Cuarta parte: el misterio del perdón
3. Efectos del perdón y la belleza
del perdón de Dios.
Perdonar es la manifestación más alta del amor y, en
consecuencia es lo que más transforma el corazón humano. Por
eso, cada vez que perdonamos se opera en nosotros una
conversión interior, un verdadero cambio al grado que San
Juan Crisóstomo llega a decir “nada nos asemeja tanto a Dios
como estar dispuestos al perdón”.
Mientras un apersona está dominada por el resentimiento,
mira al otro con malos ojos por los prejuicios que el odio y
el rencor le dictan. Al perdonar, nace un sentimiento nuevo
y la mirada se clarifica, desaparecen los prejuicios, y se
puede ver a los demás como realmente son, descubrir y
valorar sus cualidades, que hasta entonces estaban ocultas.
Si los resentimientos son los principales enemigos para las
relaciones con los demás, el perdón permite recobrar el
tesoro de la amistad o recuperar el amor que parecía
perdido. ¡Qué doloroso resulta perder a un amigo, por la
sencilla razón de que no se cuenta con la capacidad para
perdonar alguna ofensa! Y qué frecuente es que el amor entre
dos personas decaiga porque cada uno va acumulando, llevando
cuentas de las ofensas recibidas, en lugar de pasarlas por
alto y perdonarlas. El perdón mantiene vivo el amor, lo
renueva, y evita la pérdida de la amistad que es uno de los
dones más valiosos en esta vida.
El perdón produce grandes beneficios, tanto a nivel
personal como en relación con los demás y con Dios.
1. Aceptación serena de ti mismo: en nuestro interior se
opera un estado de paz interior que por sí misma es
liberador; el organismo ya no está atado, es libre, puede
pensar y actuar como es debido, como todo ser auténticamente
libre.
2. Dispone el corazón a la vivencia de la caridad que tiene
sus expresiones más concretas en
Caridad interna
• Bondad de corazón: aceptar a cualquier persona
independientemente de lo que yo sienta por ella, silenciar
sus errores, ponderar sus cualidades y virtudes. Alegrarme
por sus éxitos.
• Pensar bien de los demás: contrarrestar la tendencia
natural del dicho popular “piensa mal y acertarás” con una
actitud cristiana, es decir, “cree todo el bien que se oye,
no creer sino el mal que se ve y aun ese mal, saber
disculparlo”.
• Donación universal y delicada
Caridad externa
• Benedicencia: hablar siempre bien de los demás, descubrir
y alabar lo bueno y disculpar lo malo
• Evitar la crítica, la murmuración y la burla.
• Servir desinteresadamente
• Colaborar generosamente
• Dar sin medida, sin buscar recompensa
• Tratar bien a todos: con aprecio, respeto, bondad y
sencillez.
3. La paz interior que se expresa en
Paz con Dios: saberme y sentirme hijo querido del Padre,
entregarme filialmente a Él.
Paz con los hombres. Quien se sabe en paz con Dios
puede lanzarse a la ardua tarea de buscar paz con los
hombres. Que los que viven en contacto conmigo sepan que
nada tienen que temer de mí. Que no vean un rival, sino un
amigo; no un obstáculo, sino una ayuda en su camino.
Paz conmigo mismo: aceptarme a mí mismo, mi pasado,
admitir mis debilidades y, una gran paciencia hacia mí
mismo, todo eso hace imposible la paz. Y es difícil estar en
paz con Dios y los demás, si en mí mismo no hay unidad.
Paz con el mundo entero, con toda la creación. Paz
cristiana que ama la naturaleza, porque es obra de Dios, y
se encuentra a gusto en el mundo, porque es la casa del
Padre Dios. Paz que todo lo abarca y todo lo lleva hacia su
destino final en el corazón de Dios.
4. La felicidad
La paz del corazón es la única paz que trae la felicidad, y
esa paz del corazón es un don de Dios.
5. La experiencia del amor misericordioso de Dios
Cuando perdonamos a quienes nos ofenden, nos ponemos en
condiciones de ser perdonados por Dios. También el perdón
divino es la manifestación más explícita de su amor por
nosotros. Por tanto al perdonar nos abrimos al amor de Dios,
que a su vez es la fuente de nuestro propio amor hacia él.
