EL ACTO MORAL EN LA «VERITATIS SPLENDOR»

R.P. Dr. Miguel Ángel Fuentes, I.V.E.

Curso de Cultura Católica - Salón San José, 1993

 

Los actos que realizamos es el modo en que nos movemos respecto del fin de nuestra vida. Cada acto que realizamos nos acerca o nos aleja de ese Fin que es, en definitiva, Dios. Por eso cuando el joven rico pregunta a Cristo: Maestro ¿qué he de hacer para conseguir la vida eterna? (Mt 19,16), Nuestro Señor le responde indicándole qué actos son los que le encaminan hacia la misma.

            “Los actos humanos... expresan y deciden la bondad o malicia del hombre mismo que realiza esos actos. Estos no producen sólo un cambio en el estado de cosas externas al hombre, sino que, en cuanto decisiones deliberadas, califican moralmente a la persona misma que los realiza y determinan su profunda fisonomía espiritual” (Veritatis splendor [VS] 71).

            Usando palabras de San Gregorio Niseno: “nosotros somos en cierto modo nuestros mismos progenitores, creándonos como queremos y, con nuestra elección, dándonos la forma que queremos”[1].

            Ahora bien, actos podemos hacer muchos y muy diversos entre sí. Es evidente que no todos nos conducen hacia el mismo puerto. La persona humana puede obrar bien o mal, y “sólo el acto conforme al bien puede ser camino que conduce a la vida” (VS 72).

            De ahí que uno de los problemas cruciales para la moral sea el determinar con exactitud de qué depende la cualificación moral de los actos libres del hombre, es decir, cómo nos aseguramos que nuestros actos sean tales que conduzcan a Dios, a la vida. Este tema en moral recibe la denominación de las “fuentes de la moralidad”.

            Respecto de esto se presentan en la moral dos teorías contrapuestas: una falsa y otra verdadera. Una apoyada en la Revelación, en la filosofía realista, en la experiencia psicológica; otra apoyada en la filosofía moderna, en el agnosticismo, en el relativismo, en el utilitarismo y en el materialismo. Gran parte de los estudios morales que circulan en Instituciones católicas profesa esta segunda.

 1. El teleologismo o consecuencialismo

             Esta teoría a la que he hecho mención recibe varios nombres, según los matices que presenta. Se la llama “moral de los fines”, teleologismo, consecuencialismo, proporcionalismo. La expresión más crasa es la del teoleologismo o consecuencialismo, que parte de nada es en sí bueno o malo, y por tanto, la bondad de una acción depende únicamente de su fin o de sus consecuencias previsibles y calculables. El proporcionalismo es semejante pero busca suavizar esta teoría afirmando que el bien o el mal de una acción depende de la proporción entre bienes y males que son consecuencia de una acción; es decir, depende de un cálculo técnico.

             Estos autores distinguen en las acciones humanas un doble nivel:

            1º Un nivel propiamente moral que consiste en la relación que nuestros actos tienen con los valores propiamente morales, los cuales son el amor de Dios, la benevolencia hacia el prójimo, la justicia, etc.). La bondad de esta dimensión es garantizada por la intención. Es decir, nuestros actos serán buenos o malos fundamentalmente por la intención de nuestra voluntad respecto de estos valores. Y esto será lo que decidirá en última instancia que nuestros actos sean buenos o malos.

            2º Un nivel u orden que llaman pre-moral, no-moral, físico u óntico (varía según las distintas terminologías adoptadas por los diversos autores). Para estos autores en nuestro mundo y en nuestras acciones el bien está mezclado con el mal, y cualquier acto que realizamos está relacionado necesariamente con efectos buenos y efectos malos. Esta dimensión puede ser “recta o equivocada” según que en la proporción entre bienes y males prevalezcan los bienes sobre los males. Sin embargo, esto no afecta a la bondad o malicia de la acción (lo cual pertenece a la dimensión anterior).

