Tercera parte: El perdón
Tema 1 Disculpar y perdonar
Si camino por la calle y de pronto tropiezo, pierdo el
equilibrio e involuntariamente arrojo al suelo a una
persona, lo que procede es pedir una disculpa. Si la víctima
de mi accidente se da cuenta que mi acción ha sido, en
efecto, involuntaria, me disculpará, es decir, reconocerá
que no fui culpable. En cambio si ese mismo transeúnte, al
llegar a su casa, insulta a su esposa, no basta que luego
solicite ser disculpado, deberá pedir perdón, porque ha sido
culpable de la ofensa cometida.
Se disculpa al inocente y se perdona al culpable.
Disculpar es un acto de justicia, porque la persona que ha
ofendido merece que se le reconozca que no es culpable,
tiene derecho a la disculpa, mientras que el perdón
trasciende la estricta justicia, porque el culpable, no
merece el perdón; si se le perdona es por un acto de amor,
de misericordia.
No cabe duda que resulta más fácil disculpar que perdonar.
Cuando me doy cuenta que alguien no tiene la culpa, no
encuentro en mí ninguna resistencia para disculparlo, porque
lo natural es reconocer su inculpabilidad. En cambio cuando,
cuando descubro que el ofensor es culpable de su acción, de
ordinario, surge naturalmente una acción, inspirada por el
sentido de justicia, que exige que esa persona cargue con
las consecuencias de su acción, que pague el daño cometido.
El perdón implica ir en contra de esa primera reacción
espontánea, hay que superarlo con la misericordia. Lo que,
en cambio, no tiene sentido, porque se trataría de un
esfuerzo estéril, es perdonar lo que merece una simple
disculpa.
En la vida ordinaria es frecuente que muchas acciones
aparentemente ofensivas se interpreten como agresiones
culpables, cuando en realidad no lo son, porque carecen de
intencionalidad. Por ejemplo en las omisiones involuntarias.
Una buena dosis de reflexión, unida a la actitud de ponerse
en el lugar del otro, permite comprender con objetividad
tales acciones u omisiones, y descubrir que en múltiples
casos sólo basta disculpar, porque la persona sólo actuó por
error, por ignorancia o por simple distracción.
Otras veces ocurrirá que descubrimos circunstancias
atenuantes que pueden reducir el grado de culpabilidad, como
el padre de familia que llega a casa cansado, después de un
día problemático en el trabajo, y reacciona con mal humor
ante la música que están oyendo sus hijos; o la esposa no
recibe al marido con todo el afecto que él esperaría, porque
está con los nervios de punta, después que ha atendido
múltiples asuntos domésticos. También puede suceder que
existen circunstancias permanentes, que si se comprenden
simplifican considerablemente el problema del perdón, por
ejemplo los padres que reconocen las etapas que viven sus
hijos y no se sorprenden por reacciones ofensivas, y no
pierden el tiempo lamentándose por la ofensa del hijo y sí
emplean el tiempo en formarlo.
No se trata de cerrar los ojos a la realidad, hay que
distinguir con la mayor precisión lo que es disculpable y lo
que si necesita ser perdonado. Debemos esforzarnos por mirar
realista y objetivamente a los demás, que no consiste en
juzgarlos y mirarlos como enemigos potenciales, sino en
mirarlos con amor.
Misericordia y perdón
En el antiguo testamento prevalecía la ley del Talión,
inspirada en la estricta justicia. “ojo por ojo, diente por
diente”. Jesucristo viene a perfeccionar la antigua ley e
introduce una modificación fundamental que consiste en
vincular la justicia a la misericordia, más aún en
subordinar la justicia al amor, lo cual resulta
tremendamente revolucionario. A partir de Jesucristo, las
ofensas recibidas deberán perdonarse, porque el perdón forma
parte esencial del amor. “El perdón es una feseta del amor”.
La misericordia que Jesús practica y exige a los suyos,
choca, no solo, con el sentir de su época, sino con el de
todos los tiempos: “han oído ustedes que se dijo: ama a tu
prójimo y odia a tu enemigo. Yo, en cambio, les digo: Amen a
sus enemigos, hagan el bien a los que los odian y rueguen
por los que los persiguen y calumnian” (Mt 5, 43-44). “Al
que te golpee en una mejilla, preséntale la otra; al que te
quite el manto, déjalo llevarse también la túnica” (Lc 6,
28-29). Estas exigencias del amor superan la natural
capacidad humana, por eso Jesús invita a los suyos a una
meta que no tiene límites, porque sólo desde ahí podrán lo
que se les está pidiendo: “Sean misericordiosos, como su
padre es misericordioso” (Lc 6, 36). Para este ideal tenemos
que contar con la ayuda de Dios.