En la medida en que nos sabemos y nos sentimos amados por
Dios, nos movemos a amarle, deseando corresponderle, y así
es como concretamos nuestra llamada a la santidad que él
hace a todos los hombres.
¿Dónde se realiza este encuentro con la belleza del perdón
de Dios?
Nos serviremos de la carta pastoral del arzobispo Bruno
Forte “confesarse, ¿Por qué? La reconciliación es la belleza
de Dios”.
Confesarse, ¿por qué?
La reconciliación y la belleza de Dios
Carta para el año pastoral 2005-2006
Tratemos de comprender juntos qué es la confesión:
si lo comprendes verdaderamente, con la mente y con el
corazón, sentirás la necesidad y la alegría de hacer
experiencia de este encuentro, en el que Dios, dándote su
perdón mediante el ministro de la Iglesia,
crea en tí un corazón nuevo, pone en ti un Espíritu nuevo,
para que puedas vivir una existencia reconciliada con Él,
contigo mismo y con los demás, llegando a ser tú también
capaz de perdonar y amar,
más allá de cualquier tentación de desconfianza y cansancio.
1. ¿Por qué confesarse?
Entre las preguntas que mi corazón de obispo se hace, elijo
una que me hacen a menudo: ¿por qué hay que confesarse? Es
una pregunta que vuelve a plantearse de muchas formas: ¿por
qué ir a un sacerdote a decir los propios pecados y no se
puede hacer directamente con Dios, que nos conoce y
comprende mucho mejor que cualquier interlocutor humano? Y,
de manera más radical: ¿por qué hablar de mis cosas,
especialmente de aquellas de las que me avergüenzo incluso
conmigo mismo, a alguien que es pecador como yo, y que quizá
valora de modo completamente diferente al mío mi
experiencia, o no la comprende en absoluto? ¿Qué sabe él de
lo que es pecado para mí? Alguno añade: y además, ¿existe
verdaderamente el pecado, o es sólo un invento de los
sacerdotes para que nos portemos bien?
A esta última pregunta creo que puedo responder enseguida y
sin temor a que se me desmienta: el pecado existe, y no sólo
está mal sino que hace mal. Basta mirar la escena cotidiana
del mundo, donde se derrochan violencia, guerras,
injusticias, abusos, egoísmos, celos y venganzas (un ejemplo
de este «boletín de guerra» no los dan hoy las noticias en
los periódicos, radio, televisión e Internet). Quien cree en
el amor de Dios, además, percibe que el pecado es amor
replegado sobre sí mismo («amor curvus», «amor cerrado»,
decían los medievales), ingratitud de quien responde al amor
con la indiferencia y el rechazo. Este rechazo tiene
consecuencias no sólo en quien lo vive, sino también en toda
la sociedad, hasta producir condicionamientos y
entrelazamientos de egoísmos y de violencias que se
constituyen en auténticas «estructuras de pecado» (pensemos
en las injusticias sociales, en la desigualdad entre países
ricos y pobres, en el escándalo del hambre en el mundo...).
Justo por esto no se debe dudar en subrayar lo enorme que es
la tragedia del pecado y cómo la pérdida de sentido del
pecado --muy diversa de esa enfermedad del alma que llamamos
«sentimiento de culpa»-- debilita el corazón ante el
espectáculo del mal y las seducciones de Satanás, el
adversario que trata de separarnos de Dios.