             Los principios principales de esta teoría son los siguientes[2]:

            1º No hay acciones que en sí mismas sean buenas o malas. Dice Fuchs: “En teoría, parece que tal universalización no es posi­ble. Una acción sólo es moral al considerar las ‘circunstan­cias’ y la ‘intención’, y eso presupondría que se pueden prever adecuada­mente todas las combinaciones posibles de circunstancias e inten­ciones, lo que, a priori, no es posible. Además, la opinión contraria no tiene en cuenta, para una comparación objetiva de la moralidad, el significado de: a) la experiencia práctica, b) las diferencias de civilización, c) la historici­dad humana”[3]. Además, porque todo bien finito puede competir (y de hecho compite) con otro bien finito, ya que ambos tienen aspectos buenos y aspectos malos (por ser finitos) y consecuencias buenas y consecuencias malas. De ahí que, por ejemplo, L. Janssens, afirme que “en nuestra ac­tividad concreta siempre hay presente mal óntico”. Querer evitarlo es simplemente una utopía. El planteamiento moral verdadero debe apuntar pues a preguntarse cuándo y en qué medida estamos justi­ficados para causar o permitir el mal óntico[4].

            2º No puede juzgarse ninguna acción independientemente de la intención del que obra. Así, por ejemplo, Fuchs: “El juicio moral de una acción no puede anticipar­se a la intención del agente... Una acción no puede ser juzgada moralmente en su materialidad (matar, herir o ir a la luna), sin referencia a la intención del agente; porque sin ésta última no se trata de una acción humana, y solamente podemos hablar en un verdadero sentido de bien o de mal refiriéndonos a las acciones humanas”[5].

            3º Otros insistirán más bien en que no puede juzgarse la moralidad de ninguna acción sino por sus consecuencias previsibles. Lo dice explícitamente Böckle: “Las acciones concretas en la esfera inter-humana deben ser juzgadas solamente en vistas de sus consecuencias, es decir, teoleológicamente. Esto significa que en la esfera de las acciones morales no puede haber ninguna que sea siempre moralmente buena o mala, al margen de sus consecuencias”[6].

            4º La elección de una acción concreta debe hacerse a la luz de la proporción entre bienes y males que procure. La que prevea que procurará más bienes y menos males, o los bienes más grandes, o que realice de modo más pleno aquí y ahora el fin intentado (y esto según la consideración “responsable”, pero subjetiva del sujeto) será la elección recta.

            5º Cualquier acto puede llegar a ser bueno si encuentra consecuencias buenas que pueda justificarlo. Si actualmente hay cosas a las que no encontramos justificativo (como genocidios en masa...), esto no significa que sean en sí mismas malas, sino desproporcionadas por el momento. Por eso, no puede ya decirse que “no puede hacerse nunca el mal” o que “el fin no justifica los medios”. Por el contrario, Fuchs afirma: “si se trata de un mal a nivel premoral, la realización de un bien puede justificar­lo. El mal hecho no es moralmente malo al margen de la inten­ción ni es un acto aislado, sino un elemento de una acción única”[7]. O Knauer: “se debe admitir un mal si es la única manera de no contradecir el máximo de valor que se le opone”[8].

            6º Pero como las consecuencias de cada acto no terminan con ese acto sino que acarrean consecuencias de allí en más hasta el fin de la historia, entonces (y lo dicen algunos de ellos) mientras la historia no termine no podremos juzgar del valor ético de cada acción. Esto es el agnosticismo ético y el nihilismo moral.

 2. La doctrina clásica

             Nuestras acciones son realidades complejas en las que intervienen diversos elementos: se conjugan ciertas realidades que son hechas con la intención de alcanzar otras y todo esto en medio de determinadas coordenadas espacio-temporales. Vamos a un ejemplo: una persona da limosna a un pobre con el fin de atraerse su voluntad y corromperlo en el futuro, y todo esto sucede dentro de un templo. Aquí tenemos tres elementos:

             1º La acción que realiza esa determinada persona: dar limosna. Esto es lo que doctrina clásica ha llamado el objeto del acto.

            2º El fin por el que la realiza: ganarse su voluntad para corromperlo. A esto la doctrina clásica designaba como fin del acto.

            3º Ciertas coordenadas en las que la acción se ubica y que de algún modo influyen sobre ella: el realizar esta acción en un lugar consagrado a Dios. Lo cual recibe el nombre de circunstancias del acto.

             La teología clásica afirma que para juzgar de la bondad o malicia de una acción, se debe tomar en cuenta los tres elementos juntamente: el objeto, el fin y las circunstancias. Sólo de la bondad de los tres (esencialmente del objeto y del fin; accidentalmente de las circunstancias) se deriva la bondad de la acción completa.

             a) El fin del acto. Para que una acción sea buena se requiere que esté rectamente orientada. El fin de la acción es lo que generalmente denominamos la “intención” del acto. Podemos identificarla en nuestros actos preguntándonos por el “¿para qué realizamos cuanto estamos realizando?”.