Qué es perdonar
A Diferencia del resentimiento producido por ciertas
ofensas, el perdón no es un sentimiento. Perdonar no
equivale a dejar de sentir
Hay quienes consideran que están incapacitados para perdonar
ciertos agravios porque no pueden dejar de sentir sus
efectos, no pueden dejar de experimentar la herida, ni el
odio, ni el afán de venganza. La incapacidad para dejar de
sentir el resentimiento, en el nivel emocional, puede ser,
efectivamente insuperable, al menos a corto plazo. Sin
embargo si se comprende que el perdón se sitúa en un nivel
distinto al del resentimiento, esto es, en el nivel de la
voluntad, se descubrirá el camino que apunta a la solución.
El empleado que ha sido despedido injustamente de la
empresa, el conyugue que ha sufrido la infidelidad de su
pareja, o los padres que han padecido el secuestro de un
hijo, pueden decidir perdonar, a pesar del sentimiento
adverso que necesariamente están experimentando, porque el
perdón es un acto volitivo, es decir, de la voluntad y no un
acto emocional. Entender esta diferencia entre, entre sentir
una emoción y tomar una decisión, es ya un paso importante
para clarificar un problema. Muchas veces en la vida tenemos
que actuar en sentido inverso a la dirección que marcan
nuestros sentimientos, y de hecho lo hacemos porque nuestra
voluntad se sobrepone a nuestras emociones. Por ejemplo
cuando sentimos desanimo por algún fracaso que hemos tenido
en la realización de alguna tarea, y en lugar de
abandonarla, nos sobreponemos y seguimos adelante hasta
concluir; cuando alguien nos ha molestado y sentimos el
impulso de agredirlo, pero decidimos controlarnos y ser
pacientes; cuando experimentamos la inclinación hacia la
pereza y, sin embargo, optamos por trabajar. En todos estos
casos se manifiesta la capacidad de la voluntad para dominar
los sentimientos. Lo mismo ocurre cuando perdonamos, a pesar
de que emocionalmente nos encontremos inclinados a no
hacerlo.
El perdón es un acto de voluntad porque consiste en una
decisión. ¿Cuál es el contenido de esta decisión? ¿Qué
es lo que decido cuando perdono? Al perdonar opto por
cancelar la deuda moral que el otro ha contraído conmigo al
ofenderme, y por lo tanto, lo libero en cuanto deudor.
No se trata, evidentemente, de suprimir la ofensa cometida,
de eliminarla y hacer como que nunca haya existido, porque
carecemos de ese poder. Sólo Dios puede borrar la acción
ofensiva y hacer que el ofensor vuelva la situación en que
se encontraba antes de cometerla. Pero nosotros cuando
perdonamos realmente, desearíamos que el otro quedara
completamente eximido de la mala acción que cometió. Por
eso, “perdonar implica pedir a Dios que perdone, pues
sólo así la ofensa es aniquilada”.
Un palpable ejemplo de este tipo de perdón es el de Dios que
siempre está dispuesto a cancelar toda deuda, a olvidar y a
renovar. Nos serviremos de la siguiente meditación del padre
Juan Ferrán, para sacar las conclusiones de este tema.
Encontramos este relato en Lc 7, 36-50.
Es un relato maravilloso en todo su desarrollo. Comienza la
historia con la invitación de un fariseo a comer en su casa.
En la misma ciudad había una mujer pecadora pública. Al
saber que Jesús estaba allí, cogió un frasco de alabastro de
perfume, entró en la casa, se puso a los pies de Jesús a
llorar, mojando sus pies con sus lágrimas y secándoselos con
sus cabellos, ungió los pies de Cristo con el perfume y los
besó. El fariseo, entretanto, ponía en duda a Cristo. Pero
Jesús, que leía su pensamiento, le propuso una parábola
sobre un acreedor que tenía dos deudores y a ambos perdonó.
Se aprovechó de aquella parábola para salir en defensa de
aquella mujer comparando su actitud con la de él: la de ella
llena de amor y arrepentimiento; la de él llena de soberbia
y vanidad. Tras ello, hace una afirmación que parece la
absolución tras una excelente confesión: “Le quedan
perdonados sus muchos pecados, porque ha mostrado mucho
amor”, dice dirigiéndose al fariseo, llamado Simón. Y a la
mujer: “Tus pecados quedan perdonados. Tu fe te ha salvado.
Vete en paz”. Los comensales volvieron a juzgar a Jesús:
“Quién es éste que hasta perdona los pecados?”.