2. La experiencia del perdón
A pesar de todo, sin embargo, no creo poder afirmar que el
mundo es malo y que hacer el bien es inútil. Por el
contrario, estoy convencido de que el bien existe y es mucho
mayor que el mal, que la vida es hermosa y que vivir
rectamente, por amor y con amor, vale verdaderamente la
pena. La razón profunda que me lleva a pensar así es la
experiencia de la misericordia de Dios que hago en mí mismo
y que veo resplandecer en tantas personas humildes: es una
experiencia que he vivido muchas veces, tanto dando el
perdón como ministro de la Iglesia, como recibiéndolo. Hace
años que me confieso con regularidad, varias veces al mes y
con la alegría de hacerlo. La alegría nace del sentirme
amado de modo nuevo por Dios, cada vez que su perdón me
alcanza a través del sacerdote que me lo da en su nombre. Es
la alegría que he visto muy a menudo en el rostro de quien
venía a confesarse: no el fútil sentido de alivio de quien
«ha vaciado el saco» (la confesión no es un desahogo
psicológico ni un encuentro consolador, o no lo es
principalmente), sino la paz de sentirse bien «dentro»,
tocados en el corazón por un amor que cura, que viene de
arriba y nos transforma. Pedir con convicción el perdón,
recibirlo con gratitud y darlo con generosidad es fuente de
una paz impagable: por ello, es justo y es hermoso
confesarse. Querría compartir las razones de esta alegría a
todos aquellos a los que logre llegar con esta carta.
3. ¿Confesarse con un sacerdote?
Me preguntas entonces: ¿por qué hay que confesar a un
sacerdote los propios pecados y no se puede hacer
directamente a Dios? Ciertamente, uno se dirige siempre a
Dios cuando confiesa los propios pecados. Que sea, sin
embargo, necesario hacerlo también ante un sacerdote nos lo
hace comprender el mismo Dios: al enviar a su Hijo con
nuestra carne, demuestra querer encontrarse con nosotros
mediante un contacto directo, que pasa a través de los
signos y los lenguajes de nuestra condición humana. Así como
Él ha salido de sí mismo por amor nuestro y ha venido a
«tocarnos» con su carne, también nosotros estamos llamados a
salir de nosotros mismos por amor suyo e ir con humildad y
fe a quien puede darnos el perdón en su nombre con la
palabra y con el gesto. Sólo la absolución de los pecados
que el sacerdote te da en el sacramento puede comunicarte la
certeza interior de haber sido verdaderamente perdonado y
acogido por el Padre que está en los cielos, porque Cristo
ha confiado al ministerio de la Iglesia el poder de atar y
desatar, de excluir y de admitir en la comunidad de la
alianza (Cf. Mateo 18,17). Es Él quien, resucitado de la
muerte, ha dicho a los Apóstoles: «Recibid el Espíritu
Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan
perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan
retenidos» (Juan 20,22-23). Por lo tanto, confesarse con un
sacerdote es muy diferente de hacerlo en el secreto del
corazón, expuesto a tantas inseguridades y ambigüedades que
llenan la vida y la historia. Tu solo no sabrás nunca
verdaderamente si quien te ha tocado es la gracia de Dios o
tu emoción, si quien te ha perdonado has sido tú o ha sido
Él por la vía que Él ha elegido. Absuelto por quien el Señor
ha elegido y enviado como ministro del perdón, podrás
experimentar la libertad que sólo Dios da y comprenderás por
qué confesarse es fuente de paz.
4. Un Dios cercano a nuestra debilidad
La confesión es por tanto el encuentro con el perdón divino,
que se nos ofrece en Jesús y que se nos transmite mediante
el ministerio de la Iglesia. En este signo eficaz de la
gracia, cita con la misericordia sin fin, se nos ofrece el
rostro de un Dios que conoce como nadie nuestra condición
humana y se le hace cercano con tiernísimo amor. Nos lo
demuestran innumerables episodios de la vida de Jesús, desde
el encuentro con la Samaritana a la curación del paralítico,
desde el perdón a la adúltera a las lágrimas ante la muerte
del amigo Lázaro... De esta cercanía tierna y compasiva de
Dios tenemos inmensa necesidad, como lo demuestra también
una simple mirada a nuestra existencia: cada uno de nosotros
convive con la propia debilidad, atraviesa la enfermedad, se
asoma a la muerte, advierte el desafío de las preguntas que
todo esto plantea el corazón. Por mucho que luego podamos
desear hacer el bien, la fragilidad que nos caracteriza a
todos, nos expone continuamente al riesgo de caer en la
tentación. El Apóstol Pablo describió con precisión esta
experiencia: «Hay en mí el deseo del bien, pero no la
capacidad de realizarlo; en efecto, yo no hago el bien que
quiero, sino el mal que no quiero» (Romanos 7,18s). Es el
conflicto interior del que nace la invocación: «Quién me
librará de este cuerpo que me lleva a la muerte?» (Romanos
7, 24). A ella responde de modo especial el sacramento del
perdón, que viene a socorrernos siempre de nuevo en nuestra
condición de pecado, alcanzándonos con la potencia sanadora
de la gracia divina y transformando nuestro corazón y
nuestros comportamientos. Por ello, la Iglesia no se cansa
de proponernos la gracia de este sacramento durante todo el
camino de nuestra vida: a través de ella Jesús, verdadero
médico celestial, se hace cargo de nuestros pecados y nos
acompaña, continuando su obra de curación y de salvación.
