Dios está cerca del dolor
Si miramos sin fe la cruz de Cristo, como si miramos el dolor humano desde un
punto de vista meramente natural, sólo hallaremos como respuesta el absurdo.
Autor: P. José Luis Richard
Fuente: Catholic.net
El Evangelio nos dice: Después de que llegaron al lugar llamado
Calvario, ahí lo crucificaron... El laconismo no puede ser mayor. Pero
¡cuánto dolor hay detrás de estas palabras! Dolor de la humillación de ser
el espectáculo del pueblo, el hazmerreír de la chusma. Dolor del pudor que
siente que le arrancan los vestidos y la piel. Dolor de la sien que parece
estallarle. Dolor de los clavos que penetran bajo sordos golpes del martillo
y taladran hasta abrir hilos de sangre en las manos y en los pies. Dolor al
ver a la Madre destrozada por la angustia. Dolor de ver la ingratitud a su
amor. Dolor de conocer la esterilidad de su sacrificio en tantas almas...
Quien sufre -y a todo hombre le llega su momento, porque el dolor es la
herencia del pecado- puede afrontar su sufrimiento de diversas formas:
desesperación, rabia, escepticismo, odio... Otros sencillamente se resignan
sin comprender jamás ni el porqué ni el para qué de su sufrimiento. Y Cristo
nos deja clara la razón: el dolor por obediencia redentora.
Si miramos sin fe la cruz de Cristo, como si miramos el dolor humano desde
un punto de vista meramente natural, sólo hallaremos como respuesta el
absurdo.
Pero muy por encima del existencialismo desesperado de la vida, brilla la
luz del misterio. Nadie me arrebata mi vida, sino que la entrego yo mismo...
Éste es el mandato que recibí de mi Padre (Jn 10, 18). Ahí está la clave
para comprender a Cristo crucificado y toda su doctrina y obra. Va al dolor
y a la misma muerte con plena conciencia y con la más absoluta libertad. No
ofrece una obediencia pasiva y resignada, "porque no hay otra alternativa",
sino voluntaria y cumplida con perfección en el detalle: hasta sus últimas
consecuencias. Y esto, a pesar de todo el dolor que le desgarra... Se hizo
obediente hasta la muerte, y muerte de cruz (Fil 2, 8).
Sólo a la luz de esa obediencia amorosa se comprende la muerte de Cristo. Y
porque ha obedecido, dirige la mirada a su Padre con confianza. Ha terminado
su obra, ha llegado al final a pesar de todas las dificultades, a pesar de
la cruz y de la muerte. Y en sus últimas palabras alcanzamos a percibir que
es tal su amor, tanta la paz que invade su ser después de haber consumado la
Redención, que el sufrimiento, el dolor y la muerte no tienen ya ningún
poder sobre Él: En tus manos, Padre, encomiendo mi espíritu.
Dios está cerca del dolor, sea moral o físico, pues Él en Jesucristo también
se quiso identificar con el sufrimiento humano, escogiendo la cruz para
salvarnos. Por eso, el sufrimiento nos purifica, nos hace más agradables a
Dios, nos educa en la recta apreciación de la vida humana y del sentido de
la misma.