Siempre que se mete uno a fondo en la propia vida y
comprueba lo lejos de Dios que se encuentra y ve cómo el
pecado grave o menos grave nos domina, se puede sentir la
tentación del desaliento y de la desesperación. Del
desaliento en cuanto a sentirse uno incapaz de superar las
propias limitaciones. De desesperación en cuanto a pensar
que no se es digno del perdón misericordioso de Dios. En
estos momentos de los ejercicios, tras haber reflexionado
sobre el pecado, podemos sentirnos desalentados o
desesperados. Por ello, es muy importante sin frivolidad y
sin infantilismos, -porque a veces se toma a Dios así-,
echarnos en brazos de la misericordia divina.
Dios siempre está dispuesto a perdonar, a olvidar, a
renovar. Ahí tenemos la parábola del hijo pródigo en la que
un padre espera con ansia la vuelta de su hijo que se ha ido
voluntariamente de su casa. Dios siempre nos espera; siempre
aguarda nuestro retorno; nada es demasiado grande para su
misericordia. Nunca debemos permitir que la desconfianza en
Dios tome prisionero nuestro corazón, pues entonces
habríamos matado en nosotros toda esperanza de conversión y
de salvación. La misericordia del Señor es eterna. En el
libro del Profeta Oseas leemos frases que nos descubren esa
ternura de Dios hacia nosotros: “Cuando Israel era niño, yo
le amé... Cuanto más los llamaba, más se alejaban de mí...
Con cuerdas humanas los atraía, con lazos de amor, y era
para ellos como los que alzan a un niño contra su
mejilla...” (11, 1-4).
Frecuentemente una de las acciones más específicas del
demonio es desalentarnos y desesperarnos. “Ya no tienes
remedio. Ya es demasiado lo que has hecho”. Y muchos de
nosotros nos dejamos llevar por esos sentimientos que nos
quitan no sólo la paz, sino la fuerza para luchar por ser
mejores. Dios, en cambio, siempre nos espera, porque nos
ama, porque no se resigna a perder lo que su Amor ha creado.
“Yo te desposaré conmigo para siempre; te desposaré conmigo
en justicia y en derecho, en amor y en compasión” (Os 2,21).
Qué nunca el temor al perdón de Dios nos aparte de volver a
El una y otra vez! Hasta el último día de nuestra vida nos
estará esperando.
La misericordia de Dios, sin embargo, no se puede tomar a
broma. Ella nace en el conocimiento que Dios tiene de
nuestra fragilidad, de nuestra pequeñez, de nuestra
condición humana, y, sobre todo, del amor que nos profesa,
pues “El quiere que todos se salven y lleguen al
conocimiento de la verdad”. La misericordia divina no puede,
en cambio, ser el tópico al que recurrimos frecuentemente
para justificar sin más una conducta poco acorde con nuestra
realidad de cristianos y de seres humanos, o para
permitirnos atentar contra la paciencia divina por medio de
nuestra presunción.
A espaldas de la pecadora sólo hay una realidad: el pecado.
En su horizonte sólo una promesa: la tristeza, la
desesperación, el vacío. Pero en su presente se hace
realidad Cristo, el rostro humano de Dios. Ella nos va
enseñar cómo actúa Dios cuando el ser humano se le presta.
La mujer reconoce ante todo que es una pecadora. Esas
lágrimas que derrama son realmente sinceras y demuestran
todo el dolor que aquella mujer experimentaba tras una vida
de pecado, alejada de Dios, vacía. Hay lágrimas físicas y
también morales. Todas valen para reconocer que nos duele
ofender a Dios, vivir alejados de Él. A ella no le importaba
el comentario de los demás. Quería resarcir su vida, y había
encontrado en aquel hombre la posibilidad de la vuelta a un
Dios de amor, de perdón, de misericordia. Por eso está ahí,
haciendo lo más difícil: reconocerse infeliz y necesitada de
perdón.
Cristo, que lee el pensamiento, como lo demostró al hablar
con Simón el fariseo, toca en el corazón de aquella mujer
todo el dolor de sus pecados por un lado, y todo el amor que
quiere salir de ella, por otro. Todo está así preparado para
el re-encuentro con Dios. Se pone decididamente de su parte.
Reconoce que ella ha pecado mucho (debía quinientos
denarios). Pero también afirma que el amor es mucho mayor el
mismo pecado. “Le quedan perdonados sus muchos pecados,
porque ha mostrado mucho amor”. Se realiza así aquella
promesa divina: “Dónde abundó el pecado, sobreabundó la
misericordia”. El corazón de aquella mujer queda trasformado
por el amor de Dios. Es una criatura nueva, salvada, limpia,
pura.
La misericordia divina le impone un camino: “Vete en paz”.
Es algo así como: “Abandona ese camino de desesperación, de
tristeza, de sufrimiento”. Coge ese otro derrotero de la
alegría, de la ilusión, de la paz que sólo encontrarás en la
casa de tu Padre Dios. No sabemos nada de esta pecadora
anónima. No sabemos si siguió a Cristo dentro del grupo de
las mujeres o qué fue de ella. Pero estamos seguros de que a
partir de aquel día su vida cambio definitivamente. También
a ella la salvó aquella misericordia que salvó a la
adúltera, a Pedro, a Zaqueo, y a tantos más.
