El "Dios Trinidad" y el misterio de la Cruz


Bruno Forte
 



 

 


Conferencia del Prof. Bruno Forte en Roma, el 28 de enero de 2002 sobre el "aggiornamento" teológico, en la Congregación para el Clero.

Sumario

1. Introducción.- 2. La cruz, historia del Hijo.- 3. El Padre «sufre a través del Amor».- 4. La presencia del Espíritu Santo en la hora de la Cruz.- 5. La Cruz, luz de la Resurrección.- 6. Tres figuras del Amor eterno.- 7. El Padre, eterno amante.- 8. El Hijo, eterno Amado.- 9. El Espíritu Santo, comunión del Amor divino.

Introducción

La entera existencia cristiana puede ser considerada como el "Amén" con que concluimos el «Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo», confesando la fe trinitaria; y el otro "Amén" con que concluimos la señal de la Cruz que hacemos «en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo». Así hacemos memoria del Bautismo y proclamamos la orientación de toda la existencia y de la historia a la Trinidad.

Precisamente por esto, resulta dolorosa la constatación de una especie de "exilio de la Trinidad" en la práctica y el pensamiento de los cristianos. Ya Karl Rahner había observado que "si se debiese suprimir, como falsa, la doctrina de la Trinidad, gran parte de la literatura religiosa podría mantenerse casi inalterada"; y, lo que es peor, la vida de los creyentes no cambiaría casi nada.

En los últimos decenios la teología católica ha realizado un verdadero y propio "retorno a la patria trinitaria". Juan Pablo II lo ha favorecido imprimiendo un fuerte sello trinitario a su magisterio. En los textos de teología, se había operado una separación esquemática de los dos tratados: «Sobre Dios Uno» y «Sobre Dios Trino». El primero se consagraba al Dios asequible a mente humana, incluso a la mera especulación filosófica; mientras que en el segundo se trataba de lo específico de la revelación cristiana, es decir, el misterio de la Trinidad de Dios. Este esquema ha sido superado en favor de una fecunda integración de las dos perspectivas. Partiendo del evento pascual se contempla la Trinidad en su comunicarse al hombre en la "economía" de la salvación. Así se reconoce de una parte, que la Cruz del Hijo es de alguna manera "narración" de la Trinidad (el Padre envía a su Hijo con la misión de entregar su Espíritu en la Cruz, lo cual es cumplido plenamente en el amor del Espíritu Santo); y de otra, que la confesión trinitaria es inseparable para nosotros del "concepto" de la Cruz (en el acontecimiento de la Cruz están implicadas las tres Personas divinas).

Esto es, entre otras cosas, el mensaje que la tradición iconográfica del Occidente ha expresado, representando la Trinidad mediante la imagen del madero de la Cruz, del cual cuelga, abandonado en el infinito dolor y en la suprema soledad de la muerte, el Hijo, mantenido entre los brazos del Padre, mientras la paloma del Espíritu une y separa a quien Abandona y a quien es Abandonado. La Trinidad de Masaccio en Santa María Novella en Florencia, deja entender como la Cruz no es solamente un evento de la historia de este mundo. El Crucificado muere entre los brazos de Dios. Su muerte no es la atea "muerte de Dios", sino la "muerte en Dios", Trinidad divina.

Con otras palabras, la muerte toca profundamente a Dios, en su misterio de Padre, Hijo y Espíritu, por el evento que se cumple en el silencio del Viernes Santo. La fe cristiana no profesa a un Dios imperturbable, espectador del dolor humano desde lo alto de una infinita lejanía, sino a un Dios "compasionado" como decía el italiano del siglo XIV, un Dios que, habiendo amado a su criatura y aceptando el riesgo de la libertad, la amó hasta el fin. Es este amor "hasta el final" (Jn 13, 1) el que motiva ¡el dolor infinito de la Cruz!

