-José María Monforte, Jesucristo, Salvador de la humanidad. Panorama bíblico de salvación, Eunsa, Pamplona 1997, pp. 473-480.

[6] A lado de Pablo están, además de Timoteo (Col 1,1; Philm 1), varios colaboradores: Epafras, Aristarco, Marcos, Jesús el Justo, Lucas y Demas (Col 4,10-14; Philm 23.24). Este grupo cuadra mejor con una permanencia en Roma (cfr 2 Tim 4,9-12; 1 Pet 5,13). Llama la atención la ausencia en Phil de los nombres de Marcos, muy conocido en la comunidad romana, y sobre todo de Lucas.

[7] «A diferencia de la carta a los Romanos, esta carta a los Filipenses fue escrita más con el corazón que con la mente, y por eso no se llega a descubrir su estructura unitaria bien clara. Esta falta de unidad ha sido aprovechada por la crítica para descubrir en ella dos o tres cartas. Pero, como de ordinario, yo creo que no hay que imponerle a Pablo nuestra lógica. Es un error que debería ceder finalmente ante el análisis hermenéutico y estructural» (Segalla, G., Panoramas del NT, Verbo Divino, Estella 1989, p. 283).

[8] Así se explica que el Apóstol afirme que para él morir es una ganancia (Phil 1,21) y manifieste, además, el deseo de morir para estar con Cristo (Phil 1,23). Y así como la muerte encuentra su sentido en Cristo, así también la vida es una vida en Cristo, más aún para mí, el vivir es Cristo (Phil 1,21)

[9] «Los mismos textos sapienciales que hablan de la preexistencia eterna de la Sabiduría, hablan de su descenso, del abajamiento de esta Sabiduría, que se creó una tienda entre los hombres. Así ya sentimos resonar las palabras del Evangelio de san Juan que habla de la tienda de la carne del Señor. Se creó una tienda en el Antiguo Testamento: aquí se refiere al templo, al culto según la "Torá"; pero, desde el punto de vista del Nuevo Testamento, podemos entender que era sólo una prefiguración de la tienda mucho más real y significativa: la tienda de la carne de Cristo. Y ya en los libros del Antiguo Testamento vemos que este abajamiento de la Sabiduría, su descenso a la carne, implica también la posibilidad de ser rechazada.

San Pablo, desarrollando su cristología, se refiere precisamente a esta perspectiva sapiencial: reconoce en Jesús a la Sabiduría eterna que existe desde siempre, la Sabiduría que desciende y se crea una tienda entre nosotros; así, puede describir a Cristo como "fuerza y sabiduría de Dios"; puede decir que Cristo se ha convertido para nosotros en "sabiduría de origen divino, justicia, santificación y redención" (1 Co 1, 24.30). De la misma forma, san Pablo aclara que Cristo, al igual que la Sabiduría, puede ser rechazado sobre todo por los dominadores de este mundo (cf. 1 Co 2, 6-9), de modo que en los planes de Dios puede crearse una situación paradójica: la cruz, que se transformará en camino de salvación para todo el género humano. Un desarrollo posterior de este ciclo sapiencial, según el cual la Sabiduría se abaja para después ser exaltada a pesar del rechazo, se encuentra en el famoso himno contenido en la carta a los Filipenses (cf. Flp 2,6-11)» Benedicto XVI, Audiencia general, 22-X-2008).

[10] Todos los exegetas están de acuerdo que se trata de un himno, por el ritmo de las frases, el uso del paralelismo —tan semejante al del libro de los Salmos y a la poesía hebrea— y algunas expresiones que no son paulinas.- Cfr Aranda, G., La historia de Cristo en la tierra, según Fil 2,6-11, en "Scripta Theologica" 14 (1982) 219-236.- Fitmyer, J.A., Carta a los Filipenses, en el Comentario Bíblico San Jerónimo, Ed. Cristiandad, Madrid 1972, vol iii, p. 631. Hay autores que lo califican como "un himno a Cristo para ayudar a la humildad comunitaria" (Legasse, S., La Carta a los Filipenses, Verbo Divino, Estella 1991, pp. 22-35); y otros que lo consideran "un himno a la alegría" (Brunot, A., Los escritos de San Pablo, Verbo Divino, Estella 1991, pp. 246-248), destacando en estas dos virtudes el contenido fundamental de esta epístola. «Se trata de uno de los textos más elevados de todo el Nuevo Testamento, dice el Papa Benedicto. Los exegetas, en su gran mayoría, concuerdan en considerar que este pasaje contiene una composición anterior al texto de la carta a los Filipenses. Este es un dato de gran importancia, porque significa que el judeo-cristianismo, antes de san Pablo, creía en la divinidad de Jesús. En otras palabras, la fe en la divinidad de Jesús no es un invento helenístico, surgido mucho después de la vida terrena de Jesús, un invento que, olvidando su humanidad, lo habría divinizado. En realidad, vemos que el primer judeo-cristianismo creía en la divinidad de Jesús; más aún, podemos decir que los Apóstoles mismos, en los grandes momentos de la vida de su Maestro, comprendieron que era el Hijo de Dios, como dijo san Pedro en Cesarea de Filipo: "Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo" (Mt 16,16)» (Benedicto XVI, Audiencia general, 22-X-2008).

