Diario de una cisterciense


HUMILDAD

Permitidme que os comparta otra breve y sencilla reflexión. En esta ocasión, quiero transmitiros mi vivencia sobre un concepto bastante utilizado en la vida monástica y creo que a veces, deteriorado en su verdadero sentido.

Hace muchos años atrajo mi corazón el capítulo sobre la Humildad que podéis encontrar en la Regla de San Benito. Os recomiendo leerlo. Lejos de otras consideraciones, quedaros con lo nuclear que S. Benito quiere transmitir. Es de una gran belleza y riqueza espiritual este capítulo. No pretendo hacer una reflexión sobre ello, pues ya hay personas muy doctas que lo han hecho y con mucho acierto. Con el corazón abierto, quiero compartir mi parecer sobre la Humildad.

Equivocamos el concepto cuando entendemos por humildad un sentirse nada, un sacrificio de la propia voluntad en beneficio de la ajena, un sentimiento de autoestima baja (e incluso nula), una autopercepción de que nada soy y nada valgo... Todo eso en una medida adecuada está bien y teniendo siempre como referente al Ser Supremo, pero no si centramos nuestro concepto de humildad en la anulación de nuestra persona, y por ende, de nuestra personalidad.

Creo que todo es mucho más sencillo. ¿Cuándo llegamos a ser humildes? Cuando aceptamos nuestra realidad humana. Esta realidad, está llena de luces y sombras, en el caso que nos atañe, de defectos y virtudes. No se es más humilde por sentirnos llenos de defectos, de imperfecciones, de limitaciones, y desde luego, no por pregonar (a veces sin venir a cuento) todas nuestras carencias humanas y espirituales. Iríamos contra el Señor, al considerar que no nos dota de cualidades. Empezamos a ser humildes cuando somos plenamente conscientes de nuestras limitaciones, limitaciones a veces insuperables, pero en esa aceptación obediente de nuestra realidad humana está implícita nuestra humildad. No somos humildes por tener limitaciones, imperfecciones... sino por saber aceptarlas y convivir pacíficamente con ellas. ¡Cuántas personas son insensibles a las propias frustraciones! Son personas insatisfechas y a veces en continua lucha consigo mismas, siendo intolerantes con su propia persona por no poder alcanzar ciertos logros. Hemos de impregnarnos en nuestras vidas de esas limitaciones, pero no para configurar un carácter apocado, agrio, de tristeza... por saber que poco podemos, sino sentirnos alegres y confiados porque en Él, todo lo podemos. Esa es la auténtica humildad.

¿Cuántas personas sin fe se sienten impotentes por no poder conseguir todo lo que se proponen? ¿Por no ser lo que desean y anhelan? Si, efectivamente, muchas. Pero al carecer de fe, de una dimensión trascendente, su actitud se convierte en altanería, pues desconfían de todo, menos de sí mismos. El creyente lejos de esa desesperación, es conocedor de sus limitaciones, de su pequeñez, pero a la vez es humilde ante la grandeza de sentirse acompañado por un Dios Omnipotente.

A veces, se nos comenta a quiénes estamos en la vida religiosa y más en la de clausura, que una de las virtudes que más se valoran de nosotras es la humildad. Ser humildes no es una condición exterior (eso podría ser austeridad, pobreza material). La humildad proviene del corazón, pero no de un corazón triste, no de un sentimiento de negatividad personal, no de un sentimiento de inferioridad que se ha aprendido de forma forzada, antinatural, sino que proviene de un sentimiento de aceptación y asimilación de la grandeza del Señor. Si alcanzáis a descubrir su grandeza, empezaréis a ser humildes. La relación es proporcional. Somos conocedores de nuestra realidad en cuanto conocemos el corazón omnipotente del Señor, un corazón que todo lo puede, y lo puede... por AMOR. De ahí proviene la Esperanza, de la cual hablaremos en otro momento.

Queridos hermanos/as, amemos al Señor en su grandeza y sintámonos grandes con El y pequeños con los demás. Esa pequeñez emanada de la consideración de que mi prójimo es Hijo de Dios. Pero no confundamos, la humildad es un estado del corazón que no ha de ser ausencia de personalidad, ni una complacencia a todo, eso no es humildad. Aceptarnos tal y como somos, tan simple como eso. Y una vez que descubramos nuestras miserias y nuestras grandezas, vivirlas en el Señor, por y para los hermanos. Quien es humilde de verdad, ama auténticamente.

Ojalá del encuentro con el Señor, sepamos ir moldeando en nuestra persona una autentica humildad. Humildad que construye, no destruye. Construye seres amantes del Señor que conocedores de sus limitaciones, de su pequeñez... no pueden vivir sin el amor de su Creador.

Podría hablaros de María, como mujer humilde, pero no es el momento. Puede que sea en otra ocasión. Pero desde luego, si queremos ser humildes, nada mejor que mirarse en el espejo de nuestra Madre.

Que Jesús y María os acompañe en vuestro caminar.