PONENCIA DE MONS. FELIPE ARIZMENDI
EN EL
SIMPOSIO: “ESPIRITUALIDAD CRISTIANA DE LA ECOLOGÍA:
AMBIENTES, ECONOMÍAS Y PUEBLOS"

 

Tema: ECOLOGÍA Y PUEBLOS ORIGINARIOS

 

 

Buenos Aires, Argentina,
22 de Agosto de 2010

 

 

INTRODUCCIÓN

 

Todos los seres humanos, en todos los tiempos y en todas las culturas, estamos en profunda relación y dependencia de los elementos básicos de la naturaleza: la tierra, el agua, el fuego y el aire. Dios creó a los seres humanos “con polvo de la tierra” (Gen 2,7); al morir, volvemos a la tierra, pues de ella fuimos sacados: “Porque eres polvo y al polvo has de volver” (Gen 3,19). Por el desarrollo científico y tecnológico de la humanidad, y porque el 80% de la población mundial vive en ciudades y lejos del campo, algunos no valoran la importancia de esos elementos; sin embargo, son esenciales para todos. Por no tener conciencia de su trascendencia vital, los estamos destruyendo. Los países y las regiones con más desarrollo, son quienes más destruyen y devastan.

 

Los pueblos originarios, particularmente donde no han llegado avances del desarrollo tecnológico, dan a estos elementos una importancia no sólo vital, sino hasta sacral, pues de ellos depende directamente su vida y su sobrevivencia. Con todo, también ellos son afectados interna y externamente, y también colaboran a su devastación. El pecado está en todas partes donde hay seres humanos.

 

 

1.  Luces de la espiritualidad ecológica indígena

 

La Virgen de Guadalupe, “modelo de evangelización perfectamente inculturada” (Juan Pablo II), en su diálogo en el idioma indígena de Juan Diego usó unos términos teológicos propios de la cultura náhuatl, para decir que Dios es: Tloque Nahuaque: el de cerca y de junto, el dueño de la cercanía, quien está en nuestros cuatro lados; es decir, que camina delante de nosotros guiándonos; va detrás de nosotros cuidándonos la espalda; va a nuestra derecha e izquierda sosteniéndonos para no irnos de lado; es el que tiene capacidad de omnipresencia. Ipalnemohuani: El por quien se vive; El que da sustento a cuanto existe. Teyocoyani: El hacedor de las personas. Ilhuicahua Tlaltipaque: El que tiene el cielo; el que es dueño de lo que está sobre la tierra.

 

Este es el Dios a quien los pueblos originarios perciben cercano y junto, presente en toda la creación: en el agua, en los cerros, en las cuevas, en la tierra, en el sol, en el rayo, en la lluvia, y también en la enfermedad, en los sueños, en los acontecimientos. Y esta cercanía los lleva a expresar su fe, su relación, su respeto, su reverencia y su adoración a Dios, por medio de ritos cargados de simbolismo, tomando los elementos de la naturaleza: ramas de los árboles, flores, incienso, velas, así como procesiones, danzas y ofrendas de alimentos y de sangre de animales, muy semejantes a los ritos judíos del Antiguo Testamento, prescritos por Dios mismo.

 

El corazón de estos pueblos está en íntima y profunda relación con el cosmos. Alaban a Dios y oran hacia los cuatro puntos cardinales, los cuatro rumbos del universo. Viven su relación trascendente desde el arraigo inmanente en la "madre tierra". Sus rituales reconocen la presencia de Quien es signo de vida en el sol, la luna, el maíz.

 

Aunque algunos consideran dioses al sol y a la tierra, la mayoría los asume como los más grandes regalos de Dios, por medio de los cuales El nos da la vida; por ello, a la tierra, de donde brota y se sostiene la vida, se le califica como la “madre tierra”. También San Francisco de Asís la llamaba: “Nuestra hermana la madre tierra”[1].

 

 

2.  Sombras anti-ecológicas indígenas

 

El hambre y la necesidad de sobrevivir han provocado que muchos indígenas tiren árboles sin reponerlos y quemen los montes, para sembrar maíz y alimentos básicos. También utilizan abonos químicos, que parecen hacer rendir más al campo, pero que lo matan y esterilizan. Abandonan sus siembras tradicionales, y las cambian por semillas transgénicas, haciéndose dependientes de las compañías transnacionales de alimentos. No hacen terrazas en las tierras en declive, para retener la tierra fértil y no se vaya al río con la lluvia, y las laderas se van quedando sólo con piedras y arena, desérticas e improductivas.

 

Algunos talan varias hectáreas de árboles para cultivar ganado, pero al no lograr una buena comercialización, abandonan los campos. Sin árboles, se aleja la lluvia y se cae en un círculo sin solución. La pobreza y la falta de cultura ecológica agudizan la marginación y provocan una migración constante y creciente.

 

La lucha por la tierra y la ambición de acumular hace que se maten entre mismos indígenas, quitándose unos a otros pequeñas parcelas, sea por problemas entre familias, sea por conflictos ideológicos y políticos entre organizaciones sociales.

 

Esto que sucede entre familias y organizaciones, se agrava mucho más cuando son las grandes empresas madereras y mineras las que explotan y agotan sin misericordia los recursos naturales de los pueblos originarios, con la complacencia y corrupción de autoridades de todo nivel.

 

No siempre su relación es con un Dios trinitario, sino impersonal, salvo donde ya ha penetrado la evangelización. Muchas veces expresan temor y miedo ante Dios y ante la naturaleza, temor explotado económicamente por curanderos, brujos y adivinos explotadores. Es innegable que, en algunos pueblos, hay expresiones que manifiestan signos de animismo, panteísmo y politeísmo, que algunos agentes de pastoral no se atreven a tocar, por miedo de repetir una imposición del cristianismo; sin embargo, cuando los indígenas descubren a Jesucristo, se liberan de ataduras y crecen en humanidad.

 

 

3.  Jesucristo, fundamento y centro de la espiritualidad ecológica indígena

 

Evangelizados por la Cruz de los primeros misioneros, encontraron un nuevo sentido a sus cruces: los cuatro rumbos del universo: oriente-poniente, norte-sur; los cruces de los caminos; las flores del maíz; las cruces de sus sufrimientos. Se identificaron profundamente con el Crucificado, y por ellos la Cruz de Cristo aparece por todas partes; las fiestas y celebraciones al Cristo doliente permean toda nuestra América indígena.