Como sucede en cada historia de amor, también la alianza con
el Señor hay que renovarla sin descanso: la fidelidad y el
empeño siempre nuevo del corazón que se entrega y acoge el
amor que se le ofrece, hasta el día en que Dios será todo en
todos.
5. Las etapas del encuentro con el perdón
Justo porque fue deseado por un Dios profundamente «humano»,
el encuentro con la misericordia que nos ofrece Jesús se
produce en varias etapas, que respetan los tiempos de la
vida y del corazón. Al inicio, está la escucha de la buena
noticia, en la que te alcanza la llamada del Amado: «El
tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca;
convertíos y creed en la Buena Nueva» (Marcos 1,15). A
través de esta voz el Espíritu Santo actúa en ti, dándote
dulzura para consentir y creer en la Verdad. Cuando te
vuelves dócil a esta voz y decides responder con todo el
corazón a Quien te llama, emprendes el camino que te lleva
al regalo más grande, un don tan valioso que le lleva a
Pablo a decir: «En nombre de Cristo os suplicamos:
¡reconciliaos con
Dios! » (2 Corintios 5, 20).
La reconciliación es precisamente el sacramento del
encuentro con Cristo que, mediante el ministerio de la
Iglesia, viene a socorrer la debilidad de quien ha
traicionado o rechazado la alianza con Dios, lo reconcilia
con el Padre y con la Iglesia, lo recrea como criatura nueva
en la fuerza del Espíritu Santo. Este sacramento es llamado
también de la penitencia, porque en él se expresa la
conversión del hombre, el camino del corazón que se
arrepiente y viene a invocar el perdón de Dios. El término
confesión --usado normalmente-- se refiere en cambio al acto
de confesar las propias culpas ante el sacerdote pero
recuerda también la triple confesión que hay que hacer para
vivir en plenitud la celebración de la reconciliación: la
confesión de alabanza («confessio laudis»), con la que
hacemos memoria del amor divino que nos precede y nos
acompaña, reconociendo sus signos en nuestra vida y
comprendiendo mejor así la gravedad de nuestra culpa; la
confesión del pecado, con la que presentamos al Padre
nuestro corazón humilde y arrepentido, reconociendo nuestros
pecados («confessio peccati»); la confesión de fe, por
último, con la que nos abrimos al perdón que libera y salva,
que se nos ofrece con la absolución («confessio fidei»). A
su vez, los gestos y las palabras en las que expresaremos el
don que hemos recibido confesarán en la vida las maravillas
realizadas en nosotros por la misericordia de Dios.
6. La fiesta del encuentro
En la historia de la Iglesia, la penitencia ha sido vivida
en una gran variedad de formas, comunitarias e individuales,
que sin embargo han mantenido todas la estructura
fundamental del encuentro personal entre el pecador
arrepentido y el Dios vivo, a través de la mediación del
ministerio del obispo o del sacerdote. A través de las
palabras de la absolución, pronunciadas por un hombre
pecador que, sin embargo, ha sido elegido y consagrado para
el ministerio, es Cristo mismo el que acoge al pecador
arrepentido y lo reconcilia con el Padre y en el don del
Espíritu Santo, lo renueva como miembro vivo de la Iglesia.