2. La cruz, historia del Hijo

Ante todo, en la Cruz se ofrece el Hijo de Dios. Como decían los Concilios de la Iglesia antigua: "Unus de Trinitate passus est" (Uno de la Trinidad ha padecido). "Deus crucifixus" (Dios crucificado), afirmaba Agustín. ¿Qué significan estas fórmulas paradójicas? ¿qué quiere decir que en la Cruz la muerte toca al Hijo de Dios? Es Pablo quien lo explicará en la Carta a los Gálatas: "[el Hijo de Dios] me amó y se entregó por mí" (2, 20 ). La Cruz es la revelación del amor, por el cual el Hijo se ha entregado a la muerte por nosotros. El paso del Hijo de Dios entre los hombres no ha sido "un paseo", un juego divertido. Se ha convertido en Compañero de nuestro dolor, ha compartido nuestra fatiga de vivir, nuestros cansancios, ha llorado el llanto del amor. "Mirad como lo amaba" (Jn 11, 36), dicen de Él, viéndolo llorar frente a la muerte del amigo Lázaro. Cristo ha muerto en la Cruz por amor nuestro.

La Cruz es la historia del Hijo eterno que sufriendo nos ha revelado su infinito amor. Es desde la Cruz que el Hijo pronuncia la palabra empleada por los místicos: "No te he amado en broma" (Angela de Foligno). Si los hombres pensasen verdaderamente en estas palabras "los amó hasta el final", cuántas resistencias y miedos caerían frente al Amor, que se ha hecho humilde, crucificado, abandonado ¡en el infinito dolor de la Cruz!

3. El Padre «sufre a través del Amor»

En efecto, la Cruz no es sólo la historia (del sufrimiento) del Hijo: éste es entregado a la muerte por Dios, su Padre. Es el Padre quien tiene entre los brazos el madero de la vergüenza; el "árbol del abandono". Y es de nuevo Pablo quien lo afirma en su Carta a los Romanos: "Dios ni siquiera perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros" (8, 32). Y Juan dice: "¡Tanto amó Dios al mundo! que dio al Hijo Único por todos nosotros" (3, 16).

Dios no es imperturbable. Él sufre por amor nuestro. Es el Dios que Juan Pablo II en la Encíclica Dominun et vivificantem, muestra como el Padre capaz de vivir un infinito amor, justamente porque es capaz de tener un infinito dolor. El designio del Padre sobre la redención del pecado "¿no deberá significar también la revelación del dolor, inconcebible e inexpresable que, a causa del pecado, el Libro sagrado […] parece entrever en las "profundidades de Dios" y, en un cierto sentido, en el corazón mismo de la sublime Trinidad?…"

En las "profundidades de Dios" hay un amor de Padre que, frente al pecado del hombre, según el lenguaje bíblico, reacciona hasta el punto de decir: "Estoy arrepentido de haber hecho al hombre"… Se tiene, así, un paradójico misterio de amor: en Cristo sufre un Dios rechazado por la misma criatura… y, a la vez, desde las profundidades de este sufrimiento, el Espíritu consigue una nueva medida del don hecho al hombre -y a la creación entera- al principio. "En las profundidades del misterio de la Cruz actúa el amor" (n. 39 y 41).

Si esto es así, nadie es un número delante de Dios Padre: Él nos conoce uno a uno y nos ama con un amor eterno, infinito y sufre por nuestro pecado, con un sufrimiento de cuya profundidad no conseguimos siquiera entrever el sentido. Dios es Amor: es así como nos lo presenta la Primera carta de Juan: "Queridos míos, amémonos unos a otros, porque el amor viene de Dios. Todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. El que no ama no ha conocido a Dios, pues Dios es amor". (1 Jn 4, 7-8). El modo en el que Juan llega a decir que Dios, el Padre, es Amor, lo explican los versículos que siguen "Mirad cómo se manifestó el amor de Dios entre nosotros: Dios envió a su Hijo Único a este mundo para que tengamos vida por medio de él. En esto está el amor: no es que nosotros hayamos amado a Dios, sino que Él nos amó primero y envió a su Hijo como víctima por nuestros pecados" (1 Jn 4, 9-10). He aquí la revelación del infinito Amor: Dios sufre por amor nuestro; Dios se compromete con el dolor humano y no nos deja solos en la noche del dolor. "¡El Padre mismo no es sin dolor!… sufre a través del amor" (Orígenes).