 

Sus fiestas rituales tradicionales, la mayoría de signo agrícola y cósmico, se integraron a las fiestas cristianas, a veces en un sincretismo difícil de discernir. Desde el nacimiento hasta la muerte, la Cruz es expresión de su cercanía con Alguien que les hace trascender el dolor y les da esperanza.

 

El agua, que brota de los montes, de las cuevas y de los manantiales, les lleva a Dios; en todas partes ponen el signo es la cruz. La fiesta del 3 de mayo, día de la santa Cruz, es el día de ir a hacer oración a los lugares donde brota el agua. Las fiestas de Semana Santa, del Corpus, de los Cristos dolientes, se celebran con incienso, flores, cohetes, ramas de árboles y comida para todos, compartida por el mayordomo o el alférez de la fiesta.

 

En muchas partes, estas celebraciones exigen la Misa, que se ha hecho parte de la tradición y de la cultura; donde no hay sacerdotes, o donde éstos no han asumido la cultura indígena, todo se queda en oraciones, a veces salpicadas de bebidas embriagantes que todos deben consumir. No faltan excesos.

 

Cuando ha habido una evangelización inculturada, los indígenas se apasionan por la Palabra de Dios, que los libera; aman a Jesús, a quien sienten muy cercano e identificado con su sufrimiento; piden el bautismo generalizado para todos; aprecian la Eucaristía y la Reconciliación. Sin embargo, cuando los agentes católicos de pastoral no llevan al encuentro personal con Cristo vivo, sino que se reducen a conservar intactos los ritos indígenas, sin llevarlos a su plenitud en Cristo, o insisten mucho sólo en promover el desarrollo humano y la conciencia crítica ante los sistemas sociales, políticos y económicos, muchos indígenas cambian de religión y se van con los protestantes, que les insisten fundamentalmente en aceptar a Cristo como su Salvador y serán salvos. Al hacerse protestantes, algunos descalifican su propia cultura indígena, muy ligada a los elementos de la naturaleza; satanizan todos los ritos indígenas, considerándolos idolátricos, sin conocerlos a fondo.

 

Nuestro reto es anunciar a Cristo liberador, en forma integral. No debemos imponer el cristianismo, pero sí ofrecer la plenitud que Cristo nos trae, con su muerte y resurrección. El es quien nos revela plenamente el Reino de Dios, quien nos da su Espíritu para que podamos construir la tierra sin males, otro mundo posible, la tierra que mana leche y miel, la tierra de la flor, un nuevo cielo y una nueva tierra.

 

 

4.  Testimonios

 

Comparto testimonios de algunos sacerdotes indígenas y de otros agentes de pastoral que desde hace años han consagrado su vida a estos pueblos en diversas regiones de nuestra América Latina. Ellos nos describen su propia vivencia sobre la espiritualidad ecológica de sus etnias:

 

De la etnia kuna, en Panamá, dice el P. Félix de Lama Alcalde: En la vida, cultura y religión kuna la tierra es un tema central. Toda la experiencia cultural y religiosa del pueblo kuna está asentada en una íntima relación con la Madre Tierra (Nana Ologwadule). La tierra es el principio de la vida; ella representa a la mujer que concibe, gesta y da a luz. De este modo, surge nuestra comprensión de la tierra como la Gran Madre. De la misma manera que ella lo genera todo y crea las condiciones apropiadas para la vida, también lo acoge todo y lo recoge todo en su seno. Al morir, retornamos a ella, regresamos a su generoso y fecundo útero.

 

Estamos tan estrechamente unidos a Nana Ologwadule que podemos decir que somos “tierra”, pues hemos sido formados con la mejor arcilla, a partir de ella tomó forma nuestro “burba” y a ella volvemos cuando morimos. Tenemos en nuestro cuerpo, en nuestra sangre, los elementos de la tierra y, por eso, no podemos ubicarnos ante ella como ante un objeto extraño y sin vida.

 

Baba y Nana (nombres kunas de Dios) nos crearon con el propósito de ser guardianes de la tierra: proteger, hacer productiva y defender la tierra. Baba y Nana nos han llamado a la vida para cuidar de ella, hacerla habitable para todos, conservarla en armonía y belleza.

 

Cuidar de la Madre Tierra es cuidar de los hermanos y hermanas, es procurar que a nadie le falte nada de lo necesario, es protegernos mutuamente. Esta es la manera de mantener joven la Madre Tierra. Todos tenemos el deber de trabajar. El trabajo de todos hace más bella y hermosa a la Madre Tierra. Y todos tenemos el derecho de gozar de sus frutos.

 

La Madre Tierra no niega a nadie su leche. Ella dispone cada día una mesa para que todos sus hijos se alimenten y celebren una fiesta sobre ella. Todos los seres vivos son nuestros hermanos, todos son hijos de la Madre Tierra, a todos nos cuida y todos tenemos una obligación de mantener su armonía. La fiesta sobre la Madre Tierra es un banquete donde todos debemos estar pendientes que nadie quede privado de nada. Que ningún pequeño sea excluido y olvidado, que todos se sacien.

 

 

El P. Eleazar López Hernández, del pueblo zapoteca, en Oaxaca, México, con amplia experiencia de otros pueblos del Continente, dice: “A partir de mi experiencia de ser indígena y de ejercer el ministerio sacerdotal en la Iglesia Católica, puedo afirmar que para los pueblos de la Biblia y para los pueblos indígenas de Mesoamérica la relación con Dios involucra necesariamente la tierra, de la que procede todo y de la que procedemos todos. Para los pobres de Yavé y, con más énfasis, para los pobladores originarios de este continente, nadie ni nada se puede entender sin una relación estrecha con la tierra, que es matriz, resguardo y sostenimiento de toda manifestación de vida en nuestro pequeño territorio y en nuestra gran casa.