            La intención es un elemento fundamental en la calificación moral del acto hasta el punto tal que, en gran parte de los casos, según sea el fin (bueno o malo) tal será la cualificación moral de toda la acción. Es más, hemos de decir que tiene tal importancia en la vida moral, que de la determinación objetiva del Fin Ultimo, cada hombre recibirá una impronta o información de todos los actos de su vida: “aquello en lo que uno descansa como en su fin último, domina el afecto del hombre, porque de ello toma las reglas para toda su vida”[9].

            Nuestro Señor ha afirmado que las cosas que salen del corazón del hombre, esas son las que le manchan (Mc 7,20). Y por eso David pedía la rectitud de la intención: Crea en mí un corazón puro, oh Dios, y renueva en mis entrañas la rectitud del espíritu (Sal. 50, 12). En el Evangelio de San Mateo Nuestro Señor hace derivar de la disposición interior la moralidad de la persona humana: Si tu ojo es bueno, todo el cuerpo está iluminado (Mt 6,22). Santo Tomás comenta estas palabras diciendo: “Por ojo se entiende la intención. Porque todo el que quiere obrar, algo intenta: de modo que si tu intención es lúcida, es decir, dirigida a Dios, todo tu cuerpo –o sea tus actuaciones– serán lúcidas. Y así ocurre a quienes de verdad son buenos”[10]. La Sagrada Escritura hace constantes referencias a las intenciones humanas como fuente de la moralidad del sujeto que actúa:

             –Ex 10,10: a la vista están vuestras malas intenciones.

            –Prov 12,5: Las intenciones de los justos son equidad, los planes de los malos, son engaño.

            –Prov 21,27: El sacrificio de los malos es abominable, sobre todo si se ofrece con mala intención.

            –Prov 22,9: El de buena intención será bendito, porque da de su pan al débil.

            –Prov 23,6: No comas pan con hombre de malas intenciones, ni desees sus manjares.

            –Prov 28,22: El hombre de malas intenciones corre tras la riqueza, sin saber que lo que le viene es la indigencia.

            –Fil 1,15: Es cierto que algunos predican a Cristo por envidia y rivalidad; mas hay también otros que lo hacen con buena intención.

             b) El objeto del acto. En la complejidad de nuestro obrar podemos identificar el objeto preguntándonos “¿qué es lo que se hace?”; en el ejemplo que pusimos más arriba: el dar limosna. “La moralidad del acto humano depende sobre todo y fundamentalmente del objeto elegido racionalmente por la voluntad deliberada” (VS 78). Por objeto del acto la moral entiende la esencia o naturaleza misma de aquella acción que es elegida con vistas a alcanzar el fin del acto.

            El Catecismo lo describe como “la materia de un acto humano” (nº 1751). La Encíclica precisa que “el objeto del acto del querer es un comportamiento elegido libremente” (VS 78). No es nunca una cosa sino algún comportamiento concreto (robar, mentir, dar la vida, sacrificarse). Y también: “el objeto es el fin próximo de una elección deliberada que determina el acto del querer de la persona que actúa” (ibid).

            Ahora bien, en la medida en que algo de esos determinados comportamientos “es conforme con el orden de la razón, es causa de la bondad de la voluntad, nos perfecciona moralmente y dispone a reconocer nuestro fin último en el bien perfecto” (VS 78).

            Teniendo en cuenta el objeto del acto, es decir, el comportamiento que elegido libremente por nuestras acciones, hay que decir, que ciertos comportamientos son en sí mismos malos, otros en sí mismos buenos, otros, finalmente, en sí mismos indiferentes. ¿Qué es lo que hace que tales comportamientos sean en sí buenos, malos o indiferentes? Su relación con el bien verdadero del hombre y, consecuentemente, su ordenabilidad al Fin Ultimo de la vida humana.