Reconciliados con Dios, somos acogidos en la comunión
vivificante de la Trinidad y recibimos en nosotros la vida
nueva de la gracia, el amor que sólo Dios puede infundir en
nuestros corazones: el sacramento del perdón renueva, así,
nuestra relación con el Padre, con el Hijo y con el Espíritu
Santo, en cuyo nombre se nos da la absolución de las culpas.
Como muestra la parábola del Padre y los dos hijos, el
encuentro de la reconciliación culmina en un banquete de
platos sabrosos, en el que se participa con el traje nuevo,
el anillo y los pies bien calzados (Cf. Lucas15,22s):
imágenes que expresan todas la alegría y la belleza del
regalo ofrecido y recibido. Verdaderamente, para usar las
palabras del padre de la parábola, «comamos y celebremos una
fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la
vida; estaba perdido y ha sido hallado» (Lucas 15, 24). ¡Qué
hermoso pensar que aquél hijo podemos ser cada uno de
nosotros!
7. La vuelta a la casa del Padre
En relación a Dios Padre, la penitencia se presenta como una
«vuelta a casa» (este es propiamente el sentido de la
palabra «teshuvá», que el hebreo usa para decir
«conversión»). Mediante la toma de conciencia de tus culpas,
te das cuenta de estar en el exilio, lejano de la patria del
amor: adviertes malestar, dolor, porque comprendes que la
culpa es una ruptura de la alianza con el Señor, un rechazo
de su amor, es «amor no amado», y por ello es también fuente
de alienación, porque el pecado nos desarraiga de nuestra
verdadera morada, el corazón del Padre. Es entonces cuando
hace falta recordar la casa en la que nos esperan: sin esta
memoria del amor no podríamos nunca tener la confianza y la
esperanza necesarias para tomar la decisión de volver a
Dios. Con la humildad de quien sabe que no es digno de ser
llamado «hijo», podemos decidirnos a ir a llamar a la puerta
de la casa del Padre: ¡qué sorpresa descubrir que está en la
ventana escrutando el horizonte porque espera desde hace
mucho tiempo nuestro retorno! A nuestras manos abiertas, al
corazón humilde y arrepentido responde la oferta gratuita
del perdón con el que el Padre nos reconcilia consigo,
«convirtiéndonos» de alguna manera a nosotros mismos: «
Estando él todavía lejos, le vio su padre y, conmovido,
corrió, se echó a su cuello y le besó efusivamente» (Lucas
15,20). Con extraordinaria ternura, Dios nos introduce de
modo renovado en la condición de hijos, ofrecida por la
alianza establecida en Jesús.
8. El encuentro con Cristo, muerto y resucitado por nosotros
En relación al Hijo, el sacramento de la reconciliación nos
ofrece la alegría del encuentro con Él, el Señor crucificado
y resucitado, que, a través de su Pascua nos da la vida
nueva, infundiendo su Espíritu en nuestros corazones. Este
encuentro se realiza mediante el itinerario que lleva a cada
uno de nosotros a confesar nuestras culpas con humildad y
dolor de los pecados y a recibir con gratitud plena de
estupor el perdón. Unidos a Jesús en su muerte de Cruz,
morimos al pecado y al hombre viejo que en él ha triunfado.
Su sangre, derramada por nosotros nos reconcilia con Dios y
con los demás, abatiendo el muro de la enemistad que nos
mantenía prisioneros de nuestra soledad sin esperanza y sin
amor. La fuerza de su resurrección nos alcanza y transforma:
el resucitado nos toca el corazón, lo hace arder con una fe
nueva, que nos abre los ojos y nos hace capaces de
reconocerle junto a nosotros y reconocer su voz en quien
tiene necesidad de nosotros. Toda nuestra existencia de
pecadores, unida a Cristo crucificado y resucitado, se
ofrece a la misericordia de Dios para ser curada de la
angustia, liberada del peso de la culpa, confirmada en los
dones de Dios y renovada en la potencia de su Amor
victorioso. Liberados por el Señor Jesús, estamos llamados a
vivir como Él libres del miedo, de la culpa y de las
seducciones del mal, para realizar obras de verdad, de
justicia y de paz.