 

Por eso para quienes estamos vinculados a los pueblos nativos de estas tierras y también para quienes se sienten interpelados por la construcción de “otro mundo posible” a partir de una perspectiva ecoteológica o geoteológica nueva, hace falta comprender mejor tanto el pensamiento bíblico cristiano como el pensamiento indígena acerca de la tierra a fin de asumir de ambas vertientes –que conforman hoy el alma del pueblo latinoamericano-,[2] la riqueza espiritual que nos movilice a luchar porque se haga realidad ese “cielo nuevo y esa tierra nueva” del evangelio de Cristo, y esa “tierra sin males”[3] o “tierra de la flor”[4], soñada por nuestros antepasados y que resulta del “Suma Kausay”[5] o vida en armonía entre nosotros y con todas las hijas e hijos de la Madre Tierra.

 

En la experiencia teologal indígena de Mesoamérica la tierra ocupa un lugar central e indispensable. Toda vida viene de la tierra, que es el mayor sacramento de Dios (a quien llamaron Ipalnemohuani = Aquel por Quien vivimos), el que constantemente nos da la vida. En los mitos de las culturas del maíz, la tierra es la energía vital originaria, un ser vivo que nos vivifica. La vegetación es su piel o su vestido, en las cuevas de los cerros está su vientre, los ríos son sus cabellos; cualquier parte de ella son los brazos con que nos acaricia y nos protege, porque todos los vivientes somos sus hijas y sus hijos.

 

La fraternidad como ideal ancestral de los pueblos indígenas resulta del hecho de que todos somos “parientes” por venir de la misma madre, que es la tierra. Los humanos no estamos por encima de esta lógica, ya que compartimos la vida con las piedras, las plantas y los animales.

 

Según los mayas hubo varios proyectos previos de humanidad que se caracterizan y se distinguen por el  material diverso tomado de la tierra, que Dios usó para formarla: madera, barro, piedra, monos (cfr. Popol Vuh).[6] Representan estilos distintos de vida. Todos fracasaron porque les faltó solidez, capacidad de movimiento y, sobre todo, conciencia  y sentimientos (corazón). Sólo las mujeres y los hombres a quienes Dios hizo de maíz subsistimos hasta nuestros días, porque somos los verdaderos interlocutores de Dios, los que le reconocen, le alaban y se constituyen en sus colaboradores para mantener la armonía de la vida en la tierra. La llamada “cruz maya” representa el ideal de la armonía de todo cuanto existe. Los humanos somos los guardianes y reconstructores de esa armonía.

 

Para los mesoamericanos Dios es Corazón del Cielo y Corazón de la Tierra. Y lo representaban en Quetzalcóatl, Kukulkán o Gucumátz, que carga el cielo por encima de la tierra, para formar así nuestra casa que es el mundo. También los humanos fuimos creados por Dios para colaborar con Él en esa tarea de levantar el cielo sobre la tierra y mantenerlo como ahora está. Para ello debemos ponernos en equilibrio y en armonía en el centro, allí donde se cruzan los rumbos del universo y, por medio del servicio al pueblo, volar como hacen ritualmente los totonacas, colgados de un palo alto, entre el cielo y la tierra, e ir descendiendo al dar 52 vueltas, formar el siglo mesoamericano, símbolo de la historia en la que hoy vivimos en la tierra. O danzar, como lo hacen los rarámuris o tarahumaras, zapateando sobre la tierra como si fuera el gran tambor de la vida. Y es que Dios solito no quiere llegar al culmen de la creación ni mantener la armonía de la vida; los humanos hemos sido formados para ser colaboradores de Él en esta tarea. Es lo que expresa el mito de cómo resolvió Dios  el caos de la caída del cielo sobre la tierra, creando a la humanidad para que junto con Él pusiéramos el universo como ahora está.

 

Para el indígena mesoamericano la tierra no nos pertenece; más bien nosotros pertenecemos a la tierra. Vivimos por ella, estamos en ella, terminamos en ella. Porque somos sus hijas e hijos; somos su familia al lado de los demás seres de la creación. La tierra, entonces, no se puede vender porque no es mercancía, sino que forma parte constitutiva de nosotros mismos.

 

Sembrar la tierra no es propiamente un trabajo, sino una relación o colaboración amorosa para que la Tierra nos dé el alimento, como lo hace una madre. Por eso, sembrar es un acto sagrado (litúrgico) que exige primero pedir permiso y luego pedir perdón; hacer sacrificios y prestar colaboración con la tierra manteniendo la reciprocidad; ya que si ella sufre para producir el maíz, nosotros debemos también sufrir por ella respetándola, cuidándola y defendiéndola contra toda agresión.

 

El Cielo indígena, nuestra utopía, es Xochitlalpan, la tierra de la flor, que es la verdadera tierra, o sea el lugar de la sabiduría, de la belleza, de la armonía; también es Tonacatlalpan, la tierra de nuestra carne y de nuestro sustento, esto es, lugar de la abundancia, del bienestar, del derecho a la vida para todos los hijos de la tierra. Por eso buscamos construir esta utopía desde aquí y ahora, a través de la verdadera “fraternidad”, a través de la defensa de la “comunidad”. Por esto en algunas regiones del Continente, a esta utopía le llaman “Tierra sin males” (Guaraníes).

 

La perspectiva capitalista imperante, que mira la tierra y sus componentes sólo como medio de producción y por eso la explota degradándola con tecnologías dañinas, se contrapone a la perspectiva indígena y a la perspectiva cristiana, porque está en contra de la vida. Sólo es posible la vida si respetamos y colaboramos con la Madre Tierra. Nosotros necesitamos de ella y ella necesita de nosotros; además, ella tiene derechos que deben ser reconocidos y respetados por todas y todos.

 

Volver a la relación armónica con la tierra y con todas sus hijas e hijos es condición indispensable para superar la crisis actual. La austeridad indígena  en el uso y consumo de los bienes de la tierra es el único camino que podrá revertir la depredación y contaminación que se ha echado sobre el planeta, por causa de la explotación irracional, de la ambición de tener y del consumo voraz de los bienes de la creación, acaparados por unos cuantos.

 

También en este aspecto los indígenas tenemos, en los mitos y sabiduría ancestral de los pueblos, semillas de un mundo nuevo y justo, donde la vida sea posible en paz y armonía, y donde el ideal de Cristo también se pueda hacer realidad: “Yo vine para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn 10,10).