            Es ésta una realidad atestiguada por la Sagrada Escritura, la cual menciona a menudo obras que en sí son malas, o sea que quien tiende a ellas tiene como objeto moral de su acto una desconformidad con la regla que le presenta su razón, aunque en concreto tienda a este acto por cierto aspecto de bien sensible, físico, aparente, que ve en ello (la voluntad nunca quiere el mal en cuanto mal). Tales “obras”, son definidas como obras “de la carne”, que “excluyen del Reino de los Cielos”: adulterio, fornicación, deshones­tidad, lujuria, culto a los ídolos, herejías, envidias, homi­cidios, embriaguez, glotonería y cosas semejantes (Cf. Gal 5,19-20; 1 Cor 6,9-10; Rom 1,28-31). Otras en cambio son en sí buenas, son frutos del Espíritu Santo, que manifiestan nuestra filiación divina (cf. Rom 12,9-21; Gal 5,22-23). Las referencias a juicio de moralidad basados exclusivamente en las obras mismas son innumerables:

             –Jer 23,2: Mirad que voy a pasaros revista por vuestras malas obras.

            –Zac 1,4: ¡Volveos de vuestros malos caminos y de vuestras malas obras!.

            –Jn 3,19: los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas.

            –Jn 7,7: doy testimonio de que sus obras son perversas.

            –Col 1,21: vosotros... en otro tiempo fuisteis extraños y enemigos, por vuestros pensamientos y malas obras.

            –2 Tim 4,18: El Señor me librará de toda obra mala y me salvará guardándome para su Reino celestial.

            –1 Jn 3,12: No como Caín, que, siendo del Maligno, mató a su hermano. Y ¿por qué le mató? Porque sus obras eran malas, mientras que las de su hermano eran justas.

             ¿Dónde puede el hombre captar la bondad o la malicia intrínseca de tales comportamientos? La razón aprehende la bondad o la maldad de estos comportamientos observando el ser del hombre en su verdad integral: es decir, que el hombre es alma y cuerpo, con inclinaciones a la conservación de su ser, a la conservación de la especie, a la vida en familia, en sociedad, a la verdad, a Dios; y todo esto ordenado jerárquicamente, primando lo espiritual sobre lo material, etc. Esto es, la ley natural. En la medida en que tal o cual comportamiento expresa y realiza ese bien del hombre (bien real y en su jerarquía auténtica) es intrínsecamente bueno; en la medida en que lo contradiga, es intrínsecamente malo.

            Como afirma el Santo Padre, algunos “contradicen radicalmente el bien de la persona... Son actos que en la tradición moral de la Iglesia, han sido denominados «intrínsecamente malos»...: lo son siempre y por sí mismos, es decir, por su objeto, independientemente de las ulteriores intenciones de quien actúa y de las circunstancias” (VS 80).

             c) Las circunstancias del acto. Finalmente para que una acción concreta sea buena, debe realizarse siempre, teniendo en cuenta las circunstancias: el tiempo debido, el lugar adecuado, la persona que corresponde, etc. No me detengo en esto porque no es tan complicado; recordemos simplemente que no sólo hay que hacer el bien, sino que hay que hacerlo bien.


            Teniendo esto en cuenta, para que una acción sea buena, ha de partirse de la bondad del objeto, de la rectitud de intención y de las circunstancias debidas. La malicia de cualquiera de éstas vicia y corrompe la totalidad de la acción y nos hace no ya artífices de nuestra perfección, sino de nuestra condenación.


 


[1] San Gregorio Nisseno, De vita Moysis, II, 3; cit. VS 71

[2] Cf. J.Seifert, Rev. Anthropos 1, 59-60.

[3] The absoluteness of Moral Terms, Rev. Gregoria­num, 52 (1971), p. 449.

[4] Cf. LOUIS JANSSENS, Ontic Evil and Moral Evil, Rev. Louvain Studies, 1972, 115-156; Ibid, Considera­tions on Humanae Vitae, Rev. Louvain Studies, 1969, 321-353.

[5] J. Fuchs, Personal Responsability and Christian Morality, Georgetown University Press, Washington, DC, Gill and Macmillan, Dublin 1983; p. 137.

[6] F.Böckle, Rev. Concilium, 1976, cit. por Seifert, p. 63.

[7] Personal Responsability..., op. cit., p. 446.

[8] PETER KNAUER, La détermination du bien et du mal moral par le principe de double effet, Rev. NRTh, 87 (1965), p. 371.

[9] Santo Tomás, I-II,1,5.

[10] In Matth., VI, lec. 5.