9. La vida nueva del Espíritu
Gracias al don del Espíritu que infunde en nosotros el amor
de Dios (Cf. Romanos 5,5), el sacramento de la
reconciliación es fuente de vida nueva, comunión renovada
con Dios y con la Iglesia, de la que precisamente el
Espíritu es el alma y la fuerza de cohesión. El Espíritu
empuja al pecador perdonado a expresar en la vida la paz
recibida, aceptando sobre todo las consecuencias de la culpa
cometida, la llamada «pena», que es como el efecto de la
enfermedad representada por el pecado, y que hay que
considerarla como una herida que curar con el óleo de la
gracia y la paciencia del amor que hemos de tener hacia
nosotros mismos. El Espíritu, además, nos ayuda a madurar el
firme propósito de vivir un camino de conversión hecho de
empeños concretos de caridad y de oración: el signo
penitencial requerido por el confesor sirve justamente para
expresar esta elección. La vida nueva, a la que así
renacemos, puede demostrar más que cualquier otra cosa la
belleza y la fuerza del perdón invocado y recibido siempre
de nuevo («perdón» quiere decir justamente don renovado:
¡perdonar es dar infinitamente!) Te pregunto entonces: ¿por
qué prescindir de un regalo tan grande? Acércate a la
confesión con corazón humilde y contrito y vívela con fe: te
cambiará la vida y dará paz a tu corazón. Entonces, tus ojos
se abrirán para reconocer los signos de la belleza de Dios
presentes en la creación y en la historia y te surgirá del
alma el canto de alabanza.
Y también a ti, sacerdote que me lees y que, como yo, eres
ministro del perdón, querría dirigir una invitación que me
nace del corazón: está siempre pronto --a tiempo y a
destiempo--, a anunciar a todos la misericordia y a dar a
quien te lo pide el perdón que necesita para vivir y morir.
Para aquella persona, ¡podría tratarse de la hora de Dios en
su vida!
10. ¡Dejémonos reconciliar con Dios!
La invitación del apóstol Pablo se convierte, así, también
en la mía: lo expreso sirviéndome de dos voces distintas. La
primera, es la de Friedrich Nietzsche, que, en su juventud,
escribió palabras apasionadas, signo de la necesidad de
misericordia divina que todos llevamos dentro: «Una vez más,
antes de partir y dirigir mi mirada hacia lo alto, al
quedarme solo, elevo mis manos a Ti, en quien me refugio, a
quien desde lo profundo del corazón he consagrado altares,
para que cada hora tu voz me vuelva a llamar… Quiero
conocerte, a Ti, el Desconocido, que penetres hasta el fondo
del alma y como tempestad sacudas mi vida, tú que eres
inalcanzable y sin embargo semejante a mí! Quiero conocerte
y también servirte» («Scritti giovanili», «Escritos
Juveniles» I, 1, Milán 1998, 388). La otra voz es la que se
atribuye a san Francisco de Asís, que expresa la verdad de
una vida renovada por la gracia del perdón: «Señor, haz de
mi un instrumento de tu paz. Que allá donde hay odio, yo
ponga el amor. Que allá donde hay ofensa, yo ponga el
perdón. Que allá donde hay discordia, yo ponga la unión. Que
allá donde hay error, yo ponga la verdad. Que allá donde hay
duda, yo ponga la Fe. Que allá donde desesperación, yo ponga
la esperanza. Que allá donde hay tinieblas, yo ponga la luz.
Que allá donde hay tristeza, yo ponga la alegría. Oh Señor,
que yo no busque tanto ser consolado, cuanto consolar, ser
comprendido, cuanto comprender, ser amado, cuanto amar». Son
éstos los frutos de la reconciliación, invocada y acogida
por Dios, que auguro a todos vosotros que me leéis. Con este
augurio, que se hace oración, os abrazo y bendigo uno a uno.