 

Cuando en el área mesoamericana hablamos de “casa”, (de donde viene el término “ecología”), los indígenas nos referimos a la realidad material de la construcción donde habitamos, pero de inmediato nuestra mente se remonta a la categoría de casa grande donde habita la comunidad, donde vive el pueblo, y en casa aún mayor, la tierra, donde existimos como humanidad. Es decir que nos referimos al planeta tierra y al universo, que es la verdadera casa de todas y de todos. Esto indica de qué manera la temática y la preocupación ecológica no nos llega por la actual crisis del medio ambiente, que obliga a los más lúcidos de la sociedad occidental a pensar mejor las cosas, sino que forma parte integrante de nuestra perspectiva ancestral, que ha sido agredida en el encuentro con la sociedad colonial y ahora está atacada más violentamente por causa de la crisis.

 

Los indios de este continente no nos sentimos escoria o basura Nosotros somos hijas e hijos del cielo, de la nube o de la lluvia. Somos el fruto de la relación de amor de nuestro Padre el Sol y de nuestra Madre la Tierra.

 

Los mayas consideran que todos tenemos una misión al nacer y tenemos que buscar cuál es nuestro lugar en el universo. En la medida que ayudamos a mantener y recrear la armonía personal, social y cósmica, cumplimos con nuestra misión de colaboradoras y colaboradores de Dios.

 

Lamentablemente estos valores están siendo abandonados por hermanos indígenas a causa de la migración o influenciados por la educación alienante y por  los medios de comunicación social. Pero hoy tenemos que recuperar esos valores, fortalecerlos y ofrecernos a los demás miembros de la sociedad y de la Iglesia para construir juntos el mundo nuevo que queremos.

 

 

El P. Clodomiro Siller, antropólogo cultural, investigador de las culturas indígenas, sobre todo mesoamericanas, escribe: “La teología de la tierra consiste en hacer la experiencia de Dios en las relaciones que tenemos con la tierra.

 

La vida de la humanidad depende del alimento que da la tierra. Entre la tierra y la humanidad hay un lazo íntimo. La humanidad fue sacada de la tierra fecunda (adamáh) (Gen. 3, 19). "Dios formó a la humanidad con tierra fecunda" (Gen. 2,7): Húmus = tierra; humánitas = humanidad. La Biblia presenta a Dios como alfarero, modelando al hombre con tierra. Todo esto es un simbolismo muy profundo, lleno de muchos significados. Entre la humanidad y la tierra existe una relación muy estrecha. El hombre cultiva la tierra, saca de ella su alimento y cuando muere vuelve a ella. En hebreo humanidad se dice "adam", y tierra fecunda "adamáh". Adán es el terroso, el que fue hecho de la tierra.

 

Todas las civilizaciones vieron este lazo íntimo entre la tierra y el hombre, y muchas de ellas lo expresaron en sus culturas como la "tierra madre". Los quichuas del Perú a la tierra la llaman: "Pacha Mama = madre tierra." Ella es el centro vital de su existencia, que sintetiza toda la fuerza de su religiosidad. Es considerada como una fuerza vital de la Naturaleza. La intuyen como un gran seno materno fecundo, que cobija a todos los seres vivientes y proporciona el alimento necesario para todos. La miran como a una divinidad femenina, benigna, pero reclamadora de "pagos" y ritos propiciatorios. Esta creencia del mundo andino es muy antigua, anterior al imperio incaico.

 

Para el campesino latinoamericano, en la actualidad la tierra sigue teniendo vivo el sentido de respeto y hasta veneración a la tierra de sus antepasados. Y esta última comunión es mucho más sentida en los pueblos indígenas, sobre todo en los que menos influencia han recibido de nuestra civilización.

 

Con frecuencia a algunos les ha parecido que el culto a la Madre-Tierra, en sus diversas formas, es contrario al cristianismo o ajeno a él. Cuando se convive con campesinos se da uno cuenta que este culto ha sido enraizado dentro de la fe cristiana y enriquece su simbolismo. No se trata generalmente de una idolatría, sino de un modo ritual de agradecer a Dios su presencia vital en la tierra. Esta actitud de los indígenas hacia la tierra, hace del trabajo campesino un encuentro con Dios.

 

Ese respeto y culto:

. Expresa la tenaz resistencia de los indígenas y campesinos contra la cultura envolvente, que solo trata a la tierra, como propiedad privada y como mercancía.

. Expresa armonía y reciprocidad con la tierra; y un rechazo a la cultura occidental, que aniquila la cultura campesina.

. La actitud milenaria que los indígenas y campesinos tienen hacia la tierra es de veneración y armonía con la tierra en la que Dios actúa y está presente.

Las técnicas y valores del mundo capitalista consideran a la tierra como un simple factor en la producción, objeto de compra y venta y de manipulación técnica. En la medida en que esta ideología penetra en el alma campesina, poco a poco se va rompiendo la íntima relación que existía entre Dios y la tierra.     

 

 

El P. Nicanor Sarmiento Tupayupanqui, indígena peruano, expresa: Los modelos actuales de desarrollo industrial basados en el lucro económico han creado el deterioro progresivo de la naturaleza. A tal punto, que algunas de sus consecuencias son irreversibles para las futuras generaciones, miles de especies de animales y plantas no serán conocidas más que fósiles de laboratorio.

 

¿Quiénes sufren sus inmediatos efectos? La gran mayoría de las empresas petroleras, madereras y mineras se encuentran en tierras indígenas. Estas empresas nos envenenan con los humos de sus fábricas, contaminan nuestros ríos y lagunas, talan nuestros árboles de manera irracional. Lo más injusto es que se llevan nuestros recursos naturales y económicos generando la pobreza en todos sus aspectos.

 

Según la visión cristiana, el universo es creación de Dios, es un don, un regalo para el hombre. Por eso la preocupación por la ecología forma parte de la misma raíz del cristianismo: la de preservar la integridad de la creación de Dios, confiada al hombre. Este principio bíblico y cristiano las comunidades indígenas lo practicaron y practican hoy en día, por ello los indígenas se convierten en los maestros de las relaciones con la naturaleza. Si queremos un ambiente sano donde la naturaleza no es sólo objeto de explotación sino lugar de relaciones y de realizaciones humanas, tenemos que recurrir a los indígenas para aprender de su sabiduría milenaria y cósmica.