4. La presencia del Espíritu Santo en la hora de la Cruz

También el Espíritu Santo está presente en la hora de la Cruz de un modo misterioso y real. Dice el cuarto Evangelio que Jesús "inclinando la cabeza entregó el Espíritu" (19, 30), ¿Qué puede significar ésta entrega del Espíritu Santo en el silencio del Viernes Santo? Puede ser entendido en una lectura del Nuevo Testamento a la luz del Antiguo. En los textos de la espera hay una ecuación clara: cuando Israel va en el exilio, Dios retira su Espíritu del pueblo elegido; el exilio equivale a la ausencia del Espíritu. Cuando Israel vuelva a la tierra de la promesa de Dios, que es su patria, Dios derramará su Espíritu en cada carne y todos profetizarán. Es el anuncio de las profecías del Espíritu, que vienen a realizarse en el día de Pentecostés. Si el exilio es la dolorosa ausencia del Espíritu, la Patria es la nueva efusión de Él, es la alegría de la vida del Consolador que entra en el corazón de nuestro corazón y, quitándonos el corazón de piedra nos dona un corazón de carne. Cuando Jesús entrega el Espíritu, Él, el Hijo de Dios, entra en el exilio de los "sin Dios" de los "malditos de Dios". Dice Pablo "Dios lo trató como pecado a nuestro favor" (2 Cor 5, 21); "Cristo se ha convertido en maldición para nosotros" (Gál 3, 13). La Patria ha entrado en el exilio: ¡Ésta es la buena nueva de la Cruz! Ahora ya no habrá más situación humana de dolor, de miseria y de muerte, en la que la criatura humana pueda sentirse abandonada por Dios. Si el Padre ha tenido entre sus brazos al Abandonado del Viernes Santo, tendrá entre sus brazos a todos nosotros, cualesquiera que sea la historia de pecado, de dolor y de muerte de la cual nosotros provenimos. A quien advierta el peso del dolor de la muerte, el Evangelio de la Cruz, "locura" para los griegos y "escándalo" para los judíos, dice que no está solo. "Con amor eterno te he amado" (Jer 31, 3). "Te he tenido entre mis brazos" (Sal 131, 2). "Te tengo grabada en la palma de mis manos" (Is 49, 16): y aunque una madre se olvidase de su hijo, "Yo nunca me olvidaría de ti" (Is 49, 15).

Es, pues, la Cruz la buena nueva, el Evangelio del amor de Dios: ¡es a los pies de la Cruz que nosotros descubrimos que Dios es Amor! Este es el Evangelio de la salvación: nosotros hemos creído en el amor. Nosotros creemos no sólo que Dios exista: para creer en esto, ¡basta contemplar en profundidad el misterio del mundo! Nosotros creemos en un Dios personal, en un Dios que es amor y que nos ama con un amor siempre nuevo y personalizado, con un amor impulsado hasta el infinito dolor de la Cruz. Es este el Dios de la Cruz: el Dios de la caridad sin fin…

5. La Cruz, luz de la Resurrección

La resurrección ilumina la Cruz de eternidad, para decirnos que la historia que en ella se ha consumado, no se ha cerrado en el pasado, sino más bien continuará a escribirse en todas las historias del dolor del mundo que querrán abrirse al don de la vida, acogiendo el Espíritu entregado por Jesús a la hora de la Cruz y a Él restituido en la hora de la Pascua. Este Espíritu es, por lo tanto, donado al Resucitado (cf. Rom 1, 4) y de Él a nosotros como Espíritu de resurrección y de vida. Por esto, la Pascua es la buena nueva del mundo, el fundamento de la esperanza, que no frustra. En el don de la reconciliación se cumple en la Pascua, el Espíritu es ganado para nosotros; y nosotros podemos por esto entrar en el corazón divino de la Trinidad y el mundo entero está llamado a convertirse en la Patria de Dios, cuando el Hijo entregará todas las cosas al Padre y Dios será "todo en todos" (1 Cor 15, 28).