+ Bruno, vuestro padre en la fe
PARA EL EXAMEN DE CONCIENCIA
Prepárate a la confesión si es posible a plazos regulares y
no demasiado lejanos en el tiempo, en un clima de oración,
respondiendo a estas preguntas bajo la mirada de Dios,
eventualmente verificándolo con quien pueda ayudarte a
caminar más rápido en la vía del Señor:
1. «No tendrás otro Dios fuera de mí» (Dt 5,7). «Amarás al
Señor con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu
mente» (Mt 22,37). ¿Amo así al Señor? ¿Le doy el primer
lugar en mi vida? Me empeño en rechazar todo ídolo que puede
interponerse entre El y yo, ya sea el dinero, el placer, la
superstición o el poder? ¿Escucho con fe su Palabra? ¿Soy
perseverante en la oración?
2. «No tomarás en falso el nombre del Señor tu Dios» (Dt
5,11). ¿Respeto el nombre santo de Dios? ¿Abuso al referirme
a Él ofendiéndole o sirviéndome de Él en lugar de servirlo?
¿Bendigo a Dios en cada uno de mis actos? ¿Me remito sin
reservas a su voluntad sobre mí, confiando totalmente en Él?
¿Me confío con humildad y confianza a la guía y a la
enseñanza de los pastores que el Señor ha dado a su Iglesia?
¿Me empeño en profundizar y nutrir mi vida de fe?
3. «Santificarás las fiestas» (cf. Dt 5,12-15). ¿Vivo la
centralidad del domingo, empezando por su centro que es la
celebración de la eucaristía, y los otros días consagrados
al Señor para alabarlo y darle gracias para confiarme a Él y
reposar en Él? ¿Participo con fidelidad y empeño en la
liturgia festiva, preparándome a ella con la oración y
esforzándome en obtener fruto durante toda la semana?
¿Santifico el día de fiesta con algún gesto de amor hacia
quien lo necesita?
4. «Honra a tu padre y a tu madre» (Dt 5,16). ¿Amo y respeto
a quienes me han dado la vida? ¿Me esfuerzo por
comprenderles y ayudarles, sobre todo en su debilidad y sus
límites?
5. «No matar» (Dt 5,17). ¿Me esfuerzo por respetar y
promover la vida en todas sus etapas y en todos sus
aspectos? ¿Hago todo lo que está en mi poder por el bien de
los demás? ¿He hecho mal a alguien con la intención
explícita de hacerlo? «Amarás al prójimo como a ti mismo»
(Mt 22,39). ¿Cómo vivo la caridad hacia el prójimo? ¿Estoy
atento y disponible, sobre todo hacia los más pobres y los
más débiles? ¿Me amo a mí mismo, sabiendo aceptar mis
límites bajo la mirada de Dios?
6. «No cometerás actos impuros» (cf. Dt 5,18). «No desearás
la mujer de tu prójimo» (Dt 5,21). ¿Soy casto en
pensamientos y actos? ¿Me esfuerzo en amar con gratuidad,
libre de la tentación de la posesión y de los celos?
¿Respeto siempre y en todo la dignidad de la persona humana?
¿Trato mi cuerpo y el cuerpo de los demás como templo del
Espíritu Santo?
7. «No robar» (Dt 5,19). «No desear los bienes ajenos» (Dt
5,21). ¿Respeto los bienes de la creación? ¿Soy honesto en
el trabajo y en mis relaciones con los demás? ¿Respeto el
fruto de trabajo de los demás? ¿Soy envidioso del bien de
los otros? ¿Me esfuerzo en hacer a los otros felices o
pienso sólo en mi felicidad?
8. «No pronunciar falso testimonio» (Dt 5,20). ¿Soy sincero
y leal en cada palabra y acción? ¿Testimonio siempre y sólo
la verdad? ¿Trato de dar confianza y actúo en modo de
merecerla?
9. ¿Me esfuerzo en seguir a Jesús en la vía de mi entrega a
Dios y a los demás? ¿Trato de ser como Él humilde, pobre y
casto?
10. ¿Encuentro al Señor fielmente en los sacramentos, en la
comunión fraterna y en el servicio a los más pobres? ¿Vivo
la esperanza en la vida eterna, mirando cada cosa a la luz
del Dios que llega y confiando siempre en sus promesas?
Preguntas que pueden servirte para estructurar tus
conclusiones
¿Qué me ha parecido el tema?
¿Qué aplicaciones prácticas encuentro para mi vida?
Algún comentario particular…