 

La preocupación ecológica ha sido y es parte de las reivindicaciones indígenas, debido a que las relaciones indio-naturaleza tienen una dimensión integral: social, económica, política y religiosa. El lugar de la comunidad es un lugar sagrado donde se crea la vida.

 

Podemos afirmar sin lugar a equivocarnos, que la visión indígena de la naturaleza, del cosmos, es relacional. Para el indígena, la tierra es la Pachamama[7], es decir, el rostro femenino de Dios; en ella se cultiva y se cría la vida, es cuna de la cultura, el lugar donde se forja el hombre. El indígena se relaciona con la naturaleza como padre y madre dadores de vida, los demás seres vivientes llegan a ser los hermanos y las hermanas que cohabitan con el hombre.

 

Clodomiro Siller, hace notar que los indígenas o la sabiduría indígena son capaces de trascender de lo ecológico a lo teológico, de descubrir y encontrar la manifestación de Dios en la naturaleza y poder alabar a Dios a través de las criaturas:

 

“Si esa experiencia la verbalizáramos hoy diríamos que el sol y las estrellas son la obra de Dios; que en los cometas, en el día y en la noche, en la fecundidad de la tierra, en la lluvia, en el buen temporal, en el trabajo agrícola, en la cosecha, en las nubes, en el viento, en la niebla, en el rayo, en el trueno, en las montañas; en los montes en los volcanes, en los grandes árboles, en los manantiales, en los ríos y en sus fuentes, en los lagos y lagunas y en los mares los indígenas ven la presencia y acción de Dios). Cuánta gente del mundo moderno puede hacer esta experiencia teologal? Llegan sí a lo ecológico, pero no a lo teológico. Naturalmente que los indígenas no hablan así como lo estamos expresando; por decirlo de alguna manera, ellos ‘divinizan’ las fuerzas de la naturaleza”[8].

 

Las mismas teologías indígenas se presentan como alternativas viables al deterioro ecológico. Nuestra relación íntima con la naturaleza, definida por: el respeto a la creación, mantener el orden de la naturaleza y restablecerlo, ponernos continuamente en equilibrio con Dios y su creación, y la interpretación de los fenómenos naturales. Es vivir la vida como una fiesta continua, celebrando el banquete y el compartir entre hijas e hijos de la Pachamama. Las teologías indígenas reducirían significativamente o erradicarían la devastación ecológica en el mundo de hoy.

 

El mundo indígena sin discurso pero con una praxis real, ha ido alcanzando alternativas, hasta que los ecologistas se fijaron como una alternativa ecológica valida. Cazar, pero no para el comercio y cultivar la tierra para vivir, pero cuidando la tierra, entrando en reciprocidad con ella a través de tecnologías tradicionales que incluyen la dimensión simbólica religiosa, constituyen hoy en día en uno de los medios de sobrevivencia creativa para el presente y el futuro de la humanidad.

 

Los indígenas afirman que la preocupación por la ecología forma parte de su ser indígena; es decir antes de que surgieran los movimientos ecológicos, ellos eran conscientes y vivían en armonía con la naturaleza.

 

La cultura moderna, después de haber hecho una explotación indiscriminada de la naturaleza, a través de la tala de árboles, la contaminación de ríos y las explotaciones mineras, hoy pregona la ecología, que es un valor propio de los pueblos indígenas andinos y que tiene que ver con el equilibrio del hombre, con el Ser Creador, con los otros y con la naturaleza”.

 

La ética ecológica debe asegurar el equilibrio indefinido entre la humanidad y la naturaleza. Debe proclamar los derechos ecológicos que deberían ser aceptados por todos los códigos del mundo. Ser regulada por las leyes nacionales e internacionales. El clamor de los movimientos ecologistas debe ser acogido como un clamor de toda la humanizad, porque habitamos un mundo finito.

 

La moral ecológica implica una actitud seria de responsabilidad individual y colectiva. La moral ecológica debe ser fundamentado bajo los siguientes principios:

 

Todo debe orientarse hacia el bienestar de “todo hombre y de todos los hombres”, en un ambiente de racionalidad, de respeto y fraternidad universal.

 

Las generaciones futuras tienen el derecho de recibir un mundo realmente habitable.

 

Los cristianos estamos llamados a promover la cultura de la vida, “ser amantes de la vida, de toda clase de vida, no portadores de muerte.

 

Hemos de avanzar hacia un mundo de fraternidad, de solidaridad, de igualdad. El sol, el aire, el agua, la naturaleza entera es de todos por igual.

 

Para los cristianos es un reto dejar de justificar desde la Biblia, que el hombre tiene soberanía y poder absoluto sobre la naturaleza. El ideal indígena, por lo tanto, no es la dominación, sino más bien la complementariedad y la armonía. En esta visión, el objetivo de la vida es más cumplimiento que el progreso o la superación La visión indígena valora la relación tridimensional hombre-naturaleza-Dios. Dios se revela al indígena a través de la Naturaleza; por tanto, la relación del hombre con sus semejantes, como la relación del hombre con la naturaleza exigen comportamientos morales del individuo y de la comunidad.

 

Los cristianos de las diferentes culturas y de diferentes condiciones sociales estamos llamados a preservar la integridad de la creación. Porque creemos en el Dios de la vida y valoramos el principio del bien común.

 

Los miembros de las diferentes culturas indígenas del continente de la esperanza estamos llamados iluminar con nuestra sabiduría milenaria los proyectos de desarrollo industrial y económico. Promoviendo el desarrollo sostenible, es decir, seguir produciendo pero sin destruir de una manera irreversible los recursos naturales. Buscar el equilibrio entre el crecimiento poblacional y el mejoramiento de la calidad de vida, conjugados con un modelo de desarrollo  que preserve los recursos  indispensables de la naturaleza: suelos, agua, atmósfera, flora y fauna.

 

Dejar de justificar desde la Biblia o las teologías cristianas el dominio del hombre sobre la creación. Porque la pachamama es el lugar de relaciones y realizaciones humanas, ella es sagrada, porque es dadora la vida. Que nuestra relación con el medio ambiente sea de respeto, de reciprocidad y de armonía.