[11] Sobre el origen de este himno hay un impresionante número de estudios, pues por su contenido es de una importancia capital para la cristología. Un resumen de las diversas posturas exegéticas, en George-Grelot, Introducción crítica al NT, cit., pp. 578-580.

[12] En el himno suelen distinguirse dos estrofas: la primera que trata del Cristo preexistente, de su encarnación y de su kenosis (vaciamiento), y una segunda que habla de su exaltación. También otros hacen una división en tres estrofas, correspondiente cada una a un momento de la vida de Cristo: preexistencia (vv. 6-7b); anonadamiento (vv. 7c-8); y exaltación (vv. 9-11).- Cfr AA.VV., Sagrada Biblia. San Pablo: epístolas de la Cautividad, vol. 8, cit., p. 182.- Cfr etiam AA.VV., Il Messaggio della Salvezza, . cit., vol 7, pp. 556-566.

[13] Con este vocablo los LXX indican la apariencia exterior. El equivalente de la forma externa aplicada a Dios sería la "gloria" (el kabod hebreo o la doxa griega).

[14] Física, 1,7.

[15] Como el Crisóstomo (PG 62,219) o Teodoreto (PG 82,569).- Sobre la interpretación de Phil 2,6-11 en los Santos Padres cfr Henry, P., voz kénose, en Súpplément au Dictionnaire de la Bible, Paris 1957, cols. 56-135.

[16] Así como en Phil se dice en morfé tou Theou, en Col se lee eikon tou Theou., figura o imagen de Dios.

[17] Cfr Profs. Compañía de Jesús, La Sagrada Escritura, BAC, Madrid 1964, NT vol 2: en pp. 754 y ss se encuentra una exégesis pormenorizada del himno.

[18] «La muerte es el punto de destino de un camino emprendido en libertad. Para él, y solo para él, es también la muerte un acto libre. Pero, por otra parte, es esta muerte la que demuestra que él se ha hecho realmente uno de los nuestros. La muerte es, en efecto, el destino que une a todos los hombres, de cualquier procedencia o raza, de cualquier origen o filosofía. No es que en la muerte todos sean iguales, sino que en la muerte todos confluyen. Allí dan todos los caminos, altos o bajos, que discurren por este mundo. El que muere es hombre. Sólo aquél que conoce la prehistoria de este Unico sabe de libertad de morir» (Gnilka, J., Carta a los Filipenses, Herder, Barcelona 1971, pp. 41-42.

[19] En efecto, Jesucristo asume el papel de «siervo» al aceptar voluntariamente el camino de la obediencia, con la figura del Siervo de Yhwh: de Isaías, que con su humillación y muerte es causa de salvación para todos (cfr Is 53,2-11).- Cfr Aranda, G., La historia de Cristo en la tierra, según Fil 2,6-11, cit. pp. 341-348.

[20] Hay resonancias de esta profesión de fe en muchos otros textos paulinos. Por ejemplo, 1 Cor 12,3; Rom 10,9; etc. En Col 2,6 se contempla el señorío de Jesús desde una perspectiva universal y cósmica.

[21] «Además de la carta a los Filipenses, hay otros lugares de la literatura paulina donde los temas de la preexistencia y el descenso del Hijo de Dios a la tierra están unidos entre sí. Una reafirmación de la identificación entre Sabiduría y Cristo, con todas sus implicaciones cósmicas y antropológicas, se encuentra en la primera carta a Timoteo: "Él ha sido manifestado en la carne, justificado en el Espíritu, visto de los ángeles, proclamado a los gentiles, creído en el mundo, levantado a la gloria" (1 Tm 3, 16). Sobre todo con estas premisas se puede definir mejor la función de Cristo como Mediador único, en la perspectiva del único Dios del Antiguo Testamento (cf. 1 Tm 2, 5 en relación con Is 43, 10-11; 44, 6). Cristo es el verdadero puente que nos guía al cielo, a la comunión con Dios» (Benedicto XVI, Audiencia general, 22-X-2008).