En nuestra vida de cristianos, y muy especialmente en la
vida de la mujer, tan sensible a la falta de amor, tan
proclive al desaliento, tan inclinada a sufrir la ingratitud
de los demás, es muy fácil comprender lo que le dolemos a
Dios cuando nos apartamos de su amor y de su bondad. Por
ello, abrámonos a la Misericordia divina para reforzar
nuestra decisión de nunca pecar, de nunca abandonar la casa
del Padre, de nunca intentar probar ese camino de tristeza y
de dolor que es el pecado.
La constatación de nuestras miserias, a veces reiteradas,
nunca deben convertirse en desconfianza hacia Dios. Más aún,
nuestras miserias deben convencernos de que la victoria
sobre las mismas no es obra fundamentalmente nuestra sino de
la gracia divina. Sólo no podemos. Es a Dios a quien debemos
pedirle que nos salve, que nos cure, que nos redima. Si Dios
no hace crecer la planta es inútil todo esfuerzo humano.
Somos hijos del pecado desde nuestra juventud. Sólo Dios
pude salvarnos.
Junto a esta esperanza de salvación de parte de Dios, la
Misericordia divina exige nuestro esfuerzo para no ser
fáciles en este alejarnos con frecuencia de la casa del
Padre. Hay que luchar incansablemente para vivir siempre
ahí, para estar siempre con Él, para defender por todos los
medios la amistad con Dios. El pecado habitual o el vivir
habitualmente en pecado no puede ser algo normal en
nosotros, y menos el pensar que al fin y al cabo como Dios
es tan bueno... Estaremos siempre en condiciones o en
posibilidades de invocar el perdón y la misericordia divina?
No olvidemos que como la pecadora siempre tenemos la gran
baza y ayuda de la confesión. Ella hizo una confesión
pública de sus pecados, manifestó su profundo
arrepentimiento, demostró su propósito de enmienda. Al final
Cristo la absolvió. La confesión es fundamental para el
perdón de los pecados. Más aún, es necesaria la confesión
frecuente, humilde, confiada. Como otras muchas cosas, sólo
a Dios se le ha podido ocurrir este sacramento de la
misericordia y del perdón. No acercarse a la confesión con
frecuencia es una temeridad. Tenemos demasiado fácil el
regreso a Dios.
Cuestionario práctico
El cuestionario práctico nos ayuda y llena de luz porque
confronta nuestra vida con las exigencias objetivas de la
vocación cristiana, haciéndonos conocer las desviaciones o
avances positivos, así como la raíz más profunda de sus
causas. Nos ayuda también a suscitar dentro de nosotros una
actitud de contrición, al propósito de superación cuando
vemos lo negativo y de gratitud con Dios cuando reconocemos
con sencillez nuestro progreso. Además el católico, el
cristiano es un soldado de Jesucristo que con frecuencia
debe limpiar, afilar y ajustar la armadura según lo
recomienda San Pablo: “Por lo demás, fortaleceos en el Señor
y en la fuerza de su poder, revestíos de la armadura de Dios
para que podáis resistir contra las asechanzas del diablo…y
tras haber vencido todo, os mantengáis firmes” (Ef.6. 10-13)
El examen de conciencia realizado con seriedad y
continuidad, es un gran medio para alcanzar el conocimiento
personal, la madurez, la coherencia de vida y el progreso
por el camino del bien. Nos hace sensibles al pecado y nos
ayuda a superar las tentaciones, pruebas y contrariedades.
A continuación te ofrecemos un cuestionario que te ayudará a
examinar tu propia vida, tus principios, tus criterios
conforme al criterio del evangelio.
(Las respuestas NO se publican en los foros, es de uso
personal)
¿Soy caritativo en mis pensamientos hacia los demás? ¿Se
disculpar los fallos y errores? ¿o me he formado ya la
costumbre de mirar todo con ojos justicieros e interpretar
su forma de actuar?
¿He desechado ya de mi vida todo rencor? ¿Toda envidia?
¿Celos? ¿Deseo de venganza? ¿Habita en mí el perdón y la
misericordia?
¿Oro por los demás especialmente aquellos que me han hecho
del mal? ¿Cuándo perdono verdaderamente cancelo la deuda que
la otra persona ha contraído hacia mi independientemente si
me pide o no este perdón?
Participación en el foro
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curso (Sí se publica en los foros)
Preguntas que pueden servirte para estructurar tus
conclusiones
¿Qué me ha parecido el tema?
¿Qué aplicaciones prácticas encuentro para mi vida?
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