 

Como hijos e hijas de Dios, miembros de las iglesias cristianas  y discípulos del Señor Jesús, reafirmamos nuestra esperanza regada por la sangre de miles de indígenas mártires en que: “Los árboles den fruto, los ríos no se sequen, reverdezcan los cerros. Que en un nuevo amanecer, juntos todos los pueblos, dancemos la danza de la vida en plenitud, comamos y bebamos saboreando juntos lo que Dios Mama y Tata nos ofrece”[9]. Una vez más reafirmamos nuestra fe, en el hombre nuevo revestido de Jesucristo, en los cielos nuevos y la tierra nueva para todos.

 

 

El P. José Bartolomé Gómez Martínez, totike (tsotsil-tseltal) de Chiapas, comparte:

 

Nuestros pueblos y ancianos originarios reconocen que la Tierra es Madre generosa, generadora de toda la vida. Entonces debemos darle el mismo respeto y veneración que profesamos a nuestras madres. Respeto implica reconocer que cada ser tiene valor por sí mismo, por el mero hecho de existir y que, al existir, expresa algo del Ser y de aquel espíritu del cual todos provenimos y al cual todos retornamos. Los pueblos originarios dan testimonio de la veneración ante la majestad de universo, el respeto por la naturaleza y por cada uno de sus representantes. En un sentido religioso, cada ser expresa al propio Creador.

 

La crisis ecológica mundial deriva en buena parte de la sistemática falta de respeto a la naturaleza y a la Madre Tierra. La devastación de la naturaleza y el actual calentamiento planetario afectan a todos los pueblos, no respetando los límites nacionales, ni los niveles de riqueza o de pobreza. Los ricos tienen más medios para adaptarse y mitigar los efectos dañinos del cambio climático. Pero los pobres no tienen cómo defenderse. Sufren más los daños de un problema que no han creado (o que son co-participes al usar productos químicos).

 

Recuperando el espíritu de nuestros pueblos originarios, es posible otra relación con la madre-tierra, más en armonía son su ciclos y respetando sus límites. La Madre Tierra está viva pero es finita, con recursos escasos y limitados. Se parece a nosotros, también se enferma. La crisis ecológica es una oportunidad de cambio hacia otro tipo de sociedad más respetuosa e incluyente. Todos los seres vivos somos interdependientes, todos tenemos un destino común. Debemos convivir, compartir fraternalmente entre sí.

 

Tenemos que poner el corazón al centro, para salvar a la Madre Tierra y sus ecosistemas. Debemos ponernos en el lugar del otro y tratar de ver con sus ojos. Así veremos dimensiones diferentes y complementarias de la realidad. Respetar las diferencias culturales (campesina, urbana, indígena, masculina, femenina, etc.); todas ellas muestran formas distintas de ser humano, en relación con la ecología. Valorar la contribución de las mujeres; ellas son portadoras naturales de la lógica de la complejidad y son más sensibles a todo lo que tiene que ver con la vida.

 

Para los problemas de la tierra no hay una solución, sino muchas, que deben surgir del diálogo, de los intercambios y de la complementación entre todos. Como en algunas de nuestras comunidades indígenas que se toma en cuenta a todos: niños, mujeres, ancianos. Se necesita solidaridad universal, responsabilidad colectiva y cuidado de todo lo que vive y existe. Es fundamental la conciencia de la interdependencia entre todos y de la unidad entre madre Tierra y Humanidad.

 

Promover la vida de sencillez, que se contraponga al consumismo. Se puede vivir mejor con menos, dando más importancia al ser, que al tener y al parecer. Cultivar valores relacionados con la espiritualidad, la gratuidad, la solidaridad, la cooperación y la belleza (es parte de la ecología integral), como los encuentros personales, los intercambios comunitarios, las artes”.

 

 

El P. Mario Pérez, sacerdote náhuatl que trabaja con la etnia totonaca, en la Sierra Norte de Puebla, México, llama a la tierra “madre de la humanidad” y nos dice:

 

“Podemos afirmar que la vida de la humanidad depende enteramente de las riquezas que nos brinda la Madre Tierra, de la fertilidad de su sueldo, de los nutrientes que nos proporciona. Es la tierra el marco providencial de nuestra vida toda. Por eso la tierra es quizá el mayor sacramento del Hacedor y Conservador de la vida. En ella se revela Dios como Nuestra Dignísima Madre, Tonantzin, en la lengua náhuatl de México.

 

Al investigar en la historia constatamos que no solamente los pueblos de la Biblia sino todas las civilizaciones antiguas percibieron este vínculo íntimo entre la tierra y la humanidad, de tal manera que es constante que esto se exprese bajo la imagen muy realista de la “Tierra Madre” o de la “Tierra Mujer”. En la Biblia vemos que Dios utiliza la experiencia de los vínculos que con la tierra va a hacer la humanidad para dar a entender a las personas los vínculos que El quiere establecer con ellas, a través de alianzas. Así no sorprende ver que la tierra y sus bienes materiales ocupan un puesto importante en la revelación. La tierra está asociada a la humanidad en toda la historia de la salvación, desde los orígenes hasta la espera del Reino venidero. En base a esto es obvio que la imagen de la “Tierra Nueva” polarice todo nuestro ser y quehacer como cristianos, nuestra “espera esperante” es una “nueva tierra en la que habite la justicia” (2 Pe.3,13; Ap.21,1).

 

Desde la tierra se construye la armonía cósmica y total de la vida. Los seres humanos somos tierra que se ha vuelto carne. Por eso ellos afirman: “nosotros somos tierra, nacimos de la tierra, la tierra nos alimenta y nos a mantiene, y cuando morimos regresamos a la tierra, o sea finalmente nos volvemos tierra”.

 

En general los pueblos indígenas mantienen con la tierra una relación mística, todos los pueblos originarios a la tierra la consideran su Madre, de tal manera que, como afirman, no son ellos los que poseen la tierra, sino es la tierra la que los posee a ellos, más aún los indígenas son la tierra. Por eso hay en dichas comunidades un amor entrañable a su tierra y un profundo respeto ecológico y sagrado.

 

Para las comunidades indígenas, trabajar la tierra tiene un sentido profundamente humanizante, dado que, mediante dicho trabajo no solo se construye, mantiene y desarrolla la comunidad, sino que incluso se respetan los ritmos profundos de la vida y el equilibrio de la ecología que les garantiza su sobrevivencia: pero no solo a ellos sino a todos los seres vivientes. La tierra para ellos es no solamente un territorio geográfico o un medio de producción; es sobre todo un espacio religioso con el que mantienen relaciones místicas, es lugar de sus mitos, de su historia y de sus antepasados, de sus celebraciones y fiestas; finalmente, lugar de su esperanza y de su identidad.

 

En ellos está, también, la revelación de Dios sobre la tierra, porque como enseñaba Juan Pablo II: “…desde antes de la evangelización había en vuestro pueblos –refiriéndose a los Indígenas- semillas de Cristo… fue Él quien alumbró el corazón de vuestros pueblos, para que fuerais descubriendo las huellas de Dios en todas sus criaturas: en el sol y en la luna, en la buena y grande Madre Tierra….”[10]

 

Efectivamente, la tierra nos ofrece la energía que nos vitaliza. Todo, absolutamente todo, lo que nos rodea tiene su origen o tiene relación con la Madre Tierra. La tierra ha parido la era actual en la que vivimos. La conclusión a la que vamos llegando es: de la tierra salimos y a la tierra volveremos, finalmente nos volveremos tierra.

 

Otra parte de la tierra de indiscutible importancia eran para los antiguos y actuales mexicanos son las cuevas. De las cuevas brota la vida. De ellas sale el agua, los manantiales.

 

En la historia de los pueblos de México, que es también historia de salvación, siempre está en juego la tierra. Para los agentes de pastoral, son grandes los desafíos que presenta la Teología y la Pastoral de la Tierra, entre los cuales encontramos: la relación de la humanidad con la tierra; la tenencia de la tierra; los cultivos alternativos y el modo orgánico de cultivar; la relación ciudad – campo; las luchas actuales por la tierra; hacer vida y realidad la “Tierra Nueva”. Un primer paso, no el único, sería retirarnos a una cueva o al monte a orar y discernir nuestros quehaceres teológico-pastorales, nuestra misión y compromiso histórico, como Jesucristo nos enseñó”.

 

 

La Hna. Marisela García, HDP, que da su servicio con mujeres indígenas tseltales que han optado por la vida consagrada, nos comparte algunas de sus experiencias:

 

“La Divinidad para los pueblos mayas es la Divinidad del JUNTO y CERCA, su presencia continua y viva en todo, todas y todos. Torna la realidad en sagrada, porque Ella está presente en cada cosa, en cada ser viviente y acontecimiento, que merece respeto, cuidado y reciprocidad. Así nombran a todo lo que hay a su alrededor: “la santa agua”, “la santa yerba”, “la santa florida resina” aún a los elementes que llamamos inanimados, “la santa piedra”; y son cariñosos con aquellos elementos que están más dañados o descuidados: “nuestra pequeña santa montaña”. Hay una unión mística entre todos los seres, con lo cual los y las Tseltales se sienten pertenecientes a un todo mayor y en armonía.

 

Ella da la vida y el sustento. Sin embargo puesto que para cultivarla habrá que maltratarla, porque hay que cortar sus ramas, abrir y sembrar, lo cual supone ruptura de la armonía con ella, falta de cuidado, se le pide perdón con un rito en la milpa. Por respeto se le pide antes perdón, y se le ofrecen dones, para que ella nos dé sus frutos a tiempo y no se bloque la interconectividad. Todo está vivo y contribuye a nuestro bienestar y nosotras tenemos que contribuir al bienestar de cada ser vivo en esta tierra.

 

Un pequeño trozo de oración que hacen para la siembra: “Venimos a hablarte, a pedirte perdón porque vamos a lastimar tu santo rostro, vamos a dañar tu santa cara, vamos a cavar y hacer surcos”.

 

Oración para sembrar la cruz al empezar a construir una casa: “Santos cuidadores y cuidadoras, junten su poder, tierra florida somos tus hijas-os, santo mundo somos tus hijas-os. Santa Madre Tierra, eres nuestra engendradora, somos los retoños de tus manos, somos los retoños de tu corazón, somos Hijas e Hijos de Dios”. Con esta oración se ofrecen dones –comida- a la tierra por todos los bienes recibidos, por el cuidado con que la madre tierra nos alimenta de mil maneras y que nosotras y nosotros regresamos agradecidos en el mutuo compartir.

 

Las actitudes básicas de un hombre y mujer verdaderos para cuidar de la armonía con toda la creación son el respeto, el cuidado y la reciprocidad, que refleja que reconocen en ella la presencia irrenunciable de la Divinidad, con quien platican como modo de alabar. Quien deja de vivir así, deja de ser hombre o mujer verdadera, rompe la interconectividad y vivirá en desgracia con ella y con todo lo demás que le rodea”.


 


Cántico de las creaturas, 9. Citado en el Documento de Aparecida, No. 126

 

[2]

En Aparecida el Papa Benedicto XVI definió así la religiosidad popular que caracteriza la fe del pueblo latinoamericano: “La sabiduría de los pueblos originarios les llevó afortunadamente a formar una síntesis entre sus culturas y la fe cristiana que los misioneros les ofrecían. De allí ha nacido la rica y profunda religiosidad popular, en la cual aparece el alma de los pueblos latinoamericanos… Todo ello forma el gran mosaico de la religiosidad popular que es el precioso tesoro de la Iglesia católica en América Latina, y que ella debe proteger, promover y, en lo que fuera necesario, también purificar” (Benedicto XVI, Discurso inaugural).

 

[3]

Utopía del pueblo guaraní

 

[4]

Sueño de los pueblos del Anáhuac Mexicano

 

[5]

Es la propuesta del “Vivir Bien” que anima la lucha actual de los pueblos andinos

 

[6]

Según el Popol Vúh, (Primera parte, Capítulo II), “los primeros humanos fueron hechos de lodo y, en consecuencia, su carne de barro no estaba bien, porque se deshacía, estaba blanda, no tenía movimiento, no tenía fuerza, se caía, estaba aguada, no movía la cabeza, la cara se le iba para un lado, tenía velada la vista, no podía ver para atrás. Al principio hablaba, pero no tenía entendimiento. Rápidamente se humedeció dentro del agua y no se pudo sostener”. Los segundos “se parecían al hombre, hablaban como el hombre y poblaron  la superficie de la tierra. Existieron y se multiplicaron, tuvieron hijas, tuvieron hijos los muñecos de palo; pero no tenían corazón, ni entendimiento, no se acordaban de su Creador, de su Formador; caminaban sin rumbo y andaban a gatas… Hablaban al principio, pero su cara estaba enjuta; sus pies y sus manos no tenían consistencia; no tenían sangre, ni substancia, ni humedad, ni gordura; sus mejillas estaban secas, secos sus pies y sus manos y amarillas sus carnes. Por esa razón ya no pensaban en el Creador ni en el Formador, en los que les daban el ser y cuidaban de  ellos… Por eso cayeron en desgracia”.

 

[7]

Pachamama literalmente significa “Madre Tierra”. Expresión quechua que los andinos utilizan para relacionarse con la tierra como la madre de la vida.

 

[8]

Véase SILLER, Clodomiro, El monoteísmo indígena, en Panamá 1993:82.

 

[9]

Véase SARMIENTO TUPAYUPANQUI, Nicanor, Caminos de la Teología India, Ediciones UCB, Editorial Guadalupe y Verbo Divino, Cochabamba 2000:7.

 

[10]

Discurso de Juan Pablo II a las etnias ecuatorianas reunidas en Latacunga el 31 de enero de 1985

 

 

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Simposio: “Espiritualidad cristiana de la ecología, ambientes, economías y pueblos”

 http://www.cem.org.mx/secciones/celam/3463-simposio-espiritualidad-cristiana-de-la-ecologia-ambientes-economias-y-pueblos.html

En la Ciudad de Buenos Aires, Argentina del 21 al 24 de agosto de 2010, el Departamento de Justicia y Solidaridad del Consejo Episcopal Latinoamericano está realizando el Simposio sobre “Espiritualidad cristiana de la ecología, ambientes, economías y pueblos” con el objetivo de realizar una reflexión y profundización critica sobre la espiritualidad de le ecología de los pueblos latinoamericanos y caribeños a la luz del espíritu misionero de Aparecida

 

Están presentes en este Simposio 42 personas, entre obispos (4), delegados nacionales de Pastoral Social, invitados y expertos en las temáticas a abordar. Los participantes vienen de 18 países: Argentina, Bolivia, Brasil, Chile,  Colombia, Costa Rica, Ecuador, Guatemala, Honduras, México, Panamá, Paraguay, Perú, Puerto Rico, República Dominicana, Venezuela, Alemania e Indonesia.

 

En la permanente preocupación de responder a los múltiples desafíos que presentan la realidad actual de nuestro mundo en los temas de la Ecología, el Departamento de Justicia y Solidaridad, ofrece a la Pastoral Social Cáritas de América Latina y del Caribe en este Simposio un tiempo privilegiado para compartir vivencias de espiritualidad ecológica, identificando los modos, valores y símbolos diversos de expresión. Se trata de Profundizar científica, filosófica, bíblica, y teológicamente la espiritualidad cristiana de la ecología tomando en cuenta las diversas cosmovisiones y dimensiones  del mundo y de la ecología; expresiones que están presentes en la vivencia cotidiana y prácticas de piedad popular de nuestros pueblos. Los resultados que se esperan alcanzar a la conclusión del Simposio es la elaboración de líneas pastorales comunes para el impulso de un trabajo común a nivel Latinoamericano en el contexto de la Misión Continental, siendo portadores de la Buena Noticia de Jesucristo: Vida abundante para todos los pueblos.

Mons. Jorge Eduardo Lozano, Obispo de Gualeguaychú – Argentina, como representante de la Sección de Pastoral Social del Departamento de Justicia y Solidaridad del CELAM, en la inauguración del Simposio agradeció  la presencia de todos, valorando los  esfuerzos realizados y la dedicación de su tiempo para participar en este evento. Como hombres y mujeres de fe reconocemos la creación como un don de Dios para toda la humanidad. Las enseñanzas de la Biblia nos iluminan y han suscitado diversas corrientes espirituales. San Benito y San Francisco de Asis han enriquecido la espiritualidad cristiana en esta perspectiva. También nuestros pueblos originarios nos enseñan a no abusar de la madre tierra, teniendo un estilo de vida sobrio y sencillo.  Las experiencias y reflexiones que compartiremos  nos ayudarán a alentarnos mutuamente en la esperanza y el compromiso. También podremos elaborar insumos que sirvan a las Conferencias Episcopales en su tarea de esta pastoral específica.

Hay una rica tradición eclesial en nuestra vida y en la vida de los pueblos originarios de nuestro continente, desde esta experiencia buscamos responder a los grandes desafíos que nos presenta el tiempo y las urgencias actuales. Necesitamos embeber de la espiritualidad cristiana el trabajo pastoral en su dimensión ecológico – ambiental.

Los temas que se abordan en el presente Simposio están marcados por la siguiente agenda:

1.   Ecología y Pueblos originarios: Mons. Felipe Arizmendi, Obispo de San Cristóbal de las Casas, México

2.   El espíritu del mundo, un relato científico: Fray Eduardo Agosta Scarel, ocam, Argentina

3.   "Evolución de la Biodiversidad": Dra. Analía Lentiri, Argentina

4.   Ecofilosofía y filosofías profundas": Lic. Alicia Bugallo, Argentina

5.   Ecología y economía: P. Jorge Arturo Chaves, op, Costa Rica

6.   Ecología: Derechos y deberes humanos, P. Francisco Muguiro, sj, Perú

7.   Ecología y movilidad humana:

· Ab. Agnes Sibeleau, Argentina 

· P. Claudio Ambrosio, Brasil

8.   "Espiritualidad de la Creación en el AT y el NT: Pbro. Dr. Lucio Florio, Argentina

9.   "La paternidad cósmica franciscana": Fray Luis Scozzina, ofm, Argentina

10.                                                          Ecología en la Doctrina Social de la Iglesia: P. Sergio Bernal, sj, Colombia

11.                                                          Piedad popular y ecología: Roberto Malvezzi, Brasil

12. Mesa redonda: Cosmovisiones originarias: Afrodescendientes: Mayas, Quechuas, Aymaras y Guaraníes:

· Hna. Ernestina – Maya, Guatemala

· Diác. Calixto Quispe – Aymara, Bolivia

· Alfonso Cachimuel – Quechua, Ecuador

· Pbro. Lino Flores – Guaraní, Paraguay