La actitud y las enseñanzas de
Jesús —que después siguió la primera comunidad cristiana, como se ve en el libro
de los Hechos de los Apóstoles y en las cartas del Nuevo Testamento— otorgaban a
la mujer una dignidad que contrastaba con las costumbres del momento.
Aunque hay diferencias entre las clases altas y las populares, lo común es que
la mujer no tuviera un lugar en la vida pública. Su ámbito era el hogar donde
está sometida al marido: salía poco de casa y cuando salía lo hacía con el
rostro cubierto con un velo y sin detenerse a hablar con los hombres. El marido
podía darle el libelo de repudio y despedirla. Ciertamente, todo esto no se
aplicaba estrictamente a las mujeres que, por ejemplo, tenían que trabajar
ayudando en las tareas del campo. Pero aún así, no podían detenerse a solas con
un hombre. Donde se percibe la diferencia más notable con el varón es, sin
embargo, en el plano religioso: la mujer está sometida a las prohibiciones de la
Ley, pero está liberada de los preceptos (ir a las peregrinaciones a Jerusalén,
recitar diariamente la Shemá, etc.). No estaba obligada a estudiar la Ley y las
escuelas se reservaban para los muchachos. De la misma manera, en la sinagoga
las mujeres estaban con los niños, separadas de los varones con un enrejado. No
participaban en el banquete pascual ni eran contadas entre los que pronuncian la
bendición después de la comida.
Frente a esto, en los evangelios, descubrimos muchos ejemplos de una actitud de
Jesús abierta: además de las muchas curaciones de mujeres que realiza, en su
predicación propone a menudo ejemplos de mujeres como la que barre la casa hasta
encontrar la dracma perdida (Lc 15,8), la viuda perseverante en la oración (Lc
18,3), o la viuda pobre y generosa (Lc 21,2). Corrigió la interpretación del
divorcio (Lc 16,18) y admitió mujeres en su seguimiento. En cuanto al
seguimiento de Jesús, o al discipulado, también la actitud de Jesús fue más
abierta. Jesús tenía seguidores, discípulos sedentarios, podría decirse, que
vivían en sus casas, como Lázaro (Jn 11,1; cfr Lc 10,38-39), o José de Arimatea
(Mt 27,57). De la misma manera que ellos se puede considerar seguidoras a Marta
y a María (Lc 10, 38-41). De María se dice que “sentada a los pies del Señor,
escuchaba su palabra” (Lc 10,39), como una manera de significar la actitud del
discípulo del Señor (cfr Lc 8,15.21). También en el evangelio se habla de la
misión itinerante de Jesús y de sus discípulos. En este contexto hay que
entender Lc 8,2-3 (cfr Mt 27,55-56; Mc 15,40-41): Jesús “pasaba por ciudades y
aldeas predicando y anunciando el evangelio del Reino de Dios. Le acompañaban
los doce y algunas mujeres que habían sido libradas de espíritus malignos y de
enfermedades: María, llamada Magdalena, de la que habían salido siete demonios;
y Juana, mujer de Cusa, administrador de Herodes; y Susana, y otras muchas que
les asistían con sus bienes”. Hay un grupo de mujeres que acompañan a Jesús y a
los Apóstoles en la predicación del Reino y que desempeñan una labor de
diaconía, de servicio.