6. Tres figuras del Amor eterno

Por lo tanto, tres son las figuras del Amor eterno, que actúan a la hora de la Cruz y en la de la Pascua, tres divinas Personas - como lo indicará la teología, aunque sea balbuceando. Estas deben contemplarse en la propiedad específica de cada una, teniendo siempre presente que uno y único es el Dios amor, la Trinidad en la única esencia de la divinidad. Esto significa reconocer que Dios no es soledad: para amar se necesita, al menos, ser dos; en una relación tan rica y profunda que pueda ser abierta, en cuanto es otra respecto a los dos. Dios Amor es comunión de los tres, el Amante, el Amado y el Amor recibido y donado: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.

Creer en este eterno amor significa creer que Dios es uno en Tres Personas, en una comunión tan perfecta, que los Tres son uno en el Amor, y juntos según relaciones tan reales, subsistentes en la única esencia divina, que estos son verdaderamente Tres en el dar y recibir amor, en el encontrarse y en el abrirse al amor: "En verdad ves la Trinidad, si ves el amor" (Agustín, De Trinitate, 8, 8, 12). "He aquí tres: el Amante, el Amado y el Amor" (ibid 8, 10, 14).

7. El Padre, eterno amante

El primero de los Tres, el Padre, es - como se afirma en la primera carta de Juan - el Dios que es "Amor" (1 Jn 4, 8, 16). Es Él el origen del amor y ha entregado Su Hijo a la muerte por amor a nosotros: "no ha perdonado siquiera a su propio Hijo" (Rm, 8, 32). El Padre es la eterna Fuente del Amor, el Origen, el Principio sin principio de la caridad eterna, la gratuidad del amor sin fin: "Dios no ama porque somos bellos y buenos; Dios nos hace buenos y bellos porque nos ama" (Lutero). Dios Padre es el amor que no terminará jamás, la gratuidad eterna del Amor.

Es Él quien también inicia en nosotros lo que nosotros no seríamos jamás capaces de iniciar solos. Dios nos ha hecho capaces de amar, amándonos primero; y no se cansará jamás de amarnos. Amados, comenzamos a amar: "Los hombres nuevos cantan el cántico nuevo" (Agustín). El Padre es el eterno Amante que desde siempre ha amado y que suscita en nosotros la historia del amor, contagiándonos su gratuidad.

8. El Hijo, eterno Amado

Si el Padre es el eterno Amante, el Hijo es el eterno Amado, Aquél que desde siempre se ha dejado amar. El Hijo nos hace entender que no es divino sólo el amor: es divino también el dejarse amar, el recibir el amor. No es divina sólo la gratuidad: es divina la gratitud. ¡Dios sabe decir gracias! El Hijo, el Amado es la acogida eterna, es Aquél que desde siempre sabe decir sí al Amor, la obediencia viviente del Amor.

El Espíritu hace presente en nosotros al Hijo, cada vez que sabemos decir gracias, porque sabemos acoger el amor ajeno. No basta comenzar a amar, se necesita dejarse amar, ser humildes frente al amor ajeno, hacer espacio a la vida, acoger al otro. Es así que se deviene icono del Hijo: en la acogida del amor. Donde no se acoge al otro, sobre todo, al diverso, no se acoge Dios, no se es imagen del Hijo eterno.

9. El Espíritu Santo, comunión del Amor divino

Para terminar, en la relación del Amante y del Amado se sitúa el Espíritu Santo. En la contemplación del misterio de la Tercera Persona divina existen dos grandes tradiciones teológicas, la de Oriente y la de Occidente. En la tradición occidental - posterior a Agustín - el Espíritu es contemplado como el vínculo del Amor eterno, que une el Amante y el Amado. El Espíritu es la paz, la unidad, la comunión del Amor divino.

Por esto, cuando el Espíritu entra en nosotros nos une entre nosotros mismos, reconciliándonos; nos une a Dios y a los demás. El Espíritu dona el lenguaje de la comunión y hace tejer pactos de paz, nos hace capaces de la unidad, porque entre el Amante y el Amado está su Amor personal, el vínculo de la caridad eterna, donado por el Uno y recibido por el Otro. Junto a esta tradición está la de Oriente, donde el Paráclito es llamado "éxtasis de Dios". Según esta concepción el Espíritu es Aquél que rompe el cerco del Amor, y viene a realizar en Dios la verdad de que "amar no significa mirarse a los ojos, sino mirar juntos hacia la misma meta" (A. de Saint-Exupéry). Así obra el Espíritu en Dios: no sólo une al Amante con el Amado, sino que hace "salir" a Dios de sí, en cuanto es Don divino, "éxtasis", "estar fuera" de sí, el éxodo sin retorno del Amor.

Cada vez que Dios "sale" de sí [se dona], lo hace en el Espíritu: así sucede en la creación ("el Espíritu se cernía sobre las aguas…": Gén 1, 2); así en la profecía; así en la Encarnación ("la potencia del Altísimo te cubrirá con su sombra": Lc 1, 35); así en la Iglesia sobre la cual se derrama el Espíritu en Pentecostés (cf. Ac 2, 1-13). El Espíritu es, entonces, la libertad del amor divino, el éxodo, el don del Amor. Cuando nos hayamos dejado alcanzar y transformar por el Espíritu, no podremos quedarnos mirándonos a los ojos: tendremos la necesidad de salir y de llevar a los demás el don del amor con el que hemos sido amados. Sólo donde hay esta urgencia del amor, quema el fuego del Espíritu: un creyente o una comunidad que hubiese acogido el don del Espíritu, pero que no viviese este éxtasis del amor, esta necesidad incontenible de llevar a los demás el don de Dios con el testimonio de la palabra y en el servicio de la caridad, no habría realizado la plenitud del amor, no sería plenamente la Iglesia "icono de la Trinidad"…

La unidad del Dios vivo [es] el vivir el uno en el otro recíproco y total de las tres Personas en la caridad. Es la unidad del eterno evento del amor, del cual participamos por el don de la revelación. Es por su eterno y recíproco darse, que cada uno vuelve a encontrarse a sí mismo "perdiéndose" en el Otro. Una unidad que es "pericoresi", por usar el lenguaje de los Padres griegos, recíproco estar el uno en el otro, recíproco moverse de sí al otro, del otro restituido a sí mismo. Y esto a un nivel tan profundo que la "esencia" de los Tres, lo que estos son en lo más profundo, no es sino el único ser divino.

A los pies de la Cruz , bajo la luz de la Pascua, se comprende qué pueda significar en nuestra vida la contemplación del Amor trinitario. Si la caridad nace de Dios, si es quien nos ha amado primero, se necesita saber que se aprende a amar solamente dejándose amar, haciendo espacio al amor, escuchando en profundidad el don de Dios, viviendo la alabanza del Otro. La dimensión contemplativa de la vida es la que corresponde, ante todo, al don de la Trinidad y es, por esto, la verdadera escuela de la caridad.

Es éste el camino que resplandece en la creyente ejemplar, la Virgen María que se ha hecho silencio, en la que ha resonado la Palabra de Dios, en el tiempo, y ha sido el vientre en el que ha tomado cuerpo la luz que ilumina todo ser humano: cubierta por Dios Trinidad, ha sido el terreno del adviento de la Trinidad en la historia. El amor viene de Dios y quien ama ha nacido de Dios y conoce Dios. En quien ama con este amor se ofrece la anticipación de la eternidad en el tiempo. Y el horizonte del Misterio último que nos acogerá al final, se revela por lo que será plenamente entonces: el abrazo del "Deus Trinitas", la custodia silenciosa y recogida del Dios